Capítulo XVII

Navegamos en esa dirección durante cuatro días, después de abandonar la búsqueda de las islas indicadas por Glass, sin encontrar ningún témpano. El 26 a mediodía nos hallábamos a 63° 23' S y 41° 25' O. A esta hora vimos varias grandes masas de hielo como islas y un témpano no muy grande. En general, los vientos soplaban del sudeste o del nordeste, pero muy suavemente. Toda vez que encontrábamos un viento del oeste, lo que ocurría pocas veces, se descargaba invariablemente en forma de turbonada. Nevaba más o menos diariamente. El 27 el termómetro bajó a 35.

1.° de enero de 1828.— En este día nos encontramos completamente encerrados por el hielo y nuestras probabilidades disminuyeron mucho. De mañana sopló una ruda galerna del noreste, haciendo que grandes trozos de hielo chocaran con tal violencia contra el timón y la bovedilla que temblamos ante las posibles consecuencias. Hacia la noche, mientras el huracán seguía soplando furiosamente, un gran campo de hielo se rajó frente a nosotros y, luego de izar todo el velamen disponible, conseguimos forzamos un pasaje por entre los trozos menores de hielo, hasta llegar a un espacio despejado. Al aproximarnos a éste fuimos recogiendo paulatinamente el trapo y, una vez libres, nos mantuvimos a la capa con un rizo de trinquete.

2 de enero.— El tiempo mejoró un tanto. A mediodía alcanzamos los 69° 10' de latitud sur y los 42° 20' de longitud oeste, después de atravesar el círculo polar antártico. Vimos muy poco hielo hacia el sur, pero a popa quedaban vastos campos. Preparamos los aparejos para sondear, empleando un gran recipiente de hierro capaz de contener 20 galones y una sonda de 200 brazas. Notamos que la corriente marina derivaba al norte, con una velocidad horaria de un cuarto de milla. La temperatura del aire era de 33 grados. La declinación magnética acimutal resultó de 14° 28'.

5 de enero.— Seguimos rumbeando hacia el sur sin grandes impedimentos. Pero esta mañana, hallándonos a 73° 15' de latitud sur y 42° 10' de longitud oeste, nos vimos nuevamente detenidos por una inmensa superficie de hielo firme. Advertimos, sin embargo, que más al sur el mar estaba abierto, y tuve la seguridad de que podríamos llegar hasta él. Navegando hacia el este, paralelamente al borde del campo, avistamos, por fin, un paso de una milla de ancho, en el cual entramos a la caída del sol. Llegamos así a un mar lleno de témpanos, pero sin campos de hielo firme, lo cual nos permitió seguir con la misma audacia de antes. El frío no parecía aumentar, pese a que nevaba frecuentemente, y de cuando en cuando soportábamos violentísimos turbiones. Inmensas bandadas de albatros sobrevolaron la goleta, yendo de sur a norte.

7 de enero.— El mar continuó abierto y no tuvimos dificultad en mantener el rumbo. Vimos hacia el oeste algunos icebergs de increíbles dimensiones, y por la tarde pasamos muy cerca de uno cuya cima se hallaba por lo menos a 400 brazas sobre el nivel del mar. En la base, la periferia debía de ser de tres cuartos de legua, y numerosas corrientes de agua salían por las aberturas de los lados. Seguimos viendo esta isla flotante durante dos días, hasta que desapareció en la niebla.

10 de enero.— Esta mañana temprano tuvimos la desgracia de perder a un tripulante. Era un norteamericano llamado Peter Vredenburgh, natural de Nueva York y uno de los mejores marineros de la goleta. Estando en la proa, resbaló y cayó entre dos pedazos de hielo, sin volver a salir a la superficie. A mediodía estábamos a los 78° 30' de latitud y a los 40° 15' de longitud oeste. El frío era ahora muy intenso y soportábamos continuas granizadas del norte y del este. En esta última dirección vimos otros inmensos icebergs, mientras todo el horizonte hacia el este parecía bloqueado por un campo de hielo, alzándose en hileras escalonadas, una masa sobre otra. Vimos por la tarde algunos leños flotantes y gran cantidad de pájaros volaron sobre nosotros; entre ellos había petreles, albatros y un gran pájaro de plumaje azul brillante. La declinación magnética acimutal era menor de la que habíamos comprobado al cruzar el círculo polar antártico.

12 de enero.— Otra vez pusimos en duda nuestro paso hacia el sur, pues en dirección al polo sólo se veía un campo de hielo aparentemente ilimitado, en cuyo fondo alzábanse montañas de hielo escabroso, con enormes precipicios suspendidos unos sobre otros. Rumbeamos hacia el oeste hasta el 14, con la esperanza de encontrar un paso.

14 de enero.— Llegamos esta mañana a la extremidad occidental del campo que nos bloqueaba y, luego de bordearla, entramos en mar abierto, sin la menor partícula de hielo. Al sondear a 200 brazas encontramos una corriente hacia el sur con una velocidad de media milla por hora. La temperatura del aire era de 47 grados; la del agua, 34. Pusimos rumbo al sur sin encontrar la menor interrupción hasta el 16. A las doce de este día nos hallábamos a 81° 21' de latitud y a los 42° de longitud oeste. Echamos nuevamente la sonda y percibimos una corriente, también hacia el sur, cuya velocidad era de tres cuartos de milla por hora. La declinación magnética acimutal había disminuido y la temperatura atmosférica era templada y agradable; el termómetro llegaba a 51. A esta altura no se divisaba la menor señal de hielo. Todo el mundo a bordo estaba convencido de que alcanzaríamos el polo.

17 de enero.— El día estuvo lleno de incidentes. Innumerables bandadas de aves sobrevolaron la goleta viniendo del sur, y varias fueron abatidas desde el puente; una de ellas, que parecía un pelícano, resultó tener una carne muy sabrosa. Hacia las doce, el vigía avistó a babor un pequeño témpano sobre el cual se divisaba un animal de gran tamaño. Como el tiempo era excelente, el capitán Guy mandó bajar dos botes para averiguar de qué se trataba. Dirk Peters y yo acompañamos al piloto en el bote más grande. Al acercarnos al témpano descubrimos que había en él un gigantesco animal de la especie de los osos polares, pero mucho más grande que cualquiera de ellos. Como estábamos bien armados, no vacilamos en atacarlo y le disparamos varios tiros en rápida sucesión, la mayoría de los cuales debieron alcanzarlo en la cabeza y el pecho. Pero, como si no le hicieran el menor efecto, el monstruo se arrojó al agua y avanzó, con las mandíbulas abiertas, hacia el bote donde nos hallábamos Peters y yo. A causa de la confusión producida por este inesperado giro de la cacería, nadie pudo disparar contra el animal, que no tardó en treparse a medias por la borda, mordiendo en la espalda a uno de los remeros antes de que pudiéramos pensar en la mejor manera de rechazarlo. En tan peligrosa situación, sólo la prontitud y la agilidad de Peters nos salvaron. Saltando sobre el lomo de la enorme bestia, le hundió un cuchillo en la base del cuello, hasta alcanzar la espina dorsal. El monstruo cayó muerto al agua, arrastrando consigo a Peters. Pero este último no tardó en asomar a la superficie, y cuando le echamos un cabo cuidó de asegurar el cuerpo de su presa antes de volver al bote. Tornamos triunfalmente a la goleta remolcando nuestro trofeo. Después de medido resultó que el oso tenía quince pies de largo. Su lana era blanquísima, muy gruesa y rizada. Tenía ojos de color de sangre, más grandes que los del oso polar; el hocico era asimismo más redondeado y se parecía al de un bull-dog. La carne resultó tierna, pero excesivamente fétida y viscosa, aunque los marineros la devoraron ávidamente y la declararon excelente.

Apenas habíamos subido a bordo nuestra presa cuando el vigía lanzó el jubiloso grito de «¡Tierra a proa y a estribor!». La tripulación tomó posiciones y, como soplaba un viento favorable del norte y el este, pronto nos acercamos a la costa. Resultó ser una isla baja y rocosa, de una legua de circunferencia y completamente desprovista de vegetación, salvo una especie de higo chumbo. Al acercarse a esta isla desde el norte se divisa una curiosa mole de piedra que penetra en el mar y que se parece mucho a un montón de fardos de algodón. En su costa occidental hay una caleta donde pudieron atracar cómodamente nuestros botes.

Poco tiempo nos llevó explorar cada rincón de la isla, donde no hallamos nada de interés, con una única excepción: en la extremidad austral, cerca de la playa y enterrado en una pila de piedras sueltas, dimos con un pedazo de madera que tenía la forma de una proa de bote o canoa. No cabía duda de que habían tratado de grabar algo en relieve, y el capitán Guy sostuvo que el motivo tenía la forma de una tortuga, aunque a mí no me dio esa impresión. Aparte de dicha proa, si lo era, no hallamos otros vestigios del paso de ningún ser viviente. En torno de la costa vimos algunos pequeños témpanos. La situación exacta del islote (al cual el capitán dio el nombre de isla Bennett, en honor de su socio y copropietario de la goleta) es la siguiente: 82° 50' de latitud sur y 42° 20' de longitud oeste.

Hasta este momento habíamos avanzado hacia el sur ocho grados más que cualquiera de los navegantes anteriores, y el mar continuaba completamente abierto ante nosotros. Advertimos asimismo que la declinación magnética seguía disminuyendo uniformemente a medida que avanzábamos, y, lo que era más sorprendente, que la temperatura atmosférica, y más tarde la del agua, se hacían más templadas. Hasta podía decirse que el tiempo era agradable, y desde el norte soplaba un viento constante, pero sumamente moderado. El cielo estaba casi siempre despejado, con una que otra ligera bruma en el horizonte austral; pero estas brumas duraban muy poco. Sólo dos inconvenientes se nos presentaban: empezaba a faltarnos combustible y varios miembros de la tripulación mostraban síntomas de escorbuto. Estas consideraciones influyeron en el ánimo del capitán Guy, quien se refirió varias veces a la conveniencia de emprender el retorno. Por mi parte, confiado como estaba en llegar a alguna tierra si manteníamos nuestro rumbo, y fundadamente convencido de que dicha tierra, a juzgar por las condiciones generales que encontrábamos, no sería un suelo estéril como el de las mayores latitudes árticas, insistí calurosamente en la conveniencia de seguir navegando hacia el sur por lo menos durante algunos días. Jamás se le había presentado a hombre alguno oportunidad tan tentadora de resolver el gran problema concerniente a un posible continente antártico, y confieso que ardía de indignación ante las tímidas e inoportunas insinuaciones de nuestro comandante. Creo, en fin, que todo lo que no pude menos de decirle en la cara influyó para que se decidiera a seguir adelante. Y si, por un lado, no dejo de lamentar los infortunados y sangrientos sucesos que se derivaron de mi consejo, por otro puedo sentirme satisfecho de haber contribuido modestamente a revelar a la ciencia uno de los más extraordinarios secretos que hayan llamado jamás su atención.