17

El más fortachón de los polis mete a mi padre en la parte trasera de su coche. El segundo se pone al volante haciéndole una señal al tercero, que vuelve a nuestra casa y cierra la puerta tras de sí. El coche arranca como una tromba. A través de las cortinas mal corridas, veo que el policía se instala en el salón, en el sofá, sin duda a esperar mi regreso.

Cierro los ojos y apoyo la frente en el pilar.

—¿Tú eres el hijo? —pregunta Brenda Logan con voz más dulce.

No respondo, con los dedos crispados en la correa de mi mochila, los labios prietos, concentrado en mi respiración para contener las lágrimas.

—Ven.

Toma mi mano y yo me dejo llevar. Entramos en su edificio, rodeamos el ascensor averiado, subimos por la escalera. La sigo como un robot. Me invita a su casa. Está sucediéndome la cosa más hermosa del mundo y, al mismo tiempo, vivo la peor de las catástrofes.

—Me llamo Brenda Logan —dice abriendo la puerta.

—Ya lo sé.

Se vuelve levantando una ceja. Le digo que lo he visto grabado en lo que queda de su bici y que yo soy Thomas Drimm, como mi nombre indica en mi mochila.

—¿Quieres beber algo?

—No, está bien, gracias.

Entramos en un imposible desorden, con trapos, pesas, botes de pintura, cuadros no terminados, un mes de vajilla sucia, un tatami de judo y, en la habitación con la cama deshecha, el punching-ball rojo que veo desde mi tragaluz. Hay también, colgado de una puerta, un canguro de esponja más raído aún que mi oso. Esa clase de estuche con cremallera para meter el pijama cuando se es pequeño. Ese recuerdo de infancia me da un pellizco de intimidad, pero la emoción es barrida de inmediato por la angustia de que el profesor Pictone se reencarne en el muñeco de Brenda.

—¿Qué ha hecho tu padre?

—Nada. Es un error.

—Siempre es un error —dice en tono experimentado, dejando la rueda de su bici—. Siéntate.

Busco un lugar libre. Ella retira de un puf un lienzo que representa un círculo rodeado de círculos. Ignoraba que fuese pintora. Le digo que es muy hermoso.

—Es el cáncer de hígado. Yo era médica.

De eso estoy al corriente. Estaba en mi tragaluz el día en que unos tipos de uniforme vinieron a destornillar su placa, en la fachada del edificio. En el barrio, se dice que ya no tiene derecho a curar a la gente, porque se negaba a denunciar a la Seguridad Social a sus pacientes con depresión nerviosa. Infracción de la ley contra el Secreto Médico. Sin duda por eso no le gusta la policía.

—Si tu padre nada tiene que reprocharse, tal vez seas tú el que ha hecho una tontería, ¿no?

De pronto hay tanta amabilidad en su voz, casi esperanza incluso, que siento las lágrimas asaltando de nuevo mis ojos.

—No lo sé, señora.

—Llámame Brenda. ¿No sabes si has hecho una tontería, o no sabes si es por esta causa que han detenido a tu padre?

Aparto la mirada. Quisiera, de todo corazón, decirle la verdad, la cometa, la muerte del viejo y el oso de peluche, pero no quiero que tenga problemas por mi culpa. Respondo simplemente que mi padre es profe de letras y que, entonces, bebe. El atajo no parece sorprenderla. Pone una mano en mi pelo. No de un modo compasivo; de un modo solidario. Se identifica conmigo.

—¿Hace mucho tiempo que vives ahí enfrente?

—Un año y medio.

—Nunca te había visto.

Abro los brazos, apenado, como si fuera culpa mía. Me entristece un poco que haya olvidado la noche en la que sacamos al mismo tiempo nuestras basuras de alcohol que hacían clinc-clinc, con la mirada que intercambiamos, la sonrisa que decía que nos comprendíamos sin decir nada, pero bueno. Me he montado una película una vez más. Añade:

—Claro que nunca veo a nadie.

Se agacha para recoger un sujetador tirado en el suelo y lo oculta bajo un almohadón, mientras yo finjo que miro a otra parte. Es una lástima que yo sea demasiado joven para cortejarla. Sobre todo es una lástima saber que, cuando tenga la edad, ella no me habrá esperado.

—¿Qué vas a hacer, Thomas?

Reacciono, pongo orden en mis pensamientos. Digo que no lo sé.

—¿Tienes madre?

Respondo que sí, y eso le parece una buena noticia.

—¿A qué hora vuelve?

—Depende.

—¿Quieres esperar aquí? Así no estarás solo con el pasma.

—Gracias, Brenda.

Su nombre es un regalo en mi boca. Ojalá mi madre vuelva lo más tarde posible. Con el perfume de Brenda Logan en las narices y su imagen ante los ojos, casi consigo olvidar todo lo demás. Por galantería, señalo de todos modos la rueda puesta en la entrada.

—Pero usted iba a salir, ¿no?

—Me iba en bici porque llegaba tarde. Ahora, ya no hay ninguna prisa. De todos modos, me habría perdido el casting.

—¿El casting?

—Soy top-model desde que me expulsaron de la Orden de los Médicos. Bueno, lo intento. Debuto a la edad en que las muchachas se retiran. A los veintiocho años, en este oficio, ya no existes. Pero yo me empecino.

Va a servirse un whisky. Pienso en mi padre, dentro del coche de la policía. Espero que no lo retengan mucho tiempo. La última vez que lo detuvieron, fue por haber cruzado un paso de peatones en estado de embriaguez. La conductora que le había atropellado presentó denuncia por su carrocería dañada, y cuando él volvió a casa, a la mañana siguiente, temblaba como un martillo neumático por la falta de alcohol.

—Todo lo que he logrado hasta hoy —prosigue Brenda echando una ojeada a la calle— es un contrato para los pies que hieden. Has tenido que verme, por televisión. La pierna izquierda.

—¡Ah, sí! —digo para complacerla.

—¿Me reconociste?

—Claro.

Vacía su vaso con una sonrisa torcida.

—No mientas: me cortaron por encima de la rodilla. Me descalzo, hago psssh-psssh con Sensor, el desodorante que captura los olores en vez de enmascararlos, y un Mog me besa el pie.

—¿Un Mog?

—Un tipo con traje y corbata, del tipo oficinista, normal, serio. En la vida, hay tres tipos de hombres: los Mogs, los Megs y los Mucs.

Inclino la cabeza con aire entendido, como un hombre. Ella precisa:

—Los Muy-grises, los Muy-gilipollas y los Muy-casados. Por eso vivo sola.

Aparto los ojos para ocultar mi alegría. No sé por qué, pero esta muchacha desprende una especie de energía que lo hace todo posible, menos pesado y no tan grave.

—Hoy —prosigue—, era un casting para el pelo sucio, que se vuelve magnífico en tres segundos gracias al champú seco Hydrex. ¿Qué te parece?

Se arranca la gorra, sacude sus mechones enredados, apagados y chungos. Le digo que, en efecto, no está tan mal que le hayan mangado la rueda de la bici. Ella permanece un instante inmóvil, mirándome, luego me tiende la palma para que yo la choque con la mía.

—Es raro que un hombre me diga la verdad. Gracias, Thomas Drimm.

Respondo que no hay de qué, pero he faroleado bastante con mi franqueza, yo que, ante mi madre por ejemplo, nunca digo lo que pienso. Por otra parte, sin duda es por eso. He querido marcar la diferencia. En todo caso, vale la pena ser sincero: es la primera vez que una muchacha me llama «un hombre».

—Sin embargo, me había lavado por partes —insiste, inclinando la cabeza hacia delante—. A la derecha, mi champú de la semana pasada; a la izquierda, el Hydrex de esta mañana, para preparar el test comparativo. ¿Ves alguna diferencia?

Toco sus cabellos, los olfateo, le digo que prefiero su olor natural. Ella se incorpora con cierta brusquedad y va a acodarse en la ventana, con aire un poco hosco. Tal vez he dicho algo inconveniente. No es que sean fáciles las mujeres, sin instrucciones de uso.

Me muevo por la habitación, buscando cómo reparar mi desconocida plancha. Y, de pronto, me quedo inmóvil. Un cuadro inconcluso está apoyado en la pared. Lo reconozco, sin conocerlo. Tengo la increíble sensación de haberlo visto. Y eso me produce una impresión más fuerte aún que el arresto de mi padre.