EPÍLOGO
Valle de An Lao, Vietnam, 2005
No bien había acabado Cam de atar la cuerda alrededor de la rama rota de una morera, levantó la vista hacia el tocón de árbol en que su mujer, Long, había estado sentada cosiéndole la harapienta camisa de trabajo. Sin embargo, lo que vio fue un cuerpo desplomado en el suelo.
Dio media vuelta y corrió hacia donde yacía Long. La levantó entre sus brazos y la llamó una y otra vez con la esperanza de despertarla del misterioso sueño en que se había sumido. Sus esfuerzos fueron en vano. Comprobó si respiraba, si tenía pulso, pero no había nada que hacer.
¿Cómo? ¿Cómo podía ser que le hubieran arrebatado a su amada, al único rayo de luz de su vida, en un instante, tan de repente, sin una palabra?
Llevó el cuerpo hasta la cabaña y lo depositó en la cama. Caminó por la habitación con la respiración entrecortada, reprimiendo las lágrimas que deseaban arrasar sus ojos, y trató de pensar en algo, en cualquier cosa que pudiera dar marcha atrás a lo que había ocurrido. En ese momento recordó algo.
En las colinas que quedaban al este del pequeño pueblo, vivía un anciano. Apenas bajaba a la aldea y la gente casi nunca subía a verlo. Sin embargo, durante décadas habían circulado historias acerca de sus poderes. Se decía que era más viejo que Matusalén y más sabio que cualquier hombre vivo. Los ancianos del lugar sostenían que era un genio, que tenía el don de la curación, tal vez incluso el de devolver la vida. Era imposible, pero Cam tenía que asegurarse. No soportaba la idea de vivir sin Long.
Durante siete horas cargó con el cuerpo de su mujer por el traicionero camino de la montaña hasta que, acabándose el día, llegó a la cima. Hacía frío y los espinos casi borraban el paso. Al mirar a su alrededor, el viento le llenó los ojos de lágrimas, pero vislumbró una pequeña construcción de madera. Se abrió camino entre las punzantes espinas, se cortó varias veces, pero al final llegó a la entrada de la choza.
La puerta estaba entornada y el interior estaba completamente a oscuras. A punto de dejar el cuerpo de Long en el suelo para entrar, lo llamó una voz:
—¡Detente! No te acerques más. Sé por qué estás aquí y no puedo ayudarte.
—¿No…? —empezó a decir Cam, sintiendo que las lágrimas resbalaban por sus mejillas—. ¿No puedes hacer nada?
—Lo que me pides supone mucho más de lo que imaginas. Los peligros son incontables.
—De modo que puedes hacerlo.
Cam se acercó a la puerta y trató de distinguir algo en el interior, pero solo vio sombras oscuras.
—Puedo… pero…
—¡Debes! —Cam cayó de rodillas—. Por favor, haré cualquier cosa, lo que sea, si me la devuelves.
Empezó a sollozar sin tratar de disimularlo, escudriñando el interior de la choza con la esperanza de que su sincero pesar conmoviera al anciano. Los sollozos de Cam y el aullido del viento fueron lo único que hirió el silencio que se instaló entre los dos.
—¿Te amaba? ¿Incondicionalmente?
—Sí —respondió Cam de inmediato, secándose las lágrimas—. Nos amábamos más de lo que puedas imaginar.
—¿Y estaba contenta con su vida? ¿Jamás se vio tentada a abandonarte por otro hombre? ¿Otro que le pudiera ofrecer más?
—¡No! —aseguró el hombre con firmeza, casi enfadado—. Solo deseaba estar conmigo. Eso y nada más.
—Mmm… —fue la respuesta.
—No voy a ir a ninguna parte hasta que me la devuelvas, anciano. Si no lo haces, me mataré ahora mismo. —Cam escudriñó la oscuridad, convencido de que la resolución que se desprendía de sus palabras no caería en saco roto—. Si no puedo estar a su lado en este mundo… me reuniré con ella en el otro.
El silencio volvió a hacer acto de presencia. Cam permaneció arrodillado varios minutos, preguntándose qué ocurriría a continuación, hasta que vio aparecer un rostro en la penumbra de la choza. Era mucho mayor de lo que hubiera podido imaginar. Tenía la piel agostada y terriblemente arrugada, y el cabello ralo y quebradizo. Nunca había visto una criatura tan anciana y frágil.
—Muy bien, joven —suspiró el anciano, removiéndose incómodo—. Llévala adentro… y tráete una de esas portentosas espinas contigo.