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—¡Vi-gor! ¡Vi-gor! —aulla la multitud para que el camión vuelva en sí.
Su último adversario válido está colocándose en lo alto de la rampa de lanzamiento, cuando un testigo anaranjado se enciende en el marcador, junto al nombre de Vigor. Si hubiera muerto, me dice Brenda, la luz sería roja. Eso quiere decir que el ministro abandona.
Gritos de furor llenan el estadio. Aparentemente, muy poca gente ha apostado por la victoria de los verdes con lunares amarillos. El superviviente del Sudville Club se quita el casco, sube al podio para recibir su copa y cae de rodillas, con una bala en el cráneo. Las fuerzas del orden invaden los grade-ríos para descubrir al que ha disparado.
—Ven —dice Brenda cogiéndome de la mano.
Se desliza entre la jauría que intenta abrirse camino hacia la salida. Ahí puede verse la ventaja de entrenarse en el boxeo. La gente no desconfía de una mujer que carga con un preado-lescente; ella se abre camino a puñetazos y le ayudo, tanto como puedo, con algunas zancadillas.
En menos de un cuarto de hora hemos salido del recinto, donde inmensas redes antimotines han caído sobre los aficionados, para permitir que se masacren allí evitando los desbordamientos. De lo contrario, hay demasiadas quejas entre los vecinos. Es la técnica de la marmita, puesta a punto por el Misterio de Seguridad: cuando la cosa hierve, ponen la tapa.
Brenda me lo explica mientras me arrastra a la carrera hasta el mostrador VIP. Su admirador la recibe con una sonrisa afligida.
—¿Cómo se encuentra él? —pregunta, inquieta.
—Ya se ve que no tenía su amuleto —responde el del mostrador sin mojarse—. El señor ministro ha recibido su nota, ha dicho que le entreguemos una chapa Platinium, se reunirá con usted en su coche, en cuanto sea posible, en el aparcamiento 7.
Brenda le da las gracias, se embolsa la chapa magnética y en cuanto estamos fuera de su vista, lanza un grito de alegría con el codo doblado y el puño cerrado:
-¡Sí!
Me deja pasmado ver que mi problema le interese tanto. Yo bajo mi cremallera y tiro a Pictone de la oreja para que sea testigo de nuestro éxito.
—No la siento —masculla—, me temo una trampa. Escúchame bien.
Suelto un suspiro hastiado siguiendo a Brenda, que ha tomado la dirección del aparcamiento y ha cruzado los distintos controles con su chapa.
—Te he hablado de los fantasmas de niños, pero eso no es todo… Hubo algo más, en aquel cuarto de hora de horror que sufrí mientras dormía. Ya la primera noche después de mi muerte, cuando me conectaba contigo, tenía la impresión del que no estabas continuamente allí… Como si fueras aspirado al distancia por algo que trabaja en ti… Desconfía de Brenda.
Cierro mi cazadora para que se calle. No es el momento de comerme el coco con sus jugarretas de viejo celoso. Sospechar de Brenda es tan ridículo como si lo acusara a él de haberme denunciado a la pasma. Pero para qué discutir. Si estoy conectado a distancia con Brenda, eso se llama amor, y él no puede comprenderlo. ^
Acelero para reunirme con ella, en una avenida enrejada que flanquea los portales de los aparcamientos VIP. Se detiene delante del acceso número 7, apoya su chapa en el lector. El portal se abre ante un inmenso espacio cerrado, iluminado de amarillo, ocupado por un solo vehículo, al fondo. Una limusina negra de doce metros, por lo menos, un Oliva Presión II reservado a los miembros del gobierno. El coche más hermoso del mundo, exceptuando el Oliva Primera Presión del presidente Narkos.
Diez soldados armados nos reciben, comprueban la chapa platinium y nos acompañan hasta la limusina, aparcada ante la puerta del vestuario en la que se lee «Señor Ministro».
El chófer baja para abrirnos la portezuela trasera, y nos encontramos en el interior de un salón de cuero con minibar, pantallas, mesa y gimnasio.
—El señor ministro le ruega que perdone su retraso: está recibiendo a algunos cuidados. El bar está a su disposición.
La portezuela se cierra con un suspiro. El chófer vuelve al volante y sube el cristal negro que lo aísla de nuestro salón.
—¡Te adoro! —exclama Brenda estampando un gran beso en mi mejilla—. ¡Un trasto semejante es como para caerse de culo! ¡Mira qué lujo! Prescindimos muy bien de él, pero hacemos mal. ¡Champaña!
Saca la botella del cubo de plata, la descorcha, llena dos copas. Yo saco a Leo Pictone de mi cazadora y lo instalo en la banqueta de piel de cuero blanco. Con las patas rígidas y aspecto tieso, se arregla con gesto maquinal su falda levantada, olvidando aparentemente que no hay nada que ocultar.
—Así pues —continúa con su voz crispada, mientras ofenda iguala el nivel de la espuma en las copas—, te estaba diciendo que me huelo una trampa. Una parte de mí mismo encuentra indispensable y coherente ponerse en contacto con Vigor por medio de su hija, pero otra parte desconfía… Todo esto es demasiado fácil, está demasiado bien compuesto, sale demasiado bien… Parece hilvanado con hilo negro.
—¡Para usted! —digo tendiéndole la copa que me ha dado Brenda.
Él me mira, inexpresivo, sin tomarla. La mirada de Brenda va de él a mí.
—Vamos, profesor Pictone, bien puede ver que Brenda está de nuestro lado y que la necesitamos absolutamente. Usted es de la Academia de Ciencias, ella es médica: pueden brindar juntos. No vale la pena que finja ser sólo un peluche.
—Bebe un trago, vamos —me dice Brenda haciendo chocar su copa contra la que yo sostengo—. Por lo general, se tienen visiones cuando uno está trompa; pero puesto que tú lo haces todo al revés, tal vez esto te siente bien.
Le recuerdo que es alcohol, y que soy menor.
—¿Qué riesgo corres? Tu padre está ya en la cárcel.
—Precisamente por eso.
Ella se muerde los labios, molesta. Aprovecho para soltar el argumento de choque:
—Escúcheme, Brenda, si no intenta usted creerme, nunca oirá su voz. Tiene cosas hiperimportantes que decirle. Y cuando hago de traductor, olvido la mitad.
—Vale.
Vacía la copa de un trago, la deja, toma la mía y añade, brindando con el hocico del académico:
—A su salud, profesor. Advierta que, en su estado, desde el punto de vista de la salud, ¿qué puede temer usted? ¿Las polillas?
La portezuela se abre. Boris Vigor, con abrigo azul, entra en la limusina y se derrumba sobre la banqueta, encima del oso.
—Lamento haberle hecho esperar, muchacho. ¿Es usted Thomas Drimm?
—¡La trampa! —aúlla Pictone bajo el abrigo azul—. Yo tenía razón: ¡es una trampa! ¿Cómo sabe tu nombre? ¡Huye!