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La oscura masa verde de la jungla se alejaba bajo nosotros y empezamos a seguir la línea de la costa con su banco de islas que formaban una franja escabrosa coloreando el agua de color azul turquesa.
Jebb me miró por encima del hombro. Era delgado, ágil y muy australiano.
—¿Te has preocupado de buscar una habitación, Steve?
—Pienso intentarlo en el hotel Oriente.
—Allí puedes encontrar una cama, pero una habitación para ti solo no, ¿verdad, Abdul?
—Oh, no. No se puede dormir solo en Selampang. Eso es lo que dicen —el primer oficial sonrió humildemente—. Es una broma.
—Y no es divertida. Ahora han puesto seis camas en algunas de esas habitaciones del Oriente, que parecen un huevo de mosca. Es todo un espectáculo.
—Sobornaré a alguien —dije—. Ya lo he hecho antes. De todas formas sólo será por tres días. Espero coger el avión para Yakarta del viernes.
—Puedes intentarlo si quieres, pero tendrás que compartirlo con un extraño. ¿Por qué no vienes a la Casa del Aire conmigo?
—No sabía que alquilaran habitaciones.
—No las alquilan. Yo tengo allí un pequeño apartamento en la parte de arriba, sobre la emisora de radio. Puedes dormir en el salón, si quieres.
—Es muy amable por tu parte, pero...
—No quiero nada de «peros». Me haces un favor. Tengo que ir a Makassar mañana y no volveré hasta el viernes. Dejar un apartamento desocupado en estos días sería buscarse problemas.
—¿Por los ladrones?
—Por eso o porque al volver te puedes encontrar con un policía que te enseña una orden para requisarte el apartamento y meterse allí a vivir con su familia. El año pasado perdí un bungalow de esa forma cuando me fui de vacaciones. Ahora siempre que tengo que irme me busco un amigo para que se quede allí, aunque sólo esté fuera dos días.
—Entonces, me quedaré con gusto.
—Trato hecho. ¿Qué quieres hacer en tu primera noche de libertad?
—¿Dónde se come mejor ahora?
—todos los restaurantes son bastante malos. ¿Sabes que tenemos un club nuevo? Se llama Nueva Armonía.
—Hace un año que no vengo por aquí.
—Entonces está decidido. Ya tienes la noche organizada. Ahora veamos, Abdul, ¿qué hay del té? ¿Dónde está el termo?
Selampang está en lo alto de una bahía profunda mirando hacia el este frente al mar de Java. Antes se llamaba Nieu Wilemstand, y todavía, a lo largo de los canales que hay cerca del puerto, quedan algunas casas antiguas, con tejados de tejas marrones y ventanas con cristales enmarcados en forma de diamantes, que fueron construidos por los primeros colonizadores holandeses. Se levanta sobre una antigua zona de marismas y la red de canales que cubre todo el área de la ciudad es realmente un sistema de canales de drenaje, zanjas donde la mayoría ce la población, ignorando tranquilamente la nueva legislación sanitaria, continúa depositando sus excrementos, lavándose y haciendo su colada. Cuando se fueron los holandeses, Selampang tenía una población aproximada de medio millón de habitantes. Ahora tiene más de millón y medio. Sin embargo, al pasar por las amplias y modernas avenidas de los barrios nuevos, junto a los grandes bungalows con sus grandes patios exteriores, no se veían muestras de superpoblación. Lo único que recordaba este hecho era el olor penetrante de los canales y el vislumbrar de vez en cuando los numerosos poblados attap que se incrustan en las orillas. Los barrios nuevos han crecido como hongos por detrás de las fachadas coloniales de los barrios antiguos.
La Casa del Aire estaba en el lado sur de la gran plaza Van Riebeeck, junto a una residencia del siglo XVIII que albergaba un departamento del Ministerio de Salud Pública. Era el edificio más nuevo y más alto de Selampang; había sido construido por un consorcio de empresas de petróleo y operadores aéreos, para edificio de oficinas, y estaba casi terminado cuando los japoneses ocuparon la ciudad en 1942. Los japoneses lo emplearon durante algún tiempo como cuartel general militar, luego se trasladaron allí '.os miembros del gabinete de lucha psicológica, levantaron antenas en el tejado y lo convirtieron en una emisora de radio de onda corta. Después de la guerra siguió siendo una emisora de radio. Solamente devolvieron a los operadores de las líneas aéreas el piso bajo, y éste era ahora una agencia de viajes y la estación terminal de los autobuses que iban al aeropuerto.
El apartamento de Jebb estaba en el último piso. El ascensor sólo subía hasta el quinto, después había que recorrer un pasillo con el suelo de linóleo, pasar a través de una puerta giratoria y subir un tramo de escaleras; más allá de las puertas, el edificio estaba aún sin terminar. El hormigón de la escalera auxiliar estaba tal como lo habían dejado los constructores en 1942. Las pisadas resonaban lúgubremente por el hueco de la escalera. Los vanos de las ventanas estaban tan altos que no se podía ver fácilmente adonde iba uno.
—Ten cuidado aquí, puedes engancharte la ropa —dijo Jebb.
Rodeamos una estructura de hormigón de la que sobresalían las varillas de hierro y caminamos un corto trecho por un corredor polvoriento. Entonces Jebb se paró frente a una puerta y sacó una llave.
—Acababan de empezar a instalar los desagües en estos apartamentos cuando llegaron los japoneses —dijo—. Este es el único que habían terminado. Los otros cinco todavía están vacíos. Fíjate, después de tanto tiempo y con la escasez de viviendas que hay... ¡Qué país! Tuve que sobornar a casi todos los miembros del ayuntamiento para conseguir que me dieran el agua.
Abrió la puerta y entramos.

 

Según íbamos subiendo las escaleras me había ido desanimando un poco y empecé a añorar mi cama de campaña que había regalado tan generosamente, pero una vez dentro la cosa era diferente. Había un vestíbulo pequeño con el suelo de baldosas, una cocina y otra puerta que daba al salón. Este era largo y estrecho, pero casi toda la pared de la parte frontal tenía ventanas con doble cristal que daban a una amplia terraza que tenía una barandilla de cemento. Sobre la terraza había un techo de bambú trenzado para protegerla del sol y a los lados había persianas attap. No había muchos muebles, quitando las típicas tumbonas de bambú y un sofá que se usaba claramente como cama de huéspedes. Había una radio y un gramófono portátil, una librería llena de libros y novelas y un carrito de bambú repleto de botellas. En las paredes había algunos cuadros con escenas balinesas. El apartamento estaba fresco, parecía cómodo, y así se lo dije.
—Una amiguita me ayudó a decorarlo —conectó el ventilador del techo muy despacito—. Tengo que vigilar este armatoste. No puedo manejarlo muy de prisa porque si lo hiciera saltarían los plomos del piso de abajo. Bueno, Steve, ¿qué vas a tomar? ¿Quieres primero un trago y luego ducharte, o al revés? Te diré lo que vamos a hacer. Nos tomaremos un trago largo mientras te enseño dónde están las cosas. Después nos ducharemos y nos iremos por ahí. ¿Qué quieres tomar? ¿Coñac solo? ¿Un gin fizz? ¿O quieres whisky escocés? Pero si vas a estar toda la noche tomando lo mismo, es mejor coñac o ginebra. Voy a buscar el hielo.
Cuando tuvimos las bebidas preparadas me enseñó el dormitorio y salimos a la terraza. Estaba orientada al norte, y desde una de las esquinas podía verse, por encima de las chimeneas y los mástiles de los barcos, el puerto y parte de la bahía. Detrás de una de las persianas attap, en la otra esquina, había un cuarto de baño holandés con un gran aguamanil de piedra que tenía un desagüe de hierro galvanizado.
—¿Qué me dices de eso? —me preguntó—. ¡Dios mío! Imagínate, mira que poner una cosa de esas en un edificio nuevo.
—Hay quien dice que es la mejor ducha que existe.
—Para mí, no. Echarte el agua por encima con una cosa que parece una cacerola, cuando se puede hacer subir el agua por unas cañerías hasta el aspersor, ¡es una locura! Además hay que ser un contorsionista para poder aclararse todo el jabón del cuerpo. El retrete está bien. En la última casa que tuve no era más que un agujero sobre un pozo.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí, Roy?
—¿En este país? Cuatro años. No me entiendas mal. Hay muchas cosas que me gustan de aquí, además del buen sueldo que me pagan. Pero son gentes extrañas. Por ejemplo, todas esas cosas que están consiguiendo ahora, como coches, frigoríficos y radios, no las consideran como cosas que se pueden usar, les atribuyen cierto hechizo. No les importa nada si ese aparato sirve para algo, ni siquiera si funciona. Necesitan tenerlo para sentirse a gusto. Abdul vio a un americano que llevaba un reloj de muñeca de oro en el cine, y entonces pensó que él también tenía que tener un reloj como aquél. Estuvo tres meses pasando hambre para poder pagarlo. ¿Para qué? Nunca mira la hora ni le da cuerda, ni siquiera está especialmente orgulloso de él. Es simplemente suyo y ya está. La mayoría son así, y eso es lo que nos extraña. Podría pensarse que son solamente un montón de niños ostentosos intentando imitar la civilización occidental.
—Hasta que llega un día en que uno se da cuenta de que no son simples en absoluto, y que ni siquiera hemos empezado a comprenderles.
—Es cierto, ¿sabes? Cuando llegué aquí, una vez le pregunté a un grupo de hombres que estaban en el aeropuerto que cuál era para ellos el delito más grande que podía cometer un hombre, ¿y sabes qué me dijeron?
—El asesinato no, desde luego, creen que le damos demasiada importancia.
—No, el asesinato no. Robarle la mujer a otro, eso es lo peor para ellos.
—Nunca había oído eso antes.
—Ni yo tampoco. Entonces yo no sabía que no sirve de nada hacer preguntas en este país. Sólo obtienes la contestación que ellos creen que tú quieres oír. Durante la guerra mi mujer se fue con otro. Acabo de divorciarme de ella. Esos bromistas acababan de descubrirlo, eso era todo —sonrió—. ¿Estás casado, Steve?
—Ya no. A mí me pasó lo mismo.
Hizo un gesto de aprobación.
—Mina te lo arreglará estupendamente.
—¿Quién es Mina?
—Mi novia, ya te lo he dicho. Primero dúchate. Voy a llamarle ahora, y le diré que se traiga una amiguita con ella.
Ya había anochecido cuando bajamos de nuevo a la plaza y la ciudad entera parecía haber vuelto a la vida. Los árboles y las palmeras que rodeaban el centro de la plaza estaban salpicados de luces y los puestos del mercado se habían extendido debajo de ellos. Vendedores de comida china rodeados por pequeños grupos de comensales estaban en cuclillas en el polvo. Un chaval de unos diez años estaba sentado tocando un xilófono de bambú, mientras que otro a su lado golpeaba un tambor. La calle que rodeaba la plaza estaba atestada de coches que se movían despacio y los conductores de betjaks (triciclo) tocaban incesantemente sus campanillas al tiempo que se abrían paso con sus vehículos brillantemente pintados por los huecos entre los coches. Era un tributo que había que rendir a la riqueza y a la influencia de los operadores del mercado negro de Selampang el que en una ciudad donde el coche americano más barato costaba tres veces más que en Detroit, existiera, sin embargo, el moderno problema del tráfico.

 

Junto a la entrada de la Casa del Aire había una parada de betjaks, y en cuanto vieron a Jebb uno de los conductores salió de la fila y vino pedaleando hasta nosotros, sonriendo ansiosamente.
—Mahmud, esta noche necesitamos dos.
—Puedo llevarles a ambos, tuan.
—Puede que sí, pero queremos ir cómodos. ¿Dónde está tu amigo?
Llamó a otro conductor y partimos.
En cuanto uno aprende a ignorar la respiración trabajosa del conductor peleando detrás y se ha superado la impresión de ser un blanco sentado para nados los coches que se aproximan, el betjak es un agradable medio de transporte especialmente en una noche calurosa. Va lo suficientemente de prisa como para que el aire parezca fresco, pero no tanto como para que el sudor se te enfríe en el cuerpo. Puedes recostarte confortablemente y mirar a los árboles y a las estrellas sin que te piquen los mosquitos. y siempre que el conductor no se empeñe en susurrarte al oído invitaciones obscenas para ir al burdel más próximo, puedes incluso pensar.
Me alegraba de tener esta tregua. Después de haber estado en las colinas de Tangga, Selampang resultaba una ciudad ton una humedad sofocante, donde intruso una ligera camisa de algodón parecía una manta. Además me había tomado tres brandies largos en el apartamento, uno más de lo que realmente deseaba. AI día siguiente iba a estar muy ocupado y no tenía intención de cargar con una resaca. Tampoco tenía ninguna intención de pasar la noche con ninguna ramera local escogida por la novia de Jebb. Le había oído darle instrucciones por teléfono y decidí que hay veces en que la hospitalidad es excesiva. Además, cuando se rompe el hábito de la continencia, especialmente cuando ha sido impuesto por obligación, no hay que hacerlo a la ligera. Yo tenía mi propia opinión sobre el asunto y no incluía en ese momento a Selampang.
El Nuevo Club Armonía estaba en las afueras de la ciudad. Más allá del hipódromo había una franja de casi un kilómetro y medio de anchura de carretera sin iluminar, con grandes patios con bungalows a ambos lados. Aquella zona estaba muy tranquila, y si se aproximaba un coche podía oírse el motor al mismo tiempo que se veían las luces. Incluso las cigarras parecían estar mudas y habíamos dejado atrás el olor de los canales.
—Esta parte es muy agradable —dijo Jebb—. Siempre que no nos acerquemos mucho al hipódromo.
Los dos betjaks avanzaban a la misma altura.
—¿Quién vive aquí?
—La mayoría son diplomáticos extranjeros. Y algún que otro chino rico. Aunque éstos tienen que pagar más de lo normal por el privilegio. ¡Mira!, allí está el club. Es esa luz de ahí delante. ¡Avanza, Mahmud! Necesitamos un trago.
Era un bungalow muy parecido a los demás, pero tenía un luminoso junto a la entrada del patio, y había un conserje con un gorro de pico que nos miró intensamente cuando dimos la vuelta. Cuando nos detuvimos el aire húmedo y caliente parecía que se hacía más pesado, pero ahora estaba intensamente perfumado debido a los jazmines rojos que crecían en el patio delantero, y desde dentro llegaba el sonido internacional y sentimental de un pianista de cabaret tocando música americana.
En el vestíbulo, un conserje chino vestido con un smoking de algodón me hizo una tarjeta de cliente provisional y me vendió una cajetilla de cigarrillos americanos al doble del precio que estaban en el mercado negro. Entonces pasamos a la habitación siguiente.
Antes eran dos habitaciones, pero habían abierto unos arcos en la pared que dividía ambas para hacer una sola. En un extremo había un bar forrado de madera de teca, y bajo uno de los arcos una plataforma con el piano. El resto del espacio estaba lleno de sillas, había aproximadamente una docena. Fuera, en la terraza cubierta, había unas cuantas mesas más y una pequeña pista de baile elevada. Las paredes estaban pintadas imitando ladrillos y la luz salía de unos soportes de hierro que había en la pared.
Como era temprano, sólo había una o dos mesas ocupadas. Sin embargo, el bar estaba lleno de gente. La mayoría de los hombres eran europeos, aunque había una pareja de jóvenes sundaneses lustrosos vestidos con uniforme de aviadores, sentados en las banquetas del bar y un chino elegante con unas gafas sin montura. El pianista era un indio con aspecto altanero que llevaba una pulsera de oro y un anillo con un rubí. Una pareja de holandeses estaban apoyados sobre el piano sosteniendo los vasos en la mano, y escuchando embelesados. La mujer llevaba el pelo desarreglado y parecía un poco borracha. El indio los ignoraba.
—Un puñado de amiguetes estaban armando jaleo en el Salón Malamute —citó Jebb haciéndose el gracioso, y empezó a abrirse paso hacia el bar, intercambiando saludos con la gente al pasar—. Hola, Ted, ¿qué tal va? ¡Eh, Marie!
Marie era una muchacha morena, robusta, con los dientes salientes, que llevaba un vestido de seda ajustado. Sonrió mecánicamente y lanzó una bocanada de humo del cigarrillo hacia el techo. Jebb me guiñó un ojo, no tenía ni idea de lo que me quería decir con aquel guiño, pero le devolví una sonrisa comprensiva. "Mi esfuerzo fue desaprovechado. Jebb había saludado al chino de las gafas sin aros.
—Buenas, Mor Sai. Quiero presentarle a un amigo mío, Steve Fraser. Steve, este es Lim Mor Sai. Es el dueño del local.
Mientras nos estábamos dando la mano, apareció por la puerta que había junto al bar una rubia de mediana edad con mirada ojerosa y una boca ridícula, y pasó el brazo por el de Jebb.
—¡Hola, Roy, amor! —dijo—. Creíamos que te habías ido a Makassar.
—No, eso será mañana. Molly, este es Steve Fraser. Steve, esta es Molly Lim.
Me dirigió una mirada vidriosa.
—Otro asqueroso inglés, ¿eh? ¿Por qué no os quedáis en casa?
Sonreí.
—Un día, cariño —dijo su marido afectadamente—, alguien no va a aceptar tu broma, nos romperán un montón de muebles y tendremos jaleos con la Policía.
—¡Oh!, déjame —le acarició la mejilla—. El sabe que le estoy tomando el pelo. Le voy a dejar que acierte de dónde soy, señor Fraser, le dejaré que dé tres respuestas, y las dos primeras no cuentan.
—¿De Lancashire?
—Claro, Mor Sai dice que incluso hablo cantonés con acento de Liverpool. ¿No es cierto, amor?
Lim la miró con cara de aburrimiento.
—Por ser la primera vez que viene al club, debe tomar un trago por cuenta de la casa —me dijo.
—Eso era lo que estaba esperando oír —exclamó Jebb—. Estamos bebiendo coñac.
—Luego lo encontrarás en la cuenta —dijo la señora Lim sarcásticamente, y se fue.
Lim hizo chascar los dedos para llamar al camarero y le encargó las bebidas. Jebb me dio un codazo. Miré a través de la habitación y vi a la señora Lim arrancarle a un hombre el vaso de la mano y bebérselo de un trago. El hombre se echó a reír.
Lim lo vio también. Cuando llegaron nuestras bebidas, él se excusó y se fue hacia donde ella estaba.
—Debía haberte advertido acerca de Molly —dijo Jebb—. Hagas lo que hagas, no la invites nunca a beber.
—No tiene el aspecto de esperar a que la inviten.
—Sí, debes agarrar con fuerza tu vaso cuando ella ande cerca. Ese bastardo debería saberlo. Se enfrentará con Lim si no tiene cuidado.
—¿Es malo eso?
—Es mejor estar de su parte. Lim tiene amigos en el departamento de Policía. ¿Te acuerdas cuando retenían los permisos de salida? A lo mejor durante una semana entera si les daba la gana. La última vez que estuve de vacaciones, Lim me lo arregló todo en un par de horas, y te apuesto...
En ese momento se calló, hizo un gesto por encima de mi hombro y exclamó:
—¡Eh, Mina, cariño!

 

Es difícil describir a las mujeres euroasiáticas con precisión. La primera impresión que producen siempre está dominada por una serie de rasgos característicos de su raza, excluyendo los demás, pero al tratarlas más de cerca ocurre justamente al revés que en la primera impresión. No es sólo cuestión de ropa: un traje europeo puede hacer que la misma mujer parezca más asiática o menos. El cambio es tan imprevisible como lo son esas ilusiones ópticas por las que se puede convertir una pirámide de cubos macizos en una pirámide de cajas vacías simplemente con parpadear.
A primera vista, Mina parecía completamente europea, era una morenilla delgada y atractiva con la estructura ósea aguileña que tienen la mayoría de los mediterráneos orientales; podría pasar por griega. Por otra parte, su amiga Rosalie parecía una muchacha filipina de buena familia que hubiera aprendido a vestirse en una universidad americana. Sin embargo, al cabo de diez minutos, los rasgos de Mina se habían convertido para mí en rasgos inequívocos sundaneses, mientras que Rosalie parecía una muchacha europea que intentara imitar a su bailarina favorita. Las voces también tenían algo que ver en esto. Las dos hablaban un buen inglés pero con acento holandés; pero en la voz de Mina se apreciaban los sonidos guturales sundaneses. Hablaba con energía y decisión. Rosalie era más tranquila y más segura de sí misma.
Jebb me había explicado que ambas daban clase de baile occidental en una academia dirigida por un chino, y que esperaban que les pagáramos por pasar la noche con nosotros en el club. Después de medianoche, haría falta celebrar nuevas negociaciones, pero esas las tendría que dirigir yo. El tenía con Mina un acuerdo más o menos permanente. Decían que Rosalie era muy quisquillosa. Si tú no le gustabas, no había nada que hacer, aunque fueras millonario. De mí dependía.
Así que estaba resignado a pasar probablemente una noche aburrida e insípida. Al final no fue ninguna de las dos cosas. Creo que lo que rompió el hielo fue el darme cuenta de que aunque pudiera parecer poco sentimental, la relación entre Mina y Jebb tenía al mismo tiempo una base de auténtico afecto. Puedes engañarte en cuanto al amor, pero no en cuanto al cariño.
Al principio Mina habló mucho. La mayor parte del tiempo se dedicó a jugar a un juego sundanés muy popular. Si le debes a un hombre dinero, o si él te ha desacreditado de alguna forma, o si es alguien que tenga autoridad y que no te caiga bien, te inventas un escándalo en el que él esté involucrado, preferentemente algo que tenga que ver con cuestiones personales íntimas, sugiriendo que es impotente, cornudo o pervertido. Nadie se cree el cuento, pero cuantos más detalles añadas, y cuanta más atención ponga el auditorio, te haces más superior ante tu enemigo.
Los escándalos de Mina eran picantes y crueles y los contaba como una buena comediante, con cierto aire de ligera sorpresa ante su extrañeza. Jebb representaba el papel del que se niega a creer una palabra de lo que ella dice. Si, por ejemplo, el cuento trataba del jefe de Policía, Jebb declararía que le conocía personalmente y que lo que ella contaba era imposible. Esto a su vez provocaba una nueva extravagancia para demostrar la primera.
Aquello podía haber resultado aburrido, pero por alguna extraña razón no lo fue. Una o dos veces, cuando yo me reía abiertamente, ella también lo hacía, y después se apresuraba a convencerme de que lo que decía no era para tomarlo a risa. Rosalie solamente sonreía. Su actitud hacia Mina era la que tiene un adulto con un niño precoz que a veces se puede poner demasiado nervioso; se divertía pero estaba en guardia. De vez en cuando la vi con el rabillo del ojo observándome astutamente y tratando de clasificarme; me sorprendió descubrir que no me importaba. Uría vez se dio cuenta de que yo la observaba. Estaba diciéndole algo a Jebb en ese momento, y al darse cuenta titubeó un poco, pero no obstante parecía completamente dueña de sí.
La cena era vietnamita y muy buena. Después de cenar salimos a la terraza y tomamos té. Entonces Lim conectó un tocadiscos y bailamos un poco, pero la pequeña pista pronto se llenó de gente y como no se podía estar a gusto, salimos a pasear por el patio.
Había sido antes un jardín perfectamente cuidado, con sus senderos de piedra, macizos de flores, y con decorativos estanques de peces. Ahora la hierba estaba crecida, los plataneros y crotones crecían salvajes y los estanques estaban asfixiados de hierbajos. Pero el aire tenía un perfume agradable y yo me alegré de alejarme del ruido del gramófono. Encendí un cigarrillo y durante aproximadamente un minuto estuvimos paseando por un sendero que habían abierto toscamente a un lado del patio. Entonces un murciélago aleteó junto a mi cabeza y lancé unos cuantos juramentos. La luna era muy brillante y vi que la muchacha me miraba.
—No tienes que ser galante conmigo —dijo.
—¿Qué quieres decir?
—Son las once. Mina y Roy no se marcharán hasta dentro de dos horas. Tú has hecho hoy un largo viaje. Creo que debes de estar muy cansado.
—Lo he pasado muy bien esta noche, pero ahora, sí, estoy cansado.
—Entonces debes irte a dormir —sonrió al ver que yo dudaba—. Si quieres podemos vernos mañana otra vez.
—Sí, me gustaría. Roy se va mañana por la mañana a Makassar, y no conozco a nadie más en esta ciudad. Es decir, a nadie que quiera ver —volvió a vacilar. Nos habíamos detenido y ella me estaba mirando.
—¿Qué es lo que querías decir?
—Yo también tengo una parte en el trato.
—No creo que debamos hablar de eso. Vas a estar aquí dos o tres días. Cuando te vayas me harás un regalo en dinero. Si no nos hemos gustado me lo darás con desprecio. Si nos hemos gustado, hará que la despedida resulte más fácil. En cualquier caso serás generoso.
—¿Estás segura de eso?
—Sí, estoy segura.
Eso fue todo lo que se dijo. Me cogió del brazo, en silencio, y seguimos paseando por el patio. Era una noche espléndida y yo me sentí de repente tranquilo.

 

Estábamos paseando por el sendero que discurría paralelo al prado que había al otro lado de la valla de separación, cuando vi una luz oscilando a través del matorral de bambú delante de nosotros.
—¿Qué es esa luz? —pregunté.
—Hay algunas viejas casas kampong allí. Era donde vivían los sirvientes cuando los holandeses residían en los bungalows. Pero no creo que se usen ahora.
Se había terminado la superficie de piedra del sendero, y caminábamos sobre la tierra blanda que silenciaba el ruido de nuestras pisadas. Entonces oímos voces delante y nuestro caminar se hizo más lento. Una de las voces era de la señora Lim, y no creo que ninguno de los dos quisiera encontrársela en ese momento. En el preciso instante en que iba a sugerir que nos volviéramos ella empezó a gritar con toda la fuerza de sus pulmones.
—¡Y yo digo que no pueden! ¿Quieren que nos maten a todos? Están completamente locos.
Un hombre dijo algo rápidamente. La señora Lim emitió una especie de quejido, como si la hubieran golpeado y entonces empezó a llorar.
La mano de Rosalie me apretó el brazo. De repente se oyó un débil sonido de pasos en unos escalones de madera y luego se oyó a alguien, probablemente la señora Lim, huyendo hacia el bungalow.
Por un momento nos quedamos allí sin saber qué hacer. Casi nos habíamos dado la vuelta para regresar, pero el camino más corto para volver al bungalow estaba justamente delante, y no había razón para volver sobre nuestros pasos. Así que seguimos adelante.
Las casas de los criados estaban situadas entre algunas palmeras en el extremo más alejado de un árido sendero que llevaba desde una puerta hasta el prado. Era lo suficientemente amplio como para que pudiera pasar una furgoneta y probablemente habría sido empleado como entrada para los proveedores. Las casas estaban construidas con estacas de teca y las estructuras eran bastante resistentes, pero las paredes de attap se habían resentido con los monzones y ambos sitios parecían abandonados. La luz que al parecer procedía de una lámpara de keroseno, estaba en la casa más alejada del camino y brillaba a través de las paredes destrozadas. De dentro llegaba un murmullo de voces masculinas. Debía de haber cuatro. Junto a los escalones del porche de la casa más próximo había estacionado un jeep.
Los jeeps son muy corrientes en esta parte del mundo. A un lado tenía un soporte soldado que fue lo que me hizo detenerme a mirarlo. Gran parte de los jeeps que han pertenecido al ejército tienen ese soporte; se había diseñado en un principio para sostener un tubo de escape vertical cuando los jeeps eran anfibios para llevarlos en las lanchas de desembarco; pero éste estaba doblado de una forma que me resultaba vagamente familiar. Eché un vistazo a la matrícula.
En una región en la que uno depende del transporte mecánico prácticamente para cualquier movimiento que se quiera hacer, incluso un vehículo corriente como es un jeep, adquiere cierto carácter, tiene sus propias peculiaridades, un tacto especial. Siempre se prefiere uno a los demás, y precisamente porque todos parecen iguales aprende uno a diferenciarlos por la matrícula.
Yo me sabía el número de éste demasiado bien. Ya lo había visto una vez aquel mismo día. Estaba parado frente a la oficina de Gedge.
Debí de hacer un movimiento de alarma porque Rosalie alzó la vista hacia mí.
—¿Qué ocurre? ¿Qué es lo que pasa?
—Espérame aquí un momento.
La casa de la luz estaba a unos veinte metros y me fui hacia allí. En aquel momento tenía la intención de entrar a preguntar qué demonios estaba haciendo en Selampang un jeep del valle de Tangga. Afortunadamente, cuando estaba a la mitad del camino ya había recobrado la calma y me detuve. Habían sido aproximadamente las once de la mañana cuando había visto por última vez el jeep en Tangga, y, sin embargo, aquí estaba, sólo doce horas después, en Selampang. En ese tiempo no podía haber venido por vía marítima, y tampoco por vía aérea. Esto quería decir que había venido por carretera recorriendo algo más de trescientos kilómetros. Lo cual significaba, a su vez, que habría pasado rápidamente y sin dificultad por todos los controles de carretera establecidos por los insurgentes de la zona dominada por Sanusi, así como los puestos fronterizos custodiados por la guarnición de Selampang. Esto quería decir que la persona que iba en el jeep era alguien de quien convenía mantenerse alejado por el momento y lo mismo valía para sus amigos.
Permanecí inmóvil uno o dos segundos con el corazón latiéndome de una forma muy desagradable. Ahora podía distinguir las voces que venían del interior de la casa. Estaban hablando en malayo. Había un hombre que repetía algo con énfasis. Su voz era ligera y desagradable y sonaba como si estuviera tratando de hablar y tragar al mismo tiempo.
—Todos. Tenemos que tenerlos a todos —estaba diciendo.
La voz que le contestó fue sin duda la del comandante Suparto. Era muy tranquila y la tenía bien controlada.
—Entonces hay que retrasarlo hasta el segundo día —dijo.
—Hay que tener paciencia, general.
Me volví despacio y regresé junto a Rosalie. No dijo nada y volvió a cogerme del brazo cuando caminábamos de vuelta hacia el club.
Cuando llevábamos un rato andando, me preguntó:
—¿Algo va mal?
Yo vacilé. Pensé que ella opinaría que me estaba comportando como un imbécil.
—Es ese jeep que hay allí —dije finalmente—. Estaba en Tangga esta mañana. Un oficial del ejército sundanés ha venido conduciéndolo hasta aquí, por carretera. Es un comandante, ahora está aquí.
No debía haberme preocupado. Cuando se dio cuenta de lo que esto implicaba, contuvo la respiración.
—¿Con Lim Mor Sai? —dijo rápidamente.
—Eso creo. Había otros allí, uno de ellos era un general. Creo que será mejor que lo olvidemos.
—Sí, debemos olvidarlo.
Volvimos a la terraza. Mina y Jebb estaban en el bar y la pista estaba bastante vacía. Así que decidimos bailar un poco más antes de irnos.