PRÓLOGO
2 de julio de 1932, Zaire
La vieja cabaña se alzaba solitaria junto a la orilla. Una bruma baja procedente del agua flotaba como un manto sobre la arena y se arremolinaba alrededor de la pequeña construcción de madera antes de disiparse entre la hilera de árboles de la parte trasera. A pesar de la distancia a la que se encontraba, Cutter lo oía perfectamente. Se limpio el sudor de la frente con un trozo de tela andrajoso y empapado que llevaba en el bolsillo y a continuación se volvió hacia su guía, Obi, para hacerle una señal. Se aproximaron lentamente a la cabaña, con paso vacilante, sabían de sobra lo que acechaba en su interior.
Obi se detuvo, respiró hondo y dirigió una mirada llena de recelo al hombre blanco. Cutter sonrió antes de percatarse, algo alarmado, de que su compañero estaba temblando.
—Me impresiona que hayas llegado hasta aquí —lo tranquilizó—. Quédate, entraré solo.
Poso una mano en su hombro.
—No puedo moverme —musito Obi, sin poder ocultar su vergüenza.
—No te preocupes, lo entiendo.
Cutter se volvió y echó un vistazo a la cabaña. Habría resultado una imagen fantasmagórica incluso sin la bruma espectral procedente del río y, además, el zumbido, esa exasperante cacofonía, le estaba jugando una mala pasada. Cutter habría jurado que la pequeña construcción aumentaba de tamaño ante sus ojos, que la hinchaba el rumor que crecía en el interior.
—Si me llamas, puede que no acuda en tu ayuda, amigo —le avisó Obi, con gran pesar.
—Lo sé, no pasa nada —respondió Cutter.
Continuó avanzando entre la niebla, que se apartaba a su paso, hasta que llegó junto a la puerta de madera. El sonido se había hecho insoportable, pero trató de ignorarlo con todas sus fuerzas cuando llevó la mano al picaporte. Requeriría de un esfuerzo sobrehumano para entrar y en ese momento no parecía contar con la fuerza necesaria para hacerlo. Su mente asediaba su cuerpo con imágenes de lo que le esperaba al otro lado de la puerta. Accionó el picaporte, pero la puerta no se abrió y en ese momento Cutter se sintió presa del mismo pánico que había paralizado a su guía. La dama estaba dentro, esperándolo, de eso no le cabía la menor duda. Cerró los ojos y ordenó al cuerpo que insistiera, que luchara.
Sin saber como, la mano se movió como si la guiara una fuerza invisible y accionó el picaporte. La puerta se resistió, pero al final cedió. El sentido común le ordenó a voz en grito que se detuviera, que diera media vuelta. Sabía que el miedo instintivo e irracional unido a la falta de sueño alimentaba su ya de por si desbordante imaginación, pero no podía echarse atrás porque ella ya lo tenía atrapado entre sus garras. Era consciente de que lo primero que debería haber hecho era regresar al pueblo en busca de ayuda, que debería haber cumplido la promesa que le había hecho a su mujer y haberse mantenido alejado del peligro. Era consciente de muchas cosas.
El resquicio que se abría entre la vieja puerta y el combado marco se ensanchó. De repente, el zumbido que surgió de los oscuros rincones de la cabaña engulló al hombre y perturbó su raciocinio. Se detuvo, incapaz de discernir el interior de la choza a oscuras, aunque muy consciente de la presencia de ella.
Obi seguía paralizado. Entre los suyos estaba considerado un tipo duro y valiente, aunque eso era antes de que supiera que el monstruo existía, algo que jamás habría imaginado. Había crecido con las leyendas de la tribu, pero hasta ese día creía que no contenían ni un asomo de verdad. Sin embargo, cuando vio a Cutter delante de la puerta de la cabaña con la mano en el picaporte, supo que eran ciertas. El terror que se reflejaba en el rostro del hombre blanco, en sus ojos, en la palidez de su piel, era desalentador. Algo se posó en el labio de Obi, pero ni siquiera tenía fuerzas para alejarlo de un soplido. El hombre blanco temblaba. Había abierto la puerta lo suficiente para entrar en la cabaña.
Las paredes estaban vivas. Cutter vio que unas formas oscuras y cambiantes cubrían las tablas, hervideros de extraños fantasmas formados por miles y miles de diminutos insectos zumbando a la vez. Las criaturas ocultaban incluso el armazón de una cama y una caja de madera, sin dejar ni un milímetro ala vista. Cuando la vio, el corazón estuvo a punto de parársele. En un estante basto, hecho de corteza de árbol, descansaba un enorme mosquito rojo. Su aspecto no se diferenciaba de los millones de criaturas que lo rodeaban, pero tenía un tamaño excepcional, fácilmente el de la mano de un niño. Impertérrito ante el frenesí de sus discípulos, o ante la llegada del intruso, simplemente estaba allí, mirándolo.
Cutter recuperó el control de su cuerpo y sacó una red y un tarro enorme de la bolsa que llevaba colgando del hombro. Después de todos los años que llevaba en ese trabajo, las herramientas seguían siendo sencillas, rudimentarias, pero eficaces. Desenroscó la tapa del tarro y se la metió en el bolsillo. Los mosquitos comenzaron a agruparse sobre los zapatos y algunos empezaron a aventurarse piernas arriba. Se estremeció y a punto estuvo de dejar caer el tarro, pero levantó la red por encima de la cabeza y avanzó hacia el estante, rezando para no provocar una reacción en cadena mientras iba pisando incontables cuerpecitos. Ella parecía seguirlo con la mirada, batiendo las alas lentamente. A punto estaba de atraparla con la red cuando oyó un espantoso alarido.
Creyó oírlo dentro y fuera de su cabeza al mismo tiempo. Era espeluznante, el grito agonizante de un perturbado. El clima del interior de la cabaña sufrió un cambio, las sombras oscuras de las paredes se desvanecieron y miles de formas diminutas alzaron el vuelo hasta formar una gruesa columna a su alrededor. La dama permaneció en silencio, inmóvil. Cutter supo entonces que el grito que había oído había sido profético, pues era idéntico al que en esos momentos arrancaba de sus pulmones. Después de que los discípulos se hubieran dado un festín con la sangre del hombre, llegó el turno de la dama, y cuando esta sació su sed, apenas quedaba una gota de líquido rojo en el cuerpo desecado.
Obi oyó el escalofriante alarido desde la orilla. En cuanto cesó, la sensibilidad regresó a su cuerpo junto con un angustioso sentimiento de culpa. No pudo reaccionar durante varios segundos, aunque deseaba dar media vuelta y echar a correr. En ese momento, como traída por el viento, oyó una voz de mujer.
«Ven… No tengas miedo. No quiero hacerte daño…».
Se quedó boquiabierto y su respiración se volvió entrecortada. Había oído las palabras, pero no podía creer en ellas. ¿Acaso el mito era cierto? ¿Esa criatura era capaz de entrar en la mente de un hombre? Imposible. Sin embargo, estaba seguro de que no se lo había imaginado, ella lo había llamado.
«¿Y bien?».
Algo lo atraía hacia la cabaña. No deseaba acercarse, pero tampoco podía negarse. Desvió la vista hacia el sol del atardecer y luego volvió a mirar la cabaña. Cerró los ojos e imaginó su hogar y su familia. Justo cuando creía que se liberaba de lo que lo retenía, sus pies empezaron a empujarlo hacia la construcción de madera. «Por favor —rogó, sin abrir los ojos—, por favor, suéltame». Alargo una mano, que ya no era suya, hacia el picaporte de la puerta. El interior de la guarida de la dama estaba más fresco. Obi esperó su abrazo y lo que este prometía.
A unos tres kilómetros río abajo, Ernest Faraday estaba sentado a la sombra secándose el sudor de entre los pliegues de piel llenos de pecas que se le formaban sobre los ojos. En África no disfrutaba de las comodidades a las que estaba acostumbrado en casa. Cada nuevo día conllevaba una nueva pesadilla, un nuevo fastidio. Odiaba el calor asfixiante, era como si se estuviera cociendo vivo. La noche anterior había soñado que estaba atrapado dentro del pitorro de la tetera de su abuela y que no era capaz de escapar de aquel hervor continuo. A pesar de lo temprano que era, el calor no le dejaba pensar con claridad. Odiaba ese lugar. Incluso a la sombra, era como estar en el infierno.
Y desde el infierno observaba a los nativos que descargaban en la orilla las mercaderías de una embarcación amarrada a pocos metros. Se movían como una criatura enorme y segmentada, entonando un débil mantra mientras trabajaban. De algún lugar a la espalda de Faraday le llegó una voz, una voz de mujer; sin embargo, por lo que sabía, no había mujeres por aquella zona. Las únicas que había visto en semanas estaban en el pueblo, a varios kilómetros de allí. Se volvió y escudriño la oscuridad que habitaba entre los árboles. Nada. Se dio media vuelta, se limpió el sudor de las cejas empujándolo con el pulgar hacia las sienes y continuó supervisando la actividad que se desarrollaba en la playa. Estaba convencido de que el calor le hacía oír cosas.
Burke y Pollard, los dos ayudantes de Faraday de la oficina de Londres, estaban enzarzados en una discusión acerca del modo más rápido para transportar las mercancías por la playa. Burke era la viva imagen del frenesí, gesticulaba como un poseso mientras perseguía a los desconcertados trabajadores por la arena.
—Mira, forman una cadena ordenada y bien hecha —decía—. No veo qué mérito tiene…
—Deberían transportarlo en parejas —le interrumpió Pollard, demostrando una vez más que nunca podría estar de acuerdo con su colega—. En parejas llevarían el doble… —Un perro comenzó a ladrar en algún lugar que Faraday no alcanzaba a ver. Era Caruthers, el yorkshire terrier de Burke. Pollard se estremeció—. ¿Por qué no le pones un bozal a esa apestosa bestia? ¡Ya sabes lo que pienso de los perros!
—Ya, seguro que no es peor que lo que ellos piensan de ti —replicó Burke.
Pollard se mordió la lengua y se limitó a sacudir la cabeza ligeramente como muestra de su desaprobación.
Faraday suspiró. Deseaba que llegara el atardecer para que aquel sol abrasador les diera un breve respiro. Aplastó un insecto delante de su cara y, mientras los observaba, se preguntó por qué los extenuados trabajadores no lo habían abandonado hacía semanas. Algo se posó en su nuca, pero él no se dio cuenta. Uno de los trabajadores comenzó a gritar y a agitar los brazos cuando Caruthers le empezó a mordisquear los anchos pantalones que llevaba. Faraday lanzó una palabrota, se puso en pie y se dirigió hacia el agua.
—¡Burke! Si no sabes controlar…
El mosquito que se le había pegado a la nuca escogió ese momento para hundirle la trompa con aguijón. Fue como si alguien le hubiera clavado en la carne una larga aguja fría como el hielo. Al cabo de unos interminables segundos, el dolor aumentó y Faraday comenzó a dar saltos, muy inquieto. Se palmeó la nuca repetidas veces en un desesperado intento por quitarse lo que le estuviera causando esa agonía, pero no acertaba.
Sus gritos llamaron la atención de Burke y Pollard, quienes lo miraron innegablemente asombrados.
—¿Qué narices está haciendo?
Burke se volvió y se dirigió hacia su jefe.
—No lo sé, pero por una vez en la vida está moviendo ese trasero gandul —murmuró Pollard, siguiéndolo.
Se acercaron al capataz, sin saber qué hacer o decir.
—¿Qué demonios ocurre, señor Faraday?
Pollard se detuvo sin dar crédito a sus ojos. Burke también lo había visto.
Faraday tenía pegado en la nuca algo parecido a un mosquito, aunque de un tamaño inverosímil, totalmente inverosímil. Era enorme. Los dos hombres retrocedieron un paso, boquiabiertos. Faraday producía unos sonidos espantosos que revelaban la intensidad del sufrimiento. Los trabajadores habían cesado toda actividad y miraban al hombre blanco con gravedad, como si ya antes hubieran sido testigos de ese tipo de espectáculo.
—¡Por el amor de Dios! —aulló Faraday—. ¡Quitádmelo! ¡Quitad…!
Se tambaleó sin saber hacia donde caminaba y cayó hacia atrás, en la arena, con los ojos desorbitados y preso de convulsiones. Al cabo de pocos segundos había muerto.
Burke y Pollard intercambiaron una mirada y, atónitos, se volvieron hacia el cuerpo. La piel de Faraday se volvía verde rápidamente. Horrorizados, vieron que el grotesco insecto, en esos momentos de color grana a causa de la sangre que había ingerido, asomaba arrastrándose por detrás de la cabeza del hombre y volaba hasta la frente, donde se posó y desde donde les devolvió una mirada llena de regocijo. La herida de Faraday humeaba y un líquido, que en parte era sangre, aunque no todo, empapaba la arena alrededor de la cabeza del muerto.
—Por todos los cielos.
A Pollard le vino una arcada. Era como si la cabeza de Faraday se estuviera disolviendo.
Las alas volvieron a la vida con un zumbido, se detuvieron y zumbaron de nuevo. La criatura se alzo en el aire. Burke y Pollard apenas oyeron los ladridos del perro que se les acercaba dando saltos por la arena. Sin previo aviso, el monstruo se lanzo contra ellos. Presa del pánico, Burke trató de huir, trastabilló y al caer se abrió la cabeza contra una roca de canto afilado. El dolor fue horroroso, aunque breve pues la muerte le sobrevino con rapidez. Pollard, siguiendo su ejemplo, tropezó con Caruthers y cayó en la arena. A1 volverse, lanzando una maldición y agitando los brazos, vio el largo y fino aguijón del insecto segundos antes de que se lo clavara. El zumbido del mosquito apenas era perceptible, pero los aullidos de Pollard se oyeron a kilómetros.
Caruthers olisqueó la cabeza de su dueño, gimoteando. No aceptaba que el hombre estuviera muerto. Los nativos se habían marchado y habían abandonado el género que estaban descargando cerca de la orilla, varios bultos ya flotaban en el río. Salvo por el rumor del agua y un débil zumbido agudo, el silencio se impuso una vez que cesaron los gritos de Pollard y los gimoteos de Caruthers.