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Ministerio del Azar, 12.30 h del mediodía
Al entrar en la sala de control de los juegos, Lily Noctis pregunta al teclista de guardia cuál es su nombre. Ruborizado de emoción, el funcionario salta de su asiento y balbucea su respuesta como si se tratara de una prueba de concurso. Sin escucharlo, le pide que se conecte con el casino de Ludiland. Él vuelve a sentarse para efectuar la operación, luego ella lo invita, golpeándole con la uña en el hombro, a cederle el puesto.
Moldeada por un impermeable negro ultraestrecho, apenas abierto por un costado, la mujer de negocios se instala en la silla giratoria. Mientras el controlador se concentra en el portaligas que se divisa por la hendidura del impermeable, la codirigente del grupo Nox-Noctis pasa revista, en los monitores, a las máquinas tragaperras de la sala grande. La cámara en modo panorámico se detiene en los jugadores, mientras en la esquina derecha de la pantalla aparece la potencia energética capitalizada por su chip.
Tras unos instantes, Lily Noctis elige a un apuesto cuadra-Senario de 1.500 yods, cuya bio aparece en una ventana, a la la izquierda de la imagen. Subjefe de recogida selectiva del Misterio de Inseminación Artificial, está perdiendo de nuevo lo que había ganado en tres horas. Ella se pasa la lengua por el labio superior, mientras sus dedos recorren el teclado para obtener las referencias de la máquina en la que él juega.
Avisado de la inesperada llegada de Lily Noctis, el ministro del Azar entra en la sala de control, con el rostro tenso de inquietud. También él va vestido de riguroso luto, para el homenaje que el gobierno rendirá a Boris Vigor, durante la ceremonia de Deschipado nacional fijada para dentro de media hora.
—¿Qué ocurre? —pregunta al descubrir, en la parte baja de la pantalla, las coordenadas del casino cerca del que vivía Léo Pictone—. ¿Hay algo nuevo?
—Lo habrá —responde Lily Noctis sin dirigirle la menor mirada.
Hace clic en el menú selección, entra un código secreto, desactiva luego el modo aleatorio.
—¿Qué está haciendo? —se alarma el ministro del Azar.
—Ya lo ve usted.
Los circuitos electrónicos de la máquina tragaperras aparecen en una ventana. Los estudia un instante, pulsa una tecla para consultar el contador de apuestas y el de ganancias. Tras ello, entra una programación, la ajusta y la valida.
Al mismo tiempo, en la imagen central, el jugador seleccionado hace girar los rodillos, con la mirada apagada, resignado a su mala suerte del día. Cinco 7 rojos se alinean temblequeando, mientras se encienden con pimpante música las luces parpadeantes del superjackpot.
—¡Eso es absolutamente ilegal! —se indigna el ministro—. ¡Habíamos alcanzado ya la cuota mensual de las GNA! Las ganancias no aleatorias debían permanecer en la horquilla de las probabilidades, ¿adonde iríamos a parar, si no? ¡Esta inflación es muy peligrosa! No se bromea con el equilibrio de la balanza de pagos, ¿lo ignora usted? ¡Todos debemos respetar la ley! ¡El azar no es un juego!
—Pero la ley soy yo —interrumpe ella en tono terminante—. Si quiere conservar la confianza del Presidente, manténgase tranquilo. De hecho, ha sido usted transferido.
—¿Cómo?
—Mañana será usted nombrado para el Ministerio de Espacios Verdes, felicitaciones por su ascenso. El Presidente ha querido que yo le sustituya.
El ministro crispa las mandíbulas, se ciñe el nudo de la corbata y, como una maldición, le desea que lo pase muy bien.
En cuanto da media vuelta, Lily Noctis escribe, en otro teclado, una orden de misión con efecto inmediato para Anthony Burle, inspector del Casino de Ludiland. Envía el correo electrónico con una aviesa sonrisa, luego sugiere al controlador de guardia que vaya a buscarle un café. El joven, halagado por el honor, se apresura a salir de la sala. En el umbral, se vuelve y pregunta en tono ansioso:
—¿Corto y con azúcar o largo sin azúcar?
—¿A usted qué le parece? —responde ella en tono suave.
Él se ruboriza de nuevo y se esfuma. Ella se apoya en el respaldo del sillón articulado, cruza las piernas mientras golpetea con los dedos su boca. Mirando al techo, busca mi presencia, se concentra en mis vibraciones, define mi punto de vista.
—¿Bueno, Thomas? No has venido del modo habitual, caramba… No duermes, ahora te encuentras en estado modificado de conciencia… en pleno trance. Eso está bien. Progresas. Comienzas a ejercer tu poder sin que, lamentablemente, haya medio de controlarlo…
Un frío desagradable entumece mis pensamientos. Ella añade:
—Nuestro primer encuentro será esta tarde, ¿no es cierto? Eso está bien. Estoy impaciente. Tu plan es interesante, pero tendrás que modificarlo de nuevo.
Señala en la pantalla, con un dedo impertinente, al maravillado jugador, a quien rodea, con fervor y solicitud, el personal del casino.
—Acaba de llegar a los 68.000 yods —dice señalando el resultado de su chip—. Eso servirá. Decididamente es su día de suerte: recibirá el homenaje de todo el gobierno. Qué honor, haber poseído un chip que será reciclado bajo la identidad de Boris Vigor.
Se humedece los labios, se acerca a la pantalla, prosigue:
—¿De qué le hacemos morir? De alegría, caramba, es un hermoso final. Su corazón no habrá soportado la impresión.
Esperarán la llegada de tu madre. Han ido a avisarle: bajará enseguida. ¿Te das cuenta? El mayor jackpotista de la historia de los casinos, ¡y le toca a ella! ¡Qué emoción para tu mamá! Tanto más cuanto, dentro de tres minutos, espichará en sus manos.
El decorado se contrae. Una fuerza de rechazo enturbia mi visión.
—¡Ah, eso está muy bien! —se alegra—. Te resistes. Se nota que has trabajado tu poder mental, hoy… ¿De modo que quieres que deje en paz a ese jugador? En cierto sentido, tienes razón: de nada sirve ya sacrificarle, puesto que habéis devuelto a Boris. ¿No es cierto? Si ese imbécil se ha puesto de vuestro lado, lo sacaremos del juego. Será deschipado, peor para él. Y peor para su hija… Pero me obligas a indultar a un condenado, Thomas. Y ya conoces la ley del Azar: por cada víctima salvada, otra tiene que perecer. Has querido que dejara vivir a un desconocido cualquiera; eres muy dueño. Pero por ello te arriesgas a perder a un ser querido.
Lanza un suspiro fatalista, apaga la pantalla.
—Qué vamos a hacerle, he programado un fallecimiento en el casino de tu madre; no puedo desactivar el destino. Mucho me temo que no vas a sentirte contento. Y que lamentarás tu elección.
Calla por unos instantes con la mirada en el vacío, sonríe a las imágenes que pasan ante sus ojos.
—De todos modos —prosigue—, el proceso que has iniciado está ya en marcha. Gracias a ti, bonito, a la humanidad sólo le quedan dos días. El fin del mundo cae en jueves.