23

En los últimos minutos antes del saque inicial, cuando todas las plazas sentadas están ya ocupadas, venden a los pobres el espacio circundante. Las taquillas son tomadas al asalto por racimos de histéricos dispuestos a matarse mutuamente por un rincón de peldaño o un pedazo de reja donde aplastar la nariz. Ahora comprendo mejor la cara de mi padre, durante el desayuno, cuando la víspera ha asistido a su partido mensual obligatorio.

Brenda se dirige directamente al mostrador «Invitaciones VIP», tras el cual un gorila ocioso se mordisquea las pieles alrededor de las uñas.

—Buenos días —dice con tranquila autoridad—, soy la agregada ministerial de Boris Vigor. Este niño acaba de traerme un objeto que perteneció a su hija Iris. Debo entregárselo de inmediato: es su mascota.

El gorila se ha incorporado, en actitud de amenaza o de respeto, no lo sé muy bien. A menos que sea cosa de la seducción.

—Lo haría con gusto, señorita, pero el señor ministro está ya en el tapete.

Un inmenso clamor puntúa su frase, sustituido por el himno nacional.

—Bueno —decreta Brenda—, lo veremos después del parado. ¿Puede hacer que le lleven una nota al vestuario?

—Claro que sí, señorita.

—Es usted un amor.

Saca su libreta del bolso, arranca una hoja y la ennegrece con una caligrafía rápida y puntiaguda. Yo abro mi cazadora para echar una ojeada a Leo Pictone. Con las patas cruzadas, está de morros. El control de la situación se le escapa, y eso no me disgusta del todo. Tenía mil veces razón al querer contratar a Brenda como ayudante: es el tipo de muchacha para la que todos los obstáculos se convierten en trampolines.

—No pensaba asistir al partido —prosigue dirigiéndose al de la taquilla—, pero bueno: razón de Estado. ¿Quedan plazas en la tribuna del gobierno?

—Lamentablemente, no.

—Qué vamos a hacerle, valide esas dos entradas.

—¿Y Arnold? —digo a mi pesar.

—Se llamaba Harold, ¿no?

—No lo creo.

—¿Ves? —dice—, ya lo hemos olvidado.

Cruzamos las barreras de control, los pórticos de seguridad, luego el compartimiento de votación, donde nos cambian nuestras entradas por dos cajetines negros. Brenda configura el suyo con su chip, apoyándoselo en la sien. No sé qué hacer con el mío.

—¿Es tu primer partido? —pregunta.

Asiento. Ella me lo explica: puesto que tengo menos de trece años, tengo derecho a voto pero, si gano, no gano nada. Meto el cajetín en mi bolsillo interior, a la derecha del oso, y trepamos por los graderíos, que tiemblan por el pataleo de los espectadores.

Entre un concierto de aclamaciones y silbidos, los dos equipos desfilan por turnos, en la parte alta del estadio, por el tapete verde del que sale la rampa de lanzamiento. Las tribunas semicirculares dominan una ruleta de casino, tan grande que los números de las casillas se distinguen desde el último graderío, donde están nuestros asientos.

—Primera categoría… ¡y un huevo! —masculla Brenda—. Hemos hecho bien dándole esquinazo a ese rácano de Arnold.

Asiento. La música de los equipos se detiene. Los jugadores se detienen, en posición de firmes con sus uniformes acolchados, detrás de sus capitanes.

—¡Bo-ris Vi-gor! —grita la multitud golpeando con los pies.

El capitán de los blancos con estrellas azules avanza hasta el borde del vacío. Se quita el casco integral para saludar entre aclamaciones. Luego le toca al verde con lunares amarillos, que se quita a su vez el casco entre silbidos, recibe un tomate podrido arrojado por un lanza-tomates, se seca el rostro y vuelve a ponerse el casco.

—¡Hagan juego! —aulla una voz por los altavoces.

La ruleta gigante comienza a girar, mientras miles de aficionados, a nuestro alrededor, introducen cifras en su cajetín, con una excitación ávida. Brenda me susurra que, si acertamos el número, ganaremos bastante para perder durante seis meses.

—¿Cero? —propone.

—De acuerdo.

Apostamos al mismo tiempo. Dado que mi voto será en blanco, por qué no jugar lo mismo que ella. Sería demasiado estúpido ganar yo solo para nada.

Redobla el tambor, cada vez más fuerte, luego un súbito silencio.

—¡No va más! —ordenan los altavoces.

Todo el mundo deja el cajetín, mira la pantalla que domina el estadio. Al cabo de unos segundos, aparece el 31, el númer por el que más se ha apostado. Los mayoritarios berrean su júbilo.

El primer verde con lunares amarillos entra en la rampa de lanzamiento. A una velocidad vertiginosa, aterriza en el cilindro, donde, hecho una bola, rebota de casilla en casilla para acabar, tendido cuan largo es, a caballo entre el 2 y el 25. Cuando la ruleta se inmoviliza, evacúan su cuerpo entre la re chifla de la multitud.

Brenda me explica las reglas: la ruleta girará hasta la eliminación de los hombres-bolas. Cuanto más cerca del número plebiscitado por la multitud está la casilla donde termina el jugador, más puntos gana su equipo. En caso de igualdad, el último que queda vivo es el que gana.

—¡Hagan juego!

Apostamos lo mismo, para no cansarnos. Esta vez aparece el 27.

—Cuando lo piensas bien —dice Brenda—, es una perfecta ilustración de la sociedad en que vivimos. El azar, que la multitud tiene la ilusión de elegir al votar, se convierte en la verdad que decide la suerte de cada cual.

No respondo nada, porque siento un nudo en la garganta: diríase que estoy oyendo a mi padre. Un blanco estrellado se ha lanzado por la rampa y consigue detenerse en el 11, a tres casillas del 27. Eso supone cuarenta puntos para el Nordville Star. Ovación.

Y la cosa continúa durante una hora, hasta la eliminación de los muertos y los heridos, que sólo deja en juego a Boris Vigor (210 puntos) y a tres verdes con lunares amarillos (340 puntos). El suspense parece fascinar a todo el mundo. Incluso Brenda se ha dejado atrapar, a la larga. La dejo excitarse con su cajetín, concentrarse como los demás para que Boris aterrice en la casilla ganadora. Yo saboreo aquel momento a su lado, muslo contra muslo, aunque me haya olvidado y aunque me sienta inquieto por lo que va a venir.

De hecho, Vigor no está en plena forma. Ha fallado en casi todas sus entradas de ruleta. Se ha lesionado en la rodilla a pesar del acolchado, y Leo Pictone, de pie sobre mis muslos, con los dedos crispados en los faldones de mi cazadora, me da furiosas patadas en el vientre cada vez que el campeón falla.

—¡Ya sólo faltaría que ese zopenco se matara! —refunfuña.

Le pongo la mano en la boca, por reflejo, y me encuentro con el carmín de Brenda, en forma de corazón, en mitad de mi palma. Tal vez sea egoísta, perdón, papá, pero bruscamente soy el más feliz del mundo, a pesar de las circunstancias, y finjo bostezar cada tres minutos para besar a hurtadillas a mi vecina en la cavidad de mi mano.

—Realmente estás aburriéndote —advierte ella por el rabillo del ojo.

Y se lo confirmo, por pudor.

El ambiente, decididamente, ha cambiado desde hace un rato. La consternación ha invadido las tribunas. Vigor cojea cada vez más cuando regresa a la rampa de lanzamiento, encorvado, reblandecido. El capitán del Sudville Club no está en el partido desde hace tres tiradas, pero ha terminado KO en la casilla ganadora. Y el Nordville Star pierde por 950 a 610. puesto que los puntos obtenidos aumentan a cada eliminación, según he comprendido, Vigor podría remontar aún, pero acaba a doce casillas del número adecuado, con los brazos en cruz. Ya no se mueve. Lo evacuan en una camilla.

Murmuro al oído del oso, hecho polvo:

—¿Ha muerto?

—¡Qué sé yo! ¿Qué quieres que capte entre esta marea humana? Ya no es un inconsciente colectivo, es un caldo de estupidez. Y la cosa comienza a influirme: ¡ya no me reconozco!

Pienso en mi padre, que está en alguna cárcel de la ciudad. Los camilleros llevan hacia la enfermería la camilla con el ministro, y mi última esperanza desaparece a ojos vista.