Ganímedes estaba realmente cansado de esta estúpida situación. Desde que las musas se habían enfadado con él por haber coqueteado con Apolo, la inspiración rehuía su ingenio y no era capaz de escribir dos versos rimados decentemente. A Zeus le gustaban sus poesías y eso era lo único que les mantenía unidos desde que Padre Trueno decidió abandonar su lecho —a causa de la celosa Hera, seguro—. Sin versos y sin amor, lo único que quedaba era el copero y la ambrosía servida, y Zeus ni siquiera lo miraba cuando le llenaba la copa durante los banquetes.

Qué asco de inmortalidad, pensó. Era uno de los inconvenientes que presentaba: lo único que duraba para siempre era la vida; lo demás, todo lo demás, era finito. Hasta las montañas conseguían desaparecer si les dabas el tiempo suficiente, borradas por la erosión del viento y la lluvia. Así se sentía Ganímedes cuando la tristeza se apoderaba de su ánimo, completamente borrado de la historia de la vida, ausente de los recuerdos, como un fantasma incorpóreo que ya no tiene derecho a caminar entre los vivos. Miraba hacia su futuro y lo único que veía ante él era el interminable discurrir de los días en su eterna monotonía, prisionero de su destino y cautivo entre los barrotes dorados de la cárcel en que el Olimpo se había convertido para él.

Ni siquiera Ilión quedaba para recordarle. La ciudad que su padre había fundado hacía tantas generaciones había sido arrasada por la furia de los griegos; los hombres habían muerto y las mujeres y los niños habían sido esclavizados y repartidos entre los muchos reinos vencedores. Su estirpe había sido cruelmente masacrada y sólo unos pocos habían logrado huir, guiados por Eneas, hacia un exilio incierto no exento de peligros. Las gigantescas murallas construidas por Heracles de nada sirvieron ante el ingenio de Odiseo...

Ganímedes caminó cabizbajo por las avenidas empedradas de mármol que unían los distintos palacios del Olimpo. Arrastraba los pies, desganado de todo y ya nada lo asombraba. Rodeó el palacio de Hermes, el de los pies alados, con sus altas terrazas apuntando al cielo; pasó por delante del palacio de Afrodita, con sus minaretes dorados y sus ventanas de plata; siguió mas allá de la morada de Hera, la odiosa Hera, la temida Hera, con sus paredes que reflejaban los colores del arco iris.

Ni una sola vez levantó los ojos del suelo; ni una sola vez sintió que caminaba entre maravillas.

Deambuló por los Jardines de Cristal que rodeaban el palacio de Zeus hasta que Fobos fue reemplazado por Nix en la bóveda celeste, perdido en sus pensamientos, y el cansancio y el sueño se apoderaron de él. Se durmió en uno de los muchos bancos de cristal que había en el jardín, sólo arropado por la luz de Hécate y las estrellas...

 

La lira estaba desafinada y Ganímedes maldijo por lo bajo. Intentó arreglarla de nuevo tensando con cuidado cada una de las tres cuerdas y probando cada nota con un ligero golpe de sus dedos. Poco a poco lo consiguió y el ruido molesto se convirtió en una maravillosa melodía que inundó el aire. Estaba sentado sobre una roca a orillas del río Escamandro y a sus espaldas, la ciudad que aun no era Ilion ni estaba protegida por las murallas de Heracles, se levantaba nueva y orgullosa.

Hoy iba a ser un gran día. Por la tarde llegaría la delegación de Sestos, que traía a la hija del rey para casarse con su hermano. Esta boda pondría fin a las  hostilidades entre los dos pequeños reinos y haría que la futura Ilion empezase a ser grande.

 Pero nada de esto le importaba a Ganímedes; lo realmente importante era que en esa delegación volvía a casa Hipómedes.

Para todos, Hipómedes era un gran héroe y guerrero sin igual; para él era más, mucho más... La pasión con la que se amaban incendiaba las sábanas de su cama cada noche. Sentir sus manos recorrer su piel... Eran manos fuertes y callosas acostumbradas a coger con fuerza espada, lanza y escudo, y sin embargo se comportaban con inusitada delicadeza cuando le acariciaban. Estaba ansioso por verlo, por amarlo, por dormir acurrucado entre sus brazos después de hacer el amor, agotados sus labios de tanto besarse...

 

Ganímedes se despertó sobresaltado, ahogado por el recuerdo de su amor por Hipómedes y por el dolor que le enloqueció aquella misma tarde, cuando supo que había muerto durante el regreso, víctima, dijeron, de un desafortunado accidente. No lo creyó, por supuesto, hasta que vio el cadáver; entonces fue cuando la locura se apoderó de él y huyó de la ciudad de su padre, rotos el corazón, el alma y la cordura.

No asistió a los funerales. Durante los siete días que duraron los ritos funerarios por el gran héroe, vagó por las montañas; apenas conservaba recuerdos de esos terribles días en que el hambre y la sed lo debilitaron hasta casi matarlo. Quizá hubiese sido mejor para él morir allí, pensó, a los pies del monte Ida, aún joven e inocente y llegar así a los Campos Eliseos donde el dolor sería olvidado y el corazón recompuesto. Pero fue encontrado  por los hombres que su padre había enviado a buscarle y rescatado de la muerte a la que se había abandonado, obligado a volver a la vida aun a su pesar...

Amanecía. Nix se retiraba a su palacio de oscuridad (donde ni siquiera Zeus osaba entrar) llevándose su velo estrellado y Fobos galopaba hacia el cielo en su brillante carro dorado. El día prometía calidez y esperanza; el trino de las diferentes especies de aves que anidaban en el Jardín de Cristal se encadenó formando una melodía dulce e hipnótica.

 Ganímedes lloró, encogido sobre sí mismo en el banco de cristal. Lloró por la temprana muerte de Hipómedes, por los años que no pudieron pasar juntos, por todo el amor que no pudieron darse. Pero sobre todo lloró por él mismo. En aquel momento en que el recuerdo de su primer gran amor regresó inesperadamente y con fuerza, se sintió un traidor a su recuerdo porque pensar en Hipómedes ya no dolía realmente. Por quien verdaderamente estaba llorando era por Zeus, por el abandono al que le había sometido cuando sus juegos sexuales ya no le satisfacieron. Fue egoísta y manipulador; Ganímedes no le importó en ningún momento, sólo fue otro juguete con el que divertirse durante un tiempo para dejar abandonado después en un oscuro rincón.

Su llanto arreció y sus sollozos ahogaron el rumor de las pisadas que se acercaban.

—¿Has pasado aquí la noche, copero? —dijo una fría voz de mujer. Ganímedes se levantó de un salto, enjugándose apresuradamente las lagrimas del rostro, y se postró ante la divina majestad de Hera, esposa y hermana de Zeus—. ¿Por qué un muchacho de tu hermosura pasaría la noche al raso llorando como un mocoso? ¿Aún lloras por su abandono?—dijo burlándose de su dolor.

Ganímedes asintió con la cabeza, incapaz de articular palabra. Por un momento pensó en mentir pero, ¿de qué serviría? Hera era famosa por sus ataques de furia y todos en el Olimpo sabían que el único ser al que perdonaba la mentira era a su esposo. Mentirle implicaba ser odiado aún mas por ella. Dejemos que se burle, pensó. Dejemos que se regocije en su victoria. ¿Que mas da? ¿Acaso puedo hacer algo contra ella? ¿Acaso mi furia, mi dolor, mi odio, servirán para hacerla sufrir todo lo que yo estoy sufriendo? No, solo servirían para causarme más dolor a mi. Dejemos que se contente con mis lágrimas si eso me evita un paseo hasta el Tártaro...

Hera se sentó en el mismo banco en que Ganímedes había pasado la noche. La expresión de su rostro se suavizó hasta mostrar, cosa inaudita, pequeños indicios de compasión, y habló en un susurro, más un pensamiento expresado en voz alta que otra cosa.

—Sí, ese es el poder que ejerce sobre todos, incluso sobre los que le odian. Lo amas a pesar del peligro que supone hacerlo... Ven, siéntate a mi lado y cuéntame cómo os conocisteis. He oído muchas historias al respecto pero quiero oírlo de tus propios labios.

Ganímedes obedeció, sumiso, y empezó a narrar su historia.

Habló del dolor y la pena que ahogaban su voz y su música en aquellos tiempos. La pérdida de Hipómedes le había sumido en un estado de total apatía y pasaba sus días deambulando por el palacio de su padre como un espectro escapado del Hades. Decían que el bello Ganímedes se había vuelto loco y no andaban muy equivocados.

—¿Y cómo conseguiste superarlo? —preguntó Hera.

—Hipómedes me habló en sueños.

—¿Y qué te dijo?

Ganímedes sonrió, nostálgico, recordando las maravillosas palabras de su amor. Pero sólo le pertenecían a él y no iba a decirlas en voz alta sólo para satisfacer la curiosidad de una diosa celosa y vengativa.

—Muchas cosas, pero lo importante fue que me dieron la fuerza para volver al mundo de los vivos y enfrentarme a mi futuro. Volvió la voz y la música y con ellas, hablé de mi amor por Hipómedes...

 

Escribió un largo poema y después subió hasta lo más alto del monte Ida. Desde allí, su voz se propagó por todo el valle y más allá, desde Ilión hasta Dardania, desde Colonas hasta Pedaso, desde Eleunte hasta Sestos, desde Abidos hasta Percote...

El amor y el dolor sentido en su corazón se convirtieron en arte y fueron paridos en este mundo en forma de canción acompañada por la lira, aliviando considerablemente la pena del muchacho. Y fue esta canción, cuyos ecos llegaron hasta el Olimpo, lo que atrajo la atención de Zeus que, convertido en águila, bajó hasta el monte Ida para poder escucharla. Y fueron las palabras las que encadenaron el corazón del dios al destino de este poeta de belleza inigualable.

Lo raptó, por supuesto. ¿Cuándo había puesto freno Zeus a sus instintos? Nunca. Encendido de pasión raptó a Ganímedes y lo llevó volando hasta el Olimpo, bien sujeto en sus enormes garras de águila gigantesca, sin importarle las súplicas ni los gritos de socorro del pobre muchacho totalmente aterrorizado.

No le contó nada más a Hera. No le habló del asombro al descubrir que se  hallaba en el Olimpo, ni de la infinita paciencia que tuvo Zeus hasta conseguir derribar todas las barreras que protegían su corazón; y desde luego, no le habló de las noches de amor y pasión que vivió en el lecho del dios tronante, de sus juegos y caricias, de cómo se convirtió en un autentico hombre entre los brazos del inmortal; ni del dolor —otra vez— ni la pérdida cuando ella se entrometió.

El silencio se volvió incómodo, ambos absortos en sus propios pensamientos. Hera se levantó y se fue sin decir nada, altiva y orgullosa de nuevo, como corresponde a la Señora del Olimpo. Ganímedes también abandonó el Jardín de Cristal. Le dolían todos los músculos y se había enfriado; necesitaba tomar un baño caliente para volver a sentirse persona antes de acometer sus obligaciones. Del extraño episodio con Hera, decidió no sacar ninguna conclusión ni decir nada a nadie, pero en su corazón ya no le guardaba rencor. Era una mujer enamorada y celosa que luchaba por conservar las ruinas de lo que había sido su matrimonio y él no tenía nada que reprocharle.

Por la tarde, el influjo de las musas volvió a posarse sobre él gracias a la intervención de Hera. Y por la noche, la cálida voz de Ganímedes acarició de nuevo los oídos de Zeus.