Capítulo XXI

Tan pronto pude recobrar mis trastornados sentidos, me sentí casi sofocado, arrastrándome en la oscuridad entre montones de tierra suelta, que caía sobre mí amenazando sepultarme vivo. Horriblemente alarmado ante esta idea, luché por enderezarme, cosa que finalmente conseguí. Me estuve inmóvil unos instantes, tratando de imaginar lo que había ocurrido y dónde me encontraba.

No tardé en escuchar un profundo quejido y en seguida la voz sofocada de Peters que me pedía, en nombre de Dios, que fuera en su ayuda. Di unos pasos, tambaleándome, hasta caer de bruces sobre la cabeza y hombros de mi compañero, que, como descubrí en seguida, había quedado metido hasta la cintura en una masa de tierra suelta y luchaba desesperadamente por zafarse de aquella terrible presión. Con todas las energías de que era capaz aparté la tierra que lo envolvía y logré finalmente extraerlo de allí.

Tan pronto nos hubimos recobrado suficientemente de nuestro espanto y sorpresa para poder hablar con calma, llegamos a la conclusión de que las paredes de la fisura por la cual nos habíamos aventurado acababan de desplomarse por alguna convulsión del suelo o por su propio peso, y que estábamos enterrados vivos y sin la menor esperanza de salvación.

Largo tiempo nos entregamos a la más intensa desesperación, que nunca podrán imaginar aquellos que no se hayan visto en una situación semejante. Estoy seguro de que ningún accidente de los que pueden ocurrir en el curso de la vida humana se presta a provocar una angustia mental y física tan horrorosa como el entierro en vida que acababa de agobiarnos. La oscuridad, las tinieblas que envuelven a la víctima, la espantosa opresión de los pulmones, los sofocantes vapores que exhala la tierra húmeda, unidos a la atroz convicción de que se está más allá de toda esperanza, y que se comparte la suerte reservada a los muertos, sumen el corazón de la víctima en un horror, en un espanto inenarrable e intolerable, que no puede concebirse.

Peters propuso finalmente que tratáramos de asegurarnos de cuál era con precisión nuestro calamitoso estado y que tanteáramos los límites de nuestra prisión, pues quizá hubiera todavía alguna abertura por donde escapar. Me aferré ansiosamente a esta esperanza y, decidido a la acción, traté de abrirme camino entre la tierra suelta. Apenas había dado un paso cuando un débil resplandor se hizo lo bastante perceptible para convencerme de que, por lo menos, no moriríamos en seguida por falta de aire. Esto nos devolvió algo de ánimo, y nos alentamos mutuamente a esperar lo mejor. Luego de encaramarnos sobre un montón de escombros que bloqueaban nuestro avance Hacia la luz, hallamos que el camino era más fácil, y la opresión de nuestros pulmones disminuyó un tanto. Muy pronto fuimos capaces de discernir las cosas que nos rodeaban, descubriendo que nos hallábamos cerca de la extremidad de la galería recta, poco antes de que girara hacia la izquierda. Tras de unos pocos esfuerzos alcanzamos el extremo, y allí, con indescriptible alegría, vimos una extensa grieta o hendidura que subía hasta perderse a la distancia, en un ángulo de irnos 45°, que a trechos se tomaba mucho más empinado. No podíamos ver toda la extensión de esta salida, pero como bajaba por ella mucha luz, no dudamos de que en lo alto (si éramos capaces de trepar hasta allí) hallaríamos una comunicación con el aire libre.

Recordé entonces que tres de nosotros habíamos entrado en la fisura viniendo de la garganta principal, y que faltaba nuestro compañero Allen. Inmediatamente decidimos volver atrás a buscarlo. Luego de explorar largo tiempo, con el peligro de nuevos aludes de tierra, Peters gritó que acababa de tocar el pie de nuestro compañero y que su cuerpo estaba completamente sepultado, sin la menor posibilidad de que pudiéramos extraerlo. No tardé en verificar que lo que me decía era tristemente cierto y que Allen estaba muerto hacía largo rato. Con el corazón lleno de congoja abandonamos el cadáver a su destino y nos encaminamos nuevamente hacia la curva de la galería.

La hendidura inclinada apenas tenía ancho suficiente para admitimos de a uno, y, después de algunos infructuosos esfuerzos por llegar a lo alto, empezamos nuevamente a desesperar. Ya he dicho que la cadena de colinas por la cual pasaba la garganta principal estaba formada por una roca blanda que recordaba la esteatita. Los lados de la grieta que intentábamos escalar eran del mismo material, y tan resbaladizos a causa de la humedad que resultaba muy difícil encontrar un punto de apoyo, aun en las partes menos ásperas; en algunos trechos donde la subida era casi vertical las dificultades se agravaban en proporción, y durante un buen rato pensamos que no llegaríamos a superarlas. La desesperación, sin embargo, nos dio coraje; haciendo muescas en aquella blanda roca con nuestros cuchillos de monte, suspendiéndonos peligrosamente de pequeños trozos protuberantes de una roca pizarrosa y mucho más sólida, que asomaba aquí y allá en la masa general, conseguimos llegar finalmente a una plataforma natural desde la cual podíamos ver un jirón de cielo azul en lo alto de un precipicio densamente arbolado.

Mirando hacia abajo con algo más de calma, la apariencia del pasaje que acabábamos de escalar nos indicó que era de formación reciente, por lo cual supusimos que aquella inesperada catástrofe había abierto al mismo tiempo la hendidura que nos había permitido escapar. Como estábamos exhaustos por el esfuerzo, y tan débiles que apenas podíamos articular palabra, Peters propuso que llamáramos la atención de nuestros compañeros disparando las pistolas, que aún conservábamos con nosotros —ya que los mosquetes y los machetes se habían perdido en el alud—. Los acontecimientos posteriores probaron que, de haber seguido su consejo, lo habríamos lamentado amargamente; pero, por fortuna, a esta altura ya se había despertado en mí cierta sospecha de que habíamos sido víctimas de una traición, y decidimos impedir que los salvajes se enteraran de dónde estábamos.

Después de descansar media hora trepamos lentamente hacia lo alto de la hondonada, y no habíamos avanzado mucho cuando oímos una sucesión de espantosos alaridos. Llegamos finalmente a lo que podríamos llamar la superficie del suelo, pues hasta ahora nuestro camino, después de abandonar la plataforma, había avanzado bajo un elevadísimo arco formado por la roca y la vegetación, a mucha altura sobre nuestras cabezas. Con grandes precauciones apartamos las ramas, haciendo una abertura que nos permitió ver con toda claridad la región que nos rodeaba, y un instante después comprendimos el terrible secreto de la catástrofe.

El lugar desde donde mirábamos no estaba lejos de la cima del más alto pico perteneciente a la cadena de colinas de esteatita. La garganta por la cual se había aventurado nuestro grupo de treinta y dos hombres corría a unos cincuenta pies a nuestra izquierda. Pero, en un trecho de por lo menos cien yardas, el fondo o cuenca de dicha garganta se hallaba completamente cubierto por los restos caóticos de más de un millón de toneladas de tierra y piedra que habían sido precipitadas artificialmente sobre ella. Demasiadas huellas de la criminal emboscada quedaban a la vista como para que no pudiéramos adivinar en seguida la forma en que habían procedido los salvajes. En varios puntos situados en lo alto del lado oriental de la garganta (nosotros estábamos en la parte oeste) podían verse estacas clavadas en tierra. En aquellos puntos la tierra no había cedido, pero todo a lo largo de la fachada del precipicio desde el cual habían caído las masas de roca se advertía claramente la huella —como de barreno para dinamitar— que habían dejado estacas similares a las que estábamos viendo, clavadas a una yarda una de otra a lo largo de unos trescientos pies, alineándose a diez pies del borde del abismo. Fuertes cuerdas de lianas aparecían atadas a las estacas remanentes, y resultaba claro que otras cuerdas similares habían sido aseguradas a cada una de las restantes estacas. Ya me he referido a la singular estratificación de aquellas colinas de esteatita, y la descripción que acabo de hacer de la angosta y profunda fisura por la cual habíamos escapado de ser enterrados vivos puede ilustrar mejor sus características. Estas eran tales que cualquier convulsión natural hubiera bastado para agrietar el suelo formando capas verticales y grietas paralelas entre sí; y lo mismo hubiese podido lograrse en una extensión menor mediante medios mecánicos. Los salvajes habían aprovechado esta estratificación característica para llevar a cabo sus criminales fines. No cabía duda, al ver la serie de estacas, que se había practicado una ruptura parcial del suelo, a una profundidad de uno o dos pies, y que luego, llegado el momento, los encargados de la maniobra habían tirado con todas sus fuerzas de las extremidades de cada cuerda (sujetas en lo alto de las estacas y extendiéndose muy lejos del borde del precipicio); en esa forma habían logrado un poderoso movimiento de palanca capaz de hacer caer a una señal dada toda una ladera de la colina sobre la garganta que corría más abajo. Ya no podíamos dudar del destino corrido por nuestros infortunados compañeros. Sólo nosotros habíamos escapado de la tempestad de aquella arrolladora destrucción. Éramos los únicos hombres blancos vivientes en la isla.