Capítulo VIII
Al mirarme en un trozo de espejo que colgaba en la cabina, a la débil luz de una especie de linterna de combate, me sentí tan impresionado a la vista de mi apariencia que, al recordar la espantosa realidad que estaba representando, se posesionó de mí un violento temblor y apenas encontré fuerzas para llevar adelante mi papel. Pero se hacía necesario actuar con decisión y Peters y yo subimos al puente.
Todo seguía allí sin novedad, por lo cual, manteniéndonos pegados a las amuradas, los tres nos arrastramos hasta la escotilla de la cámara. La encontramos sólo parcialmente cerrada, pues para impedir que pudieran bloquearla desde afuera habían colocado cuñas de madera en el último escalón, a fin de no dejar caer del todo la tapa. Nos resultó difícil ver con claridad el interior de la cámara a través de los huecos entre las cuñas, pero en seguida descubrimos que habíamos tenido suerte al no tratar de tomar al enemigo por sorpresa, ya que evidentemente se hallaba alerta. Sólo uno de los hombres dormía, y estaba justamente al pie de la escalera con un mosquete al lado. Los demás se habían sentado en distintos colchones arrancados de las literas y tirados en el suelo. Hablaban con mucha seriedad, y aunque habían estado bebiendo, según podía deducirse por dos jarros vacíos y algunos vasos de estaño tirados en el suelo, no parecían tan borrachos como de costumbre. Todos ellos tenían cuchillos, una o dos pistolas y gran cantidad de mosquetes se amontonaban en una litera al alcance de la mano.
Escuchamos largo rato su conversación antes de decidir lo que íbamos a hacer, pues no habíamos acordado nada en firme, fuera de que trataríamos de paralizarlos en el momento del ataque mediante la supuesta aparición del cadáver de Rogers. Los amotinados estaban discutiendo sus planes de piratería, y todo lo que pudimos oír distintamente fue que se unirían a la tripulación de cierta goleta llamada Hornet, y, de ser posible, que se apoderarían de ella antes de lanzarse a operaciones en gran escala, cuyos detalles no alcanzamos a percibir.
Uno de los hombres aludió a Peters y el piloto le respondió en voz tan baja que no pudimos distinguir sus palabras, pero agregó inmediatamente que «no alcanzaba a comprender por qué pasaba tanto tiempo en el castillo de proa con el hijo del capitán, y que lo mejor sería tirarlos por la borda lo antes posible». Nadie le contestó, pero fácilmente comprendimos que esta insinuación había sido bien recibida por todos, y especialmente por Jones. A esta altura yo me sentía terriblemente agitado, pues me daba cuenta de que ni Augustus ni Peters habían resuelto lo que debía hacerse. Me decidí, sin embargo, a vender mi vida lo más cara posible y a no permitir que la menor vacilación me dominara.
El terrible silbar del viento en las jarcias y los golpes de las olas en el puente nos impedían escuchar lo que se decía abajo, salvo durante pausas momentáneas. En una de ellas oímos claramente que el piloto ordenaba a uno de los hombres que «subiera y mandara a los dos malditos marinos de agua dulce que se presentaran en la cámara», donde podría tenerlos bajo vigilancia, ya que no quería ninguna clase de secretos a bordo. Fue una suerte para nosotros que el balanceo del barco se hiciera en ese momento tan intenso como para impedir la inmediata ejecución de la orden. El cocinero se había levantado para acudir en nuestra busca cuando un terrible golpe de mar, que creí iba a llevarse consigo los mástiles, lo arrojó de cabeza contra una de las puertas de los camarotes de babor, que se abrió de par en par creando no poca confusión. Por suerte, ninguno de nosotros fue arrancado del lugar en que se hallaba y tuvimos tiempo de retroceder precipitadamente hacia el castillo de proa, a fin de preparar un rápido plan de acción antes de que llegara el emisario —o, más bien, antes de que sacara la cabeza por la escotilla de la escalera, pues no se molestó en subir al puente—. Desde donde se hallaba no podía advertir la ausencia de Allen y, por consiguiente, se puso a gritar con todas sus fuerzas las órdenes del piloto, creyendo dirigirse al vigía.
—¡Entendido! —le respondió Peters, disfrazando la voz, y el cocinero volvió a bajar sin la menor sospecha de que las cosas no andaban como hubiera querido.
Mis dos compañeros se encaminaron entonces audazmente a popa y descendieron a la cámara, teniendo Peters la precaución de cerrar la tapa en la misma forma en que la había encontrado. El piloto los recibió con fingida cordialidad y dijo a Augustus que, ya que se había portado tan bien últimamente, podía instalarse desde ahora en la cámara y considerarse en el futuro como uno de la tripulación. Le sirvió medio vaso de ron, incitándole a que lo bebiera. Todo esto yo lo veía y escuchaba, pues había seguido a mis compañeros tan pronto se cerró la tapa, colocándome en el mismo lugar de antes. Había traído conmigo las dos palancas de la bomba, una de las cuales coloqué al lado de la escalera de la cámara, a fin de usarla cuando hiciera falta.
Había buscado situarme de la mejor manera posible para tener una buena visión de todo lo que ocurría dentro, y traté de dominar mis nervios para el momento en que me tocara bajar y enfrentarme con los amotinados cuando Peters me hiciera una señal previamente convenida. Muy pronto derivó él la conversación hacia los sangrientos episodios del motín, e indujo gradualmente a los hombres a hablar de las mil supersticiones que tan corrientes son entre los marinos de cualquier nacionalidad. No me era posible escuchar todo lo que se decía, pero notaba claramente sus efectos en los semblantes de los hombres. El piloto estaba especialmente agitado, y en un momento en que alguien mencionó la aterradora apariencia del cadáver de Rogers creí que estaba a punto de desmayarse. Peters le preguntó entonces si no le parecía mejor que el cuerpo fuera arrojado de una vez por todas al mar, ya que resultaba espantoso verlo rodar y flotar cerca de los imbornales. Al escuchar esto, el miserable jadeó como si le faltara el aire y miró a sus compañeros uno por uno, como si implorara que alguno de ellos se decidiera a subir y llevar a cabo la tarea. Nadie se movió, sin embargo, y no me cupo la menor duda de que aquellos hombres habían llegado al punto extremo de la nerviosidad. Fue entonces cuando Peters me hizo la señal. Abrí inmediatamente la tapa de la escotilla y, bajando sin decir palabra, me enfrenté con los amotinados.
El terrible efecto producido por esta súbita aparición no habrá de sorprender si se toman en consideración diversas circunstancias. Por lo regular, en casos parecidos, queda siempre una cierta duda en el espectador sobre si la visión que contemplan sus ojos es verdaderamente una visión; por débil que sea, alienta la esperanza de ser víctima de una superchería y de que la aparición no haya surgido realmente del mundo de las sombras. No es exagerado afirmar que estas dudas se han producido siempre en casos de visiones fantasmales y que el espantoso terror resultante de estas últimas puede atribuirse —aun en casos en que el sufrimiento y el espanto eran intensísimos— a una especie de horror anticipatorio, vale decir al horror de que la aparición pueda ser realmente una aparición; esto último es lo que se teme, pues no se cree completamente en lo que se está viendo. En el presente caso, sin embargo, se advertirá de inmediato que los amotinados no podían dudar un solo segundo de que lo que estaban viendo era el horrible cadáver de Rogers, que acababa de resucitar, o bien su fantasma. El total aislamiento del bergantín, absolutamente incomunicado a causa del temporal, reducía a límites tan estrechos toda posibilidad de mistificación que debieron desecharla de inmediato. Llevaban veinticuatro días en alta mar sin otra comunicación con otros barcos que un cambio de saludos a distancia. La totalidad de la tripulación —pues de mi presencia a bordo no podían tener la más remota idea— se hallaba reunida en la cámara, con excepción de Allen, el vigía; pero la gigantesca estatura de este último, que medía seis pies y seis pulgadas, les era demasiado familiar para que lo supusieran por un solo instante autor de una superchería. Añádanse a estas consideraciones la tempestad y los temores que provocaba, así como la naturaleza de la conversación inspirada por Peters; la profunda impresión que el horrible aspecto del cadáver había producido aquella mañana en la imaginación de los tripulantes; mi excelente disfraz, al que se sumaba la luz incierta y vacilante bajo la cual me veían, cada vez que los resplandores de la linterna de la cámara, balanceándose con violencia a un lado y a otro, caían temblorosos e intermitentes sobre mi figura, y nadie se maravillará de que el engaño tuviera efectos todavía más intensos de lo que habíamos anticipado. El piloto se levantó de un salto del colchón donde había estado descansando y, sin proferir una sílaba, cayó de espaldas instantáneamente muerto, mientras un terrible balanceo del barco lo hacía rodar a estribor como si fuera un tronco. De los siete restantes sólo tres alcanzaron a mostrar alguna presencia de ánimo. Los otros cuatro parecieron quedar clavados en el suelo, y jamás mis ojos contemplaron imágenes tan lamentables del horror y de la desesperación. La única oposición que encontramos procedió del cocinero, de John Hunt y de Richard Parker, y, aun así, no pasó de una débil e irresoluta defensa. Los dos primeros recibieron instantáneamente sendas balas de Peters y yo derribé a Parker dándole un golpe con la palanca de la bomba que había traído conmigo. Entretanto, Augustus se había apoderado de uno de los mosquetes tirados en el suelo y con él mató de un tiro en el pecho a otro de los amotinados (Wilson). Sólo quedaban tres enemigos, pero ya a esta altura habían salido de su letárgia y empezaban probablemente a darse cuenta de que habían sido víctimas de una mistificación, pues lucharon resuelta y furiosamente, y de no haber sido por la inmensa fuerza muscular de Peters, probablemente hubieran terminado por imponerse. Los tres hombres en cuestión eran Jones, Greely y Absalom Hicks. Jones había derribado a Augustus, apuñalándolo varias veces en el brazo derecho, y hubiese terminado rápidamente con él (pues ni Peters ni yo nos habíamos librado todavía de nuestros antagonistas) de no mediar la oportuna intervención de un amigo con cuya ayuda no habíamos jamás contado. Este amigo resultó ser Tigre. Con un sordo gruñido, saltó a la cámara en el momento más crítico para Augustus y, precipitándose sobre Jones, en un cerrar de ojos lo inmovilizó en el suelo. Augustus estaba demasiado herido para prestarnos ayuda, y yo me veía tan embarazado con mi disfraz que no podía moverme con soltura. El perro no soltaba su presa, a la que tenía aferrada del cuello. Pero Peters resultó un antagonista demasiado potente para los dos hombres que quedaban, y no hay duda de que los hubiera despachado en un segundo de no ser por el angosto lugar en que nos hallábamos y las tremendas sacudidas del barco. No tardó en empuñar un pesado taburete, de los que había varios por el suelo. Con él rompió la cabeza de Greely en momentos en que éste descargaba su mosquete contra mí, y un segundo después, cuando un rolido del buque dejó a Hics a su alcance, lo aferró por la garganta y con una simple presión de los dedos lo estranguló instantáneamente. Y así, en mucho menos tiempo del que he tardado en narrarlo, nos encontramos dueños del bergantín.
De todos nuestros oponentes, el único sobreviviente era Richard Parker. Se recordará que lo había golpeado con la palanca de la bomba al comienzo de la lucha. Yacía inmóvil al lado de la puerta de la estropeada cámara, pero cuando Peters lo tocó con un pie, se puso a implorar perdón. Sólo tenía un ligero corte en la cabeza, y su desmayo provenía de la fuerza del golpe. Levantóse, y por el momento le atamos las manos a la espalda. El perro seguía gruñendo sobre Jones, pero cuando examinamos a su víctima, descubrimos que estaba muerta; la sangre chorreaba de una profunda herida en la garganta, causada por los afilados colmillos del animal.
Sería ya la una de la madrugada, y el viento seguía soplando terriblemente. Era evidente que el bergantín rolaba más que de costumbre y que no podíamos perder un segundo en maniobrar de alguna manera para aliviar su situación. A cada rolido que daba a estribor, el agua invadía el puente y gran cantidad de ella llegaba hasta la cámara, cuya escotilla había dejado yo abierta al bajar. La totalidad de las amuras de babor habían sido arrancadas por las olas, así como el fogón y el botiquín. La forma en que el palo mayor crujía y temblaba nos indicó que estaba a punto de romperse. A fin de dejar más espacio para la carga en la cala posterior, la base de este mástil había sido fijada entre los puentes (sistema altamente reprobable, que suelen emplear los constructores navales ignorantes), y ahora corría inminente peligro de ser arrancado de cuajo. Y, para coronar nuestras dificultades, sondeamos el arca de bomba, descubriendo que había por lo menos siete pies de agua.
Dejando los cadáveres de los amotinados en la cámara, corrimos a las bombas; como es natural, Parker fue puesto en libertad para que nos ayudara. Vendamos lo mejor posible el brazo de Augustus, quien trató de trabajar al igual que el resto, pero no pudo hacer gran cosa. Descubrimos, sin embargo, que podíamos impedir que la vía de agua aumentara si manteníamos en constante funcionamiento una de las bombas. Como éramos solamente cuatro, la tarea resultaba abrumadora, pero luchamos por conservar el buen ánimo, esperando ansiosamente el amanecer, pues entonces confiábamos aligerar el bergantín cortando el palo mayor.
Pasamos de esta manera una noche de terrible ansiedad y fatiga. Cuando por fin amaneció, la galerna no había amainado en lo más mínimo, ni mostraba señales de querer hacerlo. Arrastramos a cubierta los cadáveres y los tiramos por la borda. De inmediato nos ocupamos del palo mayor. Cumplidos los preparativos necesarios, Peters se puso a cortarlo (pues habíamos encontrado hachas en la cámara), mientras los demás nos manteníamos junto a los estayes y los cabos. En momentos en que el bergantín daba un terrible bandazo a sotavento, se dio la orden de cortar los cabos de barlovento, con lo cual el mástil se sumergió en el mar, con todo su cordaje, lejos del bergantín y sin causarle ningún daño. Pronto notamos que el barco se movía menos que antes, pero nuestra situación seguía siendo muy precaria y, a pesar de los mayores esfuerzos, no conseguíamos reducir la vía de agua sin el concurso de las dos bombas. La escasa ayuda que podía ofrecernos Augustus no servía casi de nada. Para peor, un golpe de mar que nos alcanzó por barlovento nos desvió varios puntos de la dirección del viento y, antes de recobrar su posición, otra ola rompió de lleno sobre nosotros, escorando la quilla. El lastre se corrió en un solo bloque a sotavento (pues la estiba había estado moviéndose de un lado a otro desde hacía rato), y por un momento creímos que nada nos salvaría de irnos a pique. El bergantín se enderezó, sin embargo, pero como el lastre se mantenía de un solo lado, seguimos escorados, al punto que resultaba inútil seguir haciendo uso de las bombas; agregaré que, de todos modos, hubiera sido imposible continuar así, pues teníamos las manos desolladas a causa de tan penosa labor y nos sangraban espantosamente.
Contra los consejos de Parker, decidimos cortar el palo de trinquete, cosa que logramos después de muchas dificultades, dada la posición en que nos hallábamos. Al caer por la borda el mástil se llevó consigo el bauprés y del bergantín no quedó más que el casco.
Hasta ese momento habíamos podido alegrarnos de que la chalupa permaneciera indemne en el puente, sin que ninguno de los golpes de mar la hubiese estropeado. Pero no tuvimos mucho tiempo para congratularnos, pues al cortar el palo de trinquete éste se llevó consigo la vela que hasta ese momento había servido para estabilizar el bergantín. A partir de entonces las olas se estrellaron libremente en cubierta, y cinco minutos después el puente quedaba barrido de proa a popa, desaparecían la chalupa y las amuras de sotavento y hasta los cabrestantes quedaban reducidos a astillas. Imposible imaginar una situación más desesperada.
A mediodía creímos que la galerna amainaría un tanto, pero nos sentimos cruelmente decepcionados cuando, tras una breve pausa, volvió a soplar con redoblada furia. Hacia las cuatro de la tarde era ya imposible mantenerse en pie contra el viento, y cuando vino la noche no nos quedaba la menor esperanza de que el barco pudiera seguir a flote hasta la mañana siguiente.
A medianoche estábamos parcialmente sumergidos, y el agua llegaba hasta el sollado. No tardamos en perder el timón, y el golpe de mar que se lo llevó consigo levantó de tal manera la popa del bergantín que, al caer otra vez, golpeó el agua con una fuerza comparable a la de un choque contra tierra firme. Habíamos calculado que el timón resistiría hasta el fin, pues era insólitamente fuerte y se hallaba reforzado como jamás he visto otro. A lo largo de su madero principal corría una sucesión de fuertes ganchos de hierro, y otros en la misma forma a lo largo del codaste. A través de estos ganchos se insertaba un grueso eje de hierro que mantenía el timón unido al codaste, permitiéndole girar libremente. La terrible fuerza de la ola que se lo llevó puede estimarse por el hecho de que los ganchos del codaste, sujetos en forma tal que lo atravesaban completamente y se unían en el interior, fueron arrancados de raíz de aquella durísima madera.
Apenas habíamos tenido tiempo de respirar después de la violencia de aquel golpe, cuando una de las olas más gigantescas que me haya sido dado ver rompió de lleno en la borda, arrancando limpiamente la escalera de la cámara, penetrando por las escotillas e inundando por completo el buque.