3
Jebb me despertó a las siete de la mañana
del día siguiente para despedirse de mí y presentarme a la señora
Choong, la mujer de la limpieza.
—Hay bastante comida en el frigorífico
—dijo—, pero si quieres algo más, escribes una lista y ella te lo
comprará. ¿No es así, señora Choong?
La señora Choong asintió.
—Compro a buen precio, y también hago la
comida. ¿Quiere huevos para desayunar, señor?
—Sí, por favor.
Era una bola de carne, y parecía que las
costuras de su pantalón negro iban a estallar de un momento a otro
cuando se agachó para coger la bandeja del desayuno de Jebb. Cuando
se fue hacia la cocina, Jebb me explicó:
—Le he dicho que dormirás en mi habitación.
Allí hay dos camas. Dile que prepare las dos si quieres. Esto es la
Casa de la Libertad.
—Te estoy muy agradecido, no sé qué
decir.
—Olvídalo. Como te digo, me estás haciendo
un favor. Veamos, hoy es martes, debo estar de vuelta el jueves por
la noche, o el viernes por la mañana. ¿Cuándo calculas exactamente
que te irás, Steve?
—Espero coger el avión del viernes con
destino a Yakarta.
—Bueno, si se ponen muy pesados con tu
permiso de salida, ve a ver a Lim Mor Sai y pídele que hable con
sus amigos del departamento de Policía.
—Lo haré.
Estuve a punto de decirle que el
departamento de Policía no era el único sitio donde Lim Sai tenía
amigos. Entonces decidí no decírselo. No había duda de que había
cientos de personas en Selampang que estaban secretamente en
contacto con los insurgentes del norte. Si Lim era uno de ellos,
Jebb, como empleado del gobierno probablemente preferiría no
saberlo. En vez de eso, dije:
—Si no has llegado todavía cuando yo me
vaya, ¿qué quieres que haga con la llave?
—Dejársela a la señora Choong. Puedes
confiar en ella. De todos formas ella tiene la suya. Pero espero
verte.
—Yo también.
Le vi vacilar.
—Rosalie es una muchacha de primera, sabes
—dijo torpemente.
—No te preocupes, me portaré bien con ella.
Mina no va a estar esperándote con un hacha.
Se echó a reír.
—Está bien, siento habértelo dicho. Por
cierto, si ves a Lim Mor Sai, dile que le traeré algunos cigarros
filipinos cuando vuelva. Siempre me los pide cuando hago la ruta de
Makassar. Debe de habérsele olvidado esta vez.
—Se lo diré, y gracias otra vez.
—Te veré aquí el viernes. Si aún no te has
marchado podrás invitarme a un trago.
Cuando se fue, la señora Choong me trajo el
desayuno de huevos, café y papaya. Después, cuando me bañé y
afeité, pensé en lo que me iba a poner. En Tangga me arreglaba con
lo que tenía hasta que llegué a Singapur. Ahora, la situación era
diferente. No me importaba el traje que me quedaba ridículo; no
necesitaría llevar la chaqueta mientras estuviera en Selampang,
pero ciertamente necesitaba algunas camisas y pantalones más. Lo
comenté con la señora Choong. Me dijo que podría conseguirme
camisas en unas pocas horas, pero que si las quería debidamente
lavadas tendría que esperar veinticuatro horas. También me dio la
dirección de un buen sastre chino.
Fui lo primero al sastre, y le encargué dos
pares de pantalones y cuatro camisas para que me los entregara a
última hora de la tarde. Después hice mi primera visita al
departamento de Policía.
Los oficiales sundaneses son
extraordinariamente difíciles de tratar, especialmente si uno es
europeo de habla inglesa. La primera cosa de la que hay que darse
cuenta es de que aunque parezcan muy activos y espabilados y aunque
en los bolsillos de la camisa reluzcan hileras de bolígrafos de
todas las formas, sólo tienen una confusa idea de sus deberes.
También es importante el problema del idioma. Todos los documentos
que hay que rellenar están impresos en inglés y en malayo, porque
el inglés es una lengua oficial y se supone que los funcionarios
son bilingües. El problema reside en que ellos nunca admitirán que
no lo son. Si les hablas en malayo se sienten obligados a
contestarte en inglés. Desgraciadamente las pocas palabras que
saben se les acaban pronto, y aunque siguen aparentando que
entienden todo lo que se les dice, están desesperadamente perdidos.
La técnica que emplean para salir de este callejón sin salida es
alegar que tienen que consultarlo con un colega, y entonces se van
y se olvidan de ti.
El documento que has rellenado, se pierde.
La única oportunidad que tienes es decir y escribir todo muy
claramente tanto en inglés como en malayo, y tocarte la cartera
como si estuvieras dispuesto a pagar. De hecho, vas a tener que
pagar al final y no simplemente la tasa legal por el servicio en
cuestión. Cuando ya están casi realizadas todas las formalidades,
de repente descubrirán que debías haber presentado otro
«certificado» y que sin él no podrás obtener lo que deseas.
Entonces se desarrolla una escena digna de Kafka. Nadie puede
decirte con exactitud cuál es ese misterioso certificado o lo que
tienes que hacer para obtenerlo. Te observan con ojos astutos.
Ahora te toca a ti. Preguntas cuál sería la tasa de ese
certificado, si alguien supiera dónde se podía obtener. Te dicen
una cantidad. Tu preguntas si, como un favor especial, ruedes dejar
depositado el dinero, de forma que cuando sepan algo más te
consigan ese certificado. Entonces se encogen de hombros, y luego
pronuncian un gruñido de asentimiento. Te observan hoscamente
mientras cuentas el dinero. Lo has aceptado con demasiada rapidez.
Entonces el funcionario piensa que debería haberte pedido más, y si
no será ya demasiado tarde para hacerlo. No, no lo es. Se había
equivocado. Se le había olvidado decirte el importe de la póliza
del gobierno. Tú sonríes educadamente y también lo pagas. El no te
devuelve la sonrisa. Otros ojos oscuros han observado el trato y
cuando te vayas se lo repartirán. El volver a encontrarte al aire
libre es como salir de un agujero.
La concesión de un visado de salida a un
europeo residente es una gran operación. Mi primera visita a la
sección de visados del cuartel general del departamento de Policía
duró una hora.
En ese tiempo conseguí hacerme con los cinco
diferentes impresos que tenían que rellenar y refrendar otras
tantas autoridades, antes de presentar la solicitud formal. Esto
iba bien. Después fui a la sucursal del banco de Hong-Kong y
Shanghái, cambié un cheque y me compulsaron otro documento, en el
Departamento de Contribuciones; fui al consulado de Indonesia y
solicité un visado de tránsito. Para entonces ya era hora de
comer.
Me dirigí al Hotel Oriente donde había un
bar con aire acondicionado. Esperaba también ver a De Vries, el
director de las Líneas Aéreas de Sonda-Pacífico, y así evitarme la
molestia de tener que ir a su oficina. Efectivamente estaba allí,
acariciando una copa de ginebra Knyper, como si fuera todo lo que
le quedaba en el mundo. Las Líneas Aéreas Sonda-Pacífico se
ocupaban de los vuelos que salían de Selampang, por una concesión
del gobierno que acabaría al final de aquel año. El gobierno
acababa de anunciar que no se renovaría, y que una nueva autoridad
nacional de la navegación aérea se haría cargo de ellas. Sabían
demasiado bien que las exigencias de la seguridad aérea
internacional les obligarían a conservar a los pilotos holandeses,
pero que esta necesidad no protegería al resto del personal
holandés. Había sido uno de los socios fundadores de la empresa.
Por lo tanto, su amargura era comprensible.
Después de prometerme ocuparse de reservarme
un sitio en el avión del viernes para Yakarta, me preguntó cómo
iban las cosas en Tangga. Se lo dije y le pregunté a mi vez que
cómo iban en Selampang. Era una pregunta tonta, pero no tenía nada
que hacer hasta que volvieran a abrir las oficinas y pensé, de
forma virtuosa, que lo menos que podía hacer era escucharle.
Recibí la contestación que merecía.
—Sabes demasiado bien cómo van las cosas en
esta ciudad. Te agradecería que dejaras de animarme a convertirme
en un pesado. Tómate otro trago.
Sin embargo, durante la comida se sinceró un
poco.
—No me gustaría que un espía del gobierno me
escuchara decir esto —dijo—, pero la gente como yo, sólo tiene una
posibilidad de sobrevivir aquí.
—¿Cuál es?
—Una revolución.
—¿Te refieres a Sanusi?
—¿Por qué no? ¿Sabes que ha nombrado a un
representante en Nueva York para obtener votos en los Estados
Unidos y que durante los últimos seis meses ha tenido agentes en
Malasia y Pakistán entrevistándose con los líderes religiosos y
haciendo campaña para apoyar el movimiento?
—No lo sabía.
—La censura es muy severa, pero en mi
negocio las noticias circulan rápidamente. Te diré que aquí están
muy preocupados. Sanusi controla más de la mitad del territorio
total del país. El gobierno de Nasjah ha fracasado por completo. El
país está en bancarrota, las elecciones han sido una farsa y los
comunistas cada vez tienen más fuerza. Si Sanusi fuera a tomar
posesión mañana, los americanos y los ingleses darían un suspiro de
alivio.
—Sin embargo, no sé en qué mejoraría eso tu
situación.
—No podríamos estar peor y al menos
podríamos ponernos de acuerdo con Sanusi.
—¿Estás seguro de eso?
—Sanusi puede ser fanático en algunos
aspectos, pero en otros se aviene a razones.
—Hablas como si le conocieras.
—Oh, sí, le conozco. Olvidas que mandó la
guarnición de aquí —se detuvo, y luego añadió—. Hay mucha gente en
este lugar que conoce a Sanusi.
—Estoy seguro de que los hay. ¿Tiene Sanusi
alguna debilidad?
—Hace castillos en el aire, lo mismo que
yo.
Un camarero estaba rondando a nuestro
alrededor. De Vries empezó a hablar de otras cosas. No volvimos a
mencionar el tema hasta que estuvimos instalados en la terraza
tomando café. Pasó a nuestro lado una columna de camiones del
ejército llena de soldados. Las tropas iban perfectamente
pertrechadas, con cascos de acero y ametralladoras. Se aferraban
con fuerza a la vida cada vez que los camiones saltaban sobre los
hoyos que había frente al hotel. Me acordé que había leído en el
periódico algo relativo a unas maniobras militares.
—Sanusi tiene otra debilidad —dijo De Vries
sombríamente.
—¿Cuál?
—No le gusta arriesgarse.
Cuando volvieron a abrir las oficinas del
gobierno me di otra vuelta, empezando por el Ministerio de Obras
Públicas, que tenía que certificar que yo abandonaba el país con su
consentimiento y que no me llevaba nada que no fuera mío, y
terminando con el departamento de Policía, donde entregué todos los
documentos cumplimentados, junto con mi pasaporte y una jugosa
cantidad en concepto de tasas. Un malhumorado teniente de Policía
me dijo de mala gana que si volvía al día siguiente aproximadamente
a la misma hora me podrían sellar el visado de salida en el
pasaporte. Cuando volví al sastre, no me sorprendió encontrar que
tanto los pantalones como las camisas que había encargado, ya
estaban dispuestos. Aquello me agradó.
Después de haber estado un día tratando con
las autoridades de Sonda, resultaba refrescante tratar a los
hombres de negocios chinos.
De vuelta a mi apartamento dormí
aproximadamente una hora. Cuando me desperté, me di cuenta de que
había llovido torrencialmente y que el aire olía y producía la
misma sensación que el barro caliente. Sin embargo, el agua del
cuarto de baño estaba fresca y después de ducharme pude vestirme
sin demasiada incomodidad.
Había quedado con Rosalie en el Club Nueva
Armonía a las ocho y media. Poco después de las ocho cerré el
apartamento y me fui. El ascensor no funcionaba y tuve que bajar
andando las escaleras pasando por los pisos que estaban ocupados
por la emisora de radio. Los pasillos tenían alfombras de
goma-espuma y había muchos cables al descubierto por las paredes.
Por lo demás, eran muy parecidos a los pisos de oficinas de otros
edificios. En un descansillo había unos obreros sacando una pieza
muy pesada de un equipo eléctrico, que parecía una fresquera, fuera
del ascensor.
Cuando llegué al piso bajo oí un potente
generador diesel haciendo ruido en el sótano. Me había dicho Jebb
que la emisora de radio no dependía del abastecimiento de energía
de la ciudad.
Los dos policías que había en la puerta me
miraron con indiferencia y no se molestaron en mirar el pase
temporal que me habían dado sus predecesores ese mismo día, unas
horas antes.
Mahmud vino pedaleando y sonriendo hacia mí
cuando me vio salir y en seguida nos encontramos chapoteando por
encima de los charcos de Telegraph Road hacia el hipódromo.
Me gustaría poder decir que noté algo
extraño en el ambiente de la ciudad aquella tarde, una tensión
inexplicable en el aire, o una calma sospechosa que predijera la
tormenta, pero no puedo decirlo. La mayoría de los canalillos se
habían desbordado con la lluvia y añadían su fragancia especial al
olor habitual del canal, pero parecía que había la misma cantidad
de gente que la noche anterior, y todos se comportaban con
normalidad. En un pedazo de terreno baldío habían instalado incluso
una feria. Habían montado un carrusel y un pequeño escenario en el
que dos brujos indios estaban actuando. Mahmud aminoró la marcha
cuando pasamos por delante. Uno de los brujos tenía en la mano un
orinal de hojalata, mientras que el otro hacía como que defecaba
monedas en él. Con el ruido que hacían las monedas al caer, la
gente se entusiasmaba y aplaudía.
Cuando llegué al club, lo atravesé para
llegar hasta el bar. Estaba bastante lleno, pero me sentí aliviado
al ver que no estaban ni Lim Mor Sai ni su mujer. El matrimonio
holandés ocupaba su sitio junto al piano. Pedí una bebida y estuve
observándoles un rato; una vez el pianista les dirigió una
inclinación de cabeza y empezó a tocar lo que evidentemente era su
melodía favorita. El hombre acarició la mano de su esposa y ella le
dirigió una tierna mirada. El hombre sonrió y le dijo algo al
pianista, pero éste ya se había hartado de ellos. Sin duda, para él
no eran más que dos tristes europeos que bebían demasiado y le
echaban el aliento por encima del piano todas las noches,
distrayéndole con su aburrida adulación de su mundo privado de
luces suaves, ricos play-boys y música americana. La verdad es que
era todo muy deprimente.
Entonces llegó Rosalie y las cosas me
parecieron de pronto diferentes.
Llevaba un vestido de algodón ligero que
debía hacerle parecer más europea, pero por alguna extraña razón
producía el efecto contrario. En cuanto me vio, sonrió y vino hacia
mí, saludando al pasar a alguien que conocía. Su saludo no resultó
afectado, ni pretendió simular que no esperaba encontrarme allí. Se
alegró de verme y yo me alegré de verla a ella, y como yo estaba
bebiendo ginebra, ella pidió lo mismo.
Fue una velada muy agradable. No recuerdo
todas las cosas que hablamos, sé que durante un rato hablamos de
Mina y Jebb, del departamento de Policía, de trajes, de comidas, de
Singapur, de los viajes en avión, y del mercado negro. Pero,
después de cenar y de bailar un rato, hablamos de nosotros mismos.
Me enteré de que tenía una hermana que trabajaba en una compañía
naviera, que su padre había luchado en el ejército holandés, y que
había muerto en un campo de concentración japonés, y que su madre
prefería vivir con unos parientes que poseían unos terrenos cerca
de Kota Baru. Yo le conté que después de haber pasado un tiempo en
el desierto occidental, pasé la mayoría de la guerra construyendo
aeropuertos para las fuerzas aéreas, que mi mujer se había ido con
un oficial polaco y que mis empresarios de Londres me habían
escrito diciéndome que si me gustaría aceptar un trabajo en
Brasil.
Lim Mor Sai apareció bastante tarde aquella
noche y se dio una vuelta por las mesas tratando de hacerse
agradable a los clientes. Cuando se paró en nuestra mesa le dije lo
que Jebb me había encargado sobre los puros. Por un momento me
pareció que se quedaba desconcertado.
—¿Puros? ¡Ah!, sí, es muy amable por su
parte —hizo una pausa—. ¿Puedo preguntarle dónde se aloja, señor
Fraser?
—Jebb me dejó su apartamento. ¿Por qué me lo
pregunta?
Vaciló y se encogió de hombros, como
disculpándose.
—Aquí todo el mundo hace preguntas.
Los hoteles están tan llenos. Tiene
suerte.
Se inclinó gentilmente y se fue, pero a mí
me dio la impresión de que se había dejado algo por decir. A
Rosalie le pasó lo mismo. Le. vi observándole perpleja, después
nuestros ojos se encontraron, y ella sonrió como si la hubiera
pillado cometiendo una indiscreción. Entonces nos levantamos otra
vez para bailar.
Nos fuimos un poco después de las once.
Mahmud nos estaba esperando fuera. En un betjak caben justas dos personas razonablemente
delgadas, así que alejó con la mano a un colega que intentaba
acercarse a nosotros. Rosalie dio sus señas y nos dirigimos
alegremente hacia allí, con la cadena haciendo un ruido estruendoso
al m echar el peso sobre los pedales.
La calle a la que nos dirigimos estaba
situada en las afueras del barrio chino; las calles tenían arcos, y
entre las tiendas había unas escaleras empinadas que conducían a
los pisos superiores. Aproximadamente hacia el centro de la calle,
Rosalie dijo a Mahmud que se detuviera. Entonces ella se bajo y
subió corriendo por las escaleras. Encendí un cigarrillo. Un poco
más abajo, había un viejo sentado en el borde de una acequia
moviendo las piernas dentro, peinándose con solemnidad su larga
barba gris. En la acera de enfrente había un vigilante Sikh dormido
en un charpoy atravesado a la puerta de
una tienda de muebles. Sólo había una o dos ventanas con luz en
toda la calle.
Había tanto silencio que podía oír respirar
a Mahmud.
Rosalie permaneció allí unos diez minutos.
Cuando volvió traía con ella un pequeño maletín. Le dije a Mahmud
que nos llevara a la Casa del Aire.
Allí, los policías de servicio me miraron
maquinalmente al pasar y me saludaron. No prestaron atención a
Rosalie. El generador del sótano estaba silencioso, probablemente
la emisora de radio estaba cerrada durante la noche. El ascensor
funcionaba otra vez y habían dejado las luces dadas en el pasillo
del quinto piso. Sin embargo, al otro lado de las puertas
giratorias había un pozo de oscuridad y tuve que encender cerillas
para iluminar el camino hasta el apartamento. Recordé lo poco
atractivo que me había parecido el día anterior.
—No está tan mal como parece —dije.
—Ya lo sé. Mina me lo dijo. Además le ayudé
a escoger los muebles.
Cuando me fui del apartamento había dejado
cerradas todas las ventanas que daban a la terraza. Ella se sentó
mientras yo abría el salón, pero al volver del dormitorio, vi que
se había ido a la cocina y estaba mirando en el frigorífico.
—¿Tienes sed? —le pregunté.
—Un poco —golpeó el frigorífico—. ¿Esto
funciona?
—¡Oh, sí!
Cogí una bandeja de cubitos de hielo y se la
enseñé. Se sonrió y se fue al salón. Sin embargo cuando yo entré
con los vasos y el hielo había salido a la terraza.
La observé. Durante unos momentos permaneció
completamente quieta, mirándolo todo como si estuviera haciendo un
inventario, después pasó lentamente detrás de las persianas
attap y se puso a inspeccionar el cuarto
de baño. En ese momento no podía verla, pero oía el ruido de sus
zapatos sobre el cemento. El ruido cesó y luego se volvió a oír más
fuerte. La vi dirigirse al dormitorio, cesó el sonido de sus pasos,
supe que estaba allí, de pie, observándolo todo y tratando de
acostumbrarse a ello. Las bebidas ya estaban preparadas, pero las
dejé donde estaban y me tendí en una de las tumbonas. No quería
interrumpirla.
Pasó un minuto y luego la oí moverse otra
vez.
—¿Steve? —era la primera vez que pronunciaba
mi nombre.
—Estoy aquí.
Salió del dormitorio y sonrió al verme en la
tumbona.
—He estado mirándolo todo.
—Sí, ya lo sé.
Le acerqué una bebida. Se bebió
aproximadamente la mitad, pero como con reservas, como si estuviera
considerando un problema importante.
Le pregunté qué le pasaba.
—Hace mucho calor —me dijo cautelosamente—.
Estaba pensando que voy a darme un baño.
—Eso es una buena idea, yo también voy a
bañarme. Hazlo tú primero.
Cuando volvió del cuarto de baño, llevaba
puesto un sarong. Una toalla le cubría
púdicamente el pecho, y el pelo negro le caía suelto sobre los
hombros. La dejé junto a la barandilla de la terraza mirando hacia
abajo, a la plaza.
El agua estaba deliciosamente fresca. Me
sequé despacio para no volver a sentir calor otra vez, me enrollé
una toalla alrededor de la cintura y volví a salir a la
terraza.
Ella ya no estaba allí, y sólo había una luz
encendida en el salón. La luz entraba indirectamente, a través de
la puerta, en el dormitorio. Allí fue donde la encontré.
Era todavía de noche cuando me desperté, y
en el exterior, la terraza estaba inundada por la blanca luz de la
luna. Sabía que me había despertado un ruido pero no sabía cuál;
miré a Rosalie que estaba dormida en la otra cama, pero ella estaba
muy quieta Había una mesilla entre las dos camas y podía ver cómo
brillaba la esfera de mi reloj. Eran las tres cincuenta y
cinco.
Entonces volví a oír el ruido. Procedía de
la terraza. Un hombre dijo algo secamente, y se oyó un ruido como
si arrastraran una maleta por el cemento.
Bajé las piernas al suelo y me puse de pie.
Mi toalla de baño estaba en el suelo, entre las dos camas, la cogí
y me la enrollé en la cintura. Si iba a tener que enfrentarme con
un intruso prefería no tener que hacerlo completamente
desnudo.
Me incliné sobre Rosalie y la besé. Se
estremeció entre sueños. La volví a besar y abrió los ojos. Mantuve
la cabeza pegado a ella.
—Despierta, pero habla bajito.
—¿Qué pasa? —dijo todavía medio
dormida.
—Escucha, hay alguien intentando entrar en
la terraza desde uno de los apartamentos vacíos. Ladrones, supongo.
Voy a darles un susto para que se larguen.
Se sentó en la cama.
—¿Tienes un revólver?
—Sí, pero espero no tener que usarlo. Están
haciendo mucho ruido. Deben de creer que no hay nadie.
Mi maleta estaba debajo de la cama, saqué el
revólver e hice girar el tambor hasta dejar uno de los tres
proyectiles preparado para cuando yo apretara el gatillo; me fui
hacia la ventana.
Había un pequeño muro con unos pinchos de
hierro que separaba esa parte de la terraza de la que pertenecía al
apartamento contiguo, que estaba sin terminar. Oí cómo uno de los
hombres maldecía al intentar pasar sobre ellos. Pensé que era el
momento de actuar. Como le había dicho a Rosalie, sólo quería
asustarles. Si alguno de ellos conseguía saltar la pared se
encontraría con que no tenía por donde huir.
Salí a la terraza.
Podía ver claramente; la luna estaba detrás
de mí iluminando directamente toda la terraza. Había un hombre
sobre el muro a horcajadas entre los hierros. Llevaba un casco de
militar y un cinturón con bolsas de municiones. Al mirarle se
agachó para coger algo que le dieron desde abajo. Cuando se
enderezó vi que era una metralleta de marca japonesa. La levantó
por un momento, para recobrar el equilibrio, después pasó la otra
pierna sobre los pinchos de hierro y saltó.
Cuando cayó en la terraza, volví a meterme
en la habitación. Ahora estaba confundido y asustado, pero aún me
quedaba algo de sentido común. Me fui derecho hacia la maleta y
dejé caer dentro el revólver.
—¿Qué pasa? —murmuró Rosalie.
Le cogí la mano y la estreché fuertemente,
indicándole que no hablara. El soldado estaba paseando a lo largo
de la terraza, ahora, sin ningún cuidado, pero como si no conociera
muy bien el camino. Entonces apareció a la vista, con la metralleta
cruzada sobre el pecho como si estuviera patrullando. Rosalie se
incorporó violentamente y yo la sujeté con más fuerza. Por un
momento el hombre que había fuera permaneció quieto destacándose su
silueta a la luz de la luna.
Se dio la vuelta, miró a su alrededor y
contempló la ventana del dormitorio. Rosalie empezó a temblar. El
soldado dio un paso hacia la ventana.
De repente, llegó un enorme ruido
martilleante desde el salón, y me di cuenta que alguien estaba
golpeando la puerta exterior del apartamento.
El hombre de la terraza observó el interior
y entró por la ventana al salón. La puerta del dormitorio estaba
abierta y le vimos cruzar dirigiéndose al recibidor. Un momento
después oímos cómo saltaban los goznes de la puerta gracias a unos
disparos y el murmullo de unas voces. Se encendieron las
luces.
Me levanté. Tenía la bata sobre una silla y
se la eché a Rosalie. Entonces me puse el dedo sobre los labios,
para indicarle que se estuviera callada, y salí al salón.
Se oían varias voces murmurando en el
pasillo. De repente se oyó el ruido de unas pisadas enérgicas que
se aproximaban y las voces callaron.
Una voz sundanesa dijo:
—A su servicio, comandante.
Un momento después el comandante Suparto
entró en la habitación.