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No me reconoció de inmediato. Tenía la funda
de la pistola desabrochada y se llevó la mano a ella rápidamente.
Al mismo tiempo llamó secamente a los soldados que estaban en el
pasillo. Cuando levantó la pistola dos de ellos salieron corriendo
por la puerta. Llevaban largos cuchillos llamados parangs en la mano, y en cuanto me vieron se
abalanzaron hacia mí dando un grito.
Yo había abierto la boca para decirle quién
era, pero todo fue tan rápido que yo aún estaba luchando con las
palabras cuando él les gritó que se detuvieran; estaban a un metro
de mí con los cuchillos levantados, y tenían los dientes apretados
en una mueca mortal, enloquecida. Un segundo más y él no hubiera
podido impedirles que me hicieran pedazos. De esa forma se quedaron
de pie, aturdidos; sus rostros volvieron poco a poco a recobrar una
especie de normalidad estúpida cuando bajaron las armas.
Suparto vino hacia mí, echándoles a un
lado.
—¿Qué es esto? ¿Por qué está usted
aquí?
Yo estaba tan nervioso que no se me ocurrió
que esa pregunta debía ser yo quien la hiciera. Empecé a explicarle
estúpidamente que había oído a alguien saltar a la terraza. Me
cortó en seco.
—El dueño de este apartamento está en
Makassar.
—Ya lo sé, me lo prestó.
Lanzó un juramento y me observó amargamente
durante un momento y entonces les dijo a los soldados que se
retiraran.
Se marcharon, torpemente, como si les
hubieran regañado. Yo iba recobrando la serenidad y pude darme
cuenta de que había algo raro en su uniforme. Llevaba pantalones de
faena color caqui, pero no eran del mismo tono que había visto en
otras tropas de la ciudad. Los dos llevaban una especie de
brazalete amarillo en el brazo derecho. Suparto también.
—¿Está solo?
—No.
—¿Quién está con usted?
—Una mujer.
Pasó rápidamente junto a mí y entró en la
habitación.
Rosalie se encontraba en medio de la
habitación. Se estaba volviendo las mangas de mi bata; cuando se
dio la vuelta para mirarle, dejó caer las manos a lo largo del
cuerpo, pero no hizo más movimientos.
—¿Cómo se llama? —dijo él.
—Rosalie Linden, tuan.
El encendió la luz de la habitación y nos
miró de hito en hito.
—Como verá, comandante, somos completamente
inofensivos —dije.
—Posiblemente, pero su presencia es
inoportuna. ¿Están armados?
—Hay .un revólver en esa maleta que está
debajo de la cama.
Miró a Rosalie.
—Saque la maleta. No la abra.
Cuando lo hizo, llamó al oficial y le ordenó
que cogiera el revólver. Después me miró con los labios
apretados.
—Entran por la noche hombres armados en su
apartamento y le roban. Sin embargo no dice nada y no protesta.
¿Por qué, señor Fraser?
—Los hombres están uniformados y esto es
Selampang, no Londres.
—¿No hace ni siquiera una pregunta?
—Sería inútil hacerla. ¿No le parece?
—¿Quizá cree que ya conoce las
respuestas?
Sabía que sería peligroso seguir haciéndome
el tonto. Me encogí de hombros.
—Hace menos de cuarenta y ocho horas usted
estaba en Tangga, comandante. No ha llegado hasta aquí por vía
aérea ni marítima, y esos hombres que hay ahí fuera no son tropas
del gobierno. Me imagino, por lo tanto, que son del general Sanusi,
y que usted es simpatizante de sus ideas, y de que el día tan
esperado ha llegado ya. No hay duda de que han ocupado la estación
de radio que hay abajo y que empezarán a emitir en breve la buena
nueva a todo el país. Mientras tanto otras tropas estarán ocupando
la central de telégrafos, la estación de ferrocarril y la central
eléctrica. El principal contingente de sus fuerzas está tomando
posiciones en torno al cuartel de la Policía, los depósitos de
municiones, las fortificaciones que defienden el puerto exterior y
la guarnición... —vacilé. Me había acordado de algo.
—¿Sí, señor Fraser?
Tenía la cara inmóvil.
—La mayoría de la guarnición salió hoy de
maniobras.
—Lógicamente el momento ha sido escogido
cuidadosamente.
—Naturalmente. Sin embargo, yo soy
extranjero y no me interesa esto. Ahora que ya está convencido de
que no hay nadie aquí que pueda hacer algo para interferir, supongo
que nos dejará irnos a dormir otra vez.
Me observó fríamente.
—Me gusta usted, señor Fraser —dijo al cabo
de un rato—. Y siento verle aquí. Por el momento, sin embargo,
estoy pensando si tendré excusa suficiente para dejarle vivo.
—¿Necesita una excusa? No somos ningún
peligro para usted, ¡por Dios!
—Como le he dicho su presencia es
inoportuna.
—Entonces deje que nos vayamos a algún otro
sitio.
—Lamento que eso sea imposible.
No dije nada y miré a Rosalie. Estaba aún de
pie junto a la maleta. Fui hacia ella, le pasé el brazo por encima
de los hombros y le hice sentarse en el borde de la cama.
Suparto pareció dudar y entonces llamó
impaciente a los soldados y señaló en dirección nuestra.
—Estas dos personas —dijo— se van a quedar
en esta habitación. Ponga un centinela en la terraza. Pueden ir al
baño de uno en uno, pero entrarán por la ventana. Esta puerta
permanecerá cerrada. Si alguno de ellos intenta salir sin permiso,
tendrán que matarlos a los dos.
El soldado saludó y nos miró
sombríamente.
Suparto me observó.
—¿Ha comprendido lo que he dicho?
—Sí, lo he entendido. ¿Puedo hacer una
pregunta?
—¿Y bien?
—¿Tenía yo razón? ¿Es esto parte de un golpe
de estado?
—El partido de Libertad Nacional de Sonda ha
asumido todas las funciones de gobierno y el control de la
nación.
—Eso era lo que quería decir.
—El llamado gobierno democrático del traidor
colonialista Nasjah ha demostrado no ser digno de la confianza del
pueblo —estaba hablando en malayo en ese momento, como si estuviera
en un mitin público. Detrás de él los soldados hacían gestos de
aprobación—. Los culpables serán castigados. Los infieles serán
destruidos. La influencia colonial será eliminada. Los creyentes
revivirán la vida normal del Islam. En cuanto termine el estado de
emergencia, habrá unas elecciones. Pero el orden debe ser
mantenido. Y los elementos hostiles barridos sin piedad.
—¿Somos nosotros elementos hostiles?
—Podría considerarse así —volvió a hablar en
inglés—. De momento la decisión es responsabilidad mía. Más tarde,
puede que sea diferente. Mis superiores llegarán aquí pronto; son
hombres susceptibles. Puede que no admitan la presencia de infieles
en un momento semejante. Por su propio interés les aconsejaría que
se estuvieran callados y estorbaran lo menos posible.
—Comprendo. Gracias, comandante.
—No puedo prometerle nada.
Con un saludo se volvió y salió de la
habitación. Los soldados cerraron la puerta y le dieron la vuelta a
la llave en la cerradura. Un momento después apareció un soldado en
la terraza al otro lado de la ventana, miró hacia la habitación, y
después se sentó en el suelo con la espalda apoyada en la persiana
attap con su ametralladora sobre el
regazo.
Miré a Rosalie y ésta sonrió con
incertidumbre.
—¿Por qué le caes bien?
—No sé si realmente es así. Que yo sepa no
hay ninguna razón para ello. Es el oficial que estaba allá arriba
en Tangga, el del jeep.
—¡Oh! A lo mejor si explica lo prudente que
has sido, nos permitirán marcharnos.
—No creo, sabemos demasiado.
—¿Qué es lo que sabemos?
—Que este es su cuartel general. El habló de
los oficiales que iban a llegar. Supongo que serán el general
Sanusi y su gente. Sabían que Jebb estaba fuera. Habían elegido
este lugar como cuartel general. Puede que incluso lo arreglaran
para que así fuera. Es bastante lógico. No hay muchos edificios en
la ciudad tan fuertes como este, y lógicamente Sanusi querría estar
junto a la emisora de radio. Me imagino que la utilizará
bastante.
—¿Crees que nos matarán?
—No lo sé.
—Yo creo que sí —el tono de su voz era
bastante equilibrado y sereno.
—¿Por qué lo crees?
—Matan con mucha facilidad. Los vi actuar
durante la guerra de liberación. Hombres como ese comandante
sonríen y luego matan. Para ellos es más fácil matar que tener
dudas, que estar inseguros.
Se levanto y fue a apagar la luz. Fuera, en
la terraza, el centinela volvió la cabeza rápidamente. Rosalie fue
a la ventana y corrió una de las cortinas para que el centinela
pudiera ver sólo la mitad de la habitación. Este se movió y yo me
acerqué para observarle. Estaba esperando a ver si íbamos a correr
también la otra cortina. Cuando vio que no lo hacíamos se
relajó.
Rosalie había cogido mi bata y la había
echado encima de la silla. La intensa luz de la luna era visible
incluso a través de las cortinas y podía verla allí, de pie,
pasándose las manos por el cuerpo, como si nunca se lo hubiera
tocado antes. Entonces se dio cuenta de que la estaba observando y
sonrió suavemente.
—Vi a los hombres con los parangs y supe que si te mataban a ti, también me
matarían a mí; porque no serían capaces de detenerse. Así que
estaba dispuesta a morir. Ahora, estoy viva otra vez.
Me acerqué a ella con la intención de darle
alguna inútil disculpa por haberla llevado allí, pero en vez de eso
la besé.
Lejos, del otro lado de la ciudad, llegó un
repentino traqueteo de ametralladora. El centinela se levantó y fue
a asomarse a la barandilla. Nosotros nos quedamos de pie detrás de
las cortinas, escuchando. Hubo algunos restallidos de disparos más
y una o dos explosiones que debían de ser de morteros. Al cabo de
unos diez minutos, el fuego cesó y se produjo un silencio extraño,
que fue interrumpido por un murmullo de voces que provenía de la
plaza que había abajo, y una serie de ruidos producidos por la
rotura de los cristales de las ventanas de la oficina de la
terminal aérea. Supuse que estaban fortificando el piso bajo a la
espera de un posible contraataque. Una vez un camión tocó la bocina
y traqueteó al pasar por el otro lado de la plaza, pero por lo
demás, parecía que las calles estaban desiertas. Un poco antes de
las cinco se produjo un resplandor en el cielo procedente de un
incendio que Rosalie opinaba que podía haber sido en los
alrededores del cuartel de la Policía y un poco después una
explosión aislada lo suficientemente fuerte como para hacer vibrar
todas las ventanas. Debía de ser algún tipo de carga
explosiva.
Cuando terminó el primer tiroteo nos
vestimos rápidamente, como si nos hubiéramos quedado dormidos y
fuéramos a llegar tarde a una cita. Imagino que era lógica nuestra
precipitación; Suparto nos había anunciado que vendrían otros
visitantes, pero creo que la verdadera razón era menos racional.
Hasta aquel momento, todos los acontecimientos a los que nos
habíamos enfrentado habían sido como una pesadilla terrible, pero
también algo irreal. El rumor del tiroteo había terminado
cruelmente con aquel sentimiento de irrealidad, y nos había dejado
a merced de nuestros temores. Nuestro forcejeo veloz para vestirnos
era un intento por buscar una protección de otro tipo. Queríamos
sentirnos más seguros, y de hecho, sólo sentimos más calor. Después
de un rato nos sentamos en una de las camas, fumando, escuchando,
sudando y sufriendo las dos enfermedades generales que le afligen a
uno cuando se encuentra en un campo de batalla: un nudo de miedo en
el estómago y el deseo desesperado de saber qué es lo que pasa
realmente.
Sin duda, gracias a la traición de Suparto y
de otros como él, el ejército de Sanusi había sido capaz de llevar
a cabo su marcha de aproximación en secreto y de preparar un ataque
cuando la capital estaba prácticamente desguarnecida. Puesto que
tenía a su favor el factor sorpresa, no parecía posible que el
general Sanusi tuviera muchas dificultades en los primeros
momentos. No habíamos oído nada que indicara que habían encontrado
otra cosa que una ligera señal de resistencia y aún así muy poca.
Probablemente tenía ya el control absoluto. La verdadera prueba
para él llegaría cuando las fuerzas del gobierno contraatacaran, si
es que lo hacían; si no tenían demasiados Supartos en sus
filas.
Recordé el retazo de conversación que había
oído en el jardín del Club Nueva Armonía —«Tenemos que tenerlos a
todos»—, había dicho el general. «Entonces hay que retrasarlo hasta
el segundo día», había sido la contestación de Suparto. ¿Qué todos?
¿Los refuerzos? ¿Las armas? ¿Los rehenes? ¿Y qué era lo que había
que retrasar? ¿Un movimiento de tropas? ¿El asesinato del
presidente? ¿El ofrecimiento de una amnistía? Me preocupaban estas
incógnitas como si realmente importara la contestación. Era más
agradable meditar en aquellas cosas que pensar que probablemente lo
que pudiera pasar el segundo día sólo sería teóricamente
interesante para Rosalie y para mí.
Eran casi las seis cuando el cielo se
iluminó repentinamente con la luz de la aurora ecuatorial. Durante
la última media hora habíamos oído ruidos de actividad en la plaza.
Habían pasado algunos coches y nos llegaron toscas palabras de
mando. En la habitación contigua también se habían oído murmullos
de voces. Era difícil distinguir lo que decían. Captamos algunas
frases aisladas..., servicio médico..., desperfectos en las
instalaciones..., distribución de arroz..., disparos en el mar...,
solución del transporte..., hora del toque de queda... Y entonces
alguien conectó la radio de Jebb.
Durante algunos minutos sólo se oyeron los
crujidos de la electricidad estática. El aparato estaba junto a la
ventana abierta de la habitación y podíamos oírlo perfectamente.
Cuando consiguieron sintonizar la emisora, desapareció el ruido y
se oyó la señal característica de la emisora Sonda Soeara, que se componía de cinco notas
musicales emitidas por un xilófono de bambú. A Rosalie aquel sonido
pareció darle una sensación de seguridad. A mí, no.
Tanto si los insurgentes habían apresado a
los ingenieros y los tenían dominados a punta de fusil, o si
confiaban en los simpatizantes que tenían entre el personal
técnico, no tenía importancia alguna. El hecho de que ya estuvieran
emitiendo era una demostración impresionante de lo bien que
funcionaba su gente. Si los demás asuntos marchaban con igual
facilidad, la posibilidad de que hubiera rápidamente un cambio de
la situación era bastante remota. Me intrigaba lo que le habría
podido pasar a Nasjah y a sus seguidores. ¿Habrían podido escapar o
les habrían cogido por sorpresa y destrozado en sus propias
casas?
A las seis y media cesó el ruido del
xilófono y una voz de hombre dio la identificación de la emisora. A
continuación anunciaron, por tres veces consecutivas, una
declaración del gobierno y la orden de alerta. A las seis cuarenta
y cinco la misma voz leyó la declaración.
Comenzó con la enumeración de los «crímenes»
cometidos por el gobierno de Nasjah, y luego manifestó que con
objeto de salvar a la nación de las aves de rapiña colonialistas
que se cebaban en su cuerpo indefenso el Partido Popular de
Liberación Nacional se había hecho cargo de las funciones del
gobierno. La banda de Nasjah había huido. Algunos grupos
insignificantes de partidarios suyos, incitados por agentes
extranjeros, podían llevar a cabo intentos aislados de resistir a
la autoridad del nuevo gobierno, pero serían eliminados
rápidamente. En la capital se había restablecido el orden y todo
estaba en calma. Sin embargo, como precaución frente a cualquier
elemento reaccionario y para proteger la vida y las propiedades,
había que tomar ciertas medidas de seguridad personales por orden
del general Sanusi, jefe del Partido Popular de Liberación
Nacional.
Luego siguieron una serie de ordenanzas que
venían a suponer una declaración efectiva de la ley marcial, y una
serie de instrucciones para intimidar a los gobernadores de las
provincias. Finalmente, se informó de que en el curso de las
próximas veinticuatro horas, el general Sanusi emitiría desde su
cuartel general secreto un mensaje de esperanza y de ánimo dirigido
al pueblo leal de Sonda. Mientras tanto, deberían permanecer
tranquilos en sus casas. Se considerarían hostiles los grupos de
más de tres personas reunidos en la calle y serían tratados como
tales. Estas medidas eran claramente rigurosas, pero si había que
proteger al pueblo de la reacción de las fuerzas sin Dios, era
necesario ser inflexibles. Todas las personas leales y de orden
comprenderían esta necesidad. La libertad se obtendría a través del
camino de la disciplina.
La voz se calló. Unos segundos después
volvió a comenzar la señal de la emisora.
La luz del sol inundaba ahora la terraza.
Ayer a esta misma hora yo estaba tumbado, medio despierto, en la
cama de invitados del salón, intentando ignorar los ruidos del
tráfico que subían de la plaza de abajo. Hoy apenas se oía un
ruido. De vez en cuando llegaba un vehículo hasta la puerta de la
Casa del Aire, pero fuera de esto, la plaza estaba silenciosa. Como
un animal cauteloso, parecía que toda la ciudad se había metido
bajo tierra. Seis pisos más abajo, en la calzada, un soldado tosió
con fuerza y escupió, y el ruido llamó la atención "del soldado que
estaba en la terraza lo suficiente como para hacerle asomarse a la
barandilla.
—¡Libertad! —dijo Rosalie amargamente.
Empleó la palabra sondanesa merkeda y
sonó como un juramento.
Ella estaba sentada detrás de la cortina que
estaba cerrada; la luz del sol proyectaba el dibujo de la tela
sobre su rostro. No podía verle los ojos, pero tenía las manos
crispadas en los brazos del sillón y todo su cuerpo estaba en
tensión.
Me encogí de hombros. Todos los partidos
políticos emplean esa palabra, hice una pausa y después
añadí:
—¿Por qué no te acuestas y tratas de
descansar un poco?
No me contestó, y al cabo de un momento o
dos me acerqué a ella y le puse la mano sobre el hombro. Cuando la
toqué, gimió y empezó a llorar desesperadamente. La rodeé con el
brazo y esperé. Cuando me pareció que ya había pasado lo peor la
conduje hasta la cama y la hice acostarse. Después volví a la
silla, me quité la camisa y me puse a pensar qué sería lo que no le
gustaba de la libertad. En la habitación de al lado, la señal de
identificación cesó de nuevo y la voz empezó a repetir el mensaje
anterior.
Estaba casi seguro de que se había dormido,
pero cuando el mensaje terminó, la oí suspirar y la miré.
Me estaba observando.
—Quiero decirte algo.
—Duérmete, te sentirás mejor.
Sacudió la cabeza.
—Se trata de mi padre. No te he dicho la
verdad. Te dije que había muerto en un campo de concentración
japonés, pero no era verdad.
—¿Entonces está vivo?
—No, murió, pero no de esa forma.
Esperé.
Durante un minuto o dos estuvo mirando el
techo, luego continuó.
—Mi padre estaba en un campo de Siam. Cuando
volvió, nos fuimos de la ciudad a un lugar donde mi padre poseía
una pequeña parcela de terreno. Creímos que sería más seguro para
nosotros vivir donde hubiera otras familias euroasiáticas, por el
odio que nos tenían los pemoedas.
—¿Pemoedas?
—Era como llamábamos a los soldados jóvenes
del ejército de liberación. Querían matar a todo el que no fuera
sundanés. Cuando las tropas de Amboína se fueron, no hubo nada que
les detuviera. Incluso la Policía les tenía miedo, o quizá ni se
preocupaban de ellos.
Se detuvo y luego continuó lentamente.
—Un día, llegaron un montón de ellos en
camiones. Llevaban fusiles e hicieron que todo el mundo saliera de
sus casas y se reunieran en la plaza, mientras ellos registraban
las casas. Dijeron que estaban buscando armas escondidas, pero
realmente estaban saqueando las viviendas. Cogieron todo lo que
encontraron de valor y lo pusieron en los camiones. Entonces uno de
ellos vio a mi padre. Algunos hombres del pueblo le habían puesto
entre ellos para que no se fijaran en él, pero este pemoeda le vio y les gritó a los demás que había
encontrado a un holandés. Los otros llegaron corriendo. Algunos
eran chicos de quince o dieciséis años —se detuvo para tomar
aliento—. Se llevaron a mi padre, y le ataron por las muñecas a un
gancho que había en la parte trasera de uno de los camiones.
Dijeron que estaría allí amarrado hasta que no quedara de él nada
más que las manos. Entonces condujeron el camión a toda velocidad
arriba y abajo de la carretera y alrededor de la plaza, frente a
nosotros. Y mientras que mi padre era torturado hasta la muerte,
los pemoedas aplaudían y se reían
corriendo detrás del camión gritando: «¡Merkeda! ¡Merkeda!»
Se detuvo, mirando todavía el techo.
—¿Por qué me dijiste que había muerto en un
campo de prisioneros? —le pregunté.
—Es que eso es algo que puede comprender
todo el mundo. A veces casi me lo creo yo misma. Es más fácil
pensar eso.
Cerró los ojos. Cuando me acerqué a ella,
unos minutos más tarde, vi que esta vez estaba realmente dormida.
La voz de la radio en la habitación de al lado había terminado la
segunda lectura de la declaración y el xilófono de bambú empezó a
sonar otra vez.
Necesitaba ir al cuarto de baño. Cogí una
toalla, fui hacia la ventana y llamé con la mano en el cristal. El
centinela se levantó rápidamente y enarboló el fusil.
Le expliqué lo que quería. Dijo algo que no
entendí, pero hizo también un gesto de afirmación con la cabeza;
así que salí a la terraza. Había dejado mis cosas de afeitar en el
servicio, y cuando terminé de arreglarme me sentí menos deprimido.
Siempre me habían caído bien esos legendarios constructores de
imperios que se vestían de gala para cenar en la jungla. Cuando
salí hice algo a lo que no me hubiera atrevido al entrar. Aunque el
centinela me estaba observando, me acerqué a la balaustrada de la
terraza y me asomé a ver la plaza.
Había más soldados de lo que yo me había
imaginado. Más de cien, pensé, organizados en patrullas de unos
doce aproximadamente. Se habían levantado burdas barricadas en las
cuatro entradas de la plaza y los componentes de las patrullas que
las guarnecían estaban sentados en el suelo o cómodamente
recostados en las puertas de las casas cercanas. Entre los árboles
que bordeaban los jardines habían puesto cuatro ametralladoras
cubriendo los accesos y aparcados en el centro, bajo telas de yute,
había dos cañones antitanque. Parecían antiguos cañones ingleses.
Yo siempre había creído que el ejército de Sanusi no tenía
artillería alguna. Probablemente los dos cañones no entraban en esa
categoría, pero seguramente la situación habría cambiado. El
centinela estaba inquieto, así que me volví al dormitorio,
inclinándome cortésmente al pasar frente a él.
Rosalie estaba todavía dormida. Saqué unos
pantalones nuevos y una camisa limpia y me cambié. Entonces me puse
a pensar en otras cosas.
Me había llevado una botella de agua a la
habitación, pero casi se había terminado, y el agua de la cañería
del cuarto de baño no se podía beber con seguridad si no se hervía
primero. Había dos botellas de agua potable en el frigorífico; pero
éste estaba en la cocina y por lo tanto era inaccesible. Y también
estaba el tema de la comida. A algunas personas el miedo les da un
hambre horrorosa, pero en la mayoría creo que produce el efecto
contrario. Esto era lo que me pasaba a mí, pero sabía que si
teníamos que sobrevivir durante las próximas horas, llegaría un
momento en el que la comida sería realmente necesaria. Sabía
también que cuando los hombres que estaban murmurando en la
habitación de al lado tuvieran hambre, se comerían rápidamente lo
que hubiera en el frigorífico. No estaría mal que intentara
apropiarme de algo, tal vez un poco de fruta y unos huevos antes de
que eso sucediera.
Fui hasta la ventana, llamé al centinela y
le expliqué lo que quería. Me miró con resentimiento. Había
empezado a repetirle lo que quería cuando, sin cambiar de
expresión, lanzó la boca del fusil directamente contra mi
estómago.
Retrocedí tambaleándome, encorvado por el
dolor. Entonces se me escurrió un pie en el suelo barnizado de la
habitación y caí de rodillas hacia adelante, dando arcadas
desesperadamente. El centinela empezó a gritarme. El ruido despertó
a Rosalie. Vio al centinela de pie junto a mí con el fusil
levantado, y se puso a gritar. Eso hizo que los hombres que había
en la habitación contigua salieran a la terraza.
Había dos hombres, ambos eran oficiales.
Mientras luchaban por recobrar el aliento, estaba remotamente
consciente de la voz del centinela que les repetía las órdenes que
había dado Suparto. Cuando Rosalie me ayudó a levantarme, uno de
ellos entró en la habitación.
Era un tipo rechoncho, con las piernas
torcidas, de piel oscura y tenía una cicatriz en el cuello. Me miró
con enfado.
—Han ordenado que se quede aquí —dijo.
Traté de recuperar el aliento suficiente
para responderle.
—Sólo he preguntado si podría conseguir algo
de comida y agua para beber de la cocina.
—Si intenta escaparse, le
dispararemos.
—No lo estaba intentando... —no quise
terminar la frase. Podía deducir por su mirada que no había
entendido lo que le había dicho. Si se lo traducía al malayo, se
daría cuenta de que lo sabía, y se desacreditaría. Era mejor que me
callara.
Siguió mirándonos severamente, esperando a
que volviéramos a movernos.
—El soldado no me ha entendido —dije
cuidadosamente.
El vaciló. Lo había comprendido
perfectamente, y estaba buscando, entre las frases que sabía de
inglés, la respuesta adecuada. Noté que Rosalie se estremecía y le
agarré fuertemente del brazo para que no hablara. Al final, se
encogió de hombros.
—Han ordenado que se queden aquí —repitió, y
salió a la terraza.
—¿Qué ha pasado realmente? —preguntó
Rosalie.
Se lo conté. No hizo ningún comentario, pero
creo que pensaba que yo había sido un estúpido. Yo también opinaba
lo mismo. Porque había podido ducharme y afeitarme y el centinela
no me había impedido ir hasta la balaustrada para mirar a la plaza,
porque había conseguido ponerme ropa limpia y pensar durante unos
pocos minutos como un europeo racional, había cometido la
equivocación de comportarme como tal. Como resultado había
conseguido que el estómago me doliera a rabiar y, peor aún, les
había recordado a los hombres que estaban en la otra habitación
nuestra existencia, que era lo que Suparto nos había aconsejado,
expresamente, que no hiciéramos.
—No podemos seguir sin agua —dije,
poniéndome a la defensiva.
—Tenemos agua. Aún queda un poco en la
botella.
—No durará mucho.
—Ahora no tengo sed.
—Pero la tendrás después, y también tendrás
hambre.
—Tal vez.
—Bueno, pues eso.
—Te aseguro que no moriremos de sed ni de
hambre.
No tenía contestación para esto. No lo decía
con ironía. Simplemente estaba expresando un punto de vista
sundanés. En la abundante Sonda nadie se muere de sed ni de hambre,
sólo por enfermedad o de forma violenta. No hay que prepararse para
el invierno, ni temer la sequía. Las cosechas no son estacionales
tal como nosotros lo entendemos. Si arrojas una semilla en la
tierra rica y templada, en poco tiempo tendrás un árbol cargado de
fruta. La supervivencia se consigue no preocupándose por el futuro,
sino manipulando de la mejor manera el presente inmediato. Al
pensar como un europeo y anticiparme a las necesidades corporales
en lugar de esperar pasivamente a que ellas se presentaran por sí
mismas, había modificado desfavorablemente la situación actual de
los individuos afectados.
Me senté en el borde de la cama y me miré la
mancha de grasa negra que el fusil había dejado en mi camisa.
Rosalie se había ido. Volvió y se sentó junto a mí. Tenía una caja
de Kleenex y una lata de gas para mecheros que Jebb había dejado
sobre el tocador. Empezó a limpiarme la grasa.
—Me pareció razonable hacerlo —dije.
—Esta gente no es razonable.
—Ahora ya lo sé.
—¿Por qué crees que te conté que los
pemoedas habían matado a mi padre?
Conozco a esta gente. La mayoría de ellos son amables y tranquilos.
En los kampogs puedes ver a un muchacho de doce años correr hasta
donde está su madre y ponerse a mamar del pecho de ésta si está
asustado o herido. Sonríen mucho y parecen felices, aunque también
están tristes y asustados. Pero hay algunos como esos locos que
tienen un demonio en su interior esperando. Y cuando hay fusiles
que disparar y gente que matar, los demonios salen fuera. Yo lo he
visto.
—¿Crees que el comandante Suparto tiene un
demonio?
—Tal vez. Pero no quiere matarte. No sé por
qué. Su consejo era bueno. Si no te ven o no te oyen, no piensan en
ti y entonces estás seguro.
No dije nada. En el silencio, el ruido del
xilófono de la radio de la habitación de al lado se oía
perfectamente de nuevo. Las cinco notas eran emitidas en forma de
escala: DO - RE - MI - SOL - LA. ¿Cómo se llamaba? ¿Pentatònica?
Ah, sí. Si al menos la tocaran al revés para variar; o tocaran el
himno nacional japonés que utilizaba la misma escala. Al fin y al
cabo eran los japoneses los que habían creado la señal.
De repente se interrumpió. Yo suponía que
volverían a dar el mensaje. Hubo un largo silencio. Los hombres de
la habitación de al lado ya no hablaban. El centinela miraba la
puerta del salón. Entonces se oyó el zumbido de un gramófono que
interpretaba la marcha militar de Sonda. Era diferente del himno
nacional republicano, que era una canción occidentalizada
compuesta, decían, por un xilofonista holandés que dirigía la
orquesta del hotel Oriente. La marcha militar era interpretada por
unas voces masculinas acompañadas de tambores, cimbales pequeños y un pesado instrumento de cuerda
que se tocaba como una cítara. Gedge, a quien le interesaban estos
temas, dijo que el himno de guerra no existía originariamente en
Sonda, sino que había sido importado de las islas de las Especies.
Sin embargo, en Sonda se suponía que evocaba recuerdos de los
antiguos sultanes guerreros y de antiguas luchas contra los poderes
coloniales. La razón de no haberlo empleado como himno nacional era
que, incluso para el oído occidental más benévolo, carecía de una
melodía identificable y un himno nacional que solamente se pudiera
interpretar en Sonda, habría servido para desacreditar a los
representantes de la república en el extranjero.
El ruido duró unos tres o cuatro minutos.
Mientras tanto le eché una mirada al centinela que estaba en la
terraza. La marcha militar no pareció evocar en él ninguna emoción
patriótica. Estaba entretenido intentando encender un cigarrillo
muy fino. Sin embargo, cuando la música se detuvo, levantó la
mirada expectante.
Cuando habló el locutor dio por dos veces la
identificación de la emisora. Hubo otra pausa, y entonces empezó a
hablar otro hombre. Se presentó a sí mismo como el coronel Roda,
secretario del Partido de Liberación Nacional y nuevo ministro del
Interior. En unos minutos, dijo, íbamos a oír la voz del nuevo Jefe
del Gobierno.
El general Sanusi, prosiguió, era un gran
patriota, un verdadero hijo del Islam, que había luchado contra los
usurpadores colonialistas, en nombre de la república, creyendo que
al hacerlo su país estaría libre para seguir su destino como una
unidad política, y al mismo tiempo seguiría los cuarenta y dos
preceptos de An-Nawawi. Por lo tanto, había intentado servir a la
república. Pero los hombres perversos habían impedido que la
sirviera como Alá había ordenado que un hombre debe hacerlo, con
todo su corazón. Entonces había empezado a hacerse preguntas. Se
había basado en el primer precepto que establecía que las acciones
debían juzgarse solamente en virtud de sus intenciones. Las
intenciones eran claramente malas. Por lo tanto, las acciones
también lo eran. Había ido incluso más lejos. Había examinado a los
hombres que dirigían la república con los ojos limpios, sin estar
nublados por el alcohol; había vuelto al An-Nawawi otra vez para
buscar consejo, y allí en el sexto precepto encontró el
conocimiento que buscaba. «¿No es un hecho», había escrito el
hombre santo, «que hay en el cuerpo un coágulo de sangre y que si
éste se encuentra en buenas condiciones, también el cuerpo lo
está?». ¡Cierto! ¿Y no está escrito, también, que si el coágulo de
sangre está podrido, también lo está todo el cuerpo? ¿No es ese
coágulo de sangre el corazón mismo? Sí, en verdad. Por lo tanto, el
corazón debe ser purificado. Junto con otros auténticos creyentes
se había ido a las montañas para llevar a cabo el acto de
purificación que ahora ya se había consumado. Como resultado de
esto, había llegado a Sonda un nuevo período de paz, disciplina y
felicidad. Ofrezcamos todos nuestras plegarias por el autor de esta
buena suerte, el general Boeng Kamarudin
ben Sanusi.
Hubo una breve pausa, se oyeron unos rápidos
murmullos y entonces empezó a hablar Sanusi.
Tenía una voz suave y agradable que empleaba
deliberadamente despacio, como si no estuviera muy convencido de la
inteligencia de su auditorio.
Empezó por recordar las elevadas metas que
habían provocado la fundación de la República, y siguió
describiendo la forma cómo el gobierno de Nasjah había traicionado
esas esperanzas. El poder sin el auxilio de la Divinidad había
llevado a la corrupción. La corrupción había provocado la
destrucción del mecanismo democrático establecido por la
Constitución. Se había hecho necesario llevar a cabo una acción
inconstitucional para que el país no cayera en la anarquía y se
viera dominado, o bien por unos vecinos más poderosos, o por las
fuerzas colonialistas que todavía amenazaban a todas las naciones
del sureste asiático.
Y cuando se ve amenazada la seguridad de la
República, no hay tiempo que perder en consideraciones legales. Si
la casa de tu hermano se incendia mientras está trabajando en el
campo, no esperas a que vuelva para pedirle permiso para echar agua
a las llamas. Si un leopardo hambriento baja a tu pueblo a buscar
comida, no reúnes a todo el ayuntamiento para discutir lo que hay
que hacer.
Y siguió hablando de esa forma. Era
realmente el discurso típico de un dictador militar que se hace con
el poder político por la fuerza de las armas y trata de
justificarse a sí mismo.
Siguió con el anuncio de la suspensión de la
autoridad del parlamento (hasta que se considerara conveniente
convocar nuevas elecciones) y el establecimiento de un nuevo
Ejército de Seguridad Popular (Tentara
Keamanan Ra’jat). Se iniciaría de inmediato el reclutamiento
para organizarlo. Todos los hombres jóvenes deberían ofrecer sus
servicios. Ya habían enriado a Nueva York una delegación del
gobierno de Liberación Nacional que estaba esperando órdenes. Hoy
les sería ordenado que solicitaran de las Naciones Unidas el
reconocimiento del nuevo gobierno. También se solicitaría el
reconocimiento inmediato del país amigo, Indonesia, y de otros
gobiernos representados en la Conferencia Afro-Asiática de
Bandung.
Finalmente, formuló cuidadosamente algunas
amenazas encubiertas. El traspaso de poderes que había tenido lugar
había sido rápido y completo. Sin embargo, inevitablemente,
quedaban algunas áreas en las que, debido a la falta de
comunicaciones eficientes, aún no se había establecido el pleno
control. Los habitantes de esas zonas eran advertidos para que no
apoyaran a elementos políticos descontentos, o a las tropas que aún
estaban en armas en contra del gobierno de Liberación Nacional
recientemente constituido. Se tomarían represalias contra las
poblaciones que cometieran tales delitos contra las nuevas
ordenanzas militares y se les impondrían sanciones colectivas.
Todas las tropas y la Policía debían demostrar su adhesión al nuevo
gobierno inmediatamente. El no hacerlo sería considerado como un
acto de hostilidad. Se anunciaría, en breve, una amnistía política,
pero no habría compasión con aquellos cuya lealtad fuera
sospechosa. Finalmente, terminó diciendo: «El asesinato de un
verdadero creyente no será legal a no ser por una de estas tres
razones: que sea un adúltero, que cometa una venganza sangrienta o
que ofenda a la religión separándose de la comunidad. Recordad
esto. Pero si un hombre se muestra leal, entonces, en lo que a mí
se refiere, su vida y sus propiedades serán respetadas. Sólo tendrá
que rendir cuentas con Allah Ta’ala. ¡Viva nuestro glorioso
país!»
Volvió a sonar la marcha militar. Los
hombres que estaban en la habitación contigua comenzaron a hablar
excitadamente. Miré la hora. Eran las ocho. Hacía menos de
veinticuatro horas que yo había dicho que Sanusi era un hombre que
no se arriesgaba. Ahora era el jefe del Estado. Traté de imaginar
qué clase de hombre era.
Pero había algo que sí sabía: la voz de
Sanusi no era la voz del general que yo había oído hablar con
Suparto en el jardín del Club Nueva Armonía hacía dos noches.