1
PROPOSICIÓN
Septiembre, 2005. Londres
Me llamo Ashley Reeves y tengo muchísima suerte de estar vivo.
Una cosa es que te cuenten una historia de terror y otra muy distinta es acabar siendo el protagonista de una. Sin embargo, eso es precisamente en lo que me convertí hace solo unos días y temo que si no escribo todos y cada uno de los detalles de mi espeluznante experiencia en la isla de Aries, acabaré convenciéndome de que no fue real, sino el producto de la imaginación enfermiza de un joven al borde de la locura.
Sigue resultando un misterio que sobreviviera a esa aterradora experiencia porque la muerte y yo nos vimos las caras en más de una ocasión. No obstante, para empezar puede que lo más preocupante de todo sea lo que me llevó hasta allí. Soy periodista y, por tanto, tengo una predisposición natural a perseguir historias, aunque tendría que haberme mostrado más prudente con esta desde el principio, y no me di cuenta de que tal vez había permitido que mi ambición me acarreara más problemas de los que podía afrontar hasta que fue demasiado tarde.
Este relato gira en torno a una criatura extraordinaria, una criatura tan peligrosa que, si hubiera podido reproducirse, nos habría borrado a todos de la faz de la tierra.
Los mosquitos no son más que insectos, diminutas maquinas biológicas, pero también son portadores de enfermedades que nos contagian como la malaria, la fiebre amarilla, la fiebre del Nilo, el dengue y la encefalitis. Es como si transmitir enfermedades fuera su principal función. Puede que los, humanos seamos el rebaño que los mosquitos están destinados a mermar. No obstante, no saben lo que hacen, no saben que contagian enfermedades espantosas. Lo cierto es que sería increíble que un mosquito, o cualquier insecto, pudiera pensar.
Sin embargo, una de las cosas con las que me topo una y otra vez es que a la madre naturaleza le encantan las paradojas.
Creo que llega un momento en la carrera de muchos periodistas en que creen que lo han visto todo. Ese momento me llegó increíblemente pronto. Después de oír historias sobre cerdos con tres cabezas, ovejas azules y plantas que hablan, lo único que me sorprendía era la audacia de los dementes que las contaban.
La revista para la que trabajo, El eslabón perdido, salió a la calle hace unos años. El director, Derek Jones, dejó el periódico en el que había estado trabajando durante años para iniciar El eslabón él solo, con la idea de sacar provecho de la fascinación que la gente siente por todo lo «extraño».
La revista ha funcionado muy bien y se ha ganado un número de lectores nada despreciable. Me uní a ellos hace unos meses, acabadito de salir de la universidad con mi licenciatura en periodismo. No obstante, por entonces El eslabón perdido ya había sufrido algunos cambios. Derek había vendido la revista, pero había decidido quedarse en el cargo de director. Al nuevo dueño le obsesionaba la credibilidad y quería que El eslabón se centrara más en rarezas y monstruos de la naturaleza que en lo que él consideraba «tonterías».
Se acabaron los hombrecillos verdes y se dio paso a la flora y la fauna. Pronto se nos recalificó como «revista científica» dedicada a lo raro y a lo extraordinario. Para mi fueron tiempos emocionantes y estaba deseoso de dedicarme de lleno a reportajes serios.
Sin embargo, poco a poco empezaron a asaltarme dudas acerca del lugar en que me había metido. Hacía tiempo que sabía que la honestidad y el periodismo casaban con dificultad, pero me sorprendió descubrir hasta dónde llegaban las desavenencias del matrimonio. Tuve que aceptar que la distorsión de la realidad no era solo habitual, sino que estaba a la orden del día. Poco a poco, los alicientes del trabajo fueron perdiendo su atractivo, menos uno, Gina Newport, la fotógrafa estrella de la revista. Tenía veintidós años, casi uno más que yo, y me gustó, y mucho, desde el primer momento en que la vi, aunque nunca encontraba la ocasión o las agallas para hacer algo al respecto. La vida es así.
El pasado lunes, un día que ahora me parece perdido en la bruma del tiempo, fue el día que llegó la carta de Reginald Mather. El otoño acababa y hacía un día precioso, así que decidí ir corriendo hasta el trabajo siguiendo el canal, uno de mis paseos preferidos. Cuando llegué a la oficina, me duché, me vestí y fui a la puerta de al lado, al colmado, a comprarme un zumo de naranja. Sentado frente al ordenador, abrí el zumo y comencé a clasificar la pequeña pila de correo que el becario me había traído. La carta de Mather era la última y fue la única que no acabó archivada en la «B» de basura, con destino a la papelera.
La carta era breve, algo que me llamó la atención de inmediato. Por lo general, los chiflados que me escribían llenaban páginas y más páginas de papel intentando convencerme de que tenían una historia sorprendente para la revista. La carta de Mather era formal, concisa y, por tanto, creíble.
Apreciado señor Reeves:
Tengo en mi posesión un espécimen conocido como la Ganges Roja, una variedad de la familia de mosquitos aedes aegypti y el único de su especie. Si le pregunta a un experto acerca de este espécimen, no me cabe la menor duda de que negará su existencia.
Le he adjuntado un mapa que le ayudará a llegar a la isla de Aries, situada en medio del lago de la Languidez. Soy el dueño de la única casa de la isla, de modo que no debería tener problemas para encontrarme. Puede fletar una barca en el puerto de Tryst. Sé que el capitán del puerto es un tipo muy servicial y le aseguro que sus tarifas son de lo más razonable.
Sería magnífico que pudiera venir de inmediato, aunque por descontado, comprendo que un periodista debe de tener la agenda bastante apretada. Siento no disponer de teléfono, de modo que espero su llegada en cualquier momento o, en su defecto, una carta informándome de que no puede venir.
Debo exigir discreción en este asunto. Deseo compartir mi descubrimiento con el mundo, pero, puesto que soy hombre prudente, me reservo ciertos detalles. Por tanto le pido, en la medida de lo posible, que no divulgue los detalles de esta carta a terceros.
Tengo el honor de ser, señor, su obediente servidor,
Reginal C. Mather
La volví a leer. A diferencia de la mayoría de las cartas que había recibido, esta me intrigó. Tuve La corazonada de que Mather decía la verdad y que detrás de aquello podía esconderse una historia apasionante; si no, al menos pasaría un día fuera de la oficina. La releí y decidí hablar con Derek. Estaba a punto de levantarme para ir a verlo cuando una compacta bola de papel impactó contra mi nuca.
—¡Ay!
—Eh, Ash. —Se trataba de Gina—. ¿Qué ocurre?
—Estaba a punto de ir a ver a Derek para ver si me pongo o no con esto.
Levanté la carta.
—¿Vale la pena?
Se sentó en la esquina de mi escritorio y cogió el trozo de papel. Su proximidad me seguía poniendo nervioso e intenté no mirarla a la cara mientras la leía. A veces tenía la sensación de que yo también le gustaba, pero no sabía hasta que punto.
—Tiene buena pinta —comentó, devolviéndome la carta—. Deberías ir.
—Si, aunque puede que se trate de otro zumbado.
—Por eso es tan interesante —repuso, con una sonrisa.
—No sé, algunos son peligrosos.
—No seas paranoico. Además, deberías aprovechar la oportunidad de pasar un día fuera.
—Lo sé, pero…
—Por cierto, ¿dónde vive ese tipo?
—En… —Cogí el sobre y leí la dirección escrita en el remitente.
—¿En el Lake District? —A Gina se le iluminó la mirada—. Por favor, ¿cómo no vas a ir? Si no vas tu, voy yo.
—Asentí con la cabeza, Gina tenía razón. Yo nunca había estado en el Lake District, pero era uno de esos sitios que siempre había querido visitar.
—Supongo que debería consultar los horarios de los trenes.
—Hazlo —me animó Gina, dándome unas palmaditas en la espalda. Se dejó resbalar del escritorio y se alejó.
—De acuerdo. —Me incorporé ligeramente y miré la oficina de Derek para ver si estaba al teléfono—. Oye una cosa —la llamé—, si al final resulta que es un chalado, tú tendrás la culpa.
—¿Te iba yo a descarriar?
Se sentó en su silla y comenzó a ojear una pila de fotografías.
—No, supongo que no —contesté, poniéndome en pie.
Me acerqué a la puerta de Derek y llamé.
Tendría que haber imaginado como reaccionaría. Derek prefería las historias que pudieran investigarse y escribirse en un par de horas, y esta tenía pinta de necesitar todo ese día y posiblemente el siguiente. Cuando entré, estaba mirando por la ventana absorto en sus pensamientos.
—Hola, Derek.
—¿Qué? Ah, disculpa, estaba… —dijo, volviéndose hacia mí.
—¿Estás bien? —Cerré la puerta a mis espaldas.
—Sí, estoy bien. Estoy preocupado por un amigo con el que trabajé hace años en una revista. Lleva desaparecido desde la semana pasada y eso mosquea un poco.
—Vaya, espero que no le pase nada.
—Si, yo también. —Tomó asiento detrás de su desordenado escritorio—. Da igual —dijo para cambiar de tema—, ¿qué puedo hacer por ti?
Le mostré la carta y, cuando hubo acabado de leérsela, me hizo varias preguntas acerca del tipo de artículo que tenía pensado escribir. Solía hacerlo para asegurarse de que ya le hubiera estado dando vueltas al asunto.
—¿Vale la pena hacer el viaje? —quiso saber, aunque me dio la impresión de que Derek ya se había respondido la pregunta. Sin embargo, intenté convencerlo del potencial de la historia—. A mi me da la impresión de que este tipo es un científico o algo así —comentó, arqueando las cejas en actitud dubitativa—. ¿Ya nos ha escrito antes?
—Que yo sepa, no, pero me da la impresión de que es un hombre culto, y eso ya es un gran cambio. En la carta no dice a qué se dedica.
—Mmm… Bueno, si quieres hacerlo, creo que no hay problema.
—Genial.
Di media vuelta para salir y Derek se levantó para volver junto a la ventana.
—Pero… —añadió—, si al final resulta otra de esas misiones inútiles, tráete lo que sea, ¿de acuerdo?
Me lo quedé mirando unos segundos, perplejo por lo que había dicho.
—¿A qué te refieres con eso de «tráete lo que sea»?
—Ya sabes… Asegurate de que no es una completa pérdida de tiempo. A estas alturas ya deberías saber que es una mala costumbre eso de volver a la oficina con las manos vacías, Ashley. Sácale fotos a algo, trúcalas si tienes que hacerlo, pero tráete algo que nos sirva.
—No estarás hablando en serio, ¿verdad? —Con Derek uno nunca estaba seguro de si bromeaba o no—. ¡Pero si eres tú el que siempre está quejándose de esos tipos que no hacen más que protestar y hacerte perder el tiempo!
—Estoy desesperado —confesó, sacudiendo la cabeza, pero sin dejar de sonreír—. Se supone que tienes imaginación.
—¿Imaginación? ¿Y la integridad qué?
Soltó una risotada.
—A la mierda la integridad. Venga, fuera de mi vista.
—Ahora mismo. Ah, una cosa —añadí, dando media vuelta——, hablando de fotos, si no está ocupada, ¿podría llevarme a Gina?
—No, no puedes, y no creas que no sé qué te traes entre manos.
—¿A qué te refieres? No me traigo nada entre manos.
—Venga ya, que no estoy ciego, por el amor de Dios —repuso sonriendo con malicia—. Perdona, pero en estos momentos no puedo prescindir de ella. Tendrzis que sacarte tus propias fotos.
Rio disimuladamente mientras yo abandonaba la oficina. Me pregunté quién más sabría que estaba colado por Gina.
No tenía sentido holgazanear por la oficina, así que redacté a toda prisa un artículo que tenía que acabar y luego hice un par de llamadas para informarme sobre los horarios de los trenes. Al abandonar la oficina, pasé junto a Gina, que estaba al teléfono. Musitó un «buena suerte» con los labios y le respondí con un «gracias» igual de mudo. Ojalá hubiera podido ir conmigo, como mínimo habría resultado una buena compañía. Mientras esperaba en la parada de autobús, me pregunté si no debería haber echado una ojeada en internet para buscar información sobre la Ganges Roja, aunque lo más probable es que el señor Mather fuera la mejor fuente de información ya que era él quien tenía la criatura en su posesión.
Una vez en casa, metí las herramientas de trabajo (libretas, dictáfono, etc.) en una mochila junto con el minidisc y la a cámara Nikon y fui a buscar el metro a Euston.
La estación estaba hasta los topes, como de costumbre. Me pasé unos buenos veinte minutos en una larga cola antes de comprar un billete para el tren de las 12.45 a Windermere, donde haría trasbordo hasta Tryst. Como tenía algo de tiempo antes de subir tren, me compré un par de emparedados y algo de beber en un puesto de comida y un libro de bolsillo en la librería. Cuando por fin llegó el tren, con veinticinco minutos de retraso, estaba que me subía por las paredes y recé para que no hubiera más contratiempos.
Encontré un asiento y al cabo de poco el tren atravesaba con gran estruendo la campiña al norte de Londres. La mayoría de los pasajeros era gente de negocios a los que había que sumar varias familias que iban de excursión y algunos adolescentes. Empecé a leer el libro que había comprado y apenas me enteré de que habíamos dejado atrás las estaciones de Watford, Milton Keynes y Rugby. El viaje continuó sin incidentes hasta que, poco después de salir de Nuneaton, una avería en una señal añadió otra media hora de retraso a la de llegada. Cada vez veía más claro que no iba a poder regresar a Londres antes de que el último tren saliera de Windermere. No era el fin del mundo, pero esperaba que la historia valiera la pena o a Derek no iba a hacerle ninguna gracia la hoja de gastos. Dejé el libro unos instantes y contemplé por la ventana los campos infinitos, los ríos y los caminos, salpicados de vez en cuando por un pequeño pueblo o una granja.
Debí de quedarme dormido en algún momento, mecido por el suave y rítmico traqueteo del tren, porque cuando desperté estábamos deteniéndonos en Preston. Me enderecé, rebusqué el minidisc y me pasé la hora siguiente escuchando música hasta que llegamos a Windermere poco antes de las cinco y media. Pasé el corto viaje de trasbordo hasta Tryst repasando lo que sabía sobre mosquitos, es decir, absolutamente nada.
A medida que el tren se aproximaba a Tryst, el número de pasajeros del desvencijado vagón fue reduciéndose hasta que, al llegar a la estación, solo quedábamos un anciano caballero y yo. Bajé al andén sorprendido del descenso que había sufrido la temperatura en tan poco tiempo, como si al invierno se le hubiera acabado la paciencia, y se hubiera adelantado un par de meses.
Muy por encima de mí se suspendía un vasto banco de nubes grises estáticas. Me acerqué a la ventanilla de venta de billetes y pregunté cómo se llegaba al puerto. La mujer de la taquilla quiso saber si me dirigía al lago, y cuando le contesté que sí me lanzó una extraña mirada.
—¿De verdad? —insistió—. Ha elegido un día espantoso, joven. Está oscureciendo y va a ponerse a llover en cualquier momento.
Se inclinó hacia delante sin levantarse de la silla para echar un vistazo a la entrada de la estación a través de uno de los lados de la taquilla. Seguí su mirada y asentí con un gesto de cabeza.
—Sí, estas cosas solo me pasan a mí. Por cierto, ¿a qué hora pasa el último tren a Windermere?
—El último tren a Windermere… —musitó, volviéndose para ojear una carpeta enorme que había encima del mostrador— sale a las nueve y siete.
Consulté la hora. Eran un poco más de las seis. El tiempo, igual que la meteorología, estaba en mi contra, así que tuve que hacer un cambio de planes. Puede que consiguiera redactar el artículo y estar en la estación a tiempo de subir al último tren, pero, de todos modos, el último tren de Windermere a Euston ya habría salido, así que no iba a volver a Londres esa noche.
—Por casualidad no sabrá de alguna pensión por aquí cerca, ¿verdad?
—Puede mirar en el Rocklyn, al final de la calle. Está bastante bien.
—¿El qué?
—El Rocklyn Bluewater. Lo lleva una vieja gloria del teatro… O eso dice ella, pero es buena gente, y suele tener habitaciones libres.
—Muy bien, gracias.
Esperé un rato fuera de la estación. La temperatura seguía bajando y el cielo se iba encapotando cada vez más. El aire traía olor de lluvia. Vi el lago a mi izquierda, el cual dominaba toda la vista en esa dirección. La carretera que tenía delante bajaba hasta el pueblo, abriéndose camino entre tiendas y casas, y moría a la orilla de la vasta extensión de agua. La mujer de la taquilla no me había dicho dónde estaba el muelle, aunque en realidad me dio igual porque desde allí divisé un pequeño embarcadero de tablones al pie de la colina y varias barcas en el agua. Había poca gente en la calle principal. Oí el ladrido de un perro, pero, aparte de eso, no daba la impresión de que hubiera mucha más actividad. Las tiendas alineadas a ambos lados de la calle eran viejas y estaban medio destartaladas, parecían sumidas en la apatía y faltas de cuidado. Un cartel cuarteado a uno de los lados de una zapatería cerrada con tablas rezaba: «EL REMENDÓN». Me hizo gracia, el nombre le iba como anillo al dedo.
A mi derecha, cerca de la cima de la colina, vi un edificio enorme con un cartel fuera en el que se leía:
HOTEL THE ROCKLYN BLUEWATER
¡Las visitas son bien recibidas!
Me acerqué al mostrador de recepción y hablé con la dueña, una delgada ancianita ataviada con cierta excentricidad y lo que tenía la pinta de ser una peluca rubia.
—¡Bienvenido, joven! Me llamo Annie Rocklyn, ¡encantada de conocerlo! —Su actitud extremadamente cordial me cogió con la guardia bajada, igual que la generosa cantidad de maquillaje bajo la que había sepultado su rostro—. ¿En qué puedo ayudarle? Nuestras habitaciones están totalmente…
—Me gustaría alquilar una habitación solo para esta noche. He venido a visitar a alguien del lago.
—¡Claro! Tiene suerte, en este momento disponemos de varias habitaciones libres. Esto… ¿Ha dicho el lago?
Su sonrisa vaciló ligeramente.
—Sí, soy periodista —respondí, tratando de impresionarla—. Vengo a entrevistarme con el señor Mather, el que vive en la isla. ¿Lo conoce?
—No personalmente. Bueno, en realidad nadie lo conoce, nunca viene al pueblo. —Se inclinó hacia delante con aire de complicidad—. Es muy reservado, ya sabe a qué me refiero.
—Ya veo. Bueno, ¿quiere que me registre ahora o lo hago más tarde? Solo estaré unas horas.
—Cierro la puerta a las once y media… pero si llega más tarde, llámeme… Suelo acostarme tarde. Siempre he sido un poco… ave nocturna.
Sonrió, y el exceso de pintalabios alrededor de la boca reflejó la luz de la llamativa lamparita que había junto al libro de registro del mostrador.
—Muy bien, muchas gracias.
Di media vuelta, pero cuando estaba saliendo oí que Annie Rocklyn venía detrás de mí y me llamaba.
—Es de Londres, ¿verdad? ¿Le he dicho que una vez pisé las tablas del West End?
—No me diga, ¿trabajo en alguna obra de la que haya podido oír hablar? —pregunté por decir algo, no quería parecer maleducado.
—Run for your wife.
—Ah, muy buena… —dije, sin saber qué añadir a continuación—. Bueno, muchas gracias, creo que será mejor que me ponga en marcha.
—Claro, por supuesto. ¡Vaya con ojo! Esas aguas pueden ser muy traicioneras con este tiempo.
—No se preocupe y gracias de nuevo.
Me dirigí al puerto sin perder más tiempo, aunque casi tropiezo con una de las piedras sueltas del camino de tierra que bajaba hasta el lago. Vi un muelle de tablones y una oficina o una especie de cobertizo, así que me acerqué allí y llamé a la puerta. Oí una tos estentórea en el interior y, acto seguido, una maldición apagada antes de que se abriera la puerta.
No sé si es que no era el momento más propicio o que tan solo odiaba las interrupciones, pero estaba claro que el tipo no se alegró de verme. Se trataba de un hombre bajo, rollizo y algo flácido. El largo pelo gris amarilleaba en algunas partes, lo que delataba su adicción al tabaco.
—Y bien, ¿qué quiere? —preguntó con brusquedad, lanzándome una mirada escéptica.
—Discúlpeme, pero ¿es usted el director del puerto?
—Capitán —me corrigió, sin mudar la expresión.
Se hizo un incómodo silencio hasta que rectifiqué.
—Perdone, el capitán del puerto.
—Sí.
—Perfecto. Me gustaría alquilar un bote para ira la isla, si es posible.
—Así que a la isla, ¿eh?
Me miró de arriba abajo y sonrió satisfecho, como si algo le hubiera hecho gracia. A continuación se repantigó sobre el mostrador y abrió un enorme diario de navegación, en el que le llevó un siglo encontrar lo que buscaba, mientras yo contemplaba las nubes que se cerraban sobre el lago y el pueblo a través de la mugrienta ventana. Tenía pinta de que iba a ponerse a diluviar en cualquier momento, como si estuvieran esperando a tenerme en el agua para descargar sobre mí.
—¿Nombre?
El capitán chupó la puma de un bolígrafo y se dispuso a tomar nota.
—Reeves, Ashley Reeves.
—¿Y qué es lo que necesita?
Empezó a escribir de una manera que parecía muy poco cómoda, con la mano enroscada alrededor del bolígrafo, como una garra.
—Algo pequeño y fácil de manejar para ir a la isla y volver.
—Ya veo, entonces va a necesitar algo bastante rápido si quiere librarse de esa lluvia —comentó, mirando por el cristal.
—Si. la lluvia es una lata.
—Sí, sí que lo es. Es un poco raro que elija dar un paseo en barca en un día como este, ¿no cree?
—¿Disculpe?
—La seis —me adjudicó, ignorándome.
Cogió algo de una de las estanterías que había encima del mostrador y salió por la puerta lanzando un soplido algo extraño. Lo seguí.
Fuera daba la impresión de que un enorme pulmón había aspirado casi todo el oxígeno del aire. Las barcas cabeceaban y chocaban contra el muelle, lo que producía un ruido de madera contra madera.
—Tendría que haberme traído ropa de recambio —me dije en voz alta.
—¿Eh?
El anciano, algo confundido, le dio una honda calada al cigarrillo empapado, que parecía ser un elemento más de su cara.
—Disculpe, estaba pensando en voz alta. Pensamientos residuales.
Sacudió la cabeza y dio media vuelta.
Al final del muelle de tablones, el capitán del puerto bajó a las rocas que protegían una pequeña cala. Alguien había arrastrado una barca de aspecto lamentable hasta la orilla y la había abandonado en la arena.
El cielo retumbó y el aire empezó a oler a tierra, estaba claro que iba a ponerse a llover de un momento a otro. El anciano levantó la vista y entornó los ojos.
—No se ve a mucha gente por aquí —comenté, intentando aliviar la tensión.
—No, la mayoría tiene el sentido común de quedarse en casa.
—Ya, yo, esto… Lo comprendo perfectamente —contesté, sintiéndome aún más incómodo.
—Deseará haber sido uno de ellos.
Lo había dicho tan bajo que casi no lo había oído.
—¿Disculpe?
—Nada —contestó, al ver mi expresión perpleja—. Pensamientos residuales. Esa de ahí es su barca.
Señaló la embarcación abandonada en la arena. Le eché un vistazo y luego lo miré a él, que tenía la vista levantada hacia el cielo, como si lo estudiara con cierto desdén. Cuando las primeras gotas comenzaron a mojarme la nariz y las mejillas, me pregunté si, después de todo, el viaje habría sido una buena idea.
—Pero tendrá motor, ¿no?
Es lo único que me vino a la cabeza, aparte de: «No esperará en serio que saque ese cacharro al agua, ¿verdad?».
—Ajá, es esa cosa enorme de detrás —contestó, envolviéndose en su abrigo.
Apartó una lona azul, que dejó a la vista un motor fuera borda.
—Ah, perfecto —comenté.
—Serán veinte papeles. En efectivo.
—Ah… Claro —contesté, rebuscando el dinero en el bolsillo.
—Y quiero el bote de vuelta mañana por la mañana ta las nueve… Entero.
Le tendí las veinte libras, que él aceptó con avaricia. Dio media vuelta y regresó a su choza dejándome con aquella pila de restos de un naufragio con forma de bote. Le habría mencionado que nunca antes me había subido a una lancha fuera borda, pero el hombre había dejado muy claro que nuestros negocios habían concluido por el momento. Una vez dentro de la oficina, cerró de un portazo. Tendría que darme prisa si quería llegar a la isla antes de que cayera el diluvio universal.
Por fortuna, conducir la barca resultó mucho más fácil de lo que había imaginado y poco después estaba surcando el lago de la Languidez. Me encontraba a una distancia considerable de la orilla cuando el cielo volvió a retumbar. Las nubes empezaron a descargar sobre mí y no se contentaron con hacerlo en silencio. Por lo que sabía, la lancha iba tan rápida como podía, aunque no lo bastante deprisa. La gélida lluvia me acribillaba la cara y las manos y las fue entumeciendo poco a poco. Miré a la izquierda y divisé a lo lejos lo que parecía ser mi destino. Me había lanzado a toda velocidad hacia la orilla opuesta del lago cuando debería haber virado en el muelle. Di media vuelta, corregí el rumbo y coloqué el pequeño tramo de tierra en mi punto de mira. El cielo volvió a retumbar con fuerza y la lluvia se convirtió en un diluvio.
Poco después, el agua caía con tanta fuerza que apenas conseguía distinguir lo que tenía delante de mis narices. La isla era poco más que una forma indefinida. La superficie del lago había cobrado vida, el agua surcaba el aire en todas direcciones y de vez en cuando la lancha volaba antes de estamparse con fuerza contra el agitado lago. Sin embargo, en esos momentos el pelo y la ropa empapados eran el menor de mis problemas. No me gustaba la idea de que el motor se parara y me dejara tirado en medio de la fría y profunda masa de agua. Era injusto que los grises y densos nubarrones se concentraran únicamente sobre el lago. No obstante, continué en dirección a la isla mientras la lluvia arreciaba y, por lo visto, empeoraba por momentos.
Poco después me acercaba a la orilla, así que apagué el motor. Por desgracia, no vi la roca de afilados cantos que sobresalía justo delante de la barca hasta que fue demasiado tarde. Aunque había apagado el motor, avanzaba a demasiada velocidad y no hubo manera de evitar la colisión. Cogí la mochila y salté por la borda a las frías y oscuras aguas.
Afortunadamente esquivé las rocas al zambullirme en el lago, aunque las había por todas partes. El agua estaba mucho más fría de lo que había imaginado, pero por suerte solo me llegaba a la cintura. La mochila había quedado sumergida unos segundos, de modo que la levanté para que no se mojara aún más. No me quedo más remedio que ver como la barca explotaba al impactar contra la roca y se hacia añicos. Nunca me habría imaginado que los daños iban a ser tan catastróficos, lo que demostraba el estado previo de la lancha. Solté un taco y maldije al capitán del puerto por haberme dado una embarcación en aquellas condiciones.
Con la mochila en alto, fui abriéndome paso hasta la pequeña playa, en la que descansé unos segundos todo empapado, soltando tacos y escudriñando las negras aguas. Los pedazos de madera que antes formaban parte de la barca empezaron a aparecer en la arena, aunque no sé qué iba a hacer con los restos. Por unos segundos me invadió el pánico al pensar que me había quedado tirado en la isla. De todos modos, seguro que Mather tenía una barca y, con un poco de suerte, se apiadaría de mi patética situación. También recordé que llevaba el móvil. Puede que hubiera estado en contacto con el agua, pero seguro que no por mucho tiempo. Me coloqué la mochila al hombro esperando que pudiera secarla en la casa y subí la pendiente de la orilla cansado, empapado y compadeciéndome de mí mismo. Al cabo de poco vi una lucecita que parpadeaba entre los árboles, en la colina que se alzaba al pie de la playa. Estaba oscuro, llovía y deseé con todas mis fuerzas que el esfuerzo que había hecho para llegar a la isla no hubiera sido en vano.
En ese instante empezó a sonar el móvil. Hizo un ruido raro, y, cuando lo rescaté de la mochila, había muerto y la pantalla estaba en negro: o se había acabado la batería o el agua había dañado los circuitos. En cualquier caso, estaba aislado de la civilización.