El amante invisible de Psique

 

 

Que la envidia es la peor consejera del mundo, es algo bien sabido. Este sentimiento ha destruido imperios, asesinado a héroes, y acabado con dioses. Nadie está a salvo de sus nefastas consecuencias. ¡Que los dioses nos libren de ser objeto de tal maldad!

Me llamo Psique, y te aseguro que nadie ha sufrido tanto los efectos de la envidia, como yo.

Mi padre, el rey de Anatolia, tuvo tres hijas, entre las que me encuentro. Soy la más pequeña, pero también la más hermosa. No es algo que diga yo, lo han dicho todos aquellos que han podido verme. Y fue mi belleza la que causó mi desgracia.

Mis dos hermanas mayores no tuvieron problema en encontrar marido. Eran felices, o eso creía yo. Sus maridos eran buenos esposos, que las colmaban de regalos y caprichos; eran las mujeres más consentidas del reino. En cambio, yo, seguía soltera. Mi belleza era como una losa sobre mí, pues ningún hombre se atrevía siquiera a acercarse; se limitaban a admirarme en la distancia, alabando mi belleza y mi porte, pero no hubo ni uno solo que se atreviera a pedir mi mano. Ningún rey, ningún príncipe, me quiso como compañera.

¿Quizá pensaban que no estaban a mi altura? Lo dudo. Si de algo están sobrados los príncipes y reyes griegos, es de ego. Así que más bien creo que el problema estaba en que creían que mi hermosura venía acompañada por la vanidad y la infidelidad. Según su criterio, una mujer hermosa no puede ser honesta. ¿No es eso una tontería?

Pero una de los mayores problemas que acarrea la belleza en esta convulsa época en que los dioses tienen por costumbre bajar del Olimpo y mezclarse con los humanos, es que a menudo se sienten ofendidos por nosotros, aunque no haya sido esa nuestra intención.

Así fue cómo me encontré siendo víctima de la furia de Afrodita.

La diosa de amor, hasta la que habían llegado las canciones y poemas que me habían dedicado, alabando mi belleza y mi porte, se sintió enormemente ofendida porque hubo quién tuvo la desfachatez de compararme con ella. ¿Soy yo culpable de eso? No. Pero a ella no le importó. Mandó llamar a su hijo Eros, y le ordenó que «me inflamase de amor por el más horrendo de los monstruos».

Qué divertido, ¿verdad?

Mientras, mis padres, ajenos a todo esto, estaban preocupados por mi futuro, así que fueron a consultar con el oráculo para saber qué me deparaba el destino. Fue contundente.

«A lo más alto del monte la llevaréis, donde la desposará un ser ante el que tiembla el mismo Zeus».

Ya podéis imaginar la desazón de mis pobres padres, ¡tan orgullosos que habían estado de la belleza de su hija al principio! Se vieron obligados a organizar una boda y a enviar el cortejo nupcial hacia la cima de la montaña más alta de Anatolia y dejarme allí, sola, a la espera del que sería mi esposo.

Yo estaba muerta de miedo, no voy a negarlo. Tenía tanto miedo que acabé desmayándome, y me quedé inconsciente, tumbada sobre una roca. Mientras el cortejo nupcial, que parecía más un cortejo fúnebre por la cantidad de llanto y dolor que lo acompañaba, se alejaba, la fuerza de Eolo se levantó y el viento del norte me llevó en sus brazos hasta un hermoso prado, en el que me desperté unas horas más tarde.

Aquello era precioso. Era un manto de flores de múltiples colores que se extendía hacia los cuatro puntos cardinales, y que llegaba hasta donde abarcaba la vista. También había una fuente de mármol, esculpida con forma de árbol de mil ramas, y más allá, un hermoso palacio que brillaba bajo el sol.

Hacia allí me dirigí, muerta de curiosidad. ¿Qué me esperaría en su interior? Ya había olvidado la profecía del oráculo; solo podía pensar que, en un palacio tan bello, solo podía habitar un hermoso príncipe.

Entré sin miedo. La juventud y la inconsciencia suelen ir de la mano, y yo me interné en un lugar desconocido que podría ser peligroso, sin dudarlo ni un instante.

Aquel palacio era tan hermoso por fuera como por dentro: grandes columnas soportaban los altos techos abovedados, en los que se admiraban frescos que hicieron que me ruborizaba. Yo era doncella, y poco sabía de lo que ocurría entre un hombre y una mujer, y en aquellas pinturas que adornaban los techos, mujeres y hombres desnudos se abandonaban a la lujuria sin ningún tipo de pudor.

Crucé de una sala a otra,  admirando cortinajes, tapices, pinturas, estatuas y muebles... Hallé una mesa llena de manjares y fruta fresca, y me senté y comí. Hacía horas que no ingería nada, y mi estómago estaba revoltoso y gruñía. Después, llegué al dormitorio, y caí rendida en la cama y me dormí cuando el ocaso empezaba a apoderarse del cielo.

Un ruido me despertó. Al principio me asusté, pero una voz cálida me susurró al oído y supe que aquel era el esposo que me había deparado el destino.

Me entregué a él en cuerpo y alma, y él me sedujo con palabras hermosas y caricias suaves. Deshonró mi boca con el primer beso que esta recibía, un beso que me hizo temblar de pies a cabeza, y que despertó en mí un anhelo que no había conocido antes. Sus manos vagaron por mi cuerpo, deslizándose sobre mi piel, jugando con mis pezones y reverenciando mi sexo. Me amó, descubriéndome un placer que ni siquiera había podido imaginar que existiera.

Me dormí cuando el alba resquebrajaba la oscuridad, completamente feliz y satisfecha. Mi cuerpo, saciado, permaneció inmóvil sobre el lecho mientras la luz difusa del amanecer penetraba por la ventana y mi desconocido y enigmático esposo abandonaba la estancia antes que pudiera verle el rostro.

Pasaron varias semanas. El ser que el destino había convertido en el amo de mi vida, me visitó cada noche, reverenciándome con sus manos y su boca, llenándome con su verga, haciéndome vivir un sueño que jamás creí posible. Una noche le rogué que me dejara ver su rostro, pero él se negó.

«Es peligroso —me dijo—, y tendré que abandonarte si lo haces».

Me conformé. El placer y la felicidad que me daba durante la noche, y los maravillosos regalos que encontraba cuando amanecía, eran suficientes para mí. Pero echaba de menos a mi familia, así que le rogué que me permitiera hacerles una visita. Él no podía negarme nada, de tanto como me quería, así que, a pesar de su reticencia, acabó dándome permiso para abandonar el palacio y visitar a mis hermanas.

Maldita sea la hora en que lo hice.

La envidia las poseyó cuando les hablé de las interminables horas de amor y sexo que compartíamos, y cuando les enseñé las joyas que me había regalado como ofrenda y en señal de su amor por mí, hicieron que sus ojos relampaguearan de rabia y celos. Yo no me di cuenta entonces, y cuando sus traidoras bocas me hablaron, las escuché.

«Si nunca has podido verlo a la luz del día —me dijeron—, ¿cómo sabes que no es un monstruo que acabará devorándote?».

Al principio no quise hacer caso. Era feliz, mi esposo me amaba y me agasajaba con multitud de regalos. Era tierno y cariñoso conmigo. ¿Por qué había de pensar que iba a hacerme daño? Pero el eco de las voces de mis hermanas se fue haciendo más y más fuerte con el tiempo, hasta que una noche, cansada de luchar contra mi curiosidad y mi miedo, decidí encender una vela y ver el rostro de aquel al que amaba...

Era el rostro más hermoso que había visto nunca. El pelo rubio le caía en ondas sobre una frente majestuosa. Las pestañas de sus ojos cerrados eran largas y espesas. Su nariz era perfecta, y el mentón, firme y masculino.

Seguí mi inspección bajando la mirada por su amplio y lampiño pecho hasta unas caderas estrechas, entre las que descansaba su asombroso miembro, grueso, largo, con el que me había dado tanto placer. Era musculoso, pero no como un guerrero, con músculos compactos, sino como un atleta, flexible y fibroso.

Era espléndido, y era mío.

Pero una traidora gota de cera cayó sobre su hombro, y se despertó.

Herido por mi traición, se levantó de la cama y, con los ojos llenos de dolor, me dijo:

—Desobedecí a mi madre Afrodita desposándote, cuando ella me había ordenado que castigara tu osadía haciéndote perder la razón por alguien monstruoso. Pero me enamoré de ti, de tu dulzura y tu inocencia, y quise hacerte mía. Pero has traicionado mi confianza, y ahora, como castigo, me perderás. Nunca más podré volver a tu lado, jamás recibirás ya mis caricias. Te amé, con toda mi alma, mi bella Psique...

Me abandonó. Cogió su arco, el carcaj con las flechas que lanzaba a los incautos, y se fue del palacio para no volver.

Ambos hemos sufrido desde entonces, por culpa de mi decisión. Eros está enfermo, eso me ha dicho su madre Afrodita. La maldita diosa a la que he rogado multitud de veces que me permita volver a su lado, y que me ha impuesto cuatro pruebas imposibles para acceder a ello. He conseguido llevar a buen término las tres primeras.  Sé que mi esposo, desde su lecho de doliente, ha removido cielo y tierra para ayudarme. Así envió a las hormigas, el junco y al águila cuando las necesité, y así he conseguido llegar hasta aquí.

La puerta al inframundo.

Estoy a punto de cruzarla, armada con dos panes de cebada, una en cada mano, y dos monedas en mi boca. Más allá me esperan Caronte el barquero, Cerbero el perro guardián, y la misma Perséfone, la diosa del Inframundo, a la que tendré que rogar que me dé los polvos de la belleza que lograrán que mi amado Eros recupere la salud.

No sé si lo conseguiré, pero no voy a rendirme. He de volver con él porque le amo, y aunque fue mi inconsciencia la que ha hecho que estemos separados, será mi perseverancia la que logrará que volvamos a estar juntos.

Lo sé.

He de creerlo, porque sino, no habrá esperanza para mi corazón y moriré de pena.