2
INANICIÓN
Subí penosamente la pequeña pendiente arbolada, en la que se dibujaba un sendero agreste que seguí con los zapatos encharcados. Me imaginé los restos de la lancha estampándose contra las rocas. No sabía qué iba a decirle al capitán del puerto cuando volviera a Tryst. Por una parte quería evitarlo por todos los medios; no era ético, pero me ahorraría mucho dinero. Además, lo único que tenía el tipo era mi nombre y, con un poco de suerte, ni siquiera se molestaría en buscarme.
Segundos después, dejé atrás la maleza y me planté ante una casa. No era como la había imaginado. No sé por qué, pero me había figurado que me encontraría con una pintoresca cabaña de campo cubierta de hiedra, rosas o galas similares y, sin embargo, tropecé con un bungalow de ladrillo gris que daba la impresión de haber sido construido con prisas. El techo parecía más bajo en uno de los extremos. La puerta, aunque tenía pinta de ser maciza, estaba ligeramente desencajada. A pesar del peculiar aspecto de la casa, carecía de encanto, no era nada típica. Me acerqué, preguntándome por qué alguien querría vivir en un lugar tan poco acogedor y tan apartado que podía quedarse aislado de la civilización solo con que cambiara el tiempo.
La entrada era lo bastante grande para resguardar una persona, así que me cobijé bajo el porche, agradecido de poder librarme del aguacero. Recordé la carta de Mather y me pregunté si iba a conocer a otro bicho raro, otro excéntrico solitario que, tras sucumbir al peso de la soledad, había tendido la mano a alguien, a cualquiera que lo escuchara aunque solo fuera un minuto. Vacilé unos instantes, pero teniendo en cuenta el frío que hacía, decidí darle una oportunidad. Daba igual si al final resultaba ser un loco de remate, con mucho gusto tomaría asiento y escucharía sus sandeces, aunque solo fuera para entrar en calor y secarme.
Sentí un latido extraño cerca de la yema del pulgar derecho. Lo miré y descubrí que debía de haberme golpeado contra una roca al zambullirme en el agua. La piel estaba enrojecida y en varios puntos estaba volviéndose violácea; además, también me había hecho un ligero corte y estaba sangrando. Me llevé el dedo a la boca y estoy seguro de que en ese momento oí un grito ahogado y a una mujer que decía: «¡Esta aquí!». Me quedé inmóvil unos segundos, atento a cualquier sonido, pero no volví a oír nada más, así que decidí que debía de haberse tratado de una radio o un televisor. Llamé a la puerta y esperé.
No volví a oír más que el agua chorreando por el borde del tejadillo del porche hasta que, por fin, se abrió la puerta.
Mather no encajaba con la imagen que me había formado de él. Por el tono de la carta, me había imaginado a un hombre refinado y educado, y, sin embargo, me recibió un tipo bajo y orondo, con entradas, vestido con ropa vieja y unas gafas de montura gruesa y algo dobladas. Con solo mirarlo era fácil adivinar que tenía poco contacto con el mundo exterior. Eso o no había espejos en la casa. Su apariencia externa me llevó a considerarlo un hombre de poca inteligencia, pero sus maneras pronto me sacaron de mi error.
—¿El señor Reeves? —Una tímida sonrisa acompañó la pregunta.
—Si, usted debe de ser el señor Mather —contesté, con el pelo chorreando.
—¡El mismo! —Se le iluminó la cara—. Adelante, por favor. —Me condujo al interior de la casa y cerró la puerta rápidamente para que no entrara la lluvia—. Me siento muy culpable de haberlo hecho venir hasta aquí con este tiempo tan espantoso. ¿Ha tenido problemas para cruzar el lago?
—Bueno, si. Yo, esto… Me temo que he estampado la lancha. Se ha hundido.
—¡No! Caramba. ¿Usted está bien?
—Si, no me pasa nada, solo unos cortes, pero…
—¡Jesús, pero qué horror! —Su voz traslucía preocupación y curiosidad.
—Creo que me golpeé contra las rocas frente a la orilla.
—Entonces tiene suerte de estar vivo. El agua debía de estar helada.
—Si, un poquito, pero de verdad que estoy bien —aseguré—. Tendría que haber consultado el boletín meteorológico antes de zarpar.
—Claro, aunque aun así uno nunca ha de olvidar que la naturaleza es imprevisible.
—Ya.
Lo seguí hasta el comedor, consciente del reguero de agua que iban dejando los pantalones. Había encendido un fuego, así que solté decididamente la mochila y me coloqué ante la chimenea para recibir el tan necesitado calor. Le tendí a Mather el abrigo y se lo llevó a alguna parte. Volvió poco después con una silla de madera que colocó a mi lado.
—Por favor, tome asiento y séquese. El baño está al final del pasillo, por si quiere usarlo. Igual preferiría darse una ducha y, si lo desea, puedo secarle la ropa mientras tanto.
Teniendo en cuenta que yo era un completo extraño, se mostraba muy solícito conmigo.
—No, no, de verdad, así ya está bien. Solo son los pantalones, pero estoy seguro de que se secarán pronto. Por desgracia no me traje ropa de recambio.
—Ah, ya veo, claro. Creo que los míos no le servirían, debe de medir cuarenta o cincuenta centímetros más que yo —observó, haciendo un gesto de disculpa con las manos.
Sonreí algo nervioso. Poco después empecé a sentir que el calor mitigaba el frío del cuerpo y la ropa mojada.
—Creo que a este paso estaré seco en un santiamén —comenté.
—Sí, eso espero. Bueno, ¿le apetece una taza de té?
Mather miró por la ventana cuando el resplandor de un relámpago iluminó el claro del exterior.
—Cualquier cosa caliente me iría bien —admití—. Estoy impaciente por oír la historia de ese mosquito. Tiene pinta de ser fascinante.
La lluvia arreció acompañada de algún que otro trueno.
—Todo a su debido tiempo. Tengo pastel y pan, por si quiere comer algo, porque se quedará a pasar la noche, claro, no voy a permitir que se marche con esta tormenta.
—Ah, bueno, no quisiera abusar de su hospitalidad. Además, ya he alquilado una habitación en el Rocklyn Bluewater. Aunque, dado que me he quedado sin lancha, le estaría muy agradecido si pudiera acercarme hasta el pueblo.
—Vaya, vaya, ya veo —dijo en un tono que revelaba cierta decepción—. Bueno, claro, si tiene que alojarse allí, entonces… Estaría encantado de llevarlo a tierra, pero parece que la tormenta esta empeorando y…
—No, de verdad, se lo agradezco mucho, puedo añadirlo a los gastos, ya puestos…
—Sí, por supuesto, aunque… Cuando empieza a caer sobre el lago una tormenta tan violenta como lo está siendo esta, salir en barca puede acabar en tragedia, como bien sabrá por su desafortunado accidente. —Las llamas de la chimenea saltaban en los vidrios de sus gafas—. ¿Está seguro de que está bien?
—Estoy bien, de verdad. —Sonreí para que se quedara más tranquilo—. Supongo que… si volver va a ser peligroso… Es decir, no quisiera que se sintiera obligado a…
—¡Perfecto! Entonces está decidido. Ya tenía preparada la habitación de invitados por si ocurría algo por el estilo. Bueno, ¿le apetece un poco de pastel?
—Me sentaría muy bien, gracias.
Por unos instantes, tuve la impresión de que Mather se distanciaba de la conversación, hasta que algo crepitó en el fuego y lo sacó de su ensimismamiento.
—Ay, claro, el pastel. ¡Ajá!
Dicho esto, abandonó la habitación a toda prisa.
Farfullé un taco, me fastidiaba el aprieto en que me había metido. Una cosa era un hotel, pero la casa de un extraño, especialmente cuando se encontraba tan apartada como aquella, era otra muy distinta.
Paseé la vista por la habitación. Aparte de la luz vacilante que desprendía el fuego, la (única iluminación procedía de una pequeña lámpara de aceite que había en una aparador a mi derecha. Aunque estaba medio a oscuras, entreví varias estanterías que llegaban hasta el techo, abarrotadas de libros. Tras un examen más detenido, lo que al principio había tomado por cuadros o pósteres colgados en las paredes, al final resultaron ser siluetas. Estudié de cerca la que había encima de la chimenea. El artista tenía talento, había recortado en papel negro la silueta de una enorme mariposa con alas con profusión de detalles y largas antenas. Era tan perfecta que me resultó difícil imaginar que la sombra real de la criatura pudiera impresionarme más que aquella. Eché un vistazo a un par más antes de que Mather reapareciera con una bandeja.
Regresé a mi asiento y me tomé el té mientras Mather amontonaba rebanadas de pan y pastel en un plato sobre la pequeña mesa de café. Se sentó en el sillón, detrás de mí, a la derecha.
—¿Recorta usted esas siluetas? —pregunté.
Me volví y vi que se le iluminaba la cara.
—Yo mismo —contestó, mirando la mariposa que había sobre la repisa de la chimenea—. ¿Le gustan?
—Ajá, son muy buenas.
—Es un honor que solo tributo a los mejores especímenes que nos ofrece la naturaleza. Cuando se las traduce en sombras, en blanco y negro, se les resta cualquier artificio, cualquier disfraz. Verá, las adoro por sus formas, no por sus colores. Es el mismo principio de la fotografía en blanco y negro. Expone la verdad, hace palidecer cualquier extravagancia y solo revela la imagen real y desnuda… La belleza. —Tomó un sorbo de té—. Un viejo amigo hacía lo mismo con fotografías de bellas mujeres. Según él, todas habían sido novias suyas. —Lanzó una risotada—. Si eso es cierto, entonces debían de ir tras él por algo más que su atractivo.
En ese momento recordé la voz que había oído en el porche.
—¿Vive aquí solo, señor Mather?
—Si, ¿por qué lo pregunta?
—No, es que he creído oír a una mujer cuando estaba fuera. ¿Tenía puesta la televisión?
—¡No, por Dios! Nunca he tenido uno de esos chismes diabólicos.
—Ah… ¿Y la radio?
Mather se limitó a sacudir la cabeza.
—Entonces he debido de imaginarlo.
—No se preocupe, señor Reeves, todos oímos voces de vez en cuando. No le dé más vueltas.
—Tiene razón. —Volví a mirar la mariposa que había sobre la chimenea—. Tiene un pulso firme —observé, intentando mantener alejada de mi voz la ligera sensación de intranquilidad que sentía.
—Gracias. El pulso firme y la concentración son herencia de mis días de cirujano. Ahora estoy retirado, pero uno nunca pierde esas habilidades.
—¿Dónde trabajaba?
Tomé un trozo de pastel. Estaba bueno.
—Los primeros años ejercí en el Guy’s Hospital y luego me trasladé al Charing Cross, donde había comenzado mis estudios. Me jubilé joven y me mudé aquí para dedicarme a mi pasatiempo favorito.
—¿La etimología?
—Bueno, creo que la etimología es antes su especialidad que la mía —repuso Mather con una risita.
—¿Cómo? —Levanté la vista del pastel y enarqué las cejas hasta que caí en la cuenta del error que había cometido—. Ay, que es entomología, claro. Siempre las confundo.
—No pasa nada, solía pasarme lo mismo antes de que los insectos empezaran a fascinarme. Desde entonces, casi todos los libros que he comprado llevaban la palabra «entomología» en la tapa. Prefiero dejar la investigación del lenguaje y sus complejidades a los demás. Imagino que a veces debe de suponer un estudio infructuoso, teniendo en cuenta que las lenguas cambian de continuo.
—Sí, es increíble la rapidez con que evolucionan.
—Ah, la evolución ——repitió Mather mirando el fuego—. Otro de mis grandes intereses. Tan simple y al mismo tiempo tan inconmensurablemente compleja. Ha dado algunos saltos considerables, pero en ese proceso ha pasado por alto muchas cosas.
—¿Pasado por alto? —Engullí el último trozo de pastel. Mather parecía absorto en las danzarinas llamas del fuego.
—Por ejemplo, ¿nunca se ha preguntado por qué después de tantos milenios, y a pesar de que sigue cumpliendo su función a la perfección, el sudor sigue oliendo y manchándonos la ropa? —me planteó, como si estuviera en otro mundo.
—No sé decirle…
—Y la sangre… ¿Por qué es de un rojo brillante y no transparente como el agua? ¿Por qué su olor acre nos delata con tanta facilidad? Únicamente allana el terreno al depredador.
—Tal vez sea ese el objetivo —apunté—, tal vez la naturaleza mantiene el equilibrio de ese modo. Es decir, si los depredadores no pudieran seguir el rastro de sus presas, morirían de hambre. Alguna ventaja deben tener.
Mather ahogo una risita y decidió no continuar la discusión, pero lo que había dicho me había dejado un poco extrañado. Empecé a preguntarme adónde llevaría todo aquello. Había decidido ponerme a trabajar en la razón de mi visita cuando Mather se levantó de improviso y se llevó las tazas y los platos a la cocina.
Mientras oía la vajilla bajo el agua corriente al fondo del pasillo, me acerqué a una de las librerías abarrotada de volúmenes imponentes. Los pantalones se me habían secado por partes y parecía que me estuviera meando, pero al revés. A medida que me secaba, un molesto picor había empezado a recorrerme el cuerpo. Me rasqué la rodilla y examiné un par de títulos que había en el estante que tenía delante. Cazadores de hombres de la cuenca del Congo, de M. Baxter, y La reina de la colmena, de Hawke Ellison. Un libro en concreto llamó mi atención: Su historia, de R. H. Occum. El libro descansaba de lado, encima de una hilera de ediciones similares. El título me había llamado la curiosidad y lo cogí.
En la tapa aparecía un pentáculo enorme rodeado de símbolos extraños con un mosquito en el centro. Lo encabezaba el título grabado en letra antigua y debajo se leía el nombre del autor en una letra igual de intrincada.
Lo hojeé y descubrí que la tapa no era el único lugar donde se utilizaba una letra especial. Habían dedicado gran cuidado a la organización e impresión del texto y los grabados que lo acompañaban estaban trabajados con profusión de detalles. Pasando de una ilustración a otra, comprobé que en todas se repetía un motivo, un mosquito, bastante grande, que atacaba a una o más personas aterrorizadas. En las primeras ilustraciones aparecían centuriones romanos huyendo de la bestia como si de ello dependiera su vida. En las siguientes se veía a antiguos britanos de la Edad Media y a continuación en las laminas aparecían representaciones de varias culturas y países hasta, más o menos, hoy día. Por lo visto, el mismo monstruo había estado causando todo tipo de problemas a lo largo de la historia. Leí varios párrafos por encima. El libro se componía de una recopilación de relatos sobre una criatura fabulosa conocida como La mano del diablo, un adversario formidable a juzgar por el dolor que era capaz de infligir. Recé para que la criatura diabólica que describía el libro no tuviera nada que ver con la Ganges Roja. Casi había acabado de hojearlo cuando noté la presencia de alguien.
—Menuda colección —comenté nervioso al darme la vuelta.
Mather estaba detrás de mí, junto a la puerta.
—Gracias —contestó Mather—. «Muchos volúmenes extraños y curiosos de olvidada ciencia», como dice el poema. —Se acercó y echó un vistazo al libro que tenía entre manos—. Durante una época fui un ávido coleccionista que solía pasarse las horas muertas escarbando en librerías de segunda mano. Encontrar este me reportó gran alegría. —Le tendí el libro y él le pasó las manos por la tapa—. ¿Ha oído hablar de la leyenda de Nhan Diep?
—No, creo que no.
—Es una maravillosa historia del antiguo Vietnam.
—¿Ah, sí? Mi abuela era vietnamita.
—¿No me diga?
—Sí, conoció a mi abuelo durante la guerra del 66, era un piloto estadounidense.
—Ah, entonces puede que ella sepa la historia. Es muy popular.
—Me temo que falleció hace unos años.
—Vaya, lo siento.
Se hizo un silencio incómodo.
—En fin… ¿Seria posible ver la Ganges Roja? Tengo ganas de verla. Me habría gustado investigar un poco más antes de venir, porque he de confesar que no sé nada sobre el tema.
—Vaya, me temo que no es buena idea molestarla a estas horas —repuso Mather, juntando las manos en una suave palmada—. Será mejor que abordemos esa cuestión mañana.
—¿Qué tiene ese mosquito que lo condujo a ponerse en contacto conmigo?
—Oh, muchas cosas. La Ganges Roja es el único ejemplar de su especie.
—No me diga.
—Pues sí, y su tamaño va a sorprenderle. Es demasiado grande incluso para que se la considere un fenómeno de la naturaleza. No… —Mather levantó la vista en una actitud casi reverente—. No tiene comparación. Muchas culturas han venerado la Ganges Roja. Encontrará relatos acerca del tema en Su historia.
—Ah, muy bien. Como la leyenda de… Esto…
—Nhan Diep —me socorrió Mather, pronunciando las palabras lentamente para asegurarse de que esta vez les prestaba mayor atención.
—Eso, gracias.
—Si quiere puede quedarse el libro esta noche. Leer un poco antes de irme a la cama me ayuda a dormir, y además avivará su imaginación para la presentación de mañana —añadió con un gesto de asentimiento, convencido de lo que acababa de decir.
—Sí, me gustaría echarle un vistazo, aunque esta noche no creo que tenga problemas para conciliar el sueño.
—Seguro que no.
Me tendió el libro. Decidí que no me haría ningún mal leerlo por encima, por si había algo que pudiera servir para el artículo. No sabía como seguir la conversación, pero el desasosiego debió de ser evidente porque Mather añadió:
—Ruego disculpe las molestias, señor Reeves, haré todo lo que esté en mis manos para proporcionarle un alojamiento lo más cómodo posible y asegurarme de que se siente satisfecho y bien recibido, algo que, por descontado… lo es. Y mucho.
—Gracias. Estoy… Todo está bien, de verdad.
—Bueno, creo que será mejor que le deje descansar. Prometo que lo compensaré por lo de esta noche proporcionándole mañana el artículo de su vida. No dudo que habrá tenido que habérselas con muchos charlatanes, señor Reeves, pero mañana se alegrará al descubrir que no me cuento entre ellos. En el caso de que desee darse una ducha o un baño, tiene el baño a su entera disposición. Permítame que le acompañe a su habitación, así podrá ponerse cómodo.
—Ah, sí, claro.
Me puse Su historia bajo el brazo, recogí la mochila y lo seguí, aunque fui dejando por la alfombra un reguero de agua que chorreaba de la bolsa. Mather era considerablemente hospitalario; aun así, su actitud tuvo el efecto contrario a aliviar la sensación de desasosiego que no lograba sacudirme de encima. Sin embargo, no deseaba ofenderlo. Hasta el momento no parecía que hubiera razón alguna para preocuparse.
—Encenderé el fuego. Si todavía no se le ha secado la mochila, lo hará rápido delante de la chimenea.
—Gracias, fenomenal.
Mather me acompañó hasta el más modesto de los lavabos. Puede que la habitación hubiera sido de color champán en un principio, tal vez incluso beige, era difícil de asegurar, pero el tiempo había desteñido el color. No obstante, a pesar del estado algo menos que impecable de la bañera, el lavabo y el retrete, el cuarto de baño estaba limpio. De hecho, Mather parecía ser un tipo muy pulcro.
La habitación de invitados era pequeña pero acogedora, y daba la impresión de que hacía poco que la habían limpiado. La cama estaba recién hecha y la colcha estaba retirada hacia atrás. Dejé caer la mochila junto a la cama mientras Mather se ocupaba de encender el fuego, el cual empezó a rugir al cabo de unos minutos.
Dejé en la cama el libro que Mather me había prestado y me acerqué a la pequeña ventana de la habitación para echar un vistazo al cielo nublado. El viento y la lluvia seguían lacerando los árboles, pero el trueno y los relámpagos ya habían pasado.
—¿Vivía alguien aquí antes que usted? —le pregunté mientras se sacudía el polvo de las rodilleras de los pantalones.
—Bueno, el antiguo dueño fue el que construyó la casa —contestó, reuniéndose conmigo junto a la ventana—. Vivió aquí durante un tiempo, pero al final, cuando se hizo mayor, se mudó a vivir con su hija. Vi el anuncio de la casa en un periódico y me pareció un sitio precioso. Cierto, lo de venirse a vivir aquí suponía dar un gran paso hacia lo desconocido, pero las ventajas… Desde entonces disfruto de ellas. —Sonrió.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—Creo que hará cerca de cinco años. Sí… —Por un momento me dio la impresión de que se quedaba ensimismado, como si un recuerdo lo hubiera asaltado por sorpresa—. Disculpe, pero los platos me llaman.
Aspiró hondo y se dirigió a la cocina. Me senté en la cama y miré la mochila, que desprendía hilillos de vapor. Al cabo de un rato me convencí de que lo oía hablar, pero supuse que seria uno de esos hábitos que Mather habría heredado con facilidad como consecuencia de llevar una vida tan solitaria. Mi anfitrión regresó poco después. Sin abrir la boca, se acercó al fuego, recogió mi mochila y la tocó por la parte de fuera.
—Mmm… Creo que debería vaciarla y comprobar que todo está bien. El agua se cuela por todas partes. —Me miró, se quitó las gafas y limpió los cristales con el suéter—. Tiene pinta de hacer aguas, si me permite la broma. Espero que no se haya resfriado.
La verdad es que estaba agotado. El naufragio a pequeña escala y el mal tiempo me habían producido un cortocircuito. Necesitaba descansar y dormir.
—En fin, mire, le dejo para que utilice el baño y acabe de instalarse. ¿Qué le parece si se reúne conmigo para desayunar sobre las ocho y luego nos ponemos con la historia? —propuso Mather.
—Me parece bien —contesté entusiasmado——. Ya tengo ganas de echarle un vistazo a ese mosquito suyo.
—Ah, todo a su debido tiempo. —Mather sonrió—. Si me necesita, estaré en mi habitación leyendo un rato. No tenga reparos en llamar. —Dio media vuelta para irse.
—Muy bien. Muchas gracias.
Hasta ese preciso momento no había reparado en lo absurda que era la situación en que me encontraba. Ahí estaba, durmiendo en una habitación extraña en una casa extraña con un hombre de lo más extraño para conocer una criatura extraña (faltaba por ver si también era auténtica). Además, se daba el caso de que casi me había ahogado. Tuve la súbita y rara sensación de estar dentro del sueño de otra persona. En ese momento, ponerse a dormir me pareció la mejor opción, así que me decidí a usar el baño y meterme en la cama.
Fuera retumbaban los truenos y la tormenta seguía ensañándose con la isla. Consulté la hora. El agua se había colado por debajo del cristal y aumentaba y combaba los números. Pasaban unos minutos de las ocho. Recogí el neceser que se había estado secando junto al fuego y salí de la habitación.
El aguacero arreció al pasar del dormitorio al diminuto baño, en el que se suspendía un fuerte olor a desinfectante o a lejía en el que no había reparado antes. La cortina de baño, que envolvía la circunferencia del plato de ducha colgada de un fino riel, parecía bastante nueva, como si no la hubiera usado nunca. Una vez en la ducha, agradecí el efecto del agua caliente sobre la cara.
Minutos después, desnudo y en el dormitorio, volví a repasar la situación en la que me encontraba. Aparte de la barca de Mather, no conocía otro modo para salir de la isla. Miré la mochila que había apartado del fuego por seguridad, la recogí, rebusque el móvil y apreté el botón de encendido. Nada.
Saque la batería y gruñí cuando un chorro de agua me mojó la rodilla. Dejé el teléfono en el suelo, cerca de la chimenea, para que se secara poco a poco. Por el momento no había forma de ponerse en contacto con nadie. Tampoco es que entonces creyera que necesitaría llamar a alguien pidiendo auxilio, únicamente me sentía un poco vulnerable sin ese vínculo vital con la civilización. Por fortuna, tanto el dictáfono como la cámara Nikon estaban secos. La funda estaba un poco mojada, pero al abrirla no cupe en mí de contento al comprobar que el agua no había llegado al interior.
Dejé la Nikon en el suelo, junto a la cama, y me volví para contemplar las danzarinas llamas. Pocas veces se me presentaba la oportunidad de disfrutar de un buen fuego, pero mucho me temía que el sueño se apoderaría de mí muy pronto.
Sin embargo, antes de abandonarme a mi extenuación, me deslicé entre las suaves y limpias sabanas y empecé a leer Su historia:
Hace mucho tiempo, en el misterioso pasado del antiguo Vietnam, vivía un joven y trabajador labrador llamado Ngoc Tam. Era un hombre honrado y generoso que había tomado por esposa a una bella muchacha de un pueblo vecino. Nhan Diep era una joven esbelta, alegre y llena de vida; no obstante, debido a su espíritu inquieto, la crianza de gusanos de seda pronto la llevó al aburrimiento y al desencanto y empezó a añorar una vida llena de lujos.
Un día, sin previo aviso, un debilitante letargo se apodero de ella y cayo terriblemente enferma. Tam la encontró tirada en el suelo y se la llevo a casa; sin embargo, a pesar de sus esfuerzos para reanimarla, Diep murió en los afligidos brazos de su esposo. Tam quedó desconsolado y la lloró durante días. Rechazó la ayuda de amigos y familiares y se negó a separarse del cuerpo de su mujer y a que la enterraran.
Tam no sabía como iba a vivir sin su amada Diep. Desesperado, vendió todo lo que poseía y compró una balsa y un hermoso ataúd en el que colocó el cuerpo de su mujer. Después de llevar la balsa hasta un arroyo cercano, zarpó con la esperanza de hallar una cura para su corazón roto. Al cabo de veintidós días de viaje, la ayuda lo encontró a él.
Esa mañana se despertó sobresaltado a causa de una pesadilla y descubrió que la balsa se había detenido al pie de una montaña. Saltó a tierra y dejó atrás la balsa y el ataúd. Pronto descubrió que caminaba por una alfombra de miles de flores extrañas. Se detuvo en un pequeño claro y, al encaminarse hacia la cornisa de la montaña, vio a un anciano en el camino, delante de él, que se apoyaba en un curioso bastón de bambú. Tenía la pie] arrugada y tostada por el sol, y el pelo largo y blanco se mecía en la suave brisa. Tam tuvo la sensación de que el extraño lo conocía.
De pronto se dio cuenta de que el anciano en realidad era Tien Thai, el genio de la medicina. Tam cayó de rodillas con las manos unidas y le rogó que le devolviera la vida a su amada.
—Ngoc Tam… He oído hablar de ti y de tus virtudes —dijo el anciano—, pero el lazo que te une a tu esposa todavía es muy fuerte, no podrá quebrantarse. Has de aprender a crecer, a no sufrir por el amor que sientes hacia ella.
—Pero no puedo vivir sin ella. Te lo suplico, si está en tus manos, devuélveme a Diep.
—No te negaré tu petición —contestó el genio—, pues tu amor y tu dolor son sinceros, pero debo preguntarte por qué insistes en aferrarte a esta vida de pesar. He visto grandes hombres confiando sus corazones a los caprichos de mujeres egoístas y volubles. He sido testigo de mujeres de sabiduría infinita entregándose en cuerpo y alma a hombres crueles y despiadados. En cierto modo, me alegro de no comprenderlo, pues debe de ser algo espantoso.
Ngoc Tam se puso de inmediato a la defensiva.
—Nunca he amado nada en toda mi vida como la he amado a ella. He de volver a tenerla o la vida carecerá de sentido.
El anciano genio suspiró.
—De acuerdo —se resignó—. Haz lo siguiente: Pínchate un dedo con una espina de uno de esos arbustos y deja que tres gotas caigan sobre el cuerpo de tu mujer. Hazlo y ella volverá a la vida.
Tam se puso en pie, se acercó corriendo a un arbusto enorme y partió una espina de aspecto imponente. Se deshizo en agradecimientos al genio y dio media vuelta a la carrera.
Casi cayó al agua desesperado como estaba por subir a la balsa. Trepó con dificultad, levantó la tapa del ataúd y se pinchó el indice de la mano izquierda con la espina. Tres gotas de sangre cayeron en la palma abierta de su esposa.
Diep abrió los ojos como si se despertara de un sueño profundo. Su piel arrugada y pálida enseguida recobró el color y la vitalidad. Trató de respirar y se incorporó, mirando a su alrededor. Tam la cogió en brazos y la estrechó con pasión. El genio había seguido a Tam y, al acercarse lentamente a la pareja, intercambió una mirada con Diep.
—No olvides tus obligaciones, Nhan Diep —le advirtió el genio—. Recuerda la lealtad de tu marido. Devuélvele su amor y trabaja duro. —Se dio media vuelta y añadió—: Podéis iros. Que seáis felices.
La historia era apasionante y sentí la tentación de seguir leyendo, tenía curiosidad por descubrir qué tenía que ver todo eso con el mosquito, pero los párpados me pesaban como si fueran de plomo y no tenía fuerzas para mantenerlos abiertos. Dejé el libro en la mesilla de noche preguntándome si mi abuela me habría contado alguna vez esa historia cuando era pequeño. Algunos de mis primeros recuerdos son de ella leyéndome cuentos hasta entrada la noche, de su interés por las leyendas de su gente y de su habilidad para adoptar otras voces, algo que siempre me maravillaba. «¡Otro, abuela! ¡Otro!», insistía yo, y ella casi siempre me contaba otro cuento, y otro, hasta que me dormía con la sensación de ser feliz y querido.
Al apagar la lamparita de noche, el dormitorio quedó sumido en la penumbra. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, adiviné el contorno de los muebles y añoré la comodidad y la familiaridad de mi habitación. Entre las sombras, la librería que había delante de la cama era un monolito negro y anguloso. Al mirar al techo, recordé lo poco precisas que eran las dimensiones de la casa desde el exterior. Quedaba un espacio triangular entre lo alto de la librería y el techo, lo que significaba que la una o el otro no estaban bien nivelados. Al cabo de un rato de estar mirándolo empecé a sentirme intranquilo, así que me volví hacia la izquierda y miré por la ventana. Cerré los ojos y pensé en Mather y en el individuo agradable que había resultado ser a pesar del halo de misterio que lo envolvía, como si estuviera ocultando algo. Tenía la impresión de que valía la pena perseguir la historia, cierta o no, aunque solo fuera para saber algo más acerca de él. Seguí pensando en mi anfitrión, en la casa y en lo que prometía la carta de Mather hasta que en algún momento mis pensamientos empezaron a divagar y me reclamó el sueño.
Cuando volví a abrir los ojos, los tenía anegados en lagrimas. Ya no estaba acostado, sino en una balsa a merced de la corriente, con un ataúd por única compañía. De repente, la balsa se detuvo al pie de una montaña enorme alfombrada de flores que desprendían la más cautivadora de las fragancias. Como si mi cuerpo tuviera conciencia propia, bajé a tierra y poco después me encontré paseando entre árboles llenos de colorido y cargados de fruta. Continué la subida hasta que me detuve en un pequeño claro para recuperar el aliento, momento en que me percaté del anciano del camino, apoyado en un curioso bastón de bambú. La brisa le mecía el pelo largo y blanco. Tenía la piel oscura, curtida y agrietada, pero sus enormes ojos rebosaban juventud y estaban animados por la alegría. Una gran capa de tela fina, casi transparente, se hinchaba a sus espaldas y se arremolinaba alrededor de su cuerpo cubierto por una túnica de un azul brillante que resplandecía bajo el sol.
Dijo que se llamaba Tien Thai, el genio de la medicina, y por lo visto me conocía.
—Ngoc Tam. He oído hablar de ti y de tus virtudes —dijo el anciano—. Eres un hombre bueno y cariñoso.
Le expliqué que lo único que me importaba era mi amada.
—El apego que sientes hacia tu esposa todavía es muy fuerte —observó—, pero debes permitir que sane la herida que su pérdida ha abierto. Acepta que por el momento se te ha negado el amor y solo así podrás vivir de verdad.
—No, no la dejaré así —insistí—. No puedo seguir viviendo sin el amor de mi vida. ¡Antes preferiría estar muerto!
—Debes aceptar…
—¡No, no puedo! —grité en tono desafiante.
Tenía los puños cerrados. Un hondo tormento agitaba mi cuerpo y atenazaba todos mis músculos. El anciano me miró largo y tendido y a continuación pareció que adoptaba una expresión de resignada decepción.
—Muy bien, si eso es lo que quieres… —aceptó el genio—. Haz lo siguiente: Pínchate un dedo con una espina de uno de esos arbustos y deja que tres gotas caigan sobre el cuerpo de tu difunta esposa. Hazlo y ella volverá a ti.
Me acerqué a un enorme macizo de rosales. Partí una espina de aspecto amenazador y rehíce el camino a la carrera. Subí a la balsa de un salto, levanté la tapa del ataúd y vi el cuerpo lastimoso y deshinchado de lo que una vez pudo haber sido una mujer hermosa. Me pinché el indice izquierdo con la espina y lo apreté hasta que tres gotas de sangre cayeron sobre su palma abierta.
Cuando abrió los ojos, desperté.