Capítulo XXIV
El 20 del mes, luego de convencernos de que nos sería imposible sobrevivir si continuábamos comiendo avellanas, que nos producían los más terribles trastornos, resolvimos hacer una desesperada tentativa para bajar por el lado sur de la colina. En esta parte la pared del despeñadero era de la especie más blanda de esteatita y casi vertical en la mayor parte del descenso (cuya profundidad era por lo menos de ciento cincuenta pies); en algunas partes la pared llegaba a avanzar como un arco sobre el abismo.
Después de larga búsqueda descubrimos una angosta cornisa a unos veinte pies por debajo del borde del abismo; Peters logró saltar a ella, con la poca ayuda que le proporcioné mediante nuestros dos pañuelos atados. Bajé a mi vez, con bastante más trabajo, y comprobamos que había una posibilidad de descender en la misma forma en que habíamos trepado desde la caverna donde quedáramos enterrados con la caída de las rocas, vale decir haciendo peldaños en la esteatita con ayuda de nuestros cuchillos. Imposible imaginar lo azaroso y arriesgado de este procedimiento, pero como no nos quedaba otro recurso decidimos intentarlo.
En la cornisa donde nos hallábamos crecían algunos arbustos de avellano; atamos al tronco de uno de ellos un extremo de nuestra cuerda improvisada, y Peters se aseguró el otro a la cintura, tras lo cual lo sostuve mientras se colgaba en el vacío, y lo fui bajando hasta que los pañuelos quedaron tensos. De inmediato Peters se puso a cavar un hoyo en la esteatita, de unas ocho o diez pulgadas de profundidad, ampliando la abertura hasta darle un pie de ancho en la entrada, a fin de introducir una cuña en la parte inferior y nivelada, con ayuda de la culata de una pistola que servía de martillo. Terminado esto, levanté a Peters unos cuatro pies y lo sostuve mientras practicaba un agujero igual al primero, colocando otra cuña y logrando así un doble apoyo para los pies y las manos.
Desaté entonces los pañuelos del tronco y le alcancé el extremo, que ató a la cuña del agujero de arriba, descendiendo luego lentamente hasta quedar a unos tres pies por debajo de donde se hallaba hasta ese momento, vale decir hasta el límite de la soga. Excavó un nuevo agujero y clavó otra cuña. Trepó luego, de manera de apoyar los pies en el agujero que acababa de practicar, mientras sus manos se aferraban a la cuña correspondiente al agujero inmediato superior. Se planteaba ahora el problema de desatar los pañuelos de la cuña más alta, a fin de asegurarlos en la segunda, pero entonces Peters descubrió que había cometido un error al practicar los orificios tan separados uno de otro. Después de una o dos tentativas tan infructuosas como arriesgadas para alcanzar al nudo (pues se veía precisado a sostenerse con la mano izquierda mientras luchaba por desatar el nudo con la derecha) acabó por cortar la cuerda, dejando seis pulgadas de la misma en la cuña. Atando luego los pañuelos a la segunda cuña, descendió a un punto situado por debajo de la tercera, cuidando esta vez de no apartarse demasiado. Y en esa forma (que a mí no se me había ocurrido jamás y que se debía exclusivamente al ingenio y al coraje de Peters) mi compañero logró llegar sano y salvo, ayudándose ocasionalmente con los salientes de la roca, al fondo del precipicio.
Pasó algún tiempo antes de que lograra reunir ánimo suficiente para seguirlo, pero finalmente me decidí. Antes de bajar, Peters se había quitado la camisa, y ésta, unida a la mía, formó la cuerda necesaria para la aventura. Después de arrojar el mosquete que habíamos encontrado en la caverna, até la soga a los arbustos y me deslicé rápidamente, tratando de contrarrestar con el vigor de mis movimientos los temblores que no podía dominar en otra forma. Esto sirvió para los primeros cuatro o cinco peldaños, pero poco a poco mi imaginación se dejó ganar por el pensamiento de la espantosa profundidad que aún me faltaba franquear, y lo precario de aquellas cuñas y aquellos agujeros en la esteatita que constituían mi único soporte. Fue en vano que luchara por alejar estos pensamientos y por mantener los ojos fijos en la lisa superficie de la colina a la cual estaba adherido. Cuanto más luchaba por no pensar, más intensas y vividas acudían las imágenes, cada vez más espantosamente claras. Se produjo por fin esa crisis de la fantasía, tan horrible en casos similares, y en la cual empezamos a anticipar lo que sentiremos cuando nos caigamos, a imaginar la náusea, el mareo, la última resistencia, el desmayo a medias y la final desesperación de la caída cabeza abajo. Comprendí que aquellas fantasías estaban creando sus propias realidades y que esos horrores imaginados me estaban rodeando de hecho. Sentí que se entrechocaban mis rodillas, mientras mis dedos empezaban a soltar lenta pero seguramente su apoyo. Sentía como un campanilleo en los oídos, y me dije: «¡Es mi toque de difuntos!». Y de pronto me invadió el irresistible deseo de mirar hacia abajo. No podía, no quería limitar mis miradas a la superficie del despeñadero; con una emoción tan intensa como indefinible, mezcla de horror y de alivio, fijé los ojos en el abismo. Por un momento mis dedos se aferraron convulsivamente a la cuña, mientras pasaba por mi mente, como una sombra, la última y ya muy débil idea de escapar a la muerte; un segundo después todo mi ser se sintió invadido por el deseo de caer, un deseo tan apasionado que no era posible contenerlo. Solté instantáneamente la cuña que me sostenía y, dando media vuelta, permanecí tambaleándome un momento frente a la nada que me rodeaba. Entonces mi cerebro se turbó, una voz fantasmagórica y estridente resonó cerca de mi oído, mientras una oscura, diabólica y borrosa figura surgía por debajo de mí; me abandoné con un suspiro, reventándoseme el corazón, y me precipité en sus brazos.
Me había desmayado, y Peters acababa de atraparme al caer. Desde el fondo del precipicio había observado mis movimientos y, al advertir el inminente peligro que corría, había tratado de darme todo el coraje posible mediante indicaciones y consejos; pero mi confusión mental era tan grande que no escuché nada de lo que me dijo, y ni siquiera llegué a saber que me había hablado. Por fin, viéndome vacilar, se apresuró a trepar en mi ayuda, llegando justo a tiempo para salvarme. De haber caído con todo mi peso, la soga formada por las camisas se hubiera roto, con lo cual me hubiese precipitado al abismo; pero Peters logró que mi descenso se hiciera suavemente y me mantuvo suspendido hasta que recobré los sentidos. Pasaron quince minutos antes de que volviera en mí; apenas abrí los ojos me sentí completamente tranquilo, y sin requerir más que escasa ayuda de mi compañero llegué sano y salvo al fondo.
Nos encontramos entonces a poca distancia de la garganta que se había convertido en tumba de nuestros compañeros, y al sur del lugar donde se había desplomado la colina. La zona era singularmente salvaje y su aspecto me recordó las descripciones que hacen los viajeros de aquellas lúgubres regiones donde alguna vez se alzó Babilonia. Aparte de los restos de la dislocada colina, que formaban una caótica barrera hacia el norte, la superficie del suelo aparecía cubierta en todas direcciones por enormes túmulos, que parecían las ruinas de gigantescos edificios construidos por manos humanas, aunque no quedara nada en detalle que pudiese confirmar esta suposición. Abundaban los escombros, así como enormes bloques informes de granito negro mezclados con otros de marga[9], y todos ellos graneados de metal. No se veía la menor huella de vegetación en aquella desolada parte. Reparamos en algunos enormes escorpiones y en varios reptiles que no se encuentran en otras regiones de la misma latitud.
Como teníamos necesidad inmediata de encontrar alimento, resolvimos dirigirnos a la costa, distante una media milla del lugar, con la esperanza de capturar tortugas, muchas de las cuales habíamos visto desde lo alto. Recorrimos unas 100 yardas, avanzando cautelosamente entre los túmulos y las enormes rocas, hasta que al llegar a una vuelta del sendero fuimos asaltados por cinco salvajes que salían de una pequeña caverna, uno de los cuales derribó a Peters de un mazazo. Al verlo caído, los cinco se precipitaron para asegurar a su víctima, dándome tiempo a recobrarme de mi asombro. Llevaba conmigo el mosquete, pero el cañón se había estropeado de tal manera con la caída en el precipicio, que lo tiré a un lado y preferí confiar en mis pistolas, que llevaba preparadas. Corrí hacia los asaltantes, disparándolas en rápida sucesión. Dos de los salvajes cayeron, y un tercero, que se disponía a atravesar a Peters con su lanza, retrocedió sin llevar a cabo su propósito. Así a salvo mi compañero, no tuvimos mayores dificultades; aunque Peters disponía igualmente de sus pistolas, decidió abstenerse de usarlas, confiando en su enorme fuerza física que sobrepasaba la de cualquier otro hombre que haya yo conocido. Esgrimiendo la maza de uno de los salvajes muertos, destrozó la cabeza de los tres restantes, matándolos instantáneamente de un solo golpe. Quedamos, pues, dueños del terreno.
Tan rápidamente se habían sucedido estos episodios que apenas podíamos creer en su realidad, y estábamos mirando los cadáveres en una especie de tonto ensimismamiento, cuando oímos gritos a la distancia. No cabía duda de que los salvajes se habían alarmado con los disparos y que pocas posibilidades nos quedaban de pasar inadvertidos. Para volver a la colina era necesario pasar por el sitio de donde procedían los gritos, y aun en caso de que llegáramos a su base, no conseguiríamos jamás trepar por la ladera sin ser vistos. Nuestra situación era sumamente peligrosa, y vacilábamos sobre el camino que tomaríamos, cuando uno de los salvajes contra los cuales había yo disparado, y que suponíamos muerto, saltó ágilmente sobre sus pies e intentó la fuga. Nos apoderamos de él, no obstante, e íbamos a matarlo, cuando Peters sugirió que quizá conviniera obligarlo a que nos acompañara en nuestra tentativa de fuga. Lo arrastramos entonces con nosotros, haciéndole entender que lo mataríamos de un tiro si ofrecía resistencia. Muy poco tardó en someterse por completo, y corrió al lado nuestro mientras escapábamos entre las rocas, dirigiéndonos a la costa.
Hasta ese momento las irregularidades del suelo nos habían ocultado el mar, salvo a breves intervalos, y cuando lo vimos claramente por primera vez se hallaba a unas doscientas yardas de distancia. Al desembocar en la playa, descubrimos con profunda desesperación una inmensa muchedumbre de nativos procedentes del poblado y de todas las partes visibles de la isla, que avanzaban hacia nosotros mientras gesticulaban furiosamente y aullaban como bestias salvajes. Nos disponíamos a girar sobre nuestros pasos y tratar de refugiarnos en las fragosidades del terreno rocoso, cuando descubrí la proa de dos canoas que sobresalían por detrás de una ancha roca que avanzaba en el mar.
Corrimos hacia ellas a toda velocidad y descubrimos que no estaban custodiadas; su única carga la constituían tres grandes tortugas galápagos y los remos para sesenta remeros. Nos apoderamos instantáneamente de una de ellas y, luego de obligar a nuestro cautivo a embarcarse, remamos mar afuera con todas nuestras fuerzas.
Apenas nos habíamos alejado cincuenta yardas de la playa cuando nos dimos cuenta, al serenarnos un tanto, del inmenso error cometido al dejar la segunda canoa en poder de los salvajes, quienes a esta altura se hallaban apenas al doble de distancia que nosotros de la costa y avanzaban con toda la rapidez de que eran capaces. No podíamos perder un solo segundo. Nuestra única esperanza era remotísima, pero era la única. Por lo demás estaba por verse si, aun con los mayores esfuerzos, lograríamos volver a tiempo para impedir que el enemigo se apoderase de la canoa; y sin embargo la probabilidad existía, y era necesario aprovecharla. Sólo así lograríamos salvarnos, mientras que si renunciábamos a la tentativa no nos quedaba más que resignarnos a ser sacrificados.
La canoa tenía iguales la proa y la popa, por lo cual en vez de virar cambiamos de posición para remar. Tan pronto los salvajes lo advirtieron, redoblaron sus alaridos, así como su velocidad, aproximándose con inconcebible rapidez. Remamos, sin embargo, con toda la energía de la desesperación y llegamos al punto disputado antes que el primero de nuestros perseguidores. Este hombre pagó cara su superior agilidad, pues Peters le disparó un tiro en la cabeza en el momento de llegar a la playa. Los que venían delante se hallarían a unos veinte o treinta pasos de nosotros. Apoderándonos de la canoa, tratamos primeramente de botarla al agua, más allá del alcance de los salvajes; pero como estaba firmemente encallada y no había tiempo que perder, Peters le descargó dos o tres terribles golpes con la culata del mosquetón, logrando romper una gran parte de la proa y uno de los lados. Instantáneamente saltamos a nuestra canoa y nos hicimos a la mar. Dos de los salvajes, empero, se habían aferrado a la borda, negándose obstinadamente a soltarla, hasta que nos vimos precisados a matarlos a cuchilladas. Remamos entonces con fuerza, alejándonos un gran trecho mar adentro.
Cuando el grupo principal de los salvajes llegó junto a la canoa rota, los oímos exhalar los más espantosos alaridos de rabia y de decepción. Por todo lo que alcancé a ver y a conocer de aquellos miserables, constituían la más perversa, hipócrita, vengativa, sangrienta y diabólica raza humana del globo. No cabe la menor duda de que si hubiéramos caído en sus manos nada habría podido salvarnos. Hasta trataron de perseguimos en la canoa rota, pero al ver que no les servía volvieron a expresar su rabia en una serie de espantosas vociferaciones y se marcharon hacia las colinas.
Nos vimos así salvados del peligro inmediato, pero nuestra situación seguía siendo lamentable. Sabíamos que los salvajes eran dueños de cuatro canoas, e ignorábamos que (según supimos luego por nuestro cautivo) dos de ellas habían volado en la explosión de la Jane Guy. Calculamos que aun podían perseguirnos, tan pronto llegara a la bahía, distante tres millas, donde solían hallarse los botes. Llenos de inquietud, remamos con todas nuestras fuerzas a fin de alejarnos de la isla, y obligamos al prisionero a que tomara un remo. Media hora más tarde, cuando habíamos recorrido cinco o seis millas hacia el sur, vimos una gran flota de balsas o canoas de fondo plano que salían de la bahía, con evidente intención de perseguirnos. Pero al darse cuenta de que no nos alcanzarían se volvieron a la isla poco después.