Capítulo XIII
24 de julio.— La llegada de la mañana nos encontró maravillosamente recobrados, tanto física como moralmente. A pesar de la peligrosa situación en que nos hallábamos, ignorantes de nuestra posición, aunque seguros de estar a mucha distancia de tierra, sin más alimentos que para una quincena, aun racionándolos, casi sin agua y flotando a merced de todos los vientos y todas las olas en un casco desmantelado, pese a todo ello, digo, las angustias y peligros infinitamente más terribles por los cuales habíamos pasado y de los que nos habíamos librado providencialmente, nos inducían a considerar nuestra situación actual como un simple inconveniente ordinario. ¡Tan estrictamente relativo es lo bueno y lo malo!
A la salida del sol nos preparábamos para renovar nuestras tentativas en el pañol de víveres, cuando un chaparrón, acompañado de relámpagos, nos dio la oportunidad de obtener otra ración de agua con ayuda de la sábana que ya habíamos empleado a tal fin. Para recoger el agua no teníamos otro recurso que mantener tendida la sábana, con una de las planchas del portaobenques en el medio. El agua, conducida así hacia el centro, se filtraba y caía en nuestro cántaro. Casi lo habíamos llenado en esta forma cuando una violenta ráfaga procedente del norte nos obligó a renunciar, pues el casco se movía otra vez de tal manera que no podíamos mantenernos en pie. Nos encaminamos hacia proa y una vez más nos atamos fuertemente a los restos del cabrestante, esperando los acontecimientos con mucha mayor calma de la que podría imaginarse bajo semejantes circunstancias. A mediodía el viento soplaba como para dos rizos, y a la noche se convirtió en una fortísima galerna, acompañada de una mar espantosamente brava. Pero como la experiencia nos había enseñado la mejor manera de arreglar nuestras ataduras, soportamos aquella terrible noche con relativa seguridad, aunque el mar nos empapaba a cada momento y corríamos constante peligro de ser arrebatados por las olas. Afortunadamente, la temperatura era tan cálida que el agua resultaba más agradable que otra cosa.
25 de julio.— Por la mañana la galerna disminuyó hasta convertirse en un viento de diez nudos y el mar se calmó lo bastante para permitir que nos secáramos en el puente. Con gran desesperación descubrimos que dos frascos de aceitunas y el jamón habían sido arrebatados por el mar pese a lo mucho que los habíamos asegurado. Decidimos, sin embargo, no matar todavía la tortuga y nos contentamos, por el momento, con un desayuno compuesto de unas pocas aceitunas y una ración de agua y vino, mezclados por partes iguales; en esta forma la bebida nos proporcionó gran alivio y vigor, sin los terribles efectos que el oporto había producido la primera vez. El mar estaba aún demasiado picado para renovar nuestras tentativas en el pañol de víveres. Diversos objetos, de ninguna utilidad en nuestras actuales circunstancias, flotaban en la abertura, pero no tardaban en ser arrastrados al mar. Observamos asimismo que el casco escoraba más que nunca, al punto que ya no podíamos mantenernos en el puente sin el auxilio de las ataduras. A causa de esto pasamos un día tan penoso como triste. A mediodía el sol estaba casi vertical y no dudamos de que la larga sucesión de vientos del norte y noroeste nos había arrastrado a las vecindades del Ecuador. Hacia el atardecer vimos varios enormes tiburones y nos alarmó un tanto la audaz manera con que uno de ellos, de enorme tamaño, se acercaba a nosotros. En un momento dado, un golpe de mar sumergió completamente la cubierta y el monstruo pasó sobre nosotros, dando vueltas encima de la escotilla de la cámara, y llegó a golpear violentamente a Peters con un coletazo. Por fin otra ola se lo llevó por la borda para nuestro gran alivio. Si el tiempo hubiera estado más sereno hubiésemos podido capturarlo con facilidad.
26 de julio.— El viento amainó mucho y, como el mar no estaba tan grueso, decidimos renovar nuestros esfuerzos en el pañol de víveres. Después de trabajar duramente todo el día descubrimos que nada podíamos esperar ya por ese lado, pues los tabiques del pañol se habían desfondado durante la noche y todas las provisiones habían caído a la bodega. Bien puede suponerse la desesperación que nos produjo este descubrimiento.
27 de julio.— El mar estaba tranquilo y soplaba una ligera brisa, siempre del norte y noroeste. Como el sol asomara con toda su fuerza por la tarde, aprovechamos para secamos la ropa. Hallamos gran alivio para la sed y el cansancio bañándonos en el mar. Pero tuvimos que proceder con mucha precaución a causa de los tiburones, varios de los cuales no cesaron de dar vueltas en torno del casco.
28 de julio.— Continuaba el buen tiempo. El bergantín comenzó a escorar tan pronunciadamente que llegamos a temer que se diera vuelta del todo. Nos preparamos lo mejor posible para esta emergencia, atando nuestra tortuga, el cántaro de agua y los dos frascos de aceitunas que nos quedaban lo más a babor posible, colocándolos por fuera del casco, debajo de los obenques mayores. El mar siguió tranquilo todo el día y casi no soplaba viento.
29 de julio.— El tiempo se mantuvo igual. El brazo herido de Augustus comenzó a mostrar síntomas de gangrena. No le dolía mucho, pero se sentía adormilado y tenía muchísima sed. Nada podíamos hacer para aliviarlo como no fuera frotarle las heridas con un poco de vinagre proveniente de las aceitunas, sin que al parecer le hiciera ningún bien. Nos esforzamos lo más posible por mejorar su situación y triplicamos su ración de agua.
30 de julio.— Un día sumamente caluroso, sin nada de viento. Durante toda la mañana vimos un enorme tiburón pegado al casco. Hicimos varias infructuosas tentativas para capturarlo con ayuda de un lazo. Augustus había empeorado mucho, y no había duda de que su rápida agravación se debía a la falta de alimentos adecuados y a las consecuencias de sus heridas. Rogaba constantemente que la muerte viniera a librarlo de sus sufrimientos. Por la tarde comimos nuestras últimas aceitunas y descubrimos que el agua del cántaro estaba tan corrompida que sólo podíamos tragarla mezclada con vino. Decidimos matar la tortuga por la mañana.
31 de julio.— Después de una noche de intensa ansiedad y fatiga, debida a la escora del casco, nos ocupamos en matar y despedazar nuestra tortuga. Resultó mucho más pequeña de lo que habíamos supuesto, aunque se hallaba en muy buenas condiciones; toda la carne que contenía no pesaba más de diez libras. A fin de preservarla el mayor tiempo posible, la cortamos en trozos menudos, con los cuales llenamos los tres frascos que habían contenido aceitunas y la botella de vino, cubriéndolos luego con el vinagre de las aceitunas. De esta manera dejamos aparte unas tres libras de carne, que no tocaríamos hasta no haber consumido el resto. Decidimos fijar raciones de cuatro onzas aproximadamente por día; en esa forma el total podría durarnos trece días. Hacia el anochecer cayó un fuerte chaparrón, con truenos y relámpagos, pero duró tan poco que apenas pudimos recoger media pinta de agua. De común acuerdo la dimos a beber a Augustus, cuyo fin parecía muy próximo. Bebió directamente de la sábana mientras llovía, pues la sostuvimos sobre él de manera que le cayera en la boca; carecíamos además de un recipiente para guardar agua, a menos que hubiésemos optado por tirar el vino de la damajuana o el agua corrompida del cántaro. Sin duda lo hubiéramos hecho pero el chaparrón no duró lo bastante para eso.
El enfermo no pareció aliviarse mucho después de beber. Tenía el brazo completamente negro desde la muñeca hasta el hombro y los pies estaban helados. Esperábamos a cada instante que exhalara el último suspiro. Había enflaquecido espantosamente, y si al salir de Nantucket pesaba ciento veintisiete libras, ahora no pasaba de cuarenta o cincuenta a lo sumo. Se le habían hundido los ojos en las órbitas, al punto que casi no se le veían, y la piel de las mejillas le colgaba fláccida, impidiéndole casi masticar cualquier alimento y hasta tragar un líquido.
1.° de agosto.— El tiempo continuó sereno y el calor del sol resultaba sofocante. Sufrimos terriblemente a causa de la sed, pues el agua del cántaro estaba ya completamente corrompida y llena de gusanos. Pudimos, sin embargo, beber una parte, luego de mezclarla con vino, pero apenas nos calmó la sed. Hallamos mayor alivio bañándonos en el mar, pero sólo podíamos hacerlo a largos intervalos, pues los tiburones acudían continuamente. Veíamos ahora con toda claridad que no había salvación para Augustus; nuestro compañero se moría. Nada podíamos hacer para aliviar sus sufrimientos, que eran terribles. Murió hacia mediodía, en medio de fuertes convulsiones, y sin haber hablado desde hacía varias horas.
Su muerte nos llenó de los más tenebrosos presentimientos, afectándonos de tal manera que pasamos todo el día inmóviles junto al cadáver, sin hablarnos más que susurrando. Sólo a la noche reunimos suficiente coraje para levantar el cadáver y tirarlo al mar. Su aspecto era tan horroroso que desafiaba toda descripción, y se había descompuesto en forma tal que cuando Peters trató de levantarlo se le desprendió una pierna. Cuando aquella masa putrefacta cayó al agua, el resplandor fosfórico que la envolvía nos dejó ver claramente seis u ocho enormes tiburones cuyo rechinar de dientes cuando despedazaban su presa hubiera podido oírse a una milla de distancia. Peters y yo perdimos casi los sentidos al escuchar aquel horroroso sonido.
2 de agosto.— El tiempo siguió caluroso y sereno. El amanecer nos halló en un lamentable estado de abatimiento y de debilidad. El agua del cántaro era por completo inutilizable y se había convertido en una espesa masa gelatinosa donde aparecían gusanos de horrible aspecto. Lo vaciamos y enjuagamos el cántaro en el mar, vertiendo luego en él una pequeña cantidad del vinagre procedente de nuestra conserva de tortuga. Apenas podíamos soportar la sed y en vano tratamos de aliviarla con vino, que sólo sirvió para agregar leña al fuego y provocarnos una intensa embriaguez. Tratamos de disminuir nuestros sufrimientos mezclando vino con agua salada, pero bastó que bebiéramos la mezcla para sentir violentas náuseas, por lo cual nos cuidamos de repetir la tentativa. Todo el día esperamos ansiosamente una oportunidad de bañarnos, pero nos resultó imposible, ya que el casco estaba sitiado por los tiburones que lo rodeaban; sin duda se trataba de los mismos monstruos que habían devorado a nuestro pobre amigo durante la noche y que estaban a la espera de otro festín semejante. Esta circunstancia nos llenó de un amargo dolor, a la vez que nos infundía las premoniciones más melancólicas y deprimentes. Hasta entonces habíamos encontrado un alivio exquisito al bañarnos, y vernos privados de este recurso por una causa tan terrible era más de lo que podíamos soportar. Además, nos sentíamos amenazados por un peligro inmediato y continuo, pues el menor resbalón o movimiento en falso nos hubiera puesto al alcance de los voraces escualos, que con frecuencia se precipitaban hacia nosotros remontando a nado por estribor. Ni los gritos ni los movimientos parecían preocuparlos. Uno de los más grandes, que había recibido un hachazo de Peters y estaba seriamente herido, continuó sus tentativas para llegar hasta nosotros. Hacia el atardecer apareció una nube, pero para nuestra mayor angustia pasó sin dejar caer ni una gota de agua. Resulta imposible concebir nuestros sufrimientos a causa de la sed. Pasamos la noche en vela, tanto por la sed como por el miedo a los tiburones.
3 de agosto.— Ninguna posibilidad de salvación. El bergantín escoraba más y más, al punto que era completamente imposible mantenerse de pie en cubierta. Nos ocupamos de asegurar nuestro vino y la carne de tortuga, a fin de no perderlos en caso de que el casco se diera vuelta. Extrajimos dos sólidos pernos de los portaobenques de proa y, con ayuda del hacha, los clavamos en el casco a babor, a unos dos pies del agua; el lugar no estaba lejos de la quilla, pues la escora era pronunciadísima. Atamos entonces nuestras provisiones a dichos pernos, pensando que estarían más seguras que en su anterior posición debajo de los obenques. Durante todo el día sufrimos espantosamente de sed, sin que tuviéramos la menor oportunidad de bañarnos a causa de los tiburones, que no se alejaron un solo instante. Tampoco pudimos dormir.
4 de agosto.— Poco antes de amanecer advertimos que el casco empezaba a darse vuelta y nos preparamos para evitar que su movimiento nos arrojara al mar. Al principio la escora aumentó lenta y gradualmente, y logramos trepar a babor, ayudándonos con las sogas que precavidamente habíamos dejado colgando de los pernos que claváramos para sujetar las provisiones. Pero no habíamos calculado suficientemente la aceleración del movimiento; muy pronto éste se hizo demasiado veloz para permitirnos seguir avanzando por la quilla, y antes de que pudiéramos saber lo que iba a ocurrir nos vimos arrojados furiosamente al mar, luchando a varias brazas bajo la superficie y con el enorme casco encima de nuestras cabezas.
Al sumergirme me había visto obligado a soltar la soga. Comprendiendo que me hallaba debajo del barco y que casi no me quedaban fuerzas, apenas luché por salvarme, resignándome a morir en pocos segundos más. Pero me engañaba nuevamente por no haber tomado en cuenta la nueva oscilación a babor que, como es natural, debía hacer el casco. El remolino ascendente de agua ocasionado por el nuevo vaivén me lanzó hacia la superficie con mayor violencia de la que antes me había sumergido. Al asomar la cabeza me encontré a unas veinte yardas del casco. Estaba con la quilla al aire, balanceándose furiosamente de un lado a otro, y el mar se hallaba muy agitado y lleno de remolinos en todas direcciones. No vi a Peters por ninguna parte. A pocos pies de mí flotaba un barril de aceite, y varios otros objetos pertenecientes al bergantín aparecían dispersos aquí y allá.
Mi principal fuente de terror la constituían ahora los tiburones, pues bien sabía que no andaban lejos. A fin de impedirles en lo posible que se me acercaran, agité vigorosamente el agua con manos y pies mientras nadaba en dirección al casco, levantando así cantidad de espuma. Estoy convencido que, gracias a este simple expediente, logré salvarme, pues el mar que rodeaba al bergantín en momentos en que se dio vuelta estaba tan lleno de aquellos monstruos que, sin duda, muchos me pasaron al lado mientras avanzaba hacia el barco. Pero la suerte me ayudó y llegué, por fin, a la quilla, aunque tan agotado por el violento esfuerzo que jamás habría logrado encaramarme de no mediar la oportuna ayuda de Peters, quien, para mi gran alegría, apareció en lo alto (pues acababa de trepar a la quilla desde el otro lado) y me tiró una de las sogas que habíamos asegurado a los pernos.
Habiendo así escapado por tan poco a este peligro, encaramos de inmediato la terrible inminencia de otro: la muerte por hambre. A pesar del cuidado con que lo habíamos asegurado, todo el lote de nuestras provisiones se había perdido en el mar; entonces, al no ver ya la más remota probabilidad de obtener alimento, ambos nos entregamos a la desesperación, llorando a gritos como niños, y sin que ninguno hiciera nada por consolar al otro. Difícil será concebir semejante flaqueza, y sin duda parecerá anormal a aquellos que jamás se han visto en situaciones semejantes; pero preciso es recordar que nuestra inteligencia estaba de tal manera trastornada por la larga serie de privaciones y terrores a que habíamos sido sometidos que en aquel momento no podíamos considerarnos ya como seres racionales. Frente a peligros posteriores, casi tan grandes como el presente, soporté con entereza todos los males de mi situación, y Peters, como se verá, demostró un estoicismo casi tan increíble como su estupidez y abandono de ahora; nuestras condiciones mentales eran la causa de esa diferencia.
Bien mirado, el hecho de que el bergantín se hubiese dado vuelta, con la consiguiente pérdida del vino y la carne de tortuga, no empeoró nuestro estado, salvo por la desaparición de las ropas de cama, que hasta entonces nos habían permitido recoger un poco de agua de lluvia, y del cántaro donde la guardábamos; en efecto, no tardamos en descubrir que todo el fondo del barco, desde dos o tres pies por debajo del antiguo nivel del agua hasta la quilla propiamente dicha, estaba cubierto por una densa capa de lapas, que resultaron ser un excelente y nutritivo alimento. Así, en dos aspectos importantes, el accidente que tanto habíamos temido resultó un beneficio más que un daño; primero, nos proporcionaba una cantidad de provisiones que, moderadamente consumidas, tardarían un mes en agotarse, y segundo, contribuía a nuestra seguridad, ya que no había el menor peligro de un nuevo vuelco, y el riesgo era muchísimo menor que antes.
Pero las dificultades para obtener agua nos cegaron por el momento a todas aquellas nuevas ventajas. A fin de estar prontos en caso de que cayera un chaparrón, nos quitamos las camisas para usarlas como habíamos usado la sábana, aunque sabíamos que con ellas sólo obtendríamos un trago de agua por vez. Pero en todo el día no vimos ni una sola nube, y los sufrimientos que nos causaba la sed se volvieron intolerables. Por la noche Peters logró dormir una hora con un sueño intranquilo, pero mis intensos sufrimientos no me permitieron pegar los ojos en toda la noche.
5 de agosto.— Un viento sumamente suave nos impulsó hacia una vasta aglomeración de algas, donde tuvimos la suerte de encontrar once pequeños cangrejos que nos proporcionaron varias deliciosas comidas. Como sus caparazones eran muy tiernos, los comimos enteros, descubriendo que no exacerbaban tanto la sed como las lapas. Como no vimos huellas de tiburones en la zona de las algas, nos animamos a bañarnos, quedándonos en el agua cuatro o cinco horas, lo cual mitigó sensiblemente nuestra sed. Grandemente aliviados, pasamos una noche más agradable que la anterior, y los dos pudimos dormir un poco.
6 de agosto.— En este día tuvimos la bendición de una copiosa y continua lluvia que duró desde mediodía hasta la noche. Lamentamos amargamente la pérdida del cántaro y de la damajuana, pues, a pesar de nuestros escasos medios para recoger agua, hubiéramos podido llenar uno de los recipientes, si no los dos. De todos modos logramos calmar los horrores de la sed dejando que nuestras camisas se empaparan y retorciéndolas luego de modo que el delicioso líquido nos cayera en la boca. Pasamos el día entero entregados a esta ocupación.
7 de agosto.— Justamente al amanecer Peters y yo avistamos en el mismo instante una vela al este… ¡y que venía hacia nosotros! Recibimos aquella maravillosa visión con un prolongado aunque débil clamor de alegría, e instantáneamente nos pusimos a hacer todas las señales que podíamos, agitando las camisas en el aire, saltando hasta donde nuestra debilidad lo permitía y gritando con toda la fuerza de nuestros pulmones, aunque el barco se hallaba por lo menos a quince millas de distancia. Pero seguía rumbeando hacia nuestro casco y comprendimos que si mantenía esa dirección no podría dejar de vernos. Una hora después ya distinguíamos claramente a los tripulantes que había en cubierta. Era una goleta larga y baja, de dos mástiles bastante inclinados, con un signo negro en su vela mayor de trinquete, y, por lo visto, tenía su tripulación completa. Comenzamos a alarmarnos, pues difícil nos resultaba concebir que pudieran no vernos, y temimos que se hubieran resuelto a dejarnos perecer —conducta bárbaramente cruel y que, sin embargo, por increíble que parezca, se ha observado varias veces en alta mar, bajo circunstancias similares a las nuestra, por obra de seres a quienes se consideraba como pertenecientes a la especie humana—. Pero en este caso[3], gracias a Dios, felizmente nos habíamos engañado; en efecto, no tardamos en advertir gran movimiento en la cubierta de la goleta, la cual izó de inmediato una bandera británica y, enfrentando el viento, avanzó directamente hacia nosotros. Una hora más tarde nos hallábamos en su cámara. Resultó ser la Jane Guy, de Liverpool, mandada por el capitán Guy, con rumbo a una expedición de caza y de comercio por los Mares del Sur y el Pacífico.