El laberinto de Ariadna
Veo alejarse el barco de Teseo, príncipe de Atenas. Acaba de dejarme abandonada en esta minúscula isla y debería estar más que enojada pero… sí, no te sorprendas, en mis labios aflora una sonrisa. ¿Por qué? Porque no ha hecho mas que cumplir con mis deseos. Aquí es donde quería estar porque aquí es donde él podrá venir a buscarme. No, no me refiero a Teseo, tonto, me refiero a…
Pero mejor te cuento la historia desde el principio.
Me llamo Ariadna y soy hija del rey Minos de Cnosos y la reina Pasífae, la que se volvió loca de amor por un toro y dio a luz al Minotauro. ¿Has oído la historia? Por supuesto, todo el mundo la conoce. Yo tuve que vivirla de pequeña y créeme cuando te digo que es algo que aún no he superado. Cuando esa bestia nació, mi padre, que tiene una mente bastante retorcida, pensó que podría utilizar su mera existencia para mantener aterradas a las ciudades que están bajo su dominio y, en lugar de matarlo, que es lo que cualquiera con dos dedos de frente hubiera hecho, lo encerró en el laberinto que Dédalo había construido y empezó a exigir a cada ciudad sometida, como parte del tributo anual, a siete muchachos y siete doncellas para ofrecerlos en sacrificio.
Pobres, tratados como ganado, o peor. Cuando llegaban eran desnudados y sus oquedades registradas a conciencia para evitar que pudiesen llevar cualquier arma escondida. Después, eran encerrados en las mazmorras que hay bajo el laberinto, a la espera del día que los sacerdotes decidían que era el propicio para sacrificarlos entregándolos al salvajismo del Minotauro…
¿Qué por que te cuento todo esto? Porque si no hubiese sido por esta terrible circunstancia, Teseo nunca habría venido y yo seguiría allí encerrada.
Verás, mi madre Pasífae es hija de Helios y de la ninfa Creta, y entre sus hermanos se encuentra Circe, una bruja tan poderosa que incluso puede competir con los mismísimos dioses. Cuando mi hermana Acacálide llegó a la pubertad, fue evidente que no iba a convertirse precisamente en una mujer fea y aquello la preocupó. Extraño ¿verdad? Pero has de comprender que mi madre sabía muy bien que la belleza en una mortal atrae los celos de las diosas y la lujuria de los dioses, y ninguna de las dos cosas son buenas. Por eso le pidió ayuda a Circe, que no se le ocurrió otra cosa mejor que envolver el palacio donde vivíamos en un hechizo. No sé muy bien como funciona, pero actúa de repelente para los dioses y desvirtúa su visión cuando lo miran directamente. Eso me contó mi madre cuando le pregunté, aunque he de admitir que no entendí gran cosa.
La cuestión es que mis hermanas y yo crecimos a salvo de las miradas indiscretas de los dioses, siempre recluidas dentro del recinto protegido mágicamente, y era angustioso para mí. Prisionera en mi propia casa teniendo todo un mundo ahí fuera por descubrir y explorar. Encerrada a causa de mi doble condición de mujer e hija de rey, predestinada a ser dada en matrimonio a cualquier viejo por una conveniente alianza política o militar… Estaba harta pero no sabía qué hacer, siempre vigilada por mis esclavas, que me acompañaban incluso cuando iba a vaciar los intestinos; no podía librarme de ellas de ninguna manera.
La única forma que tenía de satisfacer mi curiosidad era a través de los objetos que se vendían en el mercado, traídos de lugares exóticos que yo ni siquiera había oído nombrar. Cada mes enviaba a Calisto, mi esclava de confianza, para que se recorriera el mercado y trajera todos los objetos extraños que encontrara. La muchacha —esa que ves bañándose en la fuente— tiene una gran memoria y mucha imaginación, y con cada objeto me traía siempre una historia sobre su lugar de origen, que contaba con gran pasión, haciéndome vivir mil aventuras con sus palabras.
De una de estas expediciones casi furtivas me trajo un pájaro cantor mecánico encerrado en una jaula de oro, un objeto robado del mismo Olimpo, me dijo, y con él una historia muy especial que hablaba de una princesa de un país muy lejano, prisionera en su propia casa como yo, que soñaba con escapar y ver el mundo que había mas allá de las paredes del palacio de su padre. Un día, su joven esclava fue abordada en medio de la calle por un desconocido muy apuesto y gentil que le preguntó si amaba a su señora.
—Por supuesto —le contestó ella—. Sólo soy una esclava y sin embargo me trata con amabilidad; nunca me ha gritado ni mandado azotar. Es buena conmigo. ¿Cómo no iba a quererla?
—Si la amas tanto como yo, entonces harás esto por ella —le dijo el desconocido entregándole esta misma jaula—. Esta noche, cuando tu señora esté dormida, apretarás este pequeño botón que hay en la base. El pájaro empezará a cantar pero no te preocupes, pues nadie despertará ni oirá nada excepto tú y la princesa.
—¿Y qué le ocurrirá a mi señora? No quiero hacer nada que pueda dañarla o traerle problemas.
—No te preocupes, pues nada malo le pasará —contestó el desconocido, sonriendo—. Te lo juro por las aguas del Estigia.
La esclava ahogó un grito de horror, pues ese es el juramento que solo los dioses pueden pronunciar; pero el desconocido, en lugar de ser destruido por la ira de Zeus, volvió a sonreír y… desapreció. Ella, asustada, corrió a palacio con el regalo para su señora bien cogido entre sus brazos, y por la noche hizo lo que el desconocido le había pedido.
En este punto, Calisto se calló. Cuando le pregunté, impaciente, qué había pasado, su respuesta me dejó muy intrigada.
—Esta noche lo sabremos, mi señora, cuando durmáis y yo ponga en marcha el mecanismo del pájaro cantor.
Todas las esclavas se rieron de la ocurrencia, pensando que era una de esas historias que se cuentan para dejar a los oyentes con un palmo de narices, pero yo conocía muy bien a Calisto; sabía que hablaba totalmente en serio y que con sus palabras no hacía otra cosa que pedirme permiso para hacerlo. Era ella quien se había encontrado con el extraño y era a ella a quien le había pasado ese extraño suceso en el mercado.
No lo pensé demasiado, la verdad. ¿Para qué mentirte en eso a estas alturas? Mi imaginación voló con una rapidez endiablada y mi curiosidad decidió por mí aun antes de darme cuenta.
—Adelante —le dije—. Esta noche dormirás conmigo y cuando sea el momento, apretarás ese botón. ¡A ver que pasa!
Así fue como conocí a Dionisos.
Mira, los barcos de Teseo ya están llegando al horizonte y el muy estúpido aun no ha cambiado las velas negras por las blancas. Idiota, no se como pudo creer realmente que me había enamorado de él. Claro que, pensándolo bien… Todos los griegos son iguales: su ego no conoce límites y piensan que todas las mujeres hemos de caer rendidas a sus pies. Buf. Sólo espero que se acuerde de cambiarlas antes de avistar Atenas, porque su padre ya no tiene edad para según qué disgustos.
Bueno, volvamos a mi historia. ¿Por dónde iba? Ah, sí, ya recuerdo.
Aquella noche, cuando me dormí, Calisto puso en marcha el pájaro cantor. Yo oí sus trinos, aflautados y alegres, mientras mi conciencia se hundía en la nada. Me desperté en un extraño jardín de cristal; los árboles, la hierba, las flores, los pájaros, los insectos… incluso los bancos, los parterres que marcaban los caminos y las estatuas que lo decoraban, todo era de cristal. El sol relucía en lo alto y algunos de sus rayos se descomponían en mil arco iris al atravesarlo. Caminé durante unos minutos sin rumbo fijo, pisando con mis pies descalzos la arena de los senderos; una leve brisa mecía las hojas que tintineaban cuando chocaban entre sí y me di cuenta que sólo llevaba puesto el fino camisón con el que me había ido a dormir. Hacía frío, se me había erizado la piel y los pezones se habían puesto duros.
Me sobresalté al oír un ruido detrás de mí y me giré, asustada. Allí había un hombre, muy cerca, quieto en mitad del sendero, y llevaba en las manos un manto de lana doblado, que me ofreció con una sonrisa. Lo acepté y me envolví en él, agradecida.
—No sabía si decidirías venir —me dijo mirándome directamente a los ojos—, aunque esperaba que sí lo hicieras.
Lo observé sin decir nada. No parecía mucho mayor que yo, quizá diecisiete o dieciocho años. Era un palmo más alto, delgado y fibrado como un corredor, no grueso y musculoso como un guerrero; su pelo, rojizo como el cielo del atardecer, caía en rizos alrededor de su rostro. Me pareció muy guapo, con sus ojos grandes y negros, su nariz afilada y sus labios entreabiertos en una sonrisa casi constante. ¡Tan distinto a los hombres que yo estaba acostumbrada a tratar!
Sí, es diferente en muchas cosas. ¿Qué hombre pierde el tiempo escuchando la charlatanería de una mujer? Pero él estuvo atento a lo que yo decía desde el primer momento, con verdadero interés. Fue amable, respetuoso, cortés… Escuchó todas y cada una de mis palabras y contestó mis preguntas con claridad. Me trató como una igual, no como a una niña estúpida que no es capaz de hacer o pensar por sí misma.
Me enamoré de él, que quieres. Noche tras noche nos veíamos en mis sueños; hablábamos y reíamos pero nunca intentó seducirme aunque sí coqueteo mucho. Yo le amaba más con cada encuentro y una noche, me confesó que hacía mucho que estaba enamorado de mí y me pregunto si quería convertirme en su esposa.
¿Eh? ¿Qué? Bueno, él me conocía desde niña, cuando me escapaba de palacio y corría al campo, a jugar con las ovejas. ¡Cuantas veces me castigaron por hacer eso! Pero yo era incorregible, no podía evitarlo. Estar encerrada, comportarme como se suponía que debía hacerlo la hija de Minos, era mortalmente aburrido. ¡Y él se reía observándome, viéndome crecer fuerte y salvaje, indomable como una potranca! Hasta que llegó mi primera menstruación y me rodearon de esclavas guardianas que me vigilaban constantemente y me impedían hacer lo que a mí se me antojaba «por mi propia seguridad». Pero Dionisos ya me amaba entonces, adoraba mi espíritu indomable, mi infinita curiosidad y mis ganas de vivir y divertirme. Por eso esperó pacientemente a que creciese y tramó este maravilloso plan para llegar hasta mí y hacer que me enamorara de él. Por suerte para mí no es como su padre Zeus, que toma por la fuerza lo que no le es dado de buen grado, sin importarle edad ni condición. Dionisos esperó, me enamoró y me pidió en matrimonio precisamente la noche anterior a la llegada de Teseo. Aquello me convenció sin lugar a dudas que Láquesis había entretejido mi destino con el del dios del vino.
¿Por qué? Porque Dionisos no podía simplemente venir y secuestrarme. La mañana en que se acercó al mercado para darle el regalo a Calisto, fue consciente de ello. El influjo del hechizo que rodea el palacio lo dejó tan debilitado, que a duras penas consiguió regresar al Olimpo, así que yo tenía que espabilarme si quería escapar. Huir de Cnosos no iba a ser sencillo; tenía que alejarme de la isla todo lo que pudiese, pero ningún capitán en su sano juicio iba a aceptar como pasajero a una muchacha sola, sin la escolta de ningún hombre (marido, hermano, guardián) que la protegiese. Por eso, cuando al día siguiente oí comentar que entre los esclavos llegados de Atenas había un muchacho de mirada desafiante y cuerpo de soldado, pensé que ahí estaba mi oportunidad. Todos los esclavos que habían mandado hasta ese momento eran alfeñiques y el motivo para cambiar ahora solo podía ser uno: habían enviado a un guerrero para matar al Minotauro.
¿Cómo no se dieron cuenta los demás? Bueno, eso suele pasar cuando estas demasiado seguro de tu poder sobre los que tienes sometidos y si algo destila mi padre por sus poros, es la convicción que nadie puede oponerse a su voluntad ni revelarse contra sus mandatos.
Pero, ¿qué oportunidad iba a tener un hombre solo, con sus manos desnudas, ante la furia y la fuerza de mi «hermanito»? Ninguna. Por eso iba a aceptar mi ayuda sin pensárselo dos veces.
Aquella noche no fue difícil llegar hasta él. Las mazmorras que hay bajo el laberinto no precisan de muchos guardianes: sólo dos. Mientras yo me escabullía por palacio en busca de algunas armas de mi padre, Calisto se las ingenió para hacerles llegar dos jarras de vino sin aguar que los emborrachó hasta que cayeron inconscientes. Sin testigos, pudo robar las llaves y acercarse hasta la reja que protegía la celda donde estaban todos los esclavos llegados aquella mañana y, entre tanta piel pálida y cuerpo desnutrido, fue fácil identificarlo.
Al principio desconfió de nuestras intenciones, pero Teseo no es tan tonto como para desaprovechar la oportunidad que le dábamos, así que aceptó. Calisto le guió por los intrincados corredores hasta la puerta del laberinto, donde yo le estaba esperando con las armas que había robado: un yelmo corintio, un escudo hoplita de bronce y una lanza lacedemonia, todas regalos que mi padre había recibido de reyes de otras ciudades. A Teseo le encantaron y estuvo un rato sopesándolas y probándolas antes de hacerme caso.
—¿Por qué me ayudas? —me preguntó, y tuve que inventarme una historia convincente. Si le decía la verdad, que quería huir para casarme con otro, heriría su orgullo masculino y probablemente me traicionaría dejándome allí, huyendo solo. Así que mentí. Le dije que le había visto desembarcar y que su belleza y gallardía, la valentía que irradiaban sus ojos, me habían enamorado hasta el punto de querer abandonarlo todo por él, sin importarme quién o qué era. Entonces me confesó, lleno de orgullo, que era Teseo, príncipe de Atenas, y que me haría su reina si conseguíamos escapar de Cnosos con vida; y para corroborar sus palabras me besó mientras manoseaba mis pechos.
—Esto es un adelanto de lo que te espera —me dijo como si hubiese hecho algo grande. Yo suspiré haciendo ver que me había gustado cuando en realidad había sido repugnante. A mis quince años ya no soy virgen y se muy bien cómo hay que acariciar a una mujer para que sea placentero.
—Antes debes matar al Minotauro, mi amor —le contesté—. Y cuando estemos a salvo, en tu barco, entonces…
—Entonces te haré mía.
Abrió la puerta del laberinto, se puso el yelmo, se acomodó el escudo y agarró con fuerza la lanza, dispuesto ya a internarse en busca de la bestia.
—Espera —le dije, sacando un ovillo de cuerda—. Te ataré esto a la cintura. Así podrás volver sobre tus pasos sin miedo a perderte.
—Eres lista. Serás una gran reina.
«Ni en tus sueños», pensé, pero sonreí como si fuese feliz con el cumplido.
El laberinto es muy grande, gigantesco, y a punto estaba de amanecer cuando por fin salió de allí, sucio de sangre, sudor y tierra. Tenía varias heridas pero no dejó que se las curase. Corrimos hacia el puerto, esquivando la guardia que patrullaba por las calles, y embarcamos a tiempo antes que la luz descubriese nuestra huida.
Estando ya en alta mar, Teseo dejó que le limpiara las heridas. Intentó convencerme para que me entregara a él allí mismo y por un momento tuve miedo que me tomara a la fuerza, pero accedió a mis ruegos y esperó a que llegásemos a esta isla. Le dije que aquí me haría suya, sin ojos indiscretos ni oídos curiosos que nos escuchasen.
—Trae vino —le dije— para poder beber un poco y olvidarme de la vergüenza y el pudor, que soy virgen aún y estoy asustada.
Me creyó. ¿Por qué no iba a hacerlo? Al fin y al cabo tan solo soy una muchacha. Desembarcamos los dos junto con Calisto, por si necesitaba de ella. Nos alejamos de la playa hasta este claro en el que fluye un manantial de aguas cristalinas. Insistí en lavarme y perfumarme con los pocos cosméticos que había podido traer mi esclava y mientras esperaba, Teseo se bebió todo el vino hasta dormirse durante unos minutos, tiempo más que suficiente para huir y escondernos. Nos buscó, por supuesto, pero su vista, turbia por el alcohol, no fue capaz de encontrarnos. Así que se fue, enfadado. A saber qué contará de mí. Pero no me importa. Ahora Dionisos puede venir a buscarme y me convertirá en inmortal como me prometió y estaré siempre a su lado como su igual.
Escucha. ¿No oyes la música? Las citaras, los timbales, las voces cantando… Es él que viene a buscarme…