15
DISOCIACIÓN
¿Qué podía hacer? Nos quedamos quietos mientras el mosquito se acercaba. Habría sido inútil salir corriendo, no había sitio alguno al que no pudiera seguirnos. El monstruo se detuvo ante nosotros, flotando en el aire y volviendo la cabeza a ambos lados con un movimiento nervioso. Por lo visto, el ataque del señor Hopkins no había surtido demasiado efecto.
—¿Qué… es eso?
—Es un insecto… muy… peligroso.
«¿Qué estás haciendo con esa zorra? ¡Debería estar muerta!».
—Tenía que salvarla. Entiéndelo…
«¡No hay nada que entender! ¡No tiene sentido! Debería matarla ahora mismo. Quizá cuando veas su cuerpo sin vida, disolviéndose en la tierra, comprenderás lo insignificante que es».
—Déjanos ir, por favor.
Me negaba a rendirme al cansancio que se apoderaba de mi cuerpo. Las fuerzas, igual que la resistencia que oponía al hechizo del mosquito, me abandonaban rápidamente.
—¿Qué haces? —me preguntó Gina, sin apartar la vista de la Ganges Roja.
—Estoy… Estoy hablando con ella.
—¿Qué? Pero si es…
—Sí, es difícil de explicar, pero puede comunicarse conmigo.
—¿Cómo?
—No lo sé… Puede y ya está.
—Son imaginaciones tuyas —decidió Gina.
Oh, no empieces tú ahora, pensé.
—Por favor, créeme. No es como los demás insectos.
—Eso ya lo veo, pero no creo…
—Por favor, hazme caso. —La miré a los ojos—. Nuestras vidas dependen de ello.
—No olvides a ese bicho raro del pozo. En estos momentos podría estar dirigiéndose hacia aquí a por nosotros.
—Con ese podemos apañárnoslas, con este puede que sea un poco más delicado.
«Así que Mather está vivo».
—Más o menos —contesté.
Gina se volvió hacia mí y sacudió la cabeza. Debía de pensar que estaba delirando.
—Mira, por muy peligrosa que sea esa cosa, tenemos que salir de aquí ahora mismo —insistió.
«¡No vas a ir a ninguna parte! Si tienes algún aprecio por la vida de esta mujer, te quedarás en la isla».
Miré a Gina y ella me devolvió la mirada, como si tratara de leerme el pensamiento.
—Si nos quedamos, ¿qué le ocurrirá?
El insecto guardó silencio unos instantes, meditando la respuesta.
—¿Qué estás haciendo? —me susurró Gina.
—Estamos intentando llegar a un acuerdo.
—Mira, no entiendo qué está pasando, pero ahora mismo tampoco me importa. Ash, tenemos que salir de esta isla. ¡Ese maníaco podría aparecer en cualquier momento y liquidarnos!
—Escucha, confía en mí. Esto escapa a nuestra comprensión. Tenemos que ir con pies de plomo.
—¿Tan peligrosa es?
—Si te clava el aguijón, te inyectará una saliva tóxica que disolverá la carne alrededor de la herida.
Gina no dijo nada, pero se quedó mirando el mosquito boquiabierta.
«Eso está bien, haz que me tema».
—¿Qué le ocurrirá? —insistí, volviéndome hacia la Ganges Roja.
«Lo estoy meditando».
Pensé en abalanzarme sobre la criatura. Tal vez cabría la posibilidad de que consiguiera aplastarla entre mis manos antes de que pudiera revolverse. No me gustaba la idea de que me ensalivara, pero tal vez sería el único modo de evitar que atacara a Gina. Quizá el mosquito no esperaría que hiciera algo tan drástico. Sin embargo, como si quisiera recordarme que podía leerme el pensamiento, la Ganges Roja se elevó en el aire en ese preciso momento, pasó por encima de nuestras cabezas y se detuvo a nuestras espaldas.
«¡A la casa! ¡Ya!».
Comprendí que cualquier intento por sorprenderla sería inútil. Estaría al tanto de mis intenciones casi al mismo tiempo que yo, de modo que no nos quedaba más remedio que obedecerla.
—Vamos —le dije a Gina, con una voz que traslucía sin duda alguna la desesperación—. Entremos.
—¿Qué? ¡Esto es ridículo!
—Por favor, confía en mí. No hay otra opción.
—Ash, por el amor de Dios, venga —protestó, volviéndose hacia la playa—. ¡Nos vamos ya, aunque tenga que arrastrarte!
El mosquito se abalanzó sobre el rostro de Gina, pero no la alcanzó con el aguijón. Gina chilló y corrió a refugiarse entre mis brazos.
«O la vigilas… o la próxima vez haré algo más que avisarla».
—Vale, vale —dije, extendiendo una mano hacia el mosquito—. Gina, por favor, hazme caso. No dejaré que te haga daño.
Regresamos a la casa en silencio con la Ganges Roja a nuestra espalda.
Había albergado la esperanza de no volver a ver el interior de aquella casa nunca más, aunque cuando entramos me pareció extrañamente diferente. Las sombras eran más densas, más herméticas y la luz más tenue. Por la cara de Gina deduje que compartíamos el mismo desasosiego.
El mosquito me ordenó que condujera a Gina al dormitorio de Mather. Tal vez se encontraba más cómoda allí, al fin y al cabo aquel era su hogar, su santuario. Me senté en la cama al lado de Gina mientras la Ganges Roja se suspendía en el aire delante de nosotros. No vi señal alguna del señor Hopkins. La pelea debía de haber terminado en otro lugar de la casa.
Estudié el mosquito unos segundos tratando de adivinar sus intenciones, y luego le pregunté:
—¿Y ahora qué?
Gina se volvió hacia mí, a pesar de que sabía que me dirigía al insecto.
«Lo siento, pero tengo que hacerlo».
—¡No!
Tendría que vigilar lo que decía. Gina ya estaba bastante nerviosa como para empeorar las cosas.
«Es la única solución».
—Por favor, no sé lo que crees que podría surgir entre nosotros, pero… nunca funcionaría.
El mosquito se puso a reír y se me acercó un poco más. El rostro de Gina se contrajo en una expresión de completa incredulidad. No me atrevía ni a imaginar lo que estaría pensando en ese momento.
«Tal vez, pero tengo el don de la persuasión. Con el tiempo verás las cosas como yo las veo y me amarás».
—Te equivocas, no puedes obligar a nadie a quererte.
«Me subestimas. Todo lo que ha hecho Mather desde que di con él ha sido siguiendo mis órdenes. Ambos sois hombres decididos, pero tu mente se doblegará ante mí igual que hizo la suya. Si quiero que me ames… ¡me amarás!».
—No mientras me quede un soplo de vida.
Volvió a reír.
—¿Qué pasa?
Gina prestaba atención, como si intentara oír algo. Después de todo, tal vez no creyera que estaba loco.
—Discrepamos.
—¿Sobre qué?
—Sobre nada.
—¡Y una mierda, nada! ¿Por qué estás hablando con el mosquito?
—Me quiere.
—¿Qué?
—Es difícil de explicar.
—¿Esa cosa va a hacernos daño o no?
—No, si puedo evitarlo.
«No puedes salvarla. Sería mejor que le dijeras la verdad, que pronto estará muerta».
—¡Ni te atrevas a tocarla! —se me escapó. Maldije mi estupidez al instante.
—Ash, por favor, dime qué…
—No pasa nada, déjame a mí.
Intenté pensar en cómo solucionar el asunto. La Ganges Roja se había quedado muda. No quería contarle la verdad a Gina, pero, por otro lado, tampoco tenía fuerzas para mentirle. Aunque, de todos modos, teniendo en cuenta el cariz surrealista del atolladero en que estábamos metidos, tampoco era probable que me creyera. Además, algo tenía que decirle.
—En fin —suspiré, tomando aire.
—No pasa nada —trató de animarme, cogiéndome una mano entre las suyas—. Sé que lo has pasado muy mal.
La miré a los ojos.
—Sí. —Sonreí—. De todos modos, no va a gustarte.
Algo se posó con suavidad en uno de los vidrios de la ventana. Al principio, ninguno de los tres le dio importancia. Supuse que se trataría de una hoja o de algo por el estilo.
—Mira, ya sé que parece de locos, pero tendrás que confiar en mí. Verás, esa cosa quiere matarte porque cree que está destinada a ser mi pareja.
A Gina se le salieron los ojos de las órbitas.
—Ah.
—Lo sé, es ridículo.
—Bueno… Como mínimo va a ser complicado, eso seguro.
—Existe la posibilidad de que una vez que beba de mi sangre, recupere su aspecto de mujer.
—¡De mujer! ¡Dios santo! ¿Estás oyendo lo que dices? ¡Despierta! Tenemos que salir de aquí.
Iba a levantarse, pero la cogí con firmeza de un brazo y tiré de ella para que volviera a sentarse. El mosquito zumbó malhumorado.
—Escúchame, yo lo creo. Bueno, al menos en parte… más o menos.
—Muy bien, pero ¿por qué necesita tu sangre? —preguntó. Estaba muy claro que no creía ni una palabra.
—Según ella, soy un descendiente de su difunto marido, llevo su sangre, y ella la necesita para acabar con la maldición.
—Ya veo…
—Cree que una vez que vuelva a ser humana, podremos estar juntos… como pareja.
No tuve que mirar a Gina para saber qué expresión había adoptado su rostro.
—¿Y quiere matarme porque cree que soy la competencia?
—Sí.
—Vale, me alegro de que todo se haya aclarado. Lo primero que tenemos que hacer es volver a casa y llevarte al médico. —Volvió la vista hacia la ventana—. ¿Eso de ahí es un amigo suyo?
—¿Qué?
Me volví hacia donde señalaba y entonces la vi. Pegada al cristal, observando nuestros movimientos, había una libélula enorme. Era algo más pequeña que la Ganges Roja, pero no por eso menos asombrosa.
Cuando el mosquito se dio cuenta de que algo había desviado nuestra atención, se volvió hacia la ventana y la reacción fue casi instantánea. Salió disparada hacia atrás como una bala y se golpeó contra la pared. Cayó sobre la alfombra y se sacudió unos segundos, como si tratara de recuperar el sentido. Acto seguido se elevó en el aire y se volvió hacia la ventana, pero esta vez se alejó del cristal.
«¡No… ahora no!».
Continuó chillando, aunque en una lengua que yo desconocía, y empezó a revolotear por la habitación, incapaz de quedarse quieta. La libélula no se movió. Por las señales de vida que daba, podría haber sido un adorno. En aquel momento, como si me hubiera leído el pensamiento, sus alas volvieron a la vida y se apartó del cristal. Se alejó unos metros de la casa y se detuvo en el aire. El chillido del mosquito fue haciéndose cada vez más estridente hasta convertirse en un silbido agudo. Cuando miré a Gina, esta se estaba frotando las orejas. De súbito, la ventana se hizo añicos y nos cayó una lluvia de miles de diminutas esquirlas de cristal. Nos volvimos por instinto para no cortarnos la cara y, por fortuna, salimos ilesos. Nos pusimos en pie acompañados por el grito desesperado de la Ganges Roja. La lluvia de cristales la había alcanzado de pleno y un líquido rojo manaba de uno de los costados de su abdomen. A través del agujero de la ventana entreví la libélula del exterior, convencido de que me estaba observando. En aquel momento oí una voz, una voz más autoritaria e insistente que la del mosquito. Solo dijo una palabra, pero no hizo falta más para animarme a ponerme en marcha.
«Vete».
Agarré a Gina por la manga del abrigo y la arrastré hacia la puerta a la que casi habíamos llegado cuando la Ganges Roja se interpuso en nuestro camino, desangrándose sobre la alfombra. No se apartó ni un milímetro a pesar del esfuerzo sobrehumano que eso le suponía, lo que demostraba lo desesperada que estaba por mantenernos bajo su dominio.
«¡Atrás! ¡Alejaos de la puerta!».
—No, se acabó. Nos vamos.
«Tú no vas a ninguna parte. ¡No he esperado tanto tiempo para ser burlada de esta manera!».
—Él no va a dejar que te salgas con la tuya. Lleva tiempo en la isla, observándote. Si desea ponerle fin a esto esta noche… lo hará.
«¡No se lo permitiré! Le…».
Miré atrás y vi que la libélula había entrado en la habitación. Estaba junto a la ventana, moviéndose arriba y abajo con suavidad y observándonos atentamente. De pronto, la Ganges Roja empezó a aullar de nuevo y cayó sobre la alfombra, retorciéndose.
«¡Vete!».
Miré la Ganges Roja mientras pasaba por su lado en dirección a la puerta. Gina levantó el pie cuando el mosquito se interpuso en su camino y apretó las mandíbulas.
—¡No! ¡No lo hagas!
—¿Por qué no? ¡Puedo acabar con eso ahora mismo!
—No, no es cosa nuestra. Esa libélula ha venido a por ella. Déjasela a ella.
Le tiré del brazo para que se moviera y me siguió afuera de la habitación.
Instantes después nos dirigíamos hacia el vestíbulo. A nuestras espaldas oí que el mosquito aullaba del dolor que le causaban las heridas y el tormento que la libélula le estaba infligiendo. Solo era cuestión de tiempo que le asestara el golpe de gracia. Gina salió en tromba de la casa y se encaminó derecha hacia el claro, en dirección a la playa y el bote. La seguí.
Levanté la vista y vi que el cielo estaba despejado; aun así, rogué por que no volviera a llover ni hiciera mal tiempo y pudiéramos cruzar el lago sin más contratiempos. La pesadilla tenía que acabar de una vez por todas. Los horrores de la isla ya habían hecho mella en mí y me preocupaba que mi salud mental estuviera en peligro.
Arremetimos contra varios árboles cegados por la angustia de atravesar el bosque, ni siquiera intentamos ceñirnos al sendero.
Oí el fuego incluso antes de verlo, la madera chisporroteaba al combarse y quebrarse. Una vez que dejamos los árboles atrás y pusimos un pie en la pendiente que conducía a la playa, vimos la dantesca hoguera.
—¡Nooo! —El grito de Gina quebró la noche cargado de espeluznante indignación.
El bote, a unos cincuenta metros de la orilla, estaba en llamas. Aunque pudiéramos alcanzarlo, no nos serviría de nada. Se me cayó el alma a los pies.
—Hay otro bote en la isla —le comuniqué, tratando de no parecer demasiado derrotista—. Es de Mather. No sé dónde está, pero estoy seguro de que lo encontraremos.
—¡Esto no puede estar sucediendo!
Tuve la escalofriante sensación de que el terror podía devorarnos en cualquier momento como si se tratara de un monstruo.
—Está bien, intentémoslo, bordearemos la isla. Tendremos que ir con cuidado… pero no se me ocurre otro modo… Su risa interrumpió mis palabras. La mirada risueña y ladina de Mather me sacó de mis casillas.
—Caramba, caramba —murmuró Mather, asomando entre la primera línea de árboles que había a nuestras espaldas, donde había estado escondido—. ¿Qué demonios va a hacer ahora, señor Reeves? Parece que no bien sale de un aprieto… ya se mete en otro.
Sonreía de oreja a oreja, con la cara y la ropa sucia de mugre y vísceras que habría removido en su caída al pozo. Me acerqué a él con la sensación de que la frustración que sentía en mi interior se convertía en ira. Ya no me importaba si llevaba un puñal o no, quería destrozarlo y él no podría impedírmelo.
—¡Se acabó! ¿Me oye? ¡Se acabó!
Cerré los puños y me dispuse a golpearlo, pero, como siempre, la seguridad en sí mismo de Mather tenía una razón de ser. No sé dónde la había tenido escondida, pero en aquel momento levantó una enorme escopeta y me apuntó con ella.
—Por favor… Cálmese. Si no les importa, preferiría que guardaran las distancias.
Gina y yo intercambiamos una mirada, por lo visto no había forma de salir de aquel infierno.
Mather cerró la marcha a través del bosque hasta que llegamos al claro, donde nos ordenó detenernos. Desde allí veíamos la parte izquierda de la casa. La luz que salía por la ventana del dormitorio de Mather se proyectaba en los cristales del suelo.
—¿Qué le ha pasado a la ventana?
Se puso a nuestra altura, a la izquierda. Sonreí.
—Tuvimos una visita inesperada mientras nos entretenía la adorable dama escarlata.
El rostro de Mather se contrajo en una mueca de desagrado y gruñó contrariado.
—¡Apestoso saco de pulgas! ¡Le retorceré el asqueroso pescuezo!
—Si se refiere al señor Hopkins, no fue él quien rompió la ventana.
Mather me miró.
—Entonces, ¿quién lo hizo?
—¿Quién es el señor Hopkins? —preguntó Gina, mirándome primero a mí y luego a Mather.
—Un gato.
—Ah.
—¿Y bien? ¿Quién? —insistió Mather. Se estaba enfadando.
—La libélula. Él…
—¿Una libélula? Paparruchas, está mintiendo.
—No, no miento. Vaya y compruébelo usted mismo. Antes de irnos, su preciada dama se debatía entre la vida y la muerte.
—¡No!
—Sí —confirmó Gina.
En aquel momento algo salió volando por la puerta de entrada. Era más pequeño que antes y parecía agotado, incluso desinflado. Voló directo hacia Mather emitiendo un chillido que taladraba el oído.
El hombre se quedó boquiabierto. Su bello espécimen estaba herido de gravedad, tal vez de muerte. Continuó apuntándonos con la escopeta, pero sus ojos estaban clavados en el insecto cada vez más próximo.
—Oh, mi dama —se lamentó—. ¿Qué te ha ocurrido?
«¡El genio! ¡Tien Thai! Ha venido por mí».
—No.
«¡Sí! Es culpa tuya por abrir el tanque, si no, no podría haber llegado hasta mí, así que vas a ayudarme a derrotarlo».
El monstruo rojo se suspendió en el aire ante Mather, estudiando su rostro, tal vez en busca de respuestas.
—Pero si no sé si puedo matarlo. Yo…
«Tu sangre, necesito tu sangre ahora mismo. No queda otro remedio».
—¡No!
Visiblemente agitado, Mather retrocedió un paso y apuntó al insecto con la escopeta.
«¿Qué crees que estás haciendo? ¡Aparta eso de mí, imbécil!».
Mather hizo lo que le ordenaban, aunque con cierta renuencia.
«No te haré daño. Solo tomaré lo que necesite para recuperar mis fuerzas».
—No… no quiero.
«¿Qué es lo que no quieres?».
—No quiero darte mi sangre.
«¿De qué estás hablando? Ya te lo he dicho, no voy a hacerte daño. Ata a esos dos mientras nos encargamos de la libélula».
—¿Por qué no puedo matarlos? No tiene sentido que…
«¡No vas a matarlos!».
—¿Y la chica? Seguro que a ella no la necesitas con vida.
«Lo que necesito es que él colabore, por eso no puede pasarle nada a ella… por ahora».
Este último comentario me dolió, pero era de esperar. Sabía que tarde o temprano la Ganges Roja trataría de eliminar a Gina, así que solamente esperaba estar preparado cuando llegara el momento.
—¿Qué está pasando?
Había olvidado que Gina no oía al insecto.
—Quiere su sangre para curarse.
Gina miró a Mather y luego al insecto. Mather le devolvió una mirada lasciva.
—Ya…
Gina no creía todo lo que le decía, y no es que me sorprendiera, pero al menos parecía seguirme el juego. Después de todo, y a pesar de la situación tan surrealista en que nos encontrábamos, cualquiera se daría cuenta de que estaba a punto de ocurrir algo que tendría serias consecuencias.
—El dolor no es lo que me preocupa —le aseguró Mather al insecto, con una expresión extraña—. Es que…
«Necesito tu sangre. Soy vulnerable mientras me encuentre en este estado, y Tien Thai lo sabe. Quiere matarme antes de que vuelva a convertirme en humana. Baja esa maldita arma y ¡dame tu sangre!».
—¡No! —contestó Mather a la defensiva.
El insecto se puso furioso. Gina me cogió del codo y me dio un tironcito para que retrocediera con ella y alejarnos de Mather.
—Déjame a mí la libélula —le propuso— y luego podrás dejar secos a estos dos.
«¡No! Si no me das tu sangre, tendré que tomarla a la fuerza… y entonces sí que te dolerá».
—Pero tiene que haber otro…
En aquel momento oí que el mosquito lanzaba un grito estridente. Mather debió de percibirlo con mayor potencia en su mente porque bajó la escopeta y se llevó una mano a la frente, como si la cabeza le doliera horrores.
—¡Para! ¡Para! ¿Por qué me haces esto?
Parecía al borde de las lágrimas. El mosquito no cedió, sino que continuó el asalto con la clara intención de no acabar con el sufrimiento de Mather hasta que este accediera a su sedienta exigencia. En aquel momento, y para mi sorpresa, Mather apartó la mano de la frente, volvió a sostener la escopeta con ambas manos, la levantó y me apuntó con ella directamente al pecho. Gina dio un grito ahogado. La frente de Mather estaba perlada de sudor y un gemido apenas audible escapaba entre sus dientes cerrados, lo que revelaba el tremendo esfuerzo que estaba haciendo para hacer frente a la voluntad del insecto.
—¡Todo esto es por su culpa! —dijo Mather dirigiéndose a mí—. Hace tiempo que debería estar muerto.
Vi que tensaba el dedo sobre el gatillo y me quedé paralizado. La lengua se me pegó al paladar mientras me preparaba para el impacto inevitable.
«¡Nooooooooo! ¡Es mío!».
El mosquito se abalanzó sobre Mather, directamente al cuero cabelludo para clavarle el aguijón. Mather se revolvió gritando y disparó al aire, lo que nos dejó medio sordos. Tiró la escopeta y trató de quitarse el mosquito de encima a manotazos.
—Tenemos que largarnos de aquí ahora mismo.
Gina contemplaba el espectáculo que tenía lugar a unos metros de ella totalmente anonadada.
—El túnel —recordé—. Lo había olvidado, es nuestra mejor opción.
—¿Un túnel?
—Hay un túnel secreto que corre por debajo de la isla y del lago. Maidon me enseñó la entrada.
—¿Quién?
—Creo que llega hasta el pueblo.
—Muy bien. ¿Cómo se llega hasta él?
—Hay una trampilla en el bosque. Creo que recuerdo el camino hasta allí.
A Gina se le cayó el alma al suelo, no le gustaba la idea de tener que adentrarse en la oscuridad del bosque, pero no nos quedaba más remedio. Estábamos a punto de ponernos en marcha cuando Mather consiguió apartar el insecto de su cabeza. Sin perder tiempo, recogió la escopeta y corrió hacia la casa seguido de cerca por el mosquito. Una vez dentro, cerró con llave a toda prisa. La Ganges Roja cambió el rumbo, se dirigió hacia la parte izquierda de la casa y entró a través de la ventana rota del dormitorio.
—Muy bien, vamos, igual se matan entre ellos o quizá no —le dije a Gina, que se apoyaba en mi brazo derecho para mantenerse en pie—. Si no es así, entonces uno de los dos va a venir a por nosotros y, sea cual sea, querrá sangre. En marcha.
La cogí de la mano y la conduje hasta el camino. Aunque estaba oscuro y todos los árboles parecían iguales, estaba casi seguro de que conseguiría encontrar el camino hasta la trampilla. A pesar del tobillo dolorido, avanzamos a buen paso, aunque tal vez no sea sorprendente que pudiera moverme con agilidad teniendo en cuenta que aún seguíamos amenazados de muerte. Nos detuvimos en el punto del sendero a partir del cual tendríamos que adentrarnos en el bosque. En algún lugar a nuestras espaldas oímos más cristales rotos. Gina apartó unas ramas que le impedían el paso, las soltó y me azotaron la cara.
—¡Ay!
—Ay, perdona.
Se detuvo y me dejó pasar delante. Poco después empecé a sospechar que nos habíamos perdido.
—¿Ahora hacia dónde?
Gina miró a su alrededor, pero lo único que vio fue árboles y más árboles, todos iguales. Estaba a punto de admitir mi derrota cuando a través del bosque, a mi izquierda, atisbé una elevación familiar del terreno.
—¡Tiene que estar ahí delante, en algún sitio!
Seguimos caminando y al cabo de un par de minutos salimos al claro en medio del que se encontraba la trampilla. Me arrodillé con cierta dificultad y así el tirador.
—Mira —dijo Gina.
Me volví y vi que señalaba el firmamento nocturno. Una columna de humo negro se elevaba de la isla, del centro de investigación.
—Qué listo —observé—. Te hace sacar fotografías para la posteridad y luego quema los cadáveres.
—Bueno, pero él no tiene los carretes —repuso, dándole unas palmaditas a la cámara—. Los tengo yo.
Le sonreí.
—Bien, no nos servirán de nada hasta que salgamos de la isla.
Gina se agachó para ayudarme y entre los dos levantamos la trampilla. La abrimos y dejamos caer la puerta de golpe al suelo. El impacto agitó algunas hojas. Me acerqué a la escalera, hecha con tres troncos bastos, y fui descendiendo con cuidado, prestando atención a mi tobillo. El túnel no debía de tener más de dos metros de alto, por lo que podría haber saltado al suelo si hubiera contado con dos tobillos ilesos. De todos modos, cuando bajé el último peldaño, pisé un suelo de barro blando, casi esponjoso, salpicado de hojas muertas y algún que otro charco que vislumbré a pesar de la penumbra. Olía a cerrado y a humedad, lo que significaba que había sido construido hacía mucho tiempo.
—Vuelve a cerrar la trampilla detrás de ti —le pedí a Gina.
—Está bien.
Oí que atrapaba el asa y que intentaba tirar de ella, pero se rindió al cabo de un rato.
—No puedo moverla, está encallada.
—Da igual, déjalo, no tenemos tiempo.
Segundos después oí un chapoteo detrás de mí cuando Gina bajó de un salto. Nos envolvía una completa oscuridad. Gina parpadeó.
—Vamos —dije, avanzando por el túnel, pero me detuve al cabo de un par de pasos. Estaba oscuro como la boca de un lobo y no me hacía gracia la idea de volver a tropezar—. Supongo que no llevarás encima una linterna, ¿verdad? —le pregunté.
—No —contestó Gina.
—Mierda.
—Lo siento.
—No es culpa tuya. —Se me ocurrió algo—. Espera, la cámara…
—¿Qué le pasa?
—El flash funciona, ¿verdad?
—Claro.
—Bien, entonces lo usaremos para alumbrar el camino.
—Buena idea.
Levantó la cámara y pasó adelante.
Gina abría el camino, iluminando el túnel cada vez que el flash se cargaba. Avanzamos deprisa y poco después salimos a una amplia cámara circular. Gina había utilizado todas las fotos del carrete, pero el flash seguía funcionando sin problemas. Le pedí que apuntara a las paredes y, para mi sorpresa, al primer destello vislumbré algo similar a una trampilla. Al siguiente fogonazo, ambos vimos un escotillón en el techo de la cámara, en la pared más alejada, encima de un pequeño tramo de escalera tallada directamente en la piedra.
—Seguramente lleva a la casa o a un sitio así —aventuré—, sigamos adelante.
Gina apuntó el flash hacia la derecha y lo disparó. Estábamos a punto de entrar en el túnel cuando la trampilla se abrió de repente y un rayo de luz penetró en la cámara. Se me escapó un gemido cuando vi el cañón de una escopeta.
—¡Os estoy viendo! ¡No os mováis u os mataré a los dos!
Gina soltó un taco. Yo incliné la cabeza y suspiré. Esto no va a acabar nunca, pensé.
Bajó la escalera con mucho cuidado sin dejar de apuntarnos con el arma. Tenía el pelo enmarañado y estaba macilento y ojeroso. Llevaba una linterna debajo de un brazo, lo que le permitía aguantar la escopeta con ambas manos. Igual que yo, Mather había atravesado momentos bastante duros en las últimas horas. Parecía un vampiro, demacrado y cadavérico, cuando saltó ruidosamente al agua.
—Creían que se habían librado, ¿eh? Lo siento, pero no puedo permitirme un final feliz. De hecho, el fin va a ser particularmente desagradable para ustedes dos.
—¿Dónde está el mosquito? —Gina fulminó a Mather con la mirada.
—En estos momentos está ocupada con otros asuntos. Ya me encargaré de ella.
—Yo diría que es ella la que se encargará de usted —repuse—, eso si consigue deshacerse de la libélula.
—La libélula también tendrá su merecido, no le quepa duda de eso. Además, si pudiera hacer algo, ya lo habría hecho.
—Yo no estaría tan seguro.
—Usted no sabe nada, señor Reeves, absolutamente nada. Es una verdadera pena que ya no pueda disponer del quirófano porque tenía unos planes realmente excitantes para usted. —Se volvió hacia Gina—. También habría tenido una velada instructiva con esta joven damisela si usted no nos hubiera interrumpido con tan mala educación.
—Vaya, lo siento mucho —contesté con sarcasmo.
Mather sonrió.
—No importa, tal vez haya algo que pueda hacer con esto —dijo, blandiendo la escopeta— para proporcionarme un poco de diversión. Venga, arriba —ordenó, poniéndose al lado de la escalera.
No nos lo podíamos creer. Justo cuando creíamos que se nos ofrecía una nueva oportunidad para escapar de allí, Mather volvía a desbaratarla. Por lo visto la suerte nos había abandonado por completo. Aparecimos en el salón de la aborrecida casa y Mather nos ordenó que nos pusiéramos contra la chimenea. No había señal alguna de la Ganges Roja, pero supuse que si la puerta y la ventana del salón estaban cerradas, no habría forma de que llegara hasta nosotros.
—Veamos, ¿quién va primero? ¿La fotógrafa o el periodista? Supongo que la dama debería ir primero, aunque como es fotógrafa, sabrá apreciar el esplendor artístico de la muerte cercana. ¿Eh, señor Reeves?
—Váyase al infierno —contestó Gina.
—No ha de ir lejos —añadí.
Gina no apartó la mirada de Mather.
—El infierno es algo completamente subjetivo —replicó Mather—. Yo, por ejemplo, me lo estoy pasando bomba.
—Entonces es que ha perdido la perspectiva —repliqué.
—¿La perspectiva?
—Ha sido muy descuidado estas últimas horas. Muy pronto habrá agentes de policía por toda la isla.
—Si, ahora lo sé, pero no lo van a tener fácil. En cuanto la dama se haya tranquilizado, la convenceré para que se ciña al plan original.
—¿Que consiste en…?
—Si vienen… los matamos.
—¿A todos? —Gina no daba crédito a lo que oía.
—Bueno, a cuantos sea posible antes de que la desventaja numérica sea aplastante. Creo que conseguiremos llevarnos a unos cuantos por delante. Ella con su picadura letal y yo con mi buena amiga.
—Supongo que está de más decirlo —observé, enarcando las cejas a causa de una incredulidad apenas controlable.
—¿El qué?
—Que está usted loco —respondió Gina por mí. Mather se echó a reír.
—Ah, ya veo. Bueno, la locura también es algo subjetivo.
—En este caso no —aseguré.
—Ya, en fin, se acabó lo de aplazar las cosas, creo que deberíamos ponernos manos a la obra.
En aquel instante oímos un ruido extraño procedente de un rincón oscuro de la habitación, a la izquierda de la puerta. Gina y yo nos volvimos en aquella dirección. Mather, frente a nosotros, deseaba volverse, pero no se atrevía a sacarnos los ojos de encima. El sonido me había recordado el quejido de un pequeño motor tirando de algo demasiado pesado. El ruidito duró unos quince segundos y se detuvo. A continuación percibimos una vibración suave, similar a la de un rápido aleteo. Mather trataba de ocultarlo como podía, pero a mí no me engañaba, tenía miedo, seguramente estaba aterrorizado, y tenía razón para estarlo. El sonido debía de proceder de una de las dos criaturas y Mather no estaba en buenos términos con ninguna de las dos. El hombre se echó a temblar.
—Creo que tiene un problema —observé.
—Tal vez, pero ya me ocuparé de él cuando haya acabado con ustedes —contestó Mather.
Levantó la escopeta y nos apuntó con ella. Cerré los ojos.
En lo que pudieron haber sido los últimos segundos de mi vida, empecé a rezar con todas mis fuerzas para que algo o alguien interviniera y nos salvara. En vez del estruendo de un disparo, oí un extraño zumbido. Cuando abrí los ojos, vi una pequeña figura que salía volando de entre la oscuridad como un dardo brillante y plateado y que planeaba sobre el cuero cabelludo de Mather antes de volver a desaparecer entre las sombras. Mather podría haber apretado el gatillo en un acto reflejo, pero por fortuna solo dio media vuelta para enfrentarse a su atacante. Apuntó con la escopeta hacia varios lugares, pero no encontró lo que buscaba. En aquel momento atisbó algo por el rabillo del ojo y se volvió hacia la ventana. Ahí estaba.
Bajo la luz, comprobé que la libélula del Yemen era gris en su mayor parte, aunque lanzaba algún que otro destello plateado. Tenía unas alas gigantescas, y la cabeza, con aquellos ojos enormes de visión multifacética, parecía desprender cierta astucia, incluso inteligencia. Estaba claro que a Mather no le interesaba estudiar a la criatura, ya que le descerrajó un disparo sin pensárselo dos veces. Sorprendentemente, la libélula se había esfumado antes de que los primeros perdigones impactaran contra el cristal. En la ventana apareció un enorme agujero, pero no había señal del insecto. Mather soltó un taco.
—¡Maldita sea! ¿Adónde ha ido?
—No lo sé, pero tiene una puntería de pena —se mofó Gina.
Era como si la escopeta no la preocupara en lo más mínimo. En respuesta, Mather la apuntó con el arma.
—No siempre yerro el tiro, joven damisela.
—¡No, por favor, no lo haga! —le rogué.
—Por supuesto, por un momento olvidé lo que estaba haciendo. —Volvió a apuntarme—. Usted iba primero, ¿verdad?
Una vez más, me encontraba mirando fijamente el cañón de la escopeta.
—Es una escopeta de dos cañones —observó Gina—, de modo que solo le queda un disparo. Caeré sobre usted antes de que tenga tiempo de recargarla.
—No lo creo. Todavía llevo el puñal. Adiós, señor Reeves, es una verdadera lástima desaprovecharlo de esta manera.
Estaba apuntándome, tal vez por última vez, cuando la Ganges Roja apareció volando a través del agujero de la ventana y se lanzó derecha a la frente de Mather para clavarle el aguijón en un ojo.