La lluvia dorada

 

Nada se puede contra el destino.

            Puede parecer una afirmación demasiado rotunda, sobre todo para aquellas personas racionalistas que no creen en nada más que en aquello que pueden tocar. La frase «el destino lo construye uno mismo» es totalmente falso, pues siempre, por mucho que pelees y hagas por evitar aquello que ha sido vaticinado por el oráculo, el destino acaba llamando a tu puerta y se ríe inmisericorde de todos tus esfuerzos por evadir su mano.

            Mi padre, Acrisio, rey de Argos, lo sabe muy bien.

            Era un buen hombre y un buen marido, o eso decía mi madre. Yo no lo sé muy bien, pues a mí no me prestaba demasiada atención. No es que piense que debiera hacerlo. Era un valiente guerrero, y rey de una ciudad poderosa con muchos enemigos (el mayor de todos, su propio hermano, mi tío Preto), y una niña como yo no debía ser un reto estimulante para él. Si hubiese sido un varón, la cosa hubiese cambiado...

            Tener un varón era una obsesión para él. Un muchacho que pudiese heredar su corona y continuar su estirpe. Era tal su obcecación con este tema, que tuvo que ir a visitar un oráculo. ¡Maldito el momento en que lo hizo! Porque yo pagué las consecuencias de aquella temeridad.

¿Por qué hay personas que no se conforman con conocer qué futuro les depara en el momento en que este llega? Sino que tienen que pagar a adivinos para que rompan el velo y vean más allá, asomándose en el jardín de las moiras para ver de qué color es el hilo con el que están tejiendo...

La respuesta del oráculo fue mi condena.

«De tu semilla ningún varón nacerá, pero en las entrañas de tu hija uno arraigará que cortará el hilo que Cloto custodia».

No tendría un hijo que lo sucediera, y si yo le daba un nieto, este lo mataría.

Me encerró. En una cámara subterránea recubierta de bronce, con un puerta que solo podían atravesar las mujeres que me servían, y una guardia constante que la vigilaba para que nadie más se atreviese a cruzarla.

Pero los dioses odian las prohibiciones, sobre todo si no tienen ninguna fuerza en ellos.

No sé quién le habló de mí al padre Zeus, o si supo de mi existencia por sí mismo. Lo único que sí sé es que se encaprichó de mí y que, cuando algo así sucede, no hay hombre, dios o diosa que pueda detenerle.

Se presentó ante mí en forma de una espléndida lluvia de polvo de oro, que se deslizó a través de una pequeña grieta que había en el techo, y poco a poco, esa nube dorada se solidificó hasta que apareció ante mis ojos la figura de un hombre magnífico y hermoso, majestuoso aun en su completa desnudez. Un hombre que no necesitaba cubrirse con mantos regios para demostrar su autoridad. Incluso mi padre, pensé en aquel momento, caería rendido a sus pies.

Quedé impresionada con su figura. Era alto y poderoso, con magníficos músculos y una piel sedosa que reflejaba el brillo del bronce de las paredes. Tenía una nariz y un mentón orgulloso, ojos perspicaces y unos labios que se curvaban con el atisbo de una sonrisa que, pensé, sería devastadora cuando la mostrara. Pero lo que me robó la razón, fue el enhiesto miembro que se levantaba entre sus poderosos muslos sobre un nido de rizos oscuros.

Quedé hechizada por su verga, no me avergüenza admitirlo. Yo ya no era una niña y mi cuerpo tenía unas necesidades que nadie podía satisfacer, mi padre se había encargado de que así fuera. Sentí un calor arrollador naciendo en mi bajo vientre, y las manos me empezaron a temblar cuando se acercó a mí sin pronunciar ni una sola palabra. Me acarició la mejilla con suavidad, deslizando las yemas de sus dedos sobre mi piel con mucho cuidado, como si tuviera miedo de hacerme daño. Cuando yo suspiré, se acercó más a mí hasta que el contacto de su pecho me erizó los pezones.

—Eres muy hermosa —musitó, y aquella frase que tantas veces me habían dicho, en aquel momento me pareció una plegaria.

—¿Quién eres? —le pregunté, trémula. Ni siquiera sabía cómo había sido capaz de pronunciar aquellas palabras—. ¿Eres un hechicero? —No tenía otra explicación al hecho que pudiese convertirse en polvo de oro. ¡Jamás se me hubiese ocurrido que un dios se hubiera fijado en mí!

Él dejó ir una risa muy suave que hizo temblar su pecho y me envolvió su aliento divino.

—En estos momentos, solo soy un hombre cumpliendo con su destino.

Aquella declaración me dejó confusa, pues yo ya había olvidado por qué estaba allí encerrada. Pensé que su destino era amarme, rendirse a mis pies, salvarme de aquel encierro y llevarme con él a su palacio, donde fuera que este estuviese.

—He de admirar tu belleza —susurró con aquella voz grave que me erizaba la piel, y tiró con cuidado de los broches que mantenían el peplo cubriendo mis pechos. Cuando la tela de lino cayó al suelo y yo me quedé tan desnuda como él, pensé que aquello era un sueño.

Se arrodilló a mis pies y, mirándome desde aquella posición, dijo:

—Los aedos cantarán excelsos poemas dedicados a tu perfección.

Me sentí morir de placer ante aquellas palabras. Los aedos solo cantaban las hazañas de los dioses y los grandes héroes, nunca hablaban de las virtudes de las doncellas.

Arrodillado como estaba, se inclinó ante mí y empezó a besarme los pies para, pasados unos segundos, deslizar sus labios por mis piernas cada vez más arriba, hasta llegar al centro mismo de mi feminidad. Yo me ruboricé ante su primer beso en aquel lugar que nunca había tocado nadie aún, y el sonrió con suficiencia al ver mi recato cuando intenté apartarme levemente. Ancló sus manos en mis muslos y me mantuvo quite en mi lugar, mientras con voz melosa y susurrante me tranquilizaba. Me hizo abrir las piernas y, aunque intenté resisitirme, asustada ante todas las sensaciones que estaba teniendo, al final claudiqué a su silenciosa demanda y le di acceso.

Su primera caricia hizo que mis rodillas perdieran su fuerza y se doblaran. Me hubiera caído al suelo si él no me hubiese sostenido.

—Nunca has estado con un hombre —afirmó con sus labios pegados a mi ombligo mientras yo intentaba recuperar la compostura.

—N... no, nunca.

—Túmbate —me ordenó con ternura—, y déjate llevar.

Yo le obedecí. No había fuerza en la tierra que pudiese negarle nada.

Separó mis dobladas rodillas y, como si yo fuese el objeto de su adoración, se inclinó hasta que se apoderó de mi sexo con su boca. Lamió, chupó, besó y me penetró con su lengua, mientras yo, completamente fuera de mí, rogaba, gemía, suspiraba, gritaba y me aferraba con fuerza a las almohadas, pensando que aquel placer que sentía no podía ser terrenal.

Tuve mi primer orgasmo antes de perder la virginidad, gracias a la magia de aquel hombre que horas después supe era el padre Zeus.

—¿Crees en la equidad? —me preguntó, de rodillas entre mis piernas—. ¿Piensas que hay que corresponder a un acto, con otro igual y con la misma intensidad?

Yo no pude hacer más que asentir con la cabeza. No sabía muy bien qué esperaba de mí, pero estaba dispuesta a hacer lo que fuera por él.

Se levantó entonces, y me miró, complacido.

—Ponte de rodillas —me pidió—. Y engulle mi verga con tu virginal boca hasta que estalle en tu interior.

Nunca había hecho algo así. Ni siquiera sabía que podía hacerse, pero accedí. Aquel  hombre que me había dado tanto placer sin apenas esfuerzo, se merecía que correspondiera a su amabilidad con la misma vehemencia.

Besé la punta, y después lamí toda la longitud, pensando en la manera de poder introducir aquello en mi boca. El se debió impacientar, porque me cogió por el pelo, me echó la cabeza hacia atrás, y penetró mi boca con su verga hasta que me rozó la úvula. Yo me agarré a sus caderas y él empezó el vaivén con ellas, hacia adelante y hacia atrás, manteniendo mi cabeza firma mientras su miembro entraba y salía de mi boca.

Soltaba pequeños gruñidos de satisfacción, y gemidos que reverberaban en su pecho. Yo intentaba tragar la saliva que se me acumulaba en la boca para que no cayera por las comisuras de los labios, y con cada esfuerzo de mi garganta, el gemía más y más mientras soltaba palabras incoherentes.

—Así, pequeña —susurraba—. Qué bueno es... Traga otra vez... Magnífica boca, digna de la mejor hetera...

Cuando al fin se derramó en mí, me obligó a tragar su semilla pero no me pareció mal. Él había bebido de mí, ¿por qué no yo de él?

Cuando sacó su verga de mi boca, yo quedé asombrada pues aún estaba erecta y dura, preparada para seguir. Era virgen y sabía pocas cosas sobre el acto que unía tan intimamente a un hombre y una mujer; pero sí sabía, por conversaciónes oídas a escondidas, que el pene se volvía fláccido después del acto.

—¿Cómo es posible..? —pregunté, pero no me dejó terminar.

—Las leyes de los hombres no se aplican a los dioses, pequeña —afirmó con su voz profunda. Y fue entonces que supe que no era mago ni hechicero, sino un dios del Olimpo—. Ponte sobre tus manos también —me ordenó, y yo me apresuré a obedecer. Caminó a mi alrededor, admirándome, y se arrodilló detrás de mí—. Es hora que te despidas de tu virginidad.

No tuvo piedad. Se empaló en mi sexo de una sola estocada mientras lanzaba un rugido al aire. Me dolió, maldita sea. Tanto como lo había disfrutado hasta aquel momento, lo maldije mil veces durante varios segundos, el tiempo que se mantuvo quieto enterrado en mí, abrazándome la cintura con un brazo, el otro apoyado en el suelo al lado de mi mano. Me besó en la nuca, y me estremecí.

—Tan condenadamente estrecha... —musitó.

Entonces empezó a moverse, igual que lo había hecho cuando estaba en mi boca, y el roce de su verga me hizo olvidar el dolor y me sumió en una cascada de placer y sensaciones que se apoderaron de todo mi cuerpo. La mano que mantenia anclada en mi cintura se movió hasta adueñarse de uno de mis pechos, y empezó a jugar con el pezón, pellizcándolo con fuerza, haciendo que yo gritara mientras seguía bombeando en mi interior, fugada de la realidad, perdida en su mundo de placer interminable.

Cuando terminó, volvió a besarme en la nuca. Yo caí, agotada, y quedé adormecida sobre los mullidos almohadones, abandonada al sopor que inunda el cuerpo después del coito. Le oí murmurar:

—Ha sido Zeus quién te ha robado la virginidad. No lo olvides. Dile a tu hijo quién es su padre.

Cuando desperté él ya no estaba, pero en mi mente quedaron grabadas sus palabras y las usé cuando mi padre descubrió mi embarazo. Fue gracias a ellas que en lugar de matarme a mí y a mi bebé, nos dejó a la deriva en el mar, en manos de Poseidón, que cuidó de nosotros hasta que estuvimos a salvo en Séfiros.

Mi padre aprendió la lección cuando, años más tarde, mi hijo Perseo fue en su busca y, por accidente, lo mató.

No se puede huir del destino porque este siempre encuentra el camino para hacerse realidad.