La locura de Pasífae
Poseidón no es un dios benévolo. ¿Por qué iba a serlo? Ninguno lo es. Todos son mezquinos, manipuladores, vengativos, injustos… Su ira no tiene límites y su egoísmo es absoluto. Nunca pude saber en qué pensaba el rey Minos cuando le desafió, pero desde luego no creo que tuviera la mente muy clara.
Todo empezó con un regalo, algo inofensivo y que debería haber sido fuente de alegría; pero los regalos divinos siempre tienen dos filos, como las espadas, y si no estas acostumbrado a manejarlas acabas cortándote. En este caso, traen la desgracia a todo un pueblo. ¡Qué los hados nos libren de estos presentes!
El toro que surgió de las aguas en la playa más cercana al palacio de Cnosos era hermoso, eso nadie lo pone en duda, pero ¿tanto como para que Minos se negara a su sacrificio? Se acercaba la época del año en que se celebraban las fiestas en honor a Poseidón cuando los sacerdotes del dios del mar presenciaron el prodigio.
Un enorme animal de un blanco inmaculado, cuernos afilados y pisada firme, salió de las aguas resollando y se inclinó ante los sacerdotes, demasiado aterrorizados para salir corriendo. Eso es lo que dicen que sucedió en aquella playa, aunque yo no puedo asegurarlo porque no estaba allí.
Lo llevaron hasta el templo y las doncellas le pusieron guirnaldas en los cuernos. Le lavaron para limpiar su pelaje del salitre del mar y le cepillaron concienzudamente. El toro parecía dócil y dejaba que todos se acercaran a tocarlo y acariciarlo hasta que Nimas, el Maestro de los Bailarines, se acercó a él.
¡Oh, amigos, puedo aseguraros que su reacción fue cualquier cosa menos dócil!
De una sacudida de su cabeza se libró de las guirnaldas; de su hocico empezó a brotar humo y con sus patas delanteras arañó el suelo con impaciencia. Se disponía a embestir a Nimas, todos los presentes fuimos testigos, y sólo cuando el Gran Sacerdote del Templo de Poseidón declaró que aquel sería el primer toro que danzaría con los bailarines en honor del dios del mar, el animal se calmó.
El día de la fiesta fue absolutamente espectacular. Nunca, ningún animal, había dado tanto juego en la plaza, y los bailarines pudieron lucirse dando saltos y haciendo cabriolas sobre aquel toro blanco, al que provocaban con giros y eludían con piruetas en el aire, saltando sobre la enorme testuz como si fuese un potro de madera como los que utilizaban en los entrenamientos. Pusieron en serio riesgo sus vidas, y la multitud presente tuvo el corazón en un puño durante todo el baile, pues sus héroes más queridos, los mejores bailarines de Poseidón, danzaban y saltaban arriesgándose cada vez más, probablemente inspirados por la fuerza y la voluntad del dios al que adoraban.
Minos quedó hechizado. Lo vi en sus ojos y me temí lo peor, pues nada hay más peligroso que un hombre justo y sabio dominado por la obsesión. Utiliza sus dones para ocultar su locura con el manto de la lógica, y los demás, acostumbrados a su sabiduría, no somos capaces de rebatirle en sus argumentos y damos por válido lo que él dice sin siquiera pararnos a pensar.
—¿Cómo podéis estar seguros que Poseidón quiere su sacrificio? —les preguntó a los sacerdotes y adivinos—. Un animal tan magnífico no puede estar destinado a morir tan pronto en el altar del sacrificio. Nunca en nuestras dehesas ha vivido un ejemplar semejante. ¿Podéis imaginar la descendencia que engendrará si se lo permitimos? ¿No será ese precisamente el destino que Poseidón quiere para su regalo?
Su discurso duró más de una hora. Abrumó de tal forma a los sacerdotes con sus palabras que al final convinieron en lo que él decía. Aceptaron su decisión de sacrificar cuatro hermosos toros en lugar del regalo de Poseidón, y ahí empezaron nuestras desdichas.
Los dioses nunca nos hablan claro. Se dirigen a nosotros a través de oráculos y adivinos, mandándonos señales que hay que interpretar. Nunca son directos. ¿Alguna vez habéis oído hablar de algún dios que se dirigiera personalmente a un mortal y le dijera «quiero esto de ti»? No, por supuesto, a no ser que el dios en cuestión sea Zeus, y el mortal, una mujer… Aunque dudo mucho que en tales ocasiones Zeus llegue a decir nada.
Me estoy desviando de la historia que quería contaros. Quizá algún día os hable de Zeus y sus amoríos, pero no hoy.
Os decía que los sacerdotes acataron la voluntad del rey sin oponer resistencia a pesar que todas las señales indicaban que estaba equivocado y sacrificaron cuatro toros en lugar de aquel que debían.
Durante varios días no pasó nada, pero la crueldad de los dioses es extrema y todos sabíamos que Poseidón nos haría pagar por aquella afrenta, así que aguardábamos con el corazón en un puño, asustados de lo que podía ocurrir, pues es bien cierto que una de las formas predilectas de los dioses de castigar, es hacerlo a través del sufrimiento de los más allegados. Esta vez no fue una excepción.
La locura de Pasífae. Así es como se conocen en Cnosos todos los hechos que ocurrieron después, aunque pocos se atreven a hablar de ello en voz alta y la mayoría prefieren olvidar como si no hubiese pasado nada. Nos les culpo por ello, pero los que vivimos de cerca todo lo acontecido no podremos olvidar nunca.
No puedo decir que lo que sintiera la reina fuese amor, sino más bien lujuria. Se pasaba todo el día en la dehesa observando el toro, pasándole el cepillo hasta que su pelo brillaba bajo el sol. Lo acariciaba y besaba ante la atónita mirada de su corte, y montaba sobre su lomo, abrazándose al nervudo cuello para no caer mientras el animal corría libre.
La maldición de Poseidón la había alcanzado de lleno, sin lugar a dudas, y la ceguera del rey Minos, que se negó a aceptar la verdad y castigó cruelmente a quien intentó hacérsela ver, hizo el resto.
Por aquella época vivía en Cnosos, bajo la protección del rey, un gran arquitecto y artesano llamado Dédalo. A él acudió Pasífae desesperada por consumar lo que, en su locura, llamaba amor.
—Constrúyeme una vaca —le ordenó, pues las reinas no piden ni suplican—. En ella me esconderé y engañaré al toro blanco, ya que hasta ahora rehuye todos mis intentos por excitarlo y hacer que me monte.
Dédalo obedeció, por supuesto. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Contarle la verdad a Minos? No, todos sabían que eso no era nada saludable. Así que cuando le preguntaron en qué trabajaba, contestó que la vaca que construía, con madera y piel, era una ofrenda para el toro, para que Poseidón supiera hasta qué punto lo adoraban. A Minos le gustó la idea y por eso dictaminó que el día que estuviese terminado, toda la corte en peso se desplazaría en peregrinación hasta la dehesa para ser testigos de la entrega. Pobre rey Minos, poco podía imaginar lo que iba a ocurrir.
Llegó el día. Pasífae se excusó alegando estar enferma pero dio permiso a todas sus damas y esclavas para que asistieran a la celebración, y cuando se quedó sola, corrió a casa de Dédalo para esconderse dentro de la vaca falsa antes que llegaran los esclavos encargados de transportarla hasta la dehesa.
La procesión fue hermosa y alegre. La encabezaban todas las doncellas de Cnosos, vestidas con túnicas tejidas en oro y plata, que bailaban mientras lanzaban al aire miles de pétalos de flor. Después iban los sacerdotes del dios, graves y circunspectos, cantando las letanías de alabanza a Poseidón. Acto seguido, llevada sobre un pedestal por cuarenta esclavos, iba la vaca construida por Dédalo, con Pasífae desnuda escondida en su interior. Detrás de la ofrenda iba el rey, vestido con sus mejores galas y montando un brioso corcel, seguido por sus generales, ministros, consejeros y el resto de cortesanos de palacio. El pueblo, a ambos lados del camino, vitoreaba la comitiva con gritos de júbilo, agitando pañuelos de colores en señal de alegría.
Cuando llegaron a la dehesa donde el toro pastaba tranquilamente, los esclavos descargaron a la falsa vaca y se retiraron. Todos los presentes se quedaron en silencio, expectantes, esperando un prodigio del dios. ¡Cuánto debió de llegar a reírse Poseidón con lo que ocurrió!
El toro blanco se acercó a la vaca de madera en la que se había escondido Pasífae. La olisqueó durante unos segundos y… la montó. Embistió a la ofrenda como si fuese una vaca verdadera y los gritos de placer de la reina fueron claramente audibles para todos, aunque solo reconocibles por el propio rey.
La ira por saberse engañado, ultrajado públicamente por su propia esposa, le hizo perder el sentido de la justicia y le dio a su brazo una fuerza inusitada. Desenvainó la espada y de un solo golpe partió por la mitad la vaca ofrendada, dejando visible a una Pasífae desnuda milagrosamente intacta, siendo penetrada brutalmente por el animal mientras gemía y reía de placer, totalmente abandonada a su locura y ajena a las miradas de horror de la corte en pleno.
Las consecuencias fueron trágicas para muchos. Los esclavos que la transportaron sobre sus hombros, inocentes pero esclavos, pagaron con sus vidas. Dédalo, el constructor, fue exiliado después de haber sido azotado como un vulgar criminal y confiscados todos sus bienes. Las damas de la reina fueron devueltas a su familia, negándoles así la dote real y la posibilidad de concertar un buen matrimonio. Las esclavas fueron vendidas a los burdeles de la ciudad, donde acabaron muriendo de sífilis, gonorrea o de una paliza dada por un cliente insatisfecho. Como siempre en este mundo, los débiles pagan por los excesos de los fuertes y poderosos.
A Pasífae la encerraron en sus aposentos, con la sola compañía de una vieja criada a la que le habían cortado la lengua tiempo atrás, y nadie excepto esta última y el rey podían cruzar las puertas custodiadas por los guardias más leales. Allí pasó los siguientes meses apartada del resto del mundo, entreteniéndose con su telar y su lira, sin nadie con quien hablar y sin noticias del mundo exterior. Mientras, su vientre iba creciendo, cada vez mas hinchado a consecuencia de la semilla que el toro había depositado en su interior.
¡Que cruel la venganza de Poseidón! Una mujer bella y honorable, ejemplo de pureza y de virtud, sometida de esta forma a la vergüenza y el oprobio a causa del orgullo y el egoísmo de su propio marido, y castigada por éste siendo inocente en su locura, pues nadie puede luchar contra la maldición del dios marino cuando se apodera de tu mente.
Pero no todo terminó ahí, pues la reina dio a luz a un engendro al que pusieron de nombre Minotauro, un monstruo con cuerpo humano y cabeza de toro que se alimentaba de carne humana. Dédalo fue perdonado y llamado de vuelta a Cnosos ante la necesidad, construyó un laberinto donde el rey ordenó encerrar al Minotauro y allí lo alimentaron con los jóvenes que las ciudades sometidas al poder de Minos debían entregar como tributo…
Pero eso ya es otra historia.