39
Recogemos a la viuda Pictone, la instalamos en una butaca de su salón y aguardamos a que vuelva en sí. Impaciente, Brenda toma un frasco de cristal de una bandeja, bebe un trago para comprobar que, efectivamente, es whisky, y mete la nariz en el gollete. La anciana dama abre un ojo. Sentado en su rodilla derecha, su difunto le toma la mano entre sus patas. Con astucia, le ha puesto en la muñeca su brazalete de aniversario. El brillo de los diamantes la hace retroceder, de pronto, en su sillón.
—¿No es un sueño? —se asusta.
—Sí, querida mía —le responde el oso de peluche con voz tranquilizadora—. Para mí, en todo caso, es un sueño que se realiza: he rogado tanto para que oyeras por fin mi voz…
Me parece que se pasa un rato, pero bueno, tiene razón. Y, además, le prefiero hipócrita que hipocondríaco. Lo que cuenta es la eficacia.
—¿Pero, cómo es posible? —farfulla ella.
—Estoy muerto, Edna, aunque me encuentro bien, gracias a este muchacho. Te burlaste mucho de mis trabajos de física cuántica, de mi teoría sobre la conciencia que crea nuestra envoltura carnal y le sobrevive. Pues bien, ya ves: yo tenía razón. De todos modos, te necesito, Edna. Estoy en peligro. Te he arruinado la vida, lo sé muy bien, pero eres la única que puede salvarme de la muerte.
Se interrumpe, mira cómo los ojos de la anciana dama se llenan de lágrimas. Con esfuerzo, ella traga saliva y se vuelve hacia mí, moviendo la cabeza:
—No es Léonard, no lo reconozco… Es… demasiado amable.
—La muerte pone las cosas en su lugar, Edna. Te pido perdón por todo el daño que nos hemos hecho, por todas las disputas inútiles, por todas mis críticas a tu cocina y esas manías que tanto me enojaban… Me arrebatabas el aire, es cierto, pero ahora lo echo en falta. El infierno conyugal es siempre mejor que el purgatorio a solas.
La anciana dama busca a tientas un pañuelo en su manga. Él añade:
—¿Ya está, me reconoces mejor ahora?
Ella mueve la cabeza sorbiendo. Vacila y, luego, dominando cierta repulsión, posa la mano sobre la piel del oso que cabalga en su rodilla derecha.
—También yo lo echo en falta, Léonard. Tanto silencio… Nunca podré vivir sola.
—Están los niños —responde él sin convicción.
—De eso se trata. Van a meterme en una residencia. Ahora, la villa es suya.
—No, no, tranquilízate: la vendí con un usufructo vitalicio, para financiar mis investigaciones. Un usufructo vitalicio para ambos: nadie te pondrá de patitas en la calle.
—¿Y si habláramos de mi problema? —digo para abreviar los arrullos.
El oso y la anciana dama siguen mirándose, como si yo no existiera.
—No pienso sobrevivirte —insiste ella con firmeza—. La vida sin ti no significa nada. Llévame contigo, Léonard…
—Enseguida no, Muñeca —responde con aire turbado—. Pero te prometo que tendremos una segunda oportunidad, tú y yo, en el más allá… si haces lo que te digo.
Y le explica con la máxima delicadeza la necesidad de que sus despojos permanezcan en el fondo del mar y, por lo tanto, de proporcionar a las autoridades un chip distinto al suyo para darle tiempo a destruir el Escudo de Antimateria.
—¿No vas a empezar de nuevo, verdad? —se indiana Muñeca.
Él replica que es la única solución para, cuando llegue el día, llevarla de viaje de bodas al Paraíso.
—¿Te estás burlando de mí?
—¡Claro que no, Muñeca! El Escudo bloquea las almas en la Tierra, ¡te lo he dicho cien veces! Y si me deschipan, no podré ya hablar contigo. Escucha, tenemos una suerte de mil diablos: un hombre de mi edad acaba de morir a dos pasos de aquí, con el rostro hecho papilla y sin familia alguna. Basta con que digas que soy yo.
Ella guarda silencio, frunciendo el ceño. Algo la reconcome. Sin duda la jugarreta del Escudo, la perspectiva de ver a su esposo convertido en un terrorista a título póstumo.
—¡Léonard! —dice con ofuscada lentitud—. ¿Te he oído bien: me pides que reconozca un cuerpo que no es el tuyo? ¡Y que lo entierre en el panteón de mis padres!
—Los cadáveres carecen de importancia, Edna. Cuando abres tu correo, tiras los sobres. Lo que importa son las cartas.
—¡Pero es un sacrilegio!
—¡No, es una prueba de amor! —replica en tono hastiado—. Si quieres que te lleve conmigo para rehacer nuestra vida en el más allá, tienes que impedir que la policía encuentre mi verdadero cuerpo. ¡Punto y final!
—¡Ah, no, por fin te reconozco! —chirría ella—. No has cambiado. Sigues siendo el mismo egoísta, sin ninguna consideración por lo que sienten los demás…
—¡Estás tocándome las narices, Edna! —grita él golpeándole la rodilla izquierda—. Deja ya de hablar del pasado: te he hecho una petición concreta, y el tiempo apremia. Ahora, si prefieres quedarte sola en la Tierra como en los cielos, con tus ridículos principios y tu qué-dirán, eres muy libre de hacerlo, ¡me importa un bledo!'
Antes de que torpedee nuestra causa, me apresuro a decirle a su viuda que, si se niega a cooperar, yo voy a quedarme huérfano. Me mira fríamente, como si perturbara su intimidad.
—¿Pero quién eres tú, a fin de cuentas? —me suelta en plena cara.
Desprevenido, evito responder: «El asesino de su marido.»
—Es mi propietario —afirma el oso—. Se llama Thomas Drimm y me ha ofrecido, espontáneamente, asilo político en su peluche. Resultado: ha puesto en peligro la vida de su padre, que, mientras tú parloteas sobre el panteón familiar, es torturado por el Ministerio de Seguridad, por mi culpa.
La anciana dama sostiene la mirada de las bolas de plástico, luego me mira de soslayo, antes de volverse hacia Brenda que le tiende un vaso de whisky. Se moja los labios, se lo devuelve, suelta con voz acida:
—¿Y usted, doctora, qué papel desempeña en esta historia?
—El mismo que usted, señora —sonríe Brenda—. Víctima voluntaria de la sagrada unión de estos dos tiparracos.
Los labios de la viuda dejan de temblar y sus rasgos se relajan un instante, antes de endurecerse de nuevo en una mueca guerrera.
—Deme mi bastón —le ordena mientras se levanta bruscamente del sillón y hace caer, sin consideraciones, a su marido en la alfombra.