Capítulo II

Aun en los hechos más simples es imposible deducir nada con plena certidumbre, aunque se trate solamente de un pro o un contra. Podría suponerse que una catástrofe como la que he relatado debía enfriar mi incipiente pasión por los viajes marítimos. Pero, muy al contrario, nunca sentí deseo más ardiente de lanzarme a las extrañas aventuras propias de un navegante que una semana después de nuestra milagrosa salvación. Bastó tan breve período para borrar todas las sombras de mi memoria y llenar de vivos y excitantes colores los detalles pintorescos del peligroso accidente. Mis conversaciones con Augustus se hicieron más y más frecuentes, y cada vez tenían para mí mayor interés. Mi amigo relataba sus aventuras marinas (de las cuales creo hoy que buena parte no eran más que invenciones puras) de manera tal que coincidían exactamente con mi temperamento lleno de entusiasmo y mi imaginación exacerbada, aunque un tanto melancólica. Es extraño, en efecto, que mi mayor atracción por la vida de los marinos se derivara de aquellos relatos en que Augustus describía terribles momentos de sufrimiento y desesperación. Poco me interesaba el lado brillante de sus relatos. Mis visiones eran siempre de naufragio y hambre, de muerte o cautiverio entre pueblos bárbaros, algún islote gris y desolado, perdido en un océano infranqueable y desconocido. Semejantes visiones y deseos —pues llegaban a ser deseos— son propios, según se me ha asegurado, de esa numerosa especie humana constituida por los melancólicos; pero en la época de que hablo sólo los consideraba atisbos proféticos de un destino que en cierta medida me sentía obligado a cumplir. Por su parte, Augustus coincidía plenamente con mi manera de ser. Es muy probable que nuestra íntima amistad hubiera producido entre nosotros un intercambio parcial de caracteres.

Unos dieciocho meses después del desastre del Ariel, la firma de Lloyd y Vredenburgh (casa vinculada en cierto modo con los señores Enderby, creo que de Liverpool) se ocupaba de reparar y aparejar el bergantín Grampus para la caza de la ballena. Se trataba de una vieja carraca casi inútil para la navegación, a pesar de todas las reparaciones que se le habían hecho. No sé realmente por qué la habían elegido de preferencia a otros excelentes barcos de los mismos armadores, pero así era. Designaron capitán a Mr. Barnard y se decidió que Augustus le acompañaría. Mientras aprestábase el bergantín, mi amigo insistía en mostrarme la magnífica oportunidad que se me presentaba para satisfacer mis deseos de viajar. No necesito decir con qué ganas escuchaba yo sus palabras, pero las cosas no eran fáciles de arreglar. Mi padre no se oponía directamente, pero mi madre se desesperaba a la sola mención del proyecto; y, lo que es peor, mi abuelo, de quien tanto esperaba yo, me amenazó con no dejarme ni un chelín si alguna vez volvía a mencionarle el asunto. Empero, lejos de abatir mi deseo, estas dificultades no hicieron más que echar aceite al fuego. Resolví partir fuere como fuese, y, después de anunciar mi decisión a Augustus, nos pusimos a planear la manera de llevarla a cabo. En el ínterin me abstuve de hacer la menor referencia a mis parientes sobre el viaje, y como me ocupaba ostensiblemente de mis estudios, terminaron por suponer que había renunciado a mi proyecto. No me ha faltado ocasión de examinar más tarde mi conducta en aquella ocasión, y me he sentido tan sorprendido como desagradado. La profunda hipocresía de que hice gala para llevar a cabo mis intenciones —hipocresía que dominó mis palabras y mis actos durante un largo período de tiempo—, tuvo su sola justificación y tolerancia en la exaltada y ardiente necesidad de llevar a la práctica mis visiones de viaje tanto tiempo acariciadas.

En cumplimiento de mi plan de disimulo, me vi obligado necesariamente a interrumpir mi frecuentación de Augustus, quien pasaba gran parte del día a bordo del Grampus, ocupado en algunas instalaciones que su padre necesitaba en la cabina y en la bodega. De noche, sin embargo, nos reuníamos para conferenciar y hablar de nuestras esperanzas. Más de un mes pasó en esta forma, sin que diéramos con ningún plan aceptable, hasta que Augustus me anunció que había encontrado la solución. Tenía yo un pariente en New Bedford, llamado Ross, en cuya casa solía pasar dos o tres semanas de tiempo en tiempo. El bergantín debía zarpar a mediados de junio (del año 1827), y decidimos que uno o dos días antes de que se hiciera a la mar mi padre recibiría una carta de Mr. Ross tal como solía suceder en casos parecidos, invitándome a pasar una semana en compañía de sus hijos Robert y Emmet. Augustus se encargaría personalmente de la redacción y la entrega de la carta. Una vez que, de acuerdo con las apariencias, hubiese yo partido para New Bedford, me encontraría con mi compañero, quien tendría listo un escondrijo en el Grampus. Augustus me aseguró que sería lo bastante confortable como para pasar varios días en él, durante los cuales no debería asomarme para nada. Cuando el bergantín se hubiera alejado lo bastante como para que toda posibilidad de regreso quedara descartada, llegaría el momento de instalarme con toda comodidad en la cámara; en cuanto a su padre, reiría de todo corazón por la jugarreta. Por lo demás no dejaríamos de cruzarnos con diversos barcos, uno de los cuales se encargaría de llevar una carta que explicara mi aventura a mis padres.

Llegó por fin el quince de junio, y cada detalle estaba dispuesto. Escrita y entregada la carta, salí de casa un lunes, de mañana, con todas las apariencias de ir a tomar el barco-correo de New Bedford. Me encaminé, en cambio, en busca de Augustus, que me esperaba en una esquina. Nuestro plan original consistía en mantenerme oculto hasta que llegara la noche, para embarcarme secretamente en el bergantín; pero como se había declarado una espesa niebla, decidimos no perder tiempo. Augustus encabezó la marcha hacia el muelle, y lo seguí a cierta distancia envuelto en un grueso capote que aquél me había procurado para que nadie pudiera reconocerme fácilmente. Justamente al dar la vuelta a la segunda esquina, después de pasar por la fuente de Mr. Edmund, me di de lleno con mi anciano abuelo, Mr. Peterson, quien se detuvo para mirarme en la cara.

—¡Que Dios me bendiga, Gordon! —exclamó, después de una larga pausa—. ¿Qué llevas puesto? ¿De quién es ese sucio capote?

—¡Un momento, señor! —repuse, encarando lo mejor posible la situación, adoptando un aire de sorpresa ofendida y pronunciando las palabras de la manera más grosera posible—. ¡Que me cuelguen si no está confundido! ¡No tengo nada que ver con ningún Goddin! ¡Y mejor será que se cuide de decir que mi capote está sucio, viejo estúpido!

Juro que me costó un esfuerzo indecible no echarme a reír a carcajadas ante la extraña manera con que el anciano caballero recibió semejante réplica. Retrocedió dos o tres pasos, poniéndose primero pálido y luego muy encarnado, se levantó los anteojos y, poniéndoselos otra vez, se me vino encima enarbolando el paraguas. Detúvose de golpe, sin embargo, como si de pronto hubiera recordado algo; por fin, dándome la espalda, se fue calle abajo tembloroso de rabia, mascullando:

—¡Nada que hacerle! Anteojos nuevos… Creí que era Gordon… ¡Condenado marinero!

Después de tan providencial escapatoria continuamos con mayores precauciones, llegando por fin sanos y salvos a nuestro destino. Había tan sólo uno o dos hombres a bordo que trabajaban a proa, ocupados en las brazolas de las escotillas. Sabíamos muy bien que el capitán Barnard estaba ocupado en las oficinas de Lloyd y Vredenburgh, por lo cual regresaría tarde; no teníamos nada que temer por ese lado. Augustus subió el primero a bordo, y yo le seguí un momento después sin que los marineros me viesen. Bajamos inmediatamente a la cámara y la encontramos vacía. Estaba instalada de la manera más confortable, lo cual no era frecuente en barcos balleneros. Había cuatro excelentes camarotes, con literas tan amplias como cómodas. Vi asimismo una gran estufa y una alfombra sumamente espesa y valiosa que cubría tanto el piso de la cámara como el de los camarotes. El techo se encontraba a siete pies de altura; en fin, todo me pareció muchísimo más confortable y grato de lo que había sospechado. Sin embargo, Augustus no me dio tiempo para seguir mirando, pues insistía en que me escondiera lo antes posible. Entró en su camarote, situado a estribor y contiguo a los mamparos. Una vez que estuvimos en él cerró la puerta y le echó el cerrojo. Pensé que jamás había visto un camarote tan bonito como el de Augustus. Tendría diez pies de largo y una sola litera, que, como he dicho antes, era amplia y cómoda. En la parte próxima a los mamparos había un espacio de cuatro pies cuadrados, con una mesa, una silla y anaqueles llenos de libros, principalmente relatos de viajes. Había allí diversas comodidades, entre las cuales no debo olvidar una especie de caja fuerte o refrigerador, dentro del cual mi amigo me hizo ver cantidad de provisiones de boca y de bebidas.

Oprimiendo con los nudillos cierta parte de la alfombra en el espacio ya mencionado, Augustus me hizo notar que una porción del piso, de unas dieciséis pulgadas cuadradas, había sido cuidadosamente aserrado y vuelto a colocar en su sitio. Bajo la presión el trozo de madera se levantó ligeramente en un extremo, permitiendo el paso de un dedo. En esta forma Augustus levantó la trampa (a la cual estaba sujeta la alfombra con tachuelas) y pude ver que la abertura daba a la bodega de popa. Mi amigo encendió una pequeña bujía y, tras de colocarla en una linterna sorda, bajó por la trampa, indicándome que lo siguiera. Así lo hice, y Augustus ajustó la trampa mediante un clavo colocado por la parte inferior; como es natural, la alfombra volvía a quedar tendida en el piso, desapareciendo todas las huellas de la abertura.

La bujía daba una luz tan débil que avancé con mucha dificultad por entre los confusos montones de materiales allí acumulados. Poco a poco, sin embargo, mis ojos se habituaron a la penumbra y pude andar con menos trabajo, sujetándome del faldón de la chaqueta de mi amigo. Después de deslizarnos y dar vueltas a lo largo de innumerables y angostos pasadizos, llegamos por fin frente a un cajón forrado de hierro, como los que se usan a veces para empacar la loza de buena calidad. Tenía casi cuatro pies de alto y seis de largo, pero era muy angosto. Sobre él se veían dos grandes cascos de aceite vacíos, y más arriba cantidad de fardos de paja, apilados hasta el techo de la bodega. Alrededor, y en todas direcciones, amontonado hasta llegar al techo, veíase un verdadero caos formado por toda clase de aparejos navales, conjuntamente con una heterogénea mezcla de canastos, barriles y fardos, al punto que casi parecía cosa de milagro que hubiéramos podido abrirnos paso hasta el cajón. Supe más tarde que Augustus se había ocupado personalmente del arrumaje de esa bodega, a fin de procurarme un escondrijo adecuado, y que sólo había tenido por ayudante a un hombre que no debía formar parte de la tripulación.

Mi compañero me mostró que uno de los lados del cajón podía ser retirado a voluntad. Así lo hizo, a fin de mostrarme el interior, cuyo aspecto me produjo gran regocijo. Un colchón procedente de una de las literas de los camarotes cubría por completo el fondo, y había allí todo lo que el reducido espacio permitía acumular para mi comodidad personal, dejándome al mismo tiempo lugar suficiente para estar sentado o tendido. Entre otras cosas había allí libros, pluma, tinta y papel, tres frazadas, un gran cántaro de agua, un cuñete de galletas, tres o cuatro grandes salchichones de Bolonia, un enorme jamón, una pierna de carnero asada y media docena de botellas de cordiales y licores. Procedí de inmediato a tomar posesión de mi pequeño departamento, y estoy seguro de que al hacerlo me sentía más satisfecho que cualquier monarca al entrar en un nuevo palacio. Augustus me enseñó la manera de asegurar el lado abierto del cajón, y luego, bajando la linterna hasta tocar el suelo, me mostró una delgada cuerda negra. Según me dijo, la cuerda se extendía desde mi escondrijo, siguiendo todas las vueltas y revueltas entre la carga, y terminaba en un clavo situado inmediatamente debajo de la trampa que daba a su camarote. Con su ayuda, y en caso de que alguna circunstancia inesperada lo hiciera necesario, podría encontrar fácilmente el camino. Dicho esto Augustus emprendió el retorno, dejándome la linterna y gran cantidad de bujías y cerillas, prometiendo venir a visitarme todas las veces que pudiera hacerlo sin despertar la atención. Todo esto sucedía el 17 de junio.

Permanecí —hasta donde pude calcular— tres días y sus noches en mi escondite, sin salir de él más que dos veces a fin de estirar las piernas, manteniéndome de pie entre dos cajones situados exactamente frente a la abertura. Durante todo ese tiempo no supe nada de Augustus, pero no me inquieté mayormente, ya que el bergantín debía hacerse a la mar en cualquier momento y, con la agitación consiguiente, mi amigo no encontraría muchas oportunidades de llegar hasta mí. Finalmente oí abrirse y cerrarse la trampa, y a Augustus que me llamaba en voz baja, preguntando si todo iba bien y si me hacía falta alguna cosa.

—No me hace falta nada —repuse—. Estoy muy cómodo aquí dentro. ¿Cuándo zarpa el bergantín?

—Antes de media hora —me contestó—. Vine a decírtelo, temiendo que te preocuparas por mi ausencia. No podré bajar durante un tiempo, quizá tres o cuatro días. Después que haya subido y cerrado la trampa, sigue la dirección de la cuerda hasta el clavo. Allí encontrarás mi reloj; puede serte útil, ya que no puedes guiarte por la luz del día para medir el tiempo. Supongo que ni siquiera sabes cuánto llevas encerrado… Tres días solamente; hoy es veinte. Me gustaría llevarte el reloj hasta tu cajón, pero tengo miedo de que noten mi ausencia.

Y con esto cerró la trampa.

Una media hora más tarde sentí claramente que el bergantín se movía, y me felicité de haber comenzado mi viaje tan agradablemente. Satisfecho con esta idea, decidí tomar las cosas con la mayor calma posible y esperar el desarrollo de los acontecimientos hasta que se me autorizara a cambiar aquel cajón por un camarote, el cual, si no más confortable, sería por lo menos más espacioso. Lo primero que me propuse fue ir en busca del reloj. Dejando encendida la linterna, avancé en las tinieblas siguiendo la soga a través de innumerables revueltas, en algunas de las cuales descubrí que, después de bregar largo rato, volvía finalmente a uno o dos pies de mi posición anterior. Llegué por fin hasta el clavo, me apoderé de lo que buscaba y volví sano y salvo al cajón. Me puse entonces a examinar los libros que tan precavidamente me había dejado Augustus y seleccioné como lectura la expedición de Lewis y Clarke a las bocas del río Columbia. Me entretuve así un tiempo, hasta que, sintiendo sueño, apagué cuidadosamente la luz y pronto me quedé profundamente dormido.

Al despertar, mis ideas eran extrañamente confusas, y pasó un tiempo antes de que pudiera recordar las diversas circunstancias de mi situación. Paulatinamente, sin embargo, llegué a reconstruirlas todas. Encendiendo una luz miré el reloj, pero se había parado y no me quedaba manera alguna de saber cuánto había dormido. Sentía las piernas acalambradas, y me vi precisado a buscar alivio manteniéndome de pie entre los cajones. Pronto descubrí que sentía un hambre devoradora, y me acordé de la pierna de carnero, parte de la cual había comido antes de dormirme y me había parecido excelente. ¡Cuál no sería mi asombro al descubrir que se hallaba en total estado de putrefacción! Esta circunstancia me inquietó profundamente, pues al vincularla con la extraña confusión mental que había sentido al despertar, me hizo suponer que había dormido durante un período de tiempo insólitamente prolongado. La atmósfera enrarecida de la bodega podía tener algo que ver con eso, y resultaría finalmente muy peligrosa. Me dolía la cabeza de un modo horrible; parecíame que respiraba con dificultad, y me oprimían multitud de sensaciones ominosas. Pero a pesar de esto no podía atreverme a abrir la trampa o causar alguna otra perturbación, de manera que me limité a dar cuerda al reloj y a tratar de tranquilizarme lo mejor posible.

Durante las fatigosas veinticuatro horas siguientes nadie vino en mi auxilio, y no pude menos de acusar mentalmente a Augustus por el más grosero de los descuidos. Lo que me alarmaba sobre todo era que el agua de mi cántaro estaba reducida a media pinta, y que lo mucho que había comido de las salchichas de Bolonia, luego de la pérdida del carnero, me había producido una intensa sed. Me sentí muy intranquilo y ya no pude interesarme por los libros. Me dominaba asimismo el deseo de dormir, pero temblaba a la sola idea de entregarme al sueño, pensando que en la enrarecida atmósfera de la bodega podía haber emanaciones de carbón de leña. Entretanto, los rolidos del bergantín me probaban que nos hallábamos en alta mar, y un apagado zumbido que llegaba como desde una inmensa distancia parecía indicar que soplaba un viento de fuerza poco común. Imposible me era imaginar las razones de la ausencia de Augustus. No cabía duda de que el viaje estaba ya lo bastante avanzado como para permitirme aparecer en cubierta. Quizá le hubiera ocurrido algún accidente, pero no alcanzaba a concebir ninguno que lo forzara a mantenerme tanto tiempo prisionero, a menos que hubiera muerto repentinamente, o caído por la borda; pero rechazaba impacientemente esta última idea. Quizá hubiéramos encontrado vientos desfavorables y nos halláramos todavía en las vecindades de Nantucket. Esta idea, sin embargo, no resistía al examen; de haber sido exacta, el bergantín hubiera virado frecuentemente de bordo y, por la continua inclinación a babor que mantenía, era evidente que navegaba con viento constante de estribor. Además, suponiendo que aún nos halláramos en las proximidades de la isla, ¿por qué no venía Augustus a informarme de esa circunstancia? Meditando así en las dificultades de mi solitaria y lúgubre situación, me resolví a esperar otras veinticuatro horas, tras de las cuales, si no me llegaba auxilio, me abriría camino hasta la trampa tratando de ponerme al habla con mi amigo, o por lo menos respiraría unas bocanadas de aire puro y obtendría una provisión de agua fresca del camarote.

Mientras debatía estos pensamientos, y a pesar de resistirme con todas mis fuerzas, no tardé en sumirme en un profundo sueño que más bien debería denominar sopor. Espantosas pesadillas me asaltaron. Me sentí víctima de las peores especies de calamidades y horrores. Entre otros, fui ahogado entre espesas almohadas por demonios de aspecto tan horrible como feroz. Inmensas serpientes me ceñían en su abrazo, mirándome al rostro con sus ojos que brillaban espantosamente. Luego se extendieron ante mí ilimitados desiertos, que eran la soledad y la desesperación mismas. Troncos de árboles inmensamente altos, grises y desnudos, alzábanse en interminable sucesión hasta donde alcanzaba la mirada. Sus raíces estaban sumergidas en grandes ciénagas, cuyas lúgubres aguas eran intensamente negras, tranquilas y terribles. Y los extraños árboles parecían dotados de vida humana, y moviendo de un lado a otro sus esqueléticos brazos clamaban misericordia a las aguas silenciosas, con acentos del más hondo dolor y desesperación. La escena cambió: ahora me hallaba, solo y desnudo, en las ardientes arenas del Sahara. A mis pies yacía tendido un fiero león de los trópicos. Repentinamente sus salvajes ojos se abrieron y me miraron. Enderezóse de un salto, mostrando sus horribles colmillos. Un segundo después brotaba de su garganta un rugido semejante a un trueno, que me hizo caer por tierra. Sofocándome en un paroxismo de terror, logré por fin despertarme a medias. Pero mi sueño no era completamente un sueño. Ahora, al menos, estaba en posesión de mis sentidos, y las patas de un monstruo de verdad oprimían pesadamente mi pecho; sentí su ardiente aliento en mi oreja, y sus blancos y horribles colmillos brillaban contra mi cara en la penumbra.

Si mil vidas hubieran dependido del movimiento de uno de mis miembros o de la pronunciación de una palabra, no habría sido capaz de moverme ni hablar. La bestia, fuera lo que fuese, se mantenía sobre mí sin intentar por el momento ninguna violencia, mientras me hallaba tendido en la más indefensa de las situaciones y al borde de la muerte irremisible. Sentí que mis facultades físicas y mentales me abandonaban, que me estaba muriendo, y que me moría de puro terror. Mi cerebro era un torbellino, me sentía presa de la más horrible náusea, perdía la vista, y hasta aquellas fulgurantes pupilas al lado de mi cara se tornaban confusas. Con un último y vehemente esfuerzo alcancé a encomendarme débilmente a Dios, y me resigné a perecer. El sonido de mi voz pareció despertar la furia latente del animal. Precipitóse de lleno sobre mí, pero… ¡cuál no sería mi sorpresa cuando, después de un profundo y ahogado gemido, comenzó a lamerme la cara y las manos con la mayor solicitud, con las más extravagantes demostraciones de cariño y de alegría! Me sentí presa de un vértigo, envuelto en un inexpresable asombro…, pero no podía dejar de reconocer la especial manera de gemir de mi terranova Tigre y la rara manera que tenía de acariciarme. Sí, era él. Sentí que la sangre se me agolpaba bruscamente en las sienes, en un vertiginoso y subyugante sentimiento de liberación y renacimiento. Me enderecé precipitadamente del colchón en el cual yacía y, arrojándome al cuello de mi fiel seguidor y amigo, alivié la prolongada opresión de mi pecho en un torrente de conmovidas lágrimas.

Tal como en la ocasión precedente, mis pensamientos eran muy confusos en el momento de despertar. Durante largo rato fui incapaz de relacionar las ideas; pero, poco a poco, recobré la facultad de pensar y volví a pasar revista a los diversos incidentes de mi situación. Inútilmente traté de explicarme la presencia de Tigre y, después de descartar mil conjeturas, tuve que contentarme con la alegría de que se hallara junto a mí, compartiendo tan terrible soledad y confortándome con sus caricias. Mucha gente ama a sus perros, pero yo tenía por Tigre un afecto que excedía lo normal; la verdad es que jamás criatura alguna lo mereció tanto. Durante siete años había sido mi compañero inseparable y en multitud de ocasiones dio pruebas de las nobles cualidades que distinguen a su raza. Lo había salvado, siendo cachorro, de las garras de un malvado mozalbete de Nantucket que, luego de echarle una cuerda al cuello, lo arrastraba al agua para ahogarlo; y cuando creció, saldó su cuenta unos tres años más tarde, al salvarme del garrote de un salteador callejero.

Tomando el reloj, lo apliqué al oído y vi que había vuelto a pararse, pero esto no me sorprendió en lo más mínimo, ya que estaba convencido, a juzgar por lo que sentía, de que había vuelto a dormir muchísimo tiempo, aunque me fuera imposible precisarlo exactamente. Me consumía la fiebre y sentía una sed intolerable. Busqué a tientas en el cajón mi pequeño remanente de agua; estaba a oscuras, pues la bujía se había consumido hasta el fondo de la linterna, y no encontraba la caja de fósforos. Di, sin embargo, con el cántaro, y descubrí que estaba vacío; indudablemente Tigre no había podido resistir a la tentación de beber, y asimismo había devorado los restos de carnero, cuyo hueso mondado encontré al asomarme fuera del cajón. No me importaba la carne, dado que estaba echada a perder, pero me espantó comprender que me había quedado sin agua. Sentíame muy débil, al punto que no podía hacer el menor movimiento sin temblar de la cabeza a los pies como si tuviera calentura. Para colmo de males el bergantín cabeceaba y rolaba con gran violencia, y los barriles de aceite colocados sobre el cajón se hallaban en peligro de venirse al suelo, bloqueando mi único medio de ingreso o egreso. Sentía asimismo los terribles efectos del mareo. Pensando en todo eso resolví llegar de cualquier manera hasta la trampa, en busca de un socorro que quizá más adelante me fuera vedado. Resuelto a ello, busqué otra vez a tientas las cerillas y las bujías. Encontré las primeras; pero, al no ver las bujías en su sitio (que recordaba perfectamente), abandoné la búsqueda por el momento y, luego de mandar a Tigre que se estuviera quieto, inicié mi viaje en dirección a la trampa.

La tentativa me probó que mi debilidad era mucho mayor de lo que había supuesto. Apenas podía avanzar reptando dificultosamente, y con frecuencia sentía que mis piernas se paralizaban; de boca contra el suelo, permanecía inmóvil durante largos minutos, en un estado que bordeaba la insensibilidad. Pero seguí luchando, metro a metro, temiendo a cada instante desmayarme en aquellas angostas e intrincadas revueltas de la carga, donde inevitablemente me esperaría la muerte. Por fin, echándome hacia adelante con toda la energía de que era capaz, di de cabeza contra el agudo filo de un cajón reforzado de hierro. El accidente sólo me aturdió por un momento, mas no tardé en descubrir, con inexpresable desesperación, que los acentuados movimientos del barco habían hecho caer el pesado cajón, atravesándolo en mi camino de manera que lo bloqueaba por entero. A pesar de mis violentos esfuerzos, no pude desviarlo una sola pulgada, pues se hallaba estrechamente encajado entre los restantes cajones y aparejos del barco. Débil como estaba, no tenía más que dos alternativas: abandonar la guía de la cuerda y buscar un nuevo paso hasta la trampa, o trepar sobre el cajón hasta poder seguir mi camino del otro lado. Lo primero presentaba demasiadas dificultades y peligros como para no estremecerme de sólo pensarlos; dadas las condiciones físicas y mentales en que me hallaba, perdería infaliblemente el camino si lo intentaba, pereciendo de la manera más miserable entre aquellos horribles y repugnantes laberintos de la cala. Sin vacilar, pues, me decidí a reunir mis fuerzas y tratar de subirme como pudiera a lo alto del cajón.

Al enderezarme con esta intención me di cuenta de que la tarea era aún más difícil de lo que había supuesto. A cada lado del estrecho pasadizo se alzaba una enorme pared formada por diversos y pesados materiales, que el menor error de mi parte podía precipitar sobre mi cabeza, o, si me salvaba de esto, bloquear completamente el pasaje de regreso, tal como lo estaba el de ida por el cajón. Noté que este último era largo y pesado, sin el menor asidero para trepar. Inútilmente traté de aferrarme a la parte más alta empleando todos los recursos posibles y confiando en que en esta forma conseguiría izarme hasta arriba. Pero, de haberlo conseguido, estoy seguro de que las fuerzas me hubieran abandonado en el momento de trepar, y fue harto preferible que fracasara. Por fin, al hacer un desesperado esfuerzo para mover el cajón, sentí que cedía ligeramente en la parte situada de mi lado. Pasé rápidamente la mano por el borde de las tablas y noté que una de las más grandes se hallaba a medias suelta. Con ayuda de mi cortaplumas, que por suerte llevaba conmigo, logré tras un enorme trabajo desprender por completo la tabla, y, luego de deslizarme por la abertura, comprobé con grandísima alegría que del otro lado no había tablas; en otras palabras, que al cajón le faltaba la tapa y que lo que yo acababa de franquear era su fondo. De ahí en adelante no encontré mayores dificultades para llegar hasta el clavo. Latiéndome de prisa el corazón, presioné suavemente la trampa. No se levantó tan fácilmente como había esperado, y apreté otro poco, temiendo siempre que en el camarote pudiera hallarse alguien más aparte de Augustus. Pero la trampa no cedió, con gran asombro de mi parte, asombro al que siguió una cierta intranquilidad, pues recordaba que anteriormente se requería poca o ninguna fuerza para levantarla. Empujé con violencia… y no se abrió. Me lancé contra ella con todas mis fuerzas, con rabia, con desesperación… sin que cediera. Y no costaba mucho darse cuenta, por la total resistencia que oponía aquella tabla, que el agujero había sido descubierto y clavado, o que sobre él habían puesto un enorme peso, que jamás podría remover desde abajo.

El horror y la desesperación más indescriptibles cayeron sobre mí. En vano traté de razonar sobre las probables causas de que me hubieran sepultado en vida. Imposible me era hilvanar coherentemente mis ideas, y, dejándome caer al suelo, me entregué sin resistencia a las más siniestras imaginaciones, en las cuales predominaban la idea de la horrible muerte por falta de agua, por hambre o por asfixia. Poco a poco, sin embargo, retomó a mí alguna presencia de ánimo. Me enderecé y, tanteando con los dedos hasta encontrar las junturas de la trampa, traté de mirar de cerca para asegurarme si por ellas se filtraba algo de luz del camarote. No encontré más que tinieblas. Hice pasar la hoja del cortaplumas por una de las junturas, hasta tropezar con un obstáculo duro. Raspándolo con la punta de la hoja, comprobé que se trataba de una sólida masa de hierro; pero, a causa de ciertas ondulaciones de la superficie, que se advertían al pasar la hoja, deduje que se trataba de una cadena de ancla.

Lo único que me quedaba por hacer era volverme a mi escondite y, una vez allí, entregarme a mi triste destino, o tratar de serenarme y analizar las posibilidades de escapar en otra forma. Me puse inmediatamente en marcha y, después de incontables dificultades, logré llegar a mi refugio. Cuando me dejé caer sobre el colchón en el colmo del agotamiento, Tigre se acostó cuan largo era a mi lado, y pareció deseoso de consolarme con sus caricias, como si me urgiera a soportar con valor mis desgracias.

Lo extraño de su conducta terminó por llamarme la atención. Después de lamerme la cara y las manos durante un rato, se interrumpía bruscamente y se ponía a gemir en voz baja. Cuando alargaba mi mano hacia él, lo sentía invariablemente tendido de espaldas, con las patas levantadas. Esta actitud, repetida con tanta frecuencia, me pareció rara, aunque no conseguía explicármela. Como el perro parecía sumamente afligido, imaginé que podía estar herido; tomándole una a una las patas, las examiné cuidadosamente, sin encontrar la menor lesión. Pensé entonces que tenía hambre, y le di un gran pedazo de jamón, que devoró ávidamente, aunque renovó al punto sus extraordinarias maniobras. Se me ocurrió entonces que debía estar padeciendo, como yo, de sed, y aceptaba ya esta conclusión cuando se me ocurrió que solamente le había examinado las patas, y que quizá estaba herido en la cabeza u otra parte del cuerpo. Le acaricié cuidadosamente la cabeza, sin encontrar nada. Pero, al pasarle la mano por el lomo, advertí que en una zona el pelo estaba levantado. Lo toqué con un dedo y descubrí un cordel. Palpándolo, vi que le daba toda la vuelta al cuerpo y, al examinarlo con más detalle, acabé por sentir entre los dedos un trozo de algo que, al tacto, parecía papel de carta, atado al cordel de manera tal que quedaba colocado debajo de la pata delantera izquierda del animal.