6
El coche se detiene ante nuestra casa, una barraca de ladrillos y chapa. Es la más fea y la más pequeña que la Educación nacional nos haya dado como alojamiento desde que mi padre está clasificado como alcohólico. Como funcionario, no pueden despedirlo, dada la ley de Protección del Empleo, de modo que lo trasladan, lo cambian de casa y lo humillan para empujarle al suicidio, según él. Hasta ahora, resiste.
—Vas directamente a tu habitación para terminar los deberes antes de cenar, sin pasar a decir buenas noches a tu padre.
—Bien, mamá.
Tiene razón. El domingo por la noche, si voy a darle un beso en su despacho, me llena el coco durante una hora con las civilizaciones desaparecidas de las que no tenemos derecho a hablar en la escuela, puesto que ya no existen, de modo que de nada sirve. Chinos, grecorromanos, africanos, israelíes, árabes… A mí me gustan todas esas leyendas, esas historias de guerras, de invasiones, de cataclismos y de religiones que se dan de palos, pero es cierto que perturba porque, de todos modos, era un mundo menos modos, era un mundo menos aburrido que el nuestro y, cuando regreso a la realidad, ya no tengo ganas de hacer los deberes.
de puntillas, subo a mi habitación, que está en el desván donde ya toco el techo. Si mi padre sigue bebiendo, me interesa dejar de crecer, de lo contrario acabaré encorvado como el viejo al que he matado en la playa.
Ya está: ha vuelto. Había conseguido no pensar demasiado en eso, concentrándome en los problemas de mis padres. Pero apenas he cerrado la puerta de mi habitación, me encuentro a solas con el horror de mi crimen.
Apoyo la frente en el ventanuco que da a la casa de Brenda Logan. Esta noche, todavía no hay luz en su casa. Brenda Logan es mi sol, mi rincón de cielo azul, la ventana por la que me evado. Brenda Logan es una rubia de todos los diablos con unos ojos de color caramelo, unos pechos que te tiran de espaldas y unos músculos increíbles. Cada noche, se entrena durante horas golpeando un saco de arena al qie trata de cabrón, basura, puerco. Es mi espectáculo antes de acostarme, y con frecuencia prosigue mientras duermo. Salvo que al cabo de un rato, en mis sueños me convierto en el saco de arena y, entonces, ella deja de pegarme y me estrecha contra sí diciendo «amor mío».
Tiene por lo menos el doble de mi edad, y mi única posibilidad con ella es que está sola como yo, sin curro, es desgraciada, y también hay botellas de alcohol en su basura. Si eso no la estropea demasiado pronto, será un punto en común cuando yo sea mayor.
Nunca olvidaré la vez en la que nos encontramos, por la calle, un jueves, al sacar nuestras bolsas anaranjadas. Eso hacía clinc-clinc en la suya, casi tan fuerte como en la mía… Nuestras miradas se encontraron, ella se ruborizó, yo también. Bajamos los ojos, volvimos a levantarlos al mismo tiempo y, de pronto, nos dirigimos una sonrisa de complicidad, como si nos hubiésemos reconocido y el resto del mundo hubiese dejado de existir. La recogida selectiva, vamos. Y luego su bolsa cedió. Ella comenzó a abroncarla con tanta fuerza como a su saco de arena, y entonces las dejé, por discreción. Pero desde aquel día, con mis kilos de más, mi porvenir alcohólico y mis notas por debajo de cero, se me metió en la cabeza un amor imposible. Tengo el horizonte dos veces más cerrado, vamos.
Me dejo caer en la cama, junto al viejo oso de peluche de mi infancia que he sacado del baúl de los juguetes para despistar. Así, mi madre me cree retrasado y ya no pasa el tiempo buscando en mi habitación revistas de chicas desnudas. Las chicas desnudas las escondo en el fondo del baúl de los juguetes.
Dicho eso, esas revistas me importan un bledo. No es parra engañar a Brenda Logan con desconocidas que me sonríen sin saber quién soy. Es sólo para crecer más pronto, entrenarme para ser un hombre. Así, el día en que me atreva a dirigirle la palabra, sabrá que tengo experiencia con las mujeres…
Pero todo eso era hasta ayer. Cuando todavía tenía corazón para soñar. Ahora se ha terminado. Soy un asesino.
Con la cabeza en la almohada, cierro los ojos para volver a ver la escena de la playa, a buscar los indicios que permitirían llegar hasta mí. Si me pongo a pensar en el crimen, puesto que no puedo hacer otra cosa, mejor pensar de modo útil.
No encuentro nada. Por mucho que registre todos los rincones de mis recuerdos de esta tarde, no veo qué prueba he podido dejar contra mí. A las seis y media, antes de marcharme con mi madre, he dado un rodeo por el puerto, para asistir al regreso de David. Le he ayudado a amarrar su barco de pesca y he recuperado, discretamente, con mi navaja, el trozo de los hilos de la cometa que, como estaba previsto, se habían soltado de los pies del viejo a causa del peso del cuerpo y de la resistencia del agua. Si lo encuentran, con los guijarros en los bolsillos, no habrá duda alguna: es un suicidio. Ahora que no corro ningún riesgo, puedo culpabilizarme tranquilo.
Con las manos unidas, la mirada en el techo, reúno lo que me han enseñado en la escuela en instrucción cívica, y comienzo a orar con todas mis fuerzas a media voz, para que el Creador me oiga pero mis padre no.
—Maestro del Juego que estás en los cielos, ¡no va más! —digo trazando en mi rostro el signo de la Rueda—. Me acuso de haber matado a un viejo sin hacerlo adrede, como usted ha visto hace un rato. Gracias entonces por acogerlo en el Gran Tapete verde del Paraíso, para que pruebe suerte en la Ruleta del Destino, y que saque un buen número para reencarnarse mejor.
—¡Qué tontería!
Doy un brinco. He oído una voz. Su voz. La voz agridulce con la que el viejo me había agredido a causa de mi cometa. ¿Me estoy volviendo loco o qué? En las novelas prohibidas que mi padre me pasa a hurtadillas, se cuentan historias como ésa en las que los asesinos oyen la voz de su víctima, a causa del remordimiento y de los fantasmas. Pero los fantasmas, en la vida, no existen.
—Pues sí. Ésta es la prueba.
Zambullo la cabeza bajo el somier. Nada, salvo la ratonera y el pedazo de queso.
—¿Pero qué estás buscando debajo de la cama? ¡Ves perfectamente que estoy aquí!
Me incorporo de un brinco. Calma. Tengo alucinaciones, eso es todo. No hay nadie en esta habitación, salvo mi oso de peluche y yo. en un reflejo procedente de la infancia, aprieto entre mis puños al antiguo compañero de mis noches de tormenta.
—¡Deja de apretarme así! ¡Ya me has matado una vez, eso basta!
Suelto de pronto el peluche, miro con horror al viejo oso astroso, que clava en mí su mirada de plástico negro.
—Soy yo, sí. Uno se reencarna donde puede.
Con la boca abierta, siento que mi rostro se petrifica. No estoy soñando: veo moverse, a un metro de mí, los labios de pelos marrones y blancos.
—Muy buenos días, Thomas Drimm.
—¿Sabe usted mi nombre?
—No tengas miedo, no voy a ir a la policía. Eso quedará entre nosotros. Todo lo que te pido es que sigas pensando en mí, ¿de acuerdo?
Levanto la mano y balbuceo «lo juro», como en la tele. Añado rápidamente:
—¡No me haga daño, señor! Lamento mucho lo que ha sucedido, ¡no lo he hecho adrede!
—¿Y qué cambia eso, cretino?
Trago saliva apretando los dientes. Tengo que ser razonable. Tengo que repetirme que estoy teniendo una alucinación mórbida, como me explicó mi madre, el año pasado, cuando creí verla tendida en su mesa debajo del señor Burle, del Ministerio del Azar, que había venido a controlar su moralidad. Me dijo: «Es hormonal, eso es todo. Eres un preadolescente, un preobeso, el comportamiento tuyo se está desarreglando, oyes voces y tienes visiones. Nada más. Eso se denomina una alucinación mórbida. ¿Queda claro?»
En tono frío, observando el techo, declaro solemnemente:
—Maestro del Juego que estás en los cielos, no es culpa mía haber matado el viejo, pero lamento que haya muerto.
Yo también, te lo advierto: tenía muchas cosas que hacer, no había terminado en absoluto mis trabajos. Bueno, lo esencial es que me escuches. Y de todos modos, tengo que decirte gracias.
Doy un respingo, contemplo de nuevo el peluche de boca torcida.
—¿Gracias? ¿Gracias de qué?
—Te lo explicaré más tarde. De momento, toma tu navaja y descose la comisura de mis labios. No estoy acostumbrado a alojarme en un cuerpo de gomaespuma sintética y me agota articular con dos milímetros de boca.
Clavo mis ojos en las bolas de plástico negro, inexpresivas, y replico:
—Es usted una alucinación mórbida, ¿lo ha comprendido?
—Si eso te tranquiliza.
—Y en primer lugar, ¿cómo puede hablar usted? ¡No tiene cuerdas vocales!
—No te hablo con cuerdas vocales, chiquillo, me dirijo a tu cerebro por telepatía. Pero no estás lo bastante evolucionado para escuchar directamente los pensamientos: necesitas ver palabras saliendo de una boca. De modo que me veo obligado a pasar por eso. A hacerte una traducción simultánea, a refabricar mi voz humana injertándola en un soporte real, y no es muy agradable, ¡créeme!
—¡Pero yo no le he pedido nada!
—¿Y yo te pedí que me hundieras el cráneo con tu cometa?
—¡Ha sido un accidente!
—Precisamente: ¡un accidente se repara! Eres responsable: tienes que ayudarme, no tienes otra opción. ¡Y descóseme estos malditos labios!
—¡No grite así: abajo están mis padres!
—Eres tú el que grita, chiquillo. yo soy una alucinación mórbida, ¿no? De modo que eres el único que me oye.
—¡Pero yo no quiero oírle! ¿Va a salir usted, de una vez, de ese oso?
—Ni hablar.
—¡Ya veremos!
Lo agarro por una pata trasera y lo mando volando contra la pared.
—¡Ay!
Ha aullado. Corro, asustado, lo tomo en mis brazos. Ha perdido un ojo.
—¿Esá bien, señor?
—Pero, bueno, eso es, ¡remátame a título póstumo! ¡Ah, me ha tocado el gordo! ¡Qué zopenco! ¡Húndeme otra vez el ojo!
A cuatro patas, busco la bola de plástico negro que ha rodado hasta debajo de mi silla. La vuelvo a meter en su alojamiento.
—Gracias. No es que necesite ese chirimbolo para verte, pero me molesta que bizquees al mirarme. ¡Navaja!
Jadeando, con los dedos temblorosos, abro mi cortaplumas y corto los hilos para ampliar la sonrisa del oso.
—¡Ya era hora! ¿Me oyes mejor así?
Conteniendo mis lágrimas, le digo que ya le oía muy bien
—Ah, no llores. Por favor. Eso enmaraña las transmisiones, no conseguiré que me captes.
—¿Pero cómo es posible?
—¿Cómo es posible que me captes? Porque piensas en mí y te sientes culpable. No cambies nada, es perfecto: tengo un montón de cosas por decirte, extremadamente urgentes y de una importancia capital. Y eres el único a quien puede dirigirse mi alma: nadie más sabe que estoy muerto.
Con un nudo en el estómago, le pregunto si hay que avisar a algún familiar.
—¡Ah, no, de ningún modo! Si vieras a mi familia… Quedémonos así. Bien. Primera cosa: ¿cuál es tu nivel?
—¿Mi nivel?
—En ciencias, en mates, en biología, en física… ¿eres bueno o no?
—No.
El oso de peluche suelta una especie de suspiro que hace pfffrrrttt.
—Estoy de suerte. Se me ha cargado una nulidad. Qué vamos a hacerle, nos arreglaremos con lo que tengamos a mano. Toma una hoja.
—¿Para qué?
—Tengo que dictarte unos cálculos. Tenía una fórmula en la cabeza cuando tú me has matado, y tengo miedo de olvidarla. No se tienen superpoderes cuando se está muerto, te lo advierto. Primera revelación. Lo único que cambia es que ya no se tiene reuma. ¡Anota!
—¿Pero, por qué yo?
—¿Has visto alguna vez a un oso tomando notas? Repito que mis pensamientos hacen mover estos labios de peluche para que fijes tu atención en algo. Pero es muy fatigoso para mí. No voy a reventarme, además, moviendo para nada unas patas sin dedos que no pueden sujetar un bolígrafo. ¡Anota! Siete multiplicado por diez elevado a la duodécima potencia…
—¡Aguarde, va demasiado deprisa!
—No tengo la eternidad por delante, chiquillo. Al menos, no lo sé. Mi estado actual puede muy bien ser transitorio. Tal vez mi espíritu va a disolverse de un momento a otro.
—¿Es cierto? —digo con un acceso de esperanza.
—Vuelve a sentarme en tu cama, estoy ridículo en esta postura.
No se equivoca. Puesto al bies contra el zócalo, con una pata trasera doblada y la pajarita atravesada, tiene aspecto de un anuncio para suavizante. Le levanto por los hombros, le apoyo la espalda en un almohadón.
—Gracias, vuelve a coger su bolígrafo. Todo se arremolina en mis pensamientos. Así pues, si tengo una intensidad de siete elevado a la duodécima potencia de protones por ciclo…
—¡A la mesa! —grita mi madre.
—¡Ya estamos, la familia! —suspira el oso—. Me saca de quicio… Bueno, ve a cenar y vuelve pronto.
Dejo mi bolígrafo con mano temblorosa, me dirijo hacia la puerta. Antes de salir, echo una ojeada hacia atrás. La cabeza del oso ha girado para seguirme con la mirada.
—Perdóneme, señor, pero…
—Se dice: «Le ruego que me perdone».
—Perdón. ¿Pero quién es usted exactamente?
—En adelante, soy tu ángel custodio. Te necesito, de modo que te protejo. Ve a cenar, lograrás que te echen una bronca.
—No… Quiero decir… ¿Quién era usted, en la vida?
—¡Te estoy llamando, Thomas! —grita mi madre.
—¡Vamos! —ordena el oso—. Lávate las manos, a la mesa y apresúrate a regresar. Tú y yo tenemos que salvar un planeta.