Capítulo VII
10 de julio.— Estuvimos al habla con un bergantín de Río que navegaba rumbo a Norfolk. Tiempo brumoso, con un ligero viento contrario del este. Hoy murió Hartman Rogers, que hace dos días se sintió atacado de convulsiones luego de beber un vaso de grog. Este hombre era de la facción del cocinero y gozaba de la mayor confianza de Peters, quien dijo a Augustus que estaba convencido de que el piloto lo había envenenado y que pronto le llegaría a él su turno si no se mantenía en guardia. Ahora sólo quedaban él, Jones y el cocinero, por una parte, mientras que el otro bando estaba compuesto por cinco hombres. Había hablado con Jones sobre la posibilidad de tomar el mando del bergantín, pero el proyecto fue fríamente recibido, por lo cual Peters se abstuvo de llevar adelante la conversación, así como de decir nada al cocinero. Fue una suerte que se mostrara tan prudente, pues aquella misma tarde el cocinero manifestó su decisión de incorporarse al bando del piloto, y procedió a hacerlo abiertamente, mientras Jones buscaba la oportunidad de querellarse con Peters e insinuar que revelaría al piloto el plan que se tramaba. Evidentemente, no quedaba tiempo que perder y Peters se manifestó dispuesto a tomar el barco, costara lo que costara, siempre que Augustus le prestase ayuda. Mi amigo le aseguró inmediatamente que estaba dispuesto a ello, y, considerando favorable la oportunidad, le puso en conocimiento de mi presencia a bordo.
Al oír esto el mestizo se mostró tan asombrado como complacido, pues no tenía la menor confianza en Jones, a quien consideraba como perteneciente ya al bando enemigo. Ambos bajaron inmediatamente al castillo de proa y, luego que Augustus me hubo llamado por mi nombre, Peters y yo no tardamos en trabar relación. Convinimos en que trataríamos de tomar el bergantín en la primera oportunidad favorable, dejando a Jones al margen de nuestros planes. En caso de triunfar, pondríamos rumbo al puerto más cercano, donde entregaríamos el navio. La deserción de su bando había frustrado la intención de Peters de rumbear al Pacífico, ya que esta aventura no podía llevarse a cabo sin una tripulación completa; por lo tanto, confiaba en ser absuelto en el proceso que tendría lugar más adelante, alegando insania (pues afirmaba solemnemente haberse plegado al motín bajo su influencia), o bien logrando el perdón, si era declarado culpable, gracias a mi testimonio y al de Augustus. Nuestras deliberaciones se vieron interrumpidas por el grito de: «¡Todo el mundo a arriar velas!», y Peters y Augustus corrieron a cubierta.
Como de costumbre, la tripulación estaba borracha perdida, y antes de que atinara a recoger rizos una violenta ráfaga ladeó peligrosamente el buque, que, sin embargo, pudo enderezarse, aunque no sin embarcar una buena cantidad de agua. Apenas se habían asegurado las velas cuando otra ráfaga envolvió el barco, e inmediatamente después otra, aunque sin causar daños. Por lo visto se trataba de una verdadera galerna que, efectivamente, no tardó en descargarse desde el norte y el oeste. Se tomaron todas las precauciones posibles y el bergantín quedó a la capa, como de costumbre, sin más velamen que el trinquete, muy arrizado. A medida que avanzaba la noche el viento acrecía su violencia, mientras el mar se encrespaba. Peters bajó entonces con Augustus y reanudamos nuestras deliberaciones.
Estuvimos de acuerdo en que ninguna oportunidad sería más favorable que la presente para poner en práctica nuestro designio, ya que el enemigo no sospecharía jamás una intentona en semejantes circunstancias. Como el bergantín se hallaba al pairo, no habría necesidad de maniobrar el velamen hasta que volviera el buen tiempo, y en ese momento podríamos poner en libertad a uno y quizá a dos hombres para que nos ayudaran a llevarlo a puerto.
La dificultad principal residía en la enorme desproporción de fuerzas. Había nueve hombres en la cámara contra nosotros tres. Todas las armas de a bordo estaban en su poder, a excepción de un par de pequeñas pistolas que Peters tenía escondidas y el ancho machete marino, que llevaba siempre colgado de la cintura. A juzgar por ciertas indicaciones —por ejemplo, el hecho de que no había quedado ni un hacha ni una palanca colgadas en sus lugares respectivos—, empezamos a temer que el piloto hubiera entrado en sospechas, por lo menos con respecto a Peters, y que no dejaría pasar la oportunidad de librarse de él. Por todo ello resultaba claro que no podíamos perder un instante en llevar a la práctica lo que proyectábamos. Pero nuestra desventaja era demasiado grande como para no proceder con la máxima cautela.
Peters propuso lo siguiente: subiría a cubierta, entablaría conversación con el vigía (Allen) y aprovecharía una buena oportunidad para arrojarlo por la borda sin hacer el menor ruido. Augustus y yo subiríamos entonces y trataríamos de proveernos de algún arma en la cubierta; inmediatamente nos lanzaríamos los tres al ataque, a fin de cerrar la escotilla de la cámara antes de que el enemigo pudiera reaccionar.
Me opuse a este plan, pues me resultaba imposible creer que el piloto (hombre muy astuto en todo aquello que no afectara sus prejuicios supersticiosos) se dejara atrapar tan fácilmente. El hecho mismo de que hubiera un vigía en cubierta resultaba suficiente prueba de que estaba sobre aviso, pues, salvo en los barcos donde la disciplina es sumamente rígida, no se estila destacar un vigía cuando el navio se halla a la capa en medio de un huracán. Como me dirijo principalmente a personas que no han navegado nunca, conviene que detalle la situación exacta de un navio en tales condiciones. Ponerse a la capa es una medida que obedece a distintos propósitos, y se cumple en diferentes formas. Con tiempo bueno suele tener por objeto detener el barco, a fin de esperar a otro, o alguna finalidad similar. Si el barco a la capa tiene todo el velamen tendido, la maniobra suele efectuarse orientando parte de las velas en dirección opuesta, con lo cual el viento las toma en facha y la embarcación queda estacionaria. Pero ahora hablamos de capear un temporal cuando se tiene un viento de frente soplando con desatada violencia para arriesgarse a soltar trapo sin peligro de zozobrar, e incluso cuando el viento no es intenso, pero el mar está demasiado grueso para que el barco pueda enfrentarlo. Si se le dejara correr viento en popa con un mar muy pesado habría peligro de recibir daños por el oleaje que lo asalta de popa y los violentos cabeceos a que está sujeto. Por eso se recurre pocas veces a esta maniobra, salvo que la necesidad la imponga. Si el buque tiene una vía de agua se le suele rumbear a favor del viento, incluso en los mares más gruesos, pues si quedara a la capa sus costuras no dejarían de abrirse a causa de las violentas presiones, cosa que no pasa si corre viento en popa. Con frecuencia hay que dejar que un navío siga la dirección del viento, ya sea porque éste es tan furioso que desgarra la vela destinada a mantener el barco a la capa o porque la defectuosa estructura de la embarcación impide efectuar dicha maniobra.
En el curso de una galerna los barcos son puestos a la capa de diferentes maneras, según su forma y construcción. Algunos requieren un trinquete, y pienso que ésta es la vela que se emplea habitualmente. Los grandes barcos de velas cuadradas están equipados a este fin con las llamadas velas de estay para tormenta. A veces se emplea solamente el foque, o bien el foque y el trinquete, o dos rizos de trinquete; no es infrecuente ver izar las velas posteriores. Muchas veces la vela mayor de trinquete se presta mejor que ninguna otra para estarse a la capa. En cuanto al Grampus, izaba habitualmente un trinquete muy apocado.
Cuando va a ponerse un barco a la capa se le hace enfrentar el viento lo bastante como para que llene la vela izada diagonalmente con respecto al eje de proa a popa. Hecho esto, la proa apunta a pocos grados del rumbo por donde sopla el viento, y, como es natural, aguanta el oleaje por la parte de proa que enfrenta el viento. En esta situación, un buen barco soportará una ruda galerna sin embarcar una gota de agua y sin que la tripulación tenga que preocuparse. Por lo regular, se sujeta el timón, pero esto no es necesario (salvo por el ruido que hace cuando queda suelto), ya que el gobernalle no tiene ningún efecto sobre una embarcación a la capa. Hasta es más conveniente dejarlo suelto que atado, pues la violencia del oleaje puede llevarse el timón si éste no tiene libertad de movimiento. Mientras la vela aguante, un barco de buena construcción se mantendrá en el mismo sitio y capeará los peores golpes de mar como si gozara de vida y de inteligencia. Ahora bien, sí la violencia del temporal acaba por desgarrar la vela (cosa que requiere un verdadero huracán, en circunstancias ordinarias), el peligro se vuelve inminente. El buque se desvía a sotavento, y al ofrecer el flanco al mar queda completamente a su merced; en ese caso, el único recurso es el de hacerlo virar a favor del viento y dejarlo correr hasta que pueda izarse otra vela. Hay algunos barcos capaces de esperar a la capa sin ningún velamen, aunque no son de fiar.
Pero terminemos esta digresión. El piloto no acostumbraba destacar un vigía mientras capeábamos un temporal, y el hecho de que ahora hubiese uno, sumado a la desaparición de las hachas y las palancas, nos convenció de que la tripulación estaba demasiado advertida para dejarse tomar por sorpresa en la forma que había sugerido Peters. Algo había que hacer, empero, y con la mayor rapidez posible, pues no cabía duda de que si sospechaban de Peters lo sacrificarían en la primera oportunidad, la cual no dejaría de presentarse apenas cediera la galerna.
Augustus sugirió entonces que si Peters se las arreglaba para retirar con cualquier pretexto la cadena de ancla que pasaba sobre la trampa del camarote, quizá pudiéramos tomar por asalto al enemigo viniendo desde la bodega; pero una ligera reflexión nos convenció de que el bergantín rolaba y cabeceaba con demasiada violencia para intentar nada por ese lado.
Afortunadamente se me ocurrió entonces la idea de valernos de los terrores supersticiosos y de la conciencia culpable del piloto. Se recordará que uno de los tripulantes, Hartman Rogers, había muerto por la mañana, dos días después de sentirse atacado de convulsiones al beber un vaso de alcohol y agua. Peters nos había dicho que, a su juicio, aquel hombre había sido envenenado por el piloto, y que su opinión se basaba en hechos incontrovertibles, aunque no conseguimos que nos los explicara —lo cual prueba, con tantas otras cosas, lo extraño de su carácter—. Pero tuviera o no razones legítimas para sospechar del piloto, aceptamos rápidamente su punto de vista y nos decidimos a obrar en consecuencia.
Rogers había muerto a las once de la mañana en medio de violentas convulsiones; unos minutos más tarde su cadáver presentaba uno de los espectáculos más horrorosos y repugnantes que jamás me haya sido dado contemplar. El estómago se había dilatado enormemente, como el de un ahogado que ha permanecido varias semanas bajo el agua. Las manos se hallaban en análogo estado, mientras el rostro se había hundido y arrugado, y tenía una blancura de yeso, salvo en dos o tres lugares donde brotaban manchas rojas como las que produce la erisipela. Una de esas manchas le cruzaba diagonalmente el rostro, cubriéndole por completo un ojo, como si fuera una banda de terciopelo rojo. El cadáver había sido llevado a cubierta a mediodía, a fin de arrojarlo al mar, pero cuando el piloto le echó una ojeada (pues era la primera vez que lo veía), ya fuera porque le asaltó el remordimiento de su crimen, o porque se sintió aterrado ante visión tan espantosa, ordenó a los hombres que cosieran al muerto en su hamaca y cumplieran los ritos usuales de un entierro en alta mar. Dadas estas órdenes, bajó a la cámara como si no quisiera seguir contemplando a su víctima. Mientras se cumplían los preparativos ordenados, el viento redobló su furia y hubo que suspenderlos por el momento. El cadáver quedó en el puente y el agua lo arrastró hasta los imbornales de babor, donde se hallaba en este momento, rodando de un lado a otro con las furiosas sacudidas del barco.
Aprobado nuestro plan, nos dispusimos a llevarlo a la práctica lo antes posible. Peters subió a cubierta y, tal como lo había anticipado, se encontró inmediatamente con Allen, quien daba la impresión de estar vigilando el castillo de proa más que otra cosa. Pero el destino del miserable se decidió rápida y silenciosamente, pues Peters, acercándose con aire descuidado, como si fuera a decirle algo, lo aferró por la garganta y antes de que pudiera exhalar un grito lo lanzó por encima de las amuras. Inmediatamente nos llamó y subimos. Nuestro primer cuidado fue buscar alguna cosa para armarnos; debimos proceder con gran cuidado, ya que era imposible permanecer en cubierta sin sujetarse sólidamente, y a cada cabeceo del bergantín enormes olas barrían la cubierta. Pero al mismo tiempo teníamos que andar rápido, pues de un momento a otro imaginábamos que el piloto subiría para ordenar que se desagotara el barco, dado que estábamos embarcando agua en cantidad. Luego de buscar un rato no encontramos nada mejor que las dos palancas de la bomba, con las cuales nos armamos Augustus y yo. Fuimos entonces a despojar al cadáver de su camisa, tras lo cual lo arrojamos por la borda. Peters y yo descendimos inmediatamente, dejando a Augustus que vigilara en el puente, apostado exactamente en el lugar donde había estado Allen, dando la espalda a la escalera de la cámara, a fin de que si alguien del bando del piloto se asomaba al puente creyera que se trataba de aquél.
Tan pronto estuvimos abajo empecé a disfrazarme para representar el cadáver de Rogers. La camisa que le habíamos quitado me ayudó mucho, pues tenía una forma especial y fácilmente reconocible; era una especie de blusa que el difunto usaba sobre sus otras ropas, de tejido elástico azul, con rayas blancas transversales. Una vez que me la hube puesto, procedí a fabricarme un falso estómago, a imitación de la horrible deformidad del hinchado cadáver. Con ayuda de parte de las ropas de cama, no me dio trabajo conseguir el efecto deseado. Lo mismo hice con mis manos, poniéndome un par de guantes blancos de lana, rellenos con toda clase de trapos. Peters se ocupó luego de mi cara, frotándome primero con tiza blanca y manchándola con sangre que extrajo de un corte que se hizo en un dedo. La banda roja a través del ojo no fue olvidada y me daba una apariencia terrible.