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Jebb me despertó a las siete de la mañana del día siguiente para despedirse de mí y presentarme a la señora Choong, la mujer de la limpieza.
—Hay bastante comida en el frigorífico —dijo—, pero si quieres algo más, escribes una lista y ella te lo comprará. ¿No es así, señora Choong?
La señora Choong asintió.
—Compro a buen precio, y también hago la comida. ¿Quiere huevos para desayunar, señor?
—Sí, por favor.
Era una bola de carne, y parecía que las costuras de su pantalón negro iban a estallar de un momento a otro cuando se agachó para coger la bandeja del desayuno de Jebb. Cuando se fue hacia la cocina, Jebb me explicó:
—Le he dicho que dormirás en mi habitación. Allí hay dos camas. Dile que prepare las dos si quieres. Esto es la Casa de la Libertad.
—Te estoy muy agradecido, no sé qué decir.
—Olvídalo. Como te digo, me estás haciendo un favor. Veamos, hoy es martes, debo estar de vuelta el jueves por la noche, o el viernes por la mañana. ¿Cuándo calculas exactamente que te irás, Steve?
—Espero coger el avión del viernes con destino a Yakarta.
—Bueno, si se ponen muy pesados con tu permiso de salida, ve a ver a Lim Mor Sai y pídele que hable con sus amigos del departamento de Policía.
—Lo haré.
Estuve a punto de decirle que el departamento de Policía no era el único sitio donde Lim Sai tenía amigos. Entonces decidí no decírselo. No había duda de que había cientos de personas en Selampang que estaban secretamente en contacto con los insurgentes del norte. Si Lim era uno de ellos, Jebb, como empleado del gobierno probablemente preferiría no saberlo. En vez de eso, dije:
—Si no has llegado todavía cuando yo me vaya, ¿qué quieres que haga con la llave?
—Dejársela a la señora Choong. Puedes confiar en ella. De todos formas ella tiene la suya. Pero espero verte.
—Yo también.
Le vi vacilar.
—Rosalie es una muchacha de primera, sabes —dijo torpemente.
—No te preocupes, me portaré bien con ella. Mina no va a estar esperándote con un hacha.
Se echó a reír.
—Está bien, siento habértelo dicho. Por cierto, si ves a Lim Mor Sai, dile que le traeré algunos cigarros filipinos cuando vuelva. Siempre me los pide cuando hago la ruta de Makassar. Debe de habérsele olvidado esta vez.
—Se lo diré, y gracias otra vez.
—Te veré aquí el viernes. Si aún no te has marchado podrás invitarme a un trago.
Cuando se fue, la señora Choong me trajo el desayuno de huevos, café y papaya. Después, cuando me bañé y afeité, pensé en lo que me iba a poner. En Tangga me arreglaba con lo que tenía hasta que llegué a Singapur. Ahora, la situación era diferente. No me importaba el traje que me quedaba ridículo; no necesitaría llevar la chaqueta mientras estuviera en Selampang, pero ciertamente necesitaba algunas camisas y pantalones más. Lo comenté con la señora Choong. Me dijo que podría conseguirme camisas en unas pocas horas, pero que si las quería debidamente lavadas tendría que esperar veinticuatro horas. También me dio la dirección de un buen sastre chino.
Fui lo primero al sastre, y le encargué dos pares de pantalones y cuatro camisas para que me los entregara a última hora de la tarde. Después hice mi primera visita al departamento de Policía.
Los oficiales sundaneses son extraordinariamente difíciles de tratar, especialmente si uno es europeo de habla inglesa. La primera cosa de la que hay que darse cuenta es de que aunque parezcan muy activos y espabilados y aunque en los bolsillos de la camisa reluzcan hileras de bolígrafos de todas las formas, sólo tienen una confusa idea de sus deberes. También es importante el problema del idioma. Todos los documentos que hay que rellenar están impresos en inglés y en malayo, porque el inglés es una lengua oficial y se supone que los funcionarios son bilingües. El problema reside en que ellos nunca admitirán que no lo son. Si les hablas en malayo se sienten obligados a contestarte en inglés. Desgraciadamente las pocas palabras que saben se les acaban pronto, y aunque siguen aparentando que entienden todo lo que se les dice, están desesperadamente perdidos. La técnica que emplean para salir de este callejón sin salida es alegar que tienen que consultarlo con un colega, y entonces se van y se olvidan de ti.
El documento que has rellenado, se pierde. La única oportunidad que tienes es decir y escribir todo muy claramente tanto en inglés como en malayo, y tocarte la cartera como si estuvieras dispuesto a pagar. De hecho, vas a tener que pagar al final y no simplemente la tasa legal por el servicio en cuestión. Cuando ya están casi realizadas todas las formalidades, de repente descubrirán que debías haber presentado otro «certificado» y que sin él no podrás obtener lo que deseas. Entonces se desarrolla una escena digna de Kafka. Nadie puede decirte con exactitud cuál es ese misterioso certificado o lo que tienes que hacer para obtenerlo. Te observan con ojos astutos. Ahora te toca a ti. Preguntas cuál sería la tasa de ese certificado, si alguien supiera dónde se podía obtener. Te dicen una cantidad. Tu preguntas si, como un favor especial, ruedes dejar depositado el dinero, de forma que cuando sepan algo más te consigan ese certificado. Entonces se encogen de hombros, y luego pronuncian un gruñido de asentimiento. Te observan hoscamente mientras cuentas el dinero. Lo has aceptado con demasiada rapidez. Entonces el funcionario piensa que debería haberte pedido más, y si no será ya demasiado tarde para hacerlo. No, no lo es. Se había equivocado. Se le había olvidado decirte el importe de la póliza del gobierno. Tú sonríes educadamente y también lo pagas. El no te devuelve la sonrisa. Otros ojos oscuros han observado el trato y cuando te vayas se lo repartirán. El volver a encontrarte al aire libre es como salir de un agujero.
La concesión de un visado de salida a un europeo residente es una gran operación. Mi primera visita a la sección de visados del cuartel general del departamento de Policía duró una hora.
En ese tiempo conseguí hacerme con los cinco diferentes impresos que tenían que rellenar y refrendar otras tantas autoridades, antes de presentar la solicitud formal. Esto iba bien. Después fui a la sucursal del banco de Hong-Kong y Shanghái, cambié un cheque y me compulsaron otro documento, en el Departamento de Contribuciones; fui al consulado de Indonesia y solicité un visado de tránsito. Para entonces ya era hora de comer.

 

Me dirigí al Hotel Oriente donde había un bar con aire acondicionado. Esperaba también ver a De Vries, el director de las Líneas Aéreas de Sonda-Pacífico, y así evitarme la molestia de tener que ir a su oficina. Efectivamente estaba allí, acariciando una copa de ginebra Knyper, como si fuera todo lo que le quedaba en el mundo. Las Líneas Aéreas Sonda-Pacífico se ocupaban de los vuelos que salían de Selampang, por una concesión del gobierno que acabaría al final de aquel año. El gobierno acababa de anunciar que no se renovaría, y que una nueva autoridad nacional de la navegación aérea se haría cargo de ellas. Sabían demasiado bien que las exigencias de la seguridad aérea internacional les obligarían a conservar a los pilotos holandeses, pero que esta necesidad no protegería al resto del personal holandés. Había sido uno de los socios fundadores de la empresa. Por lo tanto, su amargura era comprensible.
Después de prometerme ocuparse de reservarme un sitio en el avión del viernes para Yakarta, me preguntó cómo iban las cosas en Tangga. Se lo dije y le pregunté a mi vez que cómo iban en Selampang. Era una pregunta tonta, pero no tenía nada que hacer hasta que volvieran a abrir las oficinas y pensé, de forma virtuosa, que lo menos que podía hacer era escucharle.
Recibí la contestación que merecía.
—Sabes demasiado bien cómo van las cosas en esta ciudad. Te agradecería que dejaras de animarme a convertirme en un pesado. Tómate otro trago.
Sin embargo, durante la comida se sinceró un poco.
—No me gustaría que un espía del gobierno me escuchara decir esto —dijo—, pero la gente como yo, sólo tiene una posibilidad de sobrevivir aquí.
—¿Cuál es?
—Una revolución.
—¿Te refieres a Sanusi?
—¿Por qué no? ¿Sabes que ha nombrado a un representante en Nueva York para obtener votos en los Estados Unidos y que durante los últimos seis meses ha tenido agentes en Malasia y Pakistán entrevistándose con los líderes religiosos y haciendo campaña para apoyar el movimiento?
—No lo sabía.
—La censura es muy severa, pero en mi negocio las noticias circulan rápidamente. Te diré que aquí están muy preocupados. Sanusi controla más de la mitad del territorio total del país. El gobierno de Nasjah ha fracasado por completo. El país está en bancarrota, las elecciones han sido una farsa y los comunistas cada vez tienen más fuerza. Si Sanusi fuera a tomar posesión mañana, los americanos y los ingleses darían un suspiro de alivio.
—Sin embargo, no sé en qué mejoraría eso tu situación.
—No podríamos estar peor y al menos podríamos ponernos de acuerdo con Sanusi.
—¿Estás seguro de eso?
—Sanusi puede ser fanático en algunos aspectos, pero en otros se aviene a razones.
—Hablas como si le conocieras.
—Oh, sí, le conozco. Olvidas que mandó la guarnición de aquí —se detuvo, y luego añadió—. Hay mucha gente en este lugar que conoce a Sanusi.
—Estoy seguro de que los hay. ¿Tiene Sanusi alguna debilidad?
—Hace castillos en el aire, lo mismo que yo.
Un camarero estaba rondando a nuestro alrededor. De Vries empezó a hablar de otras cosas. No volvimos a mencionar el tema hasta que estuvimos instalados en la terraza tomando café. Pasó a nuestro lado una columna de camiones del ejército llena de soldados. Las tropas iban perfectamente pertrechadas, con cascos de acero y ametralladoras. Se aferraban con fuerza a la vida cada vez que los camiones saltaban sobre los hoyos que había frente al hotel. Me acordé que había leído en el periódico algo relativo a unas maniobras militares.
—Sanusi tiene otra debilidad —dijo De Vries sombríamente.
—¿Cuál?
—No le gusta arriesgarse.
Cuando volvieron a abrir las oficinas del gobierno me di otra vuelta, empezando por el Ministerio de Obras Públicas, que tenía que certificar que yo abandonaba el país con su consentimiento y que no me llevaba nada que no fuera mío, y terminando con el departamento de Policía, donde entregué todos los documentos cumplimentados, junto con mi pasaporte y una jugosa cantidad en concepto de tasas. Un malhumorado teniente de Policía me dijo de mala gana que si volvía al día siguiente aproximadamente a la misma hora me podrían sellar el visado de salida en el pasaporte. Cuando volví al sastre, no me sorprendió encontrar que tanto los pantalones como las camisas que había encargado, ya estaban dispuestos. Aquello me agradó.
Después de haber estado un día tratando con las autoridades de Sonda, resultaba refrescante tratar a los hombres de negocios chinos.

 

De vuelta a mi apartamento dormí aproximadamente una hora. Cuando me desperté, me di cuenta de que había llovido torrencialmente y que el aire olía y producía la misma sensación que el barro caliente. Sin embargo, el agua del cuarto de baño estaba fresca y después de ducharme pude vestirme sin demasiada incomodidad.
Había quedado con Rosalie en el Club Nueva Armonía a las ocho y media. Poco después de las ocho cerré el apartamento y me fui. El ascensor no funcionaba y tuve que bajar andando las escaleras pasando por los pisos que estaban ocupados por la emisora de radio. Los pasillos tenían alfombras de goma-espuma y había muchos cables al descubierto por las paredes. Por lo demás, eran muy parecidos a los pisos de oficinas de otros edificios. En un descansillo había unos obreros sacando una pieza muy pesada de un equipo eléctrico, que parecía una fresquera, fuera del ascensor.
Cuando llegué al piso bajo oí un potente generador diesel haciendo ruido en el sótano. Me había dicho Jebb que la emisora de radio no dependía del abastecimiento de energía de la ciudad.
Los dos policías que había en la puerta me miraron con indiferencia y no se molestaron en mirar el pase temporal que me habían dado sus predecesores ese mismo día, unas horas antes.
Mahmud vino pedaleando y sonriendo hacia mí cuando me vio salir y en seguida nos encontramos chapoteando por encima de los charcos de Telegraph Road hacia el hipódromo.
Me gustaría poder decir que noté algo extraño en el ambiente de la ciudad aquella tarde, una tensión inexplicable en el aire, o una calma sospechosa que predijera la tormenta, pero no puedo decirlo. La mayoría de los canalillos se habían desbordado con la lluvia y añadían su fragancia especial al olor habitual del canal, pero parecía que había la misma cantidad de gente que la noche anterior, y todos se comportaban con normalidad. En un pedazo de terreno baldío habían instalado incluso una feria. Habían montado un carrusel y un pequeño escenario en el que dos brujos indios estaban actuando. Mahmud aminoró la marcha cuando pasamos por delante. Uno de los brujos tenía en la mano un orinal de hojalata, mientras que el otro hacía como que defecaba monedas en él. Con el ruido que hacían las monedas al caer, la gente se entusiasmaba y aplaudía.
Cuando llegué al club, lo atravesé para llegar hasta el bar. Estaba bastante lleno, pero me sentí aliviado al ver que no estaban ni Lim Mor Sai ni su mujer. El matrimonio holandés ocupaba su sitio junto al piano. Pedí una bebida y estuve observándoles un rato; una vez el pianista les dirigió una inclinación de cabeza y empezó a tocar lo que evidentemente era su melodía favorita. El hombre acarició la mano de su esposa y ella le dirigió una tierna mirada. El hombre sonrió y le dijo algo al pianista, pero éste ya se había hartado de ellos. Sin duda, para él no eran más que dos tristes europeos que bebían demasiado y le echaban el aliento por encima del piano todas las noches, distrayéndole con su aburrida adulación de su mundo privado de luces suaves, ricos play-boys y música americana. La verdad es que era todo muy deprimente.
Entonces llegó Rosalie y las cosas me parecieron de pronto diferentes.
Llevaba un vestido de algodón ligero que debía hacerle parecer más europea, pero por alguna extraña razón producía el efecto contrario. En cuanto me vio, sonrió y vino hacia mí, saludando al pasar a alguien que conocía. Su saludo no resultó afectado, ni pretendió simular que no esperaba encontrarme allí. Se alegró de verme y yo me alegré de verla a ella, y como yo estaba bebiendo ginebra, ella pidió lo mismo.
Fue una velada muy agradable. No recuerdo todas las cosas que hablamos, sé que durante un rato hablamos de Mina y Jebb, del departamento de Policía, de trajes, de comidas, de Singapur, de los viajes en avión, y del mercado negro. Pero, después de cenar y de bailar un rato, hablamos de nosotros mismos. Me enteré de que tenía una hermana que trabajaba en una compañía naviera, que su padre había luchado en el ejército holandés, y que había muerto en un campo de concentración japonés, y que su madre prefería vivir con unos parientes que poseían unos terrenos cerca de Kota Baru. Yo le conté que después de haber pasado un tiempo en el desierto occidental, pasé la mayoría de la guerra construyendo aeropuertos para las fuerzas aéreas, que mi mujer se había ido con un oficial polaco y que mis empresarios de Londres me habían escrito diciéndome que si me gustaría aceptar un trabajo en Brasil.
Lim Mor Sai apareció bastante tarde aquella noche y se dio una vuelta por las mesas tratando de hacerse agradable a los clientes. Cuando se paró en nuestra mesa le dije lo que Jebb me había encargado sobre los puros. Por un momento me pareció que se quedaba desconcertado.
—¿Puros? ¡Ah!, sí, es muy amable por su parte —hizo una pausa—. ¿Puedo preguntarle dónde se aloja, señor Fraser?
—Jebb me dejó su apartamento. ¿Por qué me lo pregunta?
Vaciló y se encogió de hombros, como disculpándose.
—Aquí todo el mundo hace preguntas.
Los hoteles están tan llenos. Tiene suerte.
Se inclinó gentilmente y se fue, pero a mí me dio la impresión de que se había dejado algo por decir. A Rosalie le pasó lo mismo. Le. vi observándole perpleja, después nuestros ojos se encontraron, y ella sonrió como si la hubiera pillado cometiendo una indiscreción. Entonces nos levantamos otra vez para bailar.

 

Nos fuimos un poco después de las once. Mahmud nos estaba esperando fuera. En un betjak caben justas dos personas razonablemente delgadas, así que alejó con la mano a un colega que intentaba acercarse a nosotros. Rosalie dio sus señas y nos dirigimos alegremente hacia allí, con la cadena haciendo un ruido estruendoso al m echar el peso sobre los pedales.
La calle a la que nos dirigimos estaba situada en las afueras del barrio chino; las calles tenían arcos, y entre las tiendas había unas escaleras empinadas que conducían a los pisos superiores. Aproximadamente hacia el centro de la calle, Rosalie dijo a Mahmud que se detuviera. Entonces ella se bajo y subió corriendo por las escaleras. Encendí un cigarrillo. Un poco más abajo, había un viejo sentado en el borde de una acequia moviendo las piernas dentro, peinándose con solemnidad su larga barba gris. En la acera de enfrente había un vigilante Sikh dormido en un charpoy atravesado a la puerta de una tienda de muebles. Sólo había una o dos ventanas con luz en toda la calle.
Había tanto silencio que podía oír respirar a Mahmud.
Rosalie permaneció allí unos diez minutos. Cuando volvió traía con ella un pequeño maletín. Le dije a Mahmud que nos llevara a la Casa del Aire.
Allí, los policías de servicio me miraron maquinalmente al pasar y me saludaron. No prestaron atención a Rosalie. El generador del sótano estaba silencioso, probablemente la emisora de radio estaba cerrada durante la noche. El ascensor funcionaba otra vez y habían dejado las luces dadas en el pasillo del quinto piso. Sin embargo, al otro lado de las puertas giratorias había un pozo de oscuridad y tuve que encender cerillas para iluminar el camino hasta el apartamento. Recordé lo poco atractivo que me había parecido el día anterior.
—No está tan mal como parece —dije.
—Ya lo sé. Mina me lo dijo. Además le ayudé a escoger los muebles.
Cuando me fui del apartamento había dejado cerradas todas las ventanas que daban a la terraza. Ella se sentó mientras yo abría el salón, pero al volver del dormitorio, vi que se había ido a la cocina y estaba mirando en el frigorífico.
—¿Tienes sed? —le pregunté.
—Un poco —golpeó el frigorífico—. ¿Esto funciona?
—¡Oh, sí!
Cogí una bandeja de cubitos de hielo y se la enseñé. Se sonrió y se fue al salón. Sin embargo cuando yo entré con los vasos y el hielo había salido a la terraza.
La observé. Durante unos momentos permaneció completamente quieta, mirándolo todo como si estuviera haciendo un inventario, después pasó lentamente detrás de las persianas attap y se puso a inspeccionar el cuarto de baño. En ese momento no podía verla, pero oía el ruido de sus zapatos sobre el cemento. El ruido cesó y luego se volvió a oír más fuerte. La vi dirigirse al dormitorio, cesó el sonido de sus pasos, supe que estaba allí, de pie, observándolo todo y tratando de acostumbrarse a ello. Las bebidas ya estaban preparadas, pero las dejé donde estaban y me tendí en una de las tumbonas. No quería interrumpirla.
Pasó un minuto y luego la oí moverse otra vez.
—¿Steve? —era la primera vez que pronunciaba mi nombre.
—Estoy aquí.
Salió del dormitorio y sonrió al verme en la tumbona.
—He estado mirándolo todo.
—Sí, ya lo sé.
Le acerqué una bebida. Se bebió aproximadamente la mitad, pero como con reservas, como si estuviera considerando un problema importante.
Le pregunté qué le pasaba.
—Hace mucho calor —me dijo cautelosamente—. Estaba pensando que voy a darme un baño.
—Eso es una buena idea, yo también voy a bañarme. Hazlo tú primero.
Cuando volvió del cuarto de baño, llevaba puesto un sarong. Una toalla le cubría púdicamente el pecho, y el pelo negro le caía suelto sobre los hombros. La dejé junto a la barandilla de la terraza mirando hacia abajo, a la plaza.
El agua estaba deliciosamente fresca. Me sequé despacio para no volver a sentir calor otra vez, me enrollé una toalla alrededor de la cintura y volví a salir a la terraza.
Ella ya no estaba allí, y sólo había una luz encendida en el salón. La luz entraba indirectamente, a través de la puerta, en el dormitorio. Allí fue donde la encontré.
Era todavía de noche cuando me desperté, y en el exterior, la terraza estaba inundada por la blanca luz de la luna. Sabía que me había despertado un ruido pero no sabía cuál; miré a Rosalie que estaba dormida en la otra cama, pero ella estaba muy quieta Había una mesilla entre las dos camas y podía ver cómo brillaba la esfera de mi reloj. Eran las tres cincuenta y cinco.
Entonces volví a oír el ruido. Procedía de la terraza. Un hombre dijo algo secamente, y se oyó un ruido como si arrastraran una maleta por el cemento.
Bajé las piernas al suelo y me puse de pie. Mi toalla de baño estaba en el suelo, entre las dos camas, la cogí y me la enrollé en la cintura. Si iba a tener que enfrentarme con un intruso prefería no tener que hacerlo completamente desnudo.
Me incliné sobre Rosalie y la besé. Se estremeció entre sueños. La volví a besar y abrió los ojos. Mantuve la cabeza pegado a ella.
—Despierta, pero habla bajito.
—¿Qué pasa? —dijo todavía medio dormida.
—Escucha, hay alguien intentando entrar en la terraza desde uno de los apartamentos vacíos. Ladrones, supongo. Voy a darles un susto para que se larguen.
Se sentó en la cama.
—¿Tienes un revólver?
—Sí, pero espero no tener que usarlo. Están haciendo mucho ruido. Deben de creer que no hay nadie.
Mi maleta estaba debajo de la cama, saqué el revólver e hice girar el tambor hasta dejar uno de los tres proyectiles preparado para cuando yo apretara el gatillo; me fui hacia la ventana.
Había un pequeño muro con unos pinchos de hierro que separaba esa parte de la terraza de la que pertenecía al apartamento contiguo, que estaba sin terminar. Oí cómo uno de los hombres maldecía al intentar pasar sobre ellos. Pensé que era el momento de actuar. Como le había dicho a Rosalie, sólo quería asustarles. Si alguno de ellos conseguía saltar la pared se encontraría con que no tenía por donde huir.
Salí a la terraza.
Podía ver claramente; la luna estaba detrás de mí iluminando directamente toda la terraza. Había un hombre sobre el muro a horcajadas entre los hierros. Llevaba un casco de militar y un cinturón con bolsas de municiones. Al mirarle se agachó para coger algo que le dieron desde abajo. Cuando se enderezó vi que era una metralleta de marca japonesa. La levantó por un momento, para recobrar el equilibrio, después pasó la otra pierna sobre los pinchos de hierro y saltó.
Cuando cayó en la terraza, volví a meterme en la habitación. Ahora estaba confundido y asustado, pero aún me quedaba algo de sentido común. Me fui derecho hacia la maleta y dejé caer dentro el revólver.
—¿Qué pasa? —murmuró Rosalie.
Le cogí la mano y la estreché fuertemente, indicándole que no hablara. El soldado estaba paseando a lo largo de la terraza, ahora, sin ningún cuidado, pero como si no conociera muy bien el camino. Entonces apareció a la vista, con la metralleta cruzada sobre el pecho como si estuviera patrullando. Rosalie se incorporó violentamente y yo la sujeté con más fuerza. Por un momento el hombre que había fuera permaneció quieto destacándose su silueta a la luz de la luna.
Se dio la vuelta, miró a su alrededor y contempló la ventana del dormitorio. Rosalie empezó a temblar. El soldado dio un paso hacia la ventana.
De repente, llegó un enorme ruido martilleante desde el salón, y me di cuenta que alguien estaba golpeando la puerta exterior del apartamento.
El hombre de la terraza observó el interior y entró por la ventana al salón. La puerta del dormitorio estaba abierta y le vimos cruzar dirigiéndose al recibidor. Un momento después oímos cómo saltaban los goznes de la puerta gracias a unos disparos y el murmullo de unas voces. Se encendieron las luces.
Me levanté. Tenía la bata sobre una silla y se la eché a Rosalie. Entonces me puse el dedo sobre los labios, para indicarle que se estuviera callada, y salí al salón.
Se oían varias voces murmurando en el pasillo. De repente se oyó el ruido de unas pisadas enérgicas que se aproximaban y las voces callaron.
Una voz sundanesa dijo:
—A su servicio, comandante.
Un momento después el comandante Suparto entró en la habitación.