16

Cuando llego a la estación Presidente-Narkos-III, me quito los auriculares con la cabeza atiborrada por las cantantes de moda que, para demostrar que tengo la edad que tengo, me obligo a que me gusten. Sorprendido, escucho un llanto en mi mochila. Abro la tapa, consternado de antemano.

—Llévame contigo, Thomas, te lo suplico —temblequea la voz del viejo en su peluche, volviendo hacia mí sus ojos de plástico.

Aprieto los dientes para no dejarme conmover. Ya no puedo enternecerme. Añade:

—Eres el único que puede salvar a la humanidad.

—No vale la pena que me halague. Yo me paso a la humanidad por el forro.

—Haces mal. Hay un terrible problema con mis chips, Thomas. He obtenido la confirmación desde que estoy muerto.

—¿Pero no va a descansar nunca en paz, aunque sea un poco?

Mueve la cabeza a ras de mochila, en el pasillo del metro.

—Escúchame bien: las células del cerebro entran en conexión con el chip, ya lo sabíamos; intercambian constantemente informaciones por ondas electromagnéticas. ¿Me sigues? Sus memorias se interpenetran… Pero hay algo peor.

—¿Qué más?

—El alma, Thomas. El espíritu, lo que queda de nosotros cuando estamos muertos. Cuando se recicla el chip en los convertidores de energía, se bloquea el alma. En vez de dispersarse para unirse al mundo espiritual y proseguir la ley de la evolución reencarnándose, el alma permanece en actividad energética en la Tierra, para fabricar corriente, carburante, antimateria…

—Pues bueno, mejor así: sirve de algo.

—¡No lo comprendes! No se recicla sólo la energía. Todo lo que ha compuesto un ser humano, su proyecto, sus emociones, su memoria, permanece prisionero de la materia, porque el funcionamiento electromagnético del cerebro prosigue. Es como si no hubiera más muertos en la Tierra: sólo comatosos que sobreviven artificialmente.

—Explíqueselo a su viuda.

—¡Pero si a ella le importa un bledo! No me cree.

—Tampoco yo le creo. Inventa cualquier cosa para seguir en mi oso. Pues bien, ha ganado: quédeselo, se lo regalo.

—¿Pero eres tonto, o qué? ¡No voy a pasarme la eternidad en este peluche tóxico! El principio mismo de la vida es el intercambio. El intercambio entre las especies, entre lo visible y lo invisible, entre los muertos y los vivos. Pues bien, ya no hay intercambio, no hay comunicación posible. Probablemente hoy soy el único fantasma en la Tierra. ¡La única alma capaz de expresarse, Thomas! ¡Gracias a ti! Si hubieran recuperado mi chip, nunca habría podido ponerme en contacto contigo, no habría podido evolucionar…

—Pues bueno, suba al cielo, vaya a evolucionar y déjeme en paz.

—¡No puedo! Aunque el chip se escape del convertidor de energía, el Escudo de Antimateria marcha en los dos sentidos, Thomas. Impide a las almas abandonar la atracción terrestre, así como impide a los desencarnados del más allá ayudarnos reencarnándose.

Suelto un suspiro abrumado mientras subo a la calle. Me encuentro en una larga avenida limpia, donde los grandes arboles rodean casas de ensueño. Intento orientarme mientras e sigue agitando sus patas, con vehemencia.

—Si ya no hay reencarnación, no hay nacimiento, no hay evolución, no hay proyecto. Y es una catástrofe por ambos la-Jos: si el más allá no es alimentado por el regreso de las almas, pierde su energía y su razón de ser. ¿Comprendes?

—Perfectamente: ¡vaya a alimentarlo! —digo hundiéndolo de nuevo en la mochila para evitar que los viandantes vean como se agita.

—¿Lo haces adrede? Te repito por enésima vez que no puedo abandonar vuestro mundo, a causa del Escudo de Antimateria. ¡Ese es el drama de mi invento! En cuanto un fotón se acerca, el pictonium crea de inmediato un antifotón que lo rechaza. Ahora bien, son los fotones los que vehiculan nuestra conciencia después de la muerte. Si no me ayudas a destruir el Escudo para liberar las almas prisioneras de sus chips, Thomas, la especie humana va a desaparecer.

—No veo en qué me afecta eso.

—Eres un ser humano, ¿no?

—Soy un adolescente. Arrégleselas con los adultos. Vamos, adiós.

He llegado ante el 114 de la avenida del Presidente-Narkos III. Una hermosa casa de cristal y madera rubia.

—Es muy guay, su casa. Comparada con la mía, no hay color: estará usted cien veces mejor.

—No me abandones, Thomas, eres el único que puede hacer que estalle la verdad. Revelar al mundo todo lo que he descubierto. Es absolutamente necesario que seas mi portavoz.

—De todos modos, nadie me escucharía.

—¿Y crees que mi mujer va a escucharte? ¿Realmente crees que va a reconocerme?

Dudo en llamar. En la puerta de entrada hay una gran ra-nura de plata para echar el correo.

Mientras vivía, tampoco me tomaba en serio. Ése es su problema. Buena suerte.

Aplano su cabeza y la meto por la rendija. Se atasca. Fuerzo.

—¡Basta! —aulla debatiéndose—. ¡Al ladrón!

—¡Cierra el pico! No te estoy robando, te estoy devolviendo.

Unos viandates me miran, sorprendidos, mientras me empeño en hacer entrar mi juguete en el buzón. Les sonrío, con naturalidad, como si lo hiciera todos los días. He conseguido introducir una oreja y la mitad del cráneo cuando la puerta de pronto se abre. El oso se queda en mis manos.

—¿Qué ocurre?

Una anciana alta de cabello azul me contempla, crispada sobre un bastón, con aspecto maligno, bata gris oscuro y pantuflas a cuadros. Compongo un rostro tranquilizador de primero de la clase.

—Buenos días, señora, encantado, ¿es usted la señora Pictone?

Asiente con un movimiento desconfiado.

—Perdone que la moleste, pero le devuelvo a su marido.

—¿Léonard? —exclama de inmediato soltando el bastón—. ¿Dónde está?

Busca a su alrededor, dividida entre la esperanza y la angustia.

—Hele aquí.

Se vuelve hacia mí, baja los ojos. Le tiendo el peluche. Ella abre la boca con el mentón tembloroso, deforma sus labios en un rictus de odio.

—¿Y tienes la cara dura de hacer semejante broma? ¡Mocoso de mierda!

—No es una broma, señora, se lo juro. Dígaselo, profesor.

Pongo el oso ante el rostro de su viuda. Silencio. Lo sacudo para incitarle a confirmar su identidad.

—¡Pero dígale quién es usted, vamos! No hay razón para que ella no le escuche: ¡a fin de cuentas es su mujer!

Los labios del peluche permanecen cerrados y la mirada de plástico perfectamente neutra.

—Lárgate o llamo a la policía, ¡gamberro!

—¡Pero quédeselo, al menos! —digo tendiéndole el oso, y añado, penosamente—: Es un regalo.

¡Plaf! Nos ha cerrado la puerta en las narices.

—Ya te he dicho que no te creería —triunfa el otro—. Además, ya has visto su jeta. Me he pasado la vida intentando escapar de ese dragón, no caeré de nuevo en sus manos a título póstumo. Te he elegido a ti, chiquillo, con conocimiento de causa. Y no podrás librarte de mí.

Una enorme cólera estalla entonces en mi pecho. Vuelvo la espalda a la casa y cruzo la avenida.

—Ya era hora —se alegra el oso, cabeza abajo—. Volvamos a tu casa y pongámonos a trabajar.

—Yo regreso a mi casa; tú te quedas aquí.

Con los dedos crispados sobre la gomaespuma de su pata trasera, corro hacia la basura.

—Thomas… ¿No hablas en serio?

—Descansa en paz.

Levanto la tapa de un contenedor, lo arrojo al interior y sigo mi camino.