19
-¿Estas seguro? -dijo Jack.
—Lo estoy; leí la carta dos veces. Trilby no mencionó que la había recibido en ningún momento —añadió Thorn. Eso era lo que mas le había dolido.
—No la habría dejado a la vista si hubiese pretendido ocultártela —objeto Jack.
—Tal vez considero que era el modo mas delicado de decirme que quería marcharse.
Eso era posible. Jack se sentía confuso. Era bastante obvio que Thorn estaba abatido, a pesar de la expresión desafiante de su rostro. Por primera vez desde que lo conocía, su vecino le inspiro lastima.
—Yo podría hablar con ella —se ofreció Jack.
—Con que finalidad? ¿Para decirle que el divorcio es impensable? No quiero una mujer que me soporte y se entregue a mi fantaseando con otro hombre —dijo, inflexible—. Debo permitir que se vaya.
—No se que decir.
—Entonces no diga nada, y mucho menos a Trilby. Debemos resolver el asunto nosotros mismos —dijo el, sereno—. Respetare sus deseos, pues lo único que me importa es su felicidad.
Jack se quedo mirándolo fijamente.
—Creía que no la amabas.
Thorn rió con pesar.
—Moriría por ella —dijo con voz ronca.
El hombre mayor suspiro.
—Lo siento —dijo Jack.
—También yo. —Thorn espoleo a su caballo—. No disponemos de tiempo —añadió, mirando el cielo, que iba oscureciéndose—. Será mejor que nos apresuremos a reunirnos con los peones.
Dolorosos pensamientos atormentaron a Thorn durante todo el día. Ya había anochecido cuando regreso a casa, que se hallaba en silencio. De puntillas se dirigió a dar las buenas noches a Samantha, pero la pequeña estaba profundamente dormida. Se quedo contemplándola. Su hija.
Le parecía que había transcurrido muchísimo tiempo desde que Sally le había entregado una niña diminuta con la piel enrojecida. La había adorado, pero la actitud de Sally le había impedido tener mucho contacto con la niña. La distancia entre padre e hija había ido aumentando hasta que Trilby apareció en sus vidas. Gracias a la influencia de esta, Samantha había perdido su timidez. Reía y jugaba como cualquier niña feliz, era muy evidente que se sentía a gusto en compañía de su padre.
—Esta dormida —dijo Trilby desde la puerta.
Thorn se envaro. —Si, lo se.
—¿Tienes hambre? Acabo de recalentar un poco de sopa y he cocido pan para acompañarla.
—Estoy bastante hambriento. Gracias —dijo el, sin mirarla.
Se quito el sombrero y lo arrojo hacia el perchero que había junto a la puerta. Las espuelas de sus botas tintineaban mientras avanzaba por el pasillo detrás de Trilby en dirección al comedor.
La mujer advirtió, con perplejidad, la rigidez de Thorn, su formalidad. De pronto recordó la carta que había encontrado sobre la mesa del salón. Samantha la había cogido de su tocador para preguntarle si podía quedarse con el sello para su colección y la había dejado allí. Cuando Samantha volvió a acordarse de la carta y Trilby la recupero, hacia tiempo que Thorn había salido.
Le había preocupado que el la hubiese visto casualmente. De pronto, sus peores temores se confirmaban.
Lo miro por encima de la mesa, con las manos aferradas al respaldo de la silla forrada de cuero.
—Thorn, viste esa carta, ¿verdad? —pregunto, vacilante. Arqueó una ceja; por lo demás, no se inmuto. —¿Tal vez tenias intención de que la encontrase? —pregunto el—. Mantén correspondencia con Bates silo deseas —añadió, apartando una silla de la mesa para sentarse—. No me importa...
siempre y cuando tu cuerpo responda con tanta pasión al mío en la cama. —Con ojos sombríos y burlones, observo la expresión escandalizada de su esposa, mientras se dejaba arrastrar por el dolor y la rabia que lo atormentaban—. Quiero tu cuerpo, Trilby, y tal vez un hijo —añadió, para completar la postura—.Mientras te posea, no me molesta que Bates ocupe tu corazón.
Ella se puso blanca como et papel. De no haber sido
porque se asía con fuerza a la silla, se habría caído.
—¿Que? —pregunto ella con un hilo de voz.
—Me has oído bien. —Desplegó la servilleta de lino y se la coloco sobre el regazo. A continuación se sirvió un cucharón de la sopera de porcelana que Trilby había puesto junto a su plato—. Hay mantequilla para untar en el pan? —pregunto con indiferencia.
Trilby sacó la mantequilla de la nevera de hielo y con manos temblorosas la depositó sobre la mesa, retirando la tela que la cubría. Casi dejo caer el cuchillo antes de lograr ponerlo junto al plato.
—Gracias —dijo el—. ¿Tu no cenas?
—Ya he comido con Samantha. Si no te importa, ¿podrías dejar los platos en el fregadero cuando hayas terminado? Me ocupare de ellos mañana por la mañana.
El la miro con ira contenida.
—¿Seré bien recibido también esta noche, Trilby? ¿acaso tu mente esta llena de sueños románticos con Bates? Te prometo que si duermes cuando me acueste no tendré escrúpulo en despertarte. Tal vez el quiera casarse contigo ahora, pero eres mi esposa hasta que yo decida echarte de esta casa.
Ella lo miro como si fuese un extraño.
—La has abierto —exclamo, llevándose una mano a la garganta—. Has leído la carta.
—Si, la he leído —dijo el, furioso—. ¿Por esa razón te has mostrado tan generosa conmigo en la cama, Trilby? ¿Estas tratando de engatusarse para que te conceda el divorcio? —Thorn ya no podía controlarse—. Maldita sea ¿cuantas cartas recibiste antes de esta?
—Ninguna —se apresuro a responder ella—. Ninguna, Thorn, ¡te lo prometo!
El se levanto, volcando la silla, rodeo la mesa y se acerco a Trilby con ojos llameantes y el cuerpo tenso y tembloroso a causa de la emoción desbocada.
—Por Dios, Trilby, no pensaras en el esta noche. ¡Juro que no lo harás!
Su boca cubrió la de la muchacha, devorándola. La alzo con brusquedad del suelo y la llevo en brazos por el pasillo, sin dejar de besarla, con pasión desesperada, exigente, apremiante.
Trilby forcejeo, pero acabo por desistir porque no podía competir con la fuerza del hombre. Thorn la condujo al dormitorio, cerró la puerta y arrojo a su esposa sobre la cama.
—Bates me considera un salvaje —dijo—. Y tu también. Tal vez ha llegado el momento de comportarme de acuerdo con la imagen que te has formado de mi.
Apenas hubo terminado de pronunciar esas palabras, se hinco de rodillas junto a ella con manos decididas y ojos destellantes de pasión. Trilby pensó que actuaba mas como un amante herido y celoso que como un hombre que saca el mayor provecho de su segundo matrimonio.
Cuando la primera luz del alba se filtro a través de las cortinas, Trilby abrió los ojos con una mueca de malestar. No había ningún punto de su cuerpo que no hubiese sido explorado por las manos y los labios de Thorn. La pasión de ambos había sido hasta entonces tierna y satisfactoria, pero esa mañana ella se sentía violada y enrojeció al recordar algunas de las cosas que el le había hecho.
Tal vez Thorn se había propuesto tratarla con brutalidad, pero no lo había hecho en absoluto. Se había entregado por completo cuando su cuerpo poderoso domino el de la muchacha.
Lo que avergonzaba a Trilby era haber experimentado el mas intenso arrebato de placer que el le había proporcionado hasta entonces. La angustia del hombre y la necesidad que ella sentía de apaciguarla habían generado una tensión que rayo en la locura antes de que el cuerpo de Thorn, violentamente arremetedor, impusiese el éxtasis para ambos. Recordaba haber gemido en me
dio de sollozos entrecortados cuando respondió al estimulo y como su cuerpo ardió de pasión cuando la consumación la dejo case inconsciente, abandonada al mas dulce de los tormentos.
También había sido así para el, y ella lo sabia. Pero una sola vez no había satisfecho a Thorn.
La había poseído una y otra vez, con pasión interminable, infatigable, dejando que la voz se le quebrara en cada ocasión en que sentía que el mundo estallaba en el transcurso de la larga noche.
Solo cuando el agotamiento le venció, se aparto de ella y se durmió. Trilby se había deslizado hacia el lado opuesto del lecho, impúdicamente desnuda sobre la colcha.
Cuando despertó, la muchacha recorrió la habitación con la vista. No encontró a Thorn, y uno de los armarios estaba ligeramente entreabierto. Cuando se incorporo, reparo en una nota encima de la mesilla. Se quedo mirándola, preguntándose, inquieta, que mensaje contendría.
Trilby no podía saber que Thorn se había maldecido en cuanto se despertó esa mañana, mucho antes que ella, y continuo maldiciéndose mientras se vestía. Contempló el cuerpo acurrucado de Trilby, fijándose en las marcas que sus dedos y su boca habían dejado sobre la piel de alabastro.
La culpa, los celos, la desesperanza y la congoja lo consumían. Su arrebato y su agresiva vulnerabilidad le habían escandalizado y avergonzado. Había comenzado con rabia y había terminado perdiendo el control por completo, como nunca antes en su vida. Sabia que una mujer con el sentido de la dignidad que tenia Trilby nunca perdonaría lo que le había hecho esa noche. Tampoco el podría perdonarse nunca.
Lo que complicaba todo era que el la amaba muchísimo, pensó con gran aflicción. La quería tanto que el corazón le dolía al verla. Y sabia que su amor no tenia esperanzas. Ella amaba a Bates. Nunca seria feliz con el porque Bates había reconocido finalmente que la quería y la necesitaba. Eso destruiría su matrimonio.
Lo mas honrado que podía hacer para enmendar su inaceptable comportamiento era permitir que se marchara y se reuniera con el hombre a quien amaba. Finalmente se decidió con amarga resignación.
Se sentó ante el escritorio que se hallaba junto a la ventana del dormitorio, cogió un papel y garabateo unas pocas palabras sobre la pagina en blanco. Luego las leyó, firmo y, tras una ultima mirada a Trilby, salió de la habitación.
Optaba por la retirada como un cobarde, pues no tenia otra alternativa. El desdén y la aversión que sin duda trasluciría el rostro de su esposa destruirían lo que le quedaba de hombría.
Simplemente, no podía enfrentarse a ella después de su conducta esa noche...
—Buenos días, señor—saludo Jorge—. Se ha levantado mucho mas temprano de lo habitual.
—Frunció el entrecejo al ver la maleta que Thorn llevaba en la mano mientras se encaminaba hacia el coche—. Señor, ¿va a alguna parte?
—Si. A Tucson. Debo inspeccionar unas reses que vi el mes pasado.
—Ah, esas. Tenia entendido que había decidido no comprarlas...
Thorn lanzo una mirada colérica a Jorge, con los ojos inyectados en sangre.
—Y acabo de decidir lo contrario... —dijo, tajante—. Vamos, me acompañaras a la estación para traer luego el coche al rancho.
—Si, señor. Jorge sonrió de un modo conciliatorio. Conocía demasiado bien el genio de su patrón para arriesgarse a provocarlo.
—Cuida de la señora Vance mientras permanezca aquí. Ya le he dicho que puede dejar a Samantha con sus padres si... silo necesita, por cualquier razón.
Jorge arrugo la frente, extrañado.
—Si, señor.
—Regresare dentro de unos días.
Hizo arrancar el motor, coloco la maleta en la parte trasera y espero a que Jorge se sentase a su lado antes de partir. No miro hacia atrás; estaba seguro de que silo hacia no tendría fuerzas para marcharse.
Trilby cogió la nota con manos trémulas y la leyó, conteniendo el aliento.
Te ruego me perdones por lo sucedido anoche —había escrito Thorn—, aun cuando lo que hice sea imperdonable. Para resarcirte de ello te concedo la libertad. Puedes llevar a Samantha al rancho de tus padres; ellos la cuidaran muy bien. He dejado algo de dinero en tu tocador para que compres un billete de tren para Luisiana. Será mejor que nos divorciemos. Di a tu abogado que me envié la factura. Lamento profundamente el dolor que te he causado. Se que serás mas feliz con Bates de lo que lo has sido conmigo.>> La nota estaba firmada con su rubrica característica, y resultaba muy revelador el lugar en que la había dejado.
Aturdida, Trilby se sentó en la misma silla que el debió ocupar mientras escribía la nota. Dejaba que se marchara, la echaba. Suponía que ella amaba a Richard, que quería partir.
Se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar. ¿Por que había sido tan necia y no le había dicho la verdad? Lo amaba con todo su corazón. Había permanecido con Thorn porque el era todo su mundo, y las noches que había pasado en sus brazos casi había rozado el cielo.
Además el día anterior ella se había visto obligada a salir para vomitar en tres ocasiones durante el desayuno. Era casi seguro que estaba embarazada, probablemente de varias semanas. Así lo confirmaban los ligeros mareos, la falta de apetito, el cansancio... Se había sentido tan feliz, tan radiante... Se disponía a anunciárselo a Thorn cuando la llegada de su padre montado a caballo se lo impidió.
Los dos hombres se hablan alejado del rancho para inspeccionar el ganado. Trilby no se había inquietado, porque se lo comunicaría a Thorn cuando regresase a casa. Estaba segura de que el recibiría alborozado la noticia. Thorn hablaba mucho menos de Sally esos días y la trataba con ternura y consideración tanto en la cama como fuera de ella. Trilby había comenzado a abrigar la esperanza de que...
—¿Por que? ¿Por que de repente Richard había decidido amarla? Y precisamente cuando ella había comprendido que no sentía nada por el, que amaba a su marido y llevaba en sus entrañas un hijo suyo. Era tan injusto!
Se levanto y se vistió. Solo pensar en un largo viaje en tren a Luisiana le resultaba desagradable, pero la nota de Thorn dejaba bien claro que esperaba que ella se marchase, que quería que lo hiciese. El se había ausentado para facilitar la ruptura.
Sabia que podía quedarse a pesar de la carta, negarse a partir. ¿ Que sucedería en tal caso?
La ultima noche el le había dicho que solo sentía por ella deseo, no amor. Thorn lamentaba la pasión a que se había entregado la noche anterior y se mostraba mas que dispuesto a concederle el divorcio para permitir que se uniera a Richard. Si el la amase, sin duda habría pugnado por retenerla, porque no era propio de Thorn retirarse de una pelea, renunciar a algo que quería sin luchar.
Fue ese ultimo pensamiento lo que la decidió a marcharse. Estaba convencida de que esa era la voluntad de su esposo. La cedía a otro hombre, como si se tratara de un revolver que estaba harto de usar.
Echo a llorar desconsoladamente. Bueno, al menos llevaba en sus entrañas al hijo de Thorn, lo que la reconfortaba un poco. No se lo comunicaría a el. El rostro se le contrajo en una mueca de dolor. Se iría, tendría su hijo y el nunca lo sabría. Pensó que de hecho si se enteraría, porque con toda seguridad sus padres le informarían.
Por otro lado tampoco podía casarse con Richard, pues no lo amaba.
Resignada, se dispuso a preparar las maletas. Ya tendría tiempo de preocuparse cuando regresase a Luisiana.
Dejaría a Samantha en casa de sus padres con el pretexto de ir de compras y luego les telefonearía desde la estación de ferrocarril para anunciarles su partida. De ese modo, evitaba el riesgo de que intentasen disuadirla. Le resultaba imposible seguir junto a Thorn sabiendo que el solo sentía por ella deseo y tal vez piedad. Sin embargo, dudaba de que pudiera vivir sin el, pues Thorn se había convertido en el centro de su vida.
Era jueves, 13 de abril, pero a ella le parecía un martes. Ordeno a Jorge, mas perplejo que nunca al ver que la señora salía poco después de que lo hiciese el señor Vance, que la llevara en coche a la ciudad. Silencio que se dirigía a la estación; solo le dijo que iba de compras y que Samantha permanecería en casa de sus padres durante su ausencia.
—Me gusta Teddy —dijo Samantha con alegría cuando el automóvil se detuvo delante del rancho de los Lang—. Se porta muy bien conmigo.
—Es un buen chico —replico Trilby. Beso a la niña en la mejilla y le lanzo una mirada triste—. Y tu eres una buena chica. Te quiero, Samantha.
—Yo también a ti, Trilby —dijo la pequeña, arrugando la frente—. Estas pálida. ¿Te encuentras bien?
—Claro. —Forzó una sonrisa—. Se buena con el abuelo y la abuela. No tardare mucho en volver.
Samantha y Trilby se apearon del vehículo y entraron en la casa.
—Gracias por cuidar de Samantha —dijo Trilby a su madre.
—Ya sabes que la niña no supone ningún problema. Y Teddy la adora. Mira.
Teddy ya estaba enseñando a Samantha a jugar a las canicas, con voz excitada y amable.
Samantha reía ante el modo en que el muchacho bizqueaba y sacaba la lengua al lanzar una canica contra las demás.
—Me alegra que se lleven tan bien.
Mary frunció el entrecejo.
—Tienes mal aspecto —dijo—. ¿No sería mejor que te sentaras un rato?
—Estoy bien. Voy a comprar a unas telas para confeccionar unos vestidos de verano.
¿Quieres que traiga alguna para ti? —añadió para cubrir su retirada.
—No, querida. Iré yo misma y elegiré. Gracias de todas formas. Deberías ponerte un sombrero —agrego Mary.
—Esta en el coche —repuso Trilby—. No tardare mucho. Regresare al atardecer.
—Bueno, bueno. Conduce con cuidado, Jorge.
—Si, señora.
El mejicano sonrió, llevándose el sombrero al corazón cuando abrió la portezuela del coche para que subiese Trilby. Por fortuna las maletas se hallaban en el suelo del automóvil, donde Mary no podía verlas. En cambio Jorge sí las había visto y por ese motivo su rostro no podía dejar de expresar preocupación. Presentía que algo muy serio se avecinaba.
Trilby no quería que Jorge la llevase hasta la estación, pero en Douglas los tranvías no llegaban hasta allí. No tenia otra opción. Teniendo en cuenta el calor y su estado, no le convenía caminar. A Trilby le extraño ver a tanta gente en la ciudad, además de numerosos soldados. Si hubiese estado menos angustiada, la habría inquietado tanto movimiento, que presagiaba dificultades.
Como había esperado, cuando pidió a Jorge que la condujese a la estación de ferrocarril este se alarmo. El hombre no hablo hasta que ella estuvo parada en el anden, con el equipaje a su lado, esperando al porteador.
—Señora, no debe marcharse —rogó—. El señor Vance se sentirá muy desdichado.
—No lo creo —dijo ella, erguida—. El mismo me dijo que me fuese —añadió con un hilo de voz.—El la adora—objeto el—. Señora, habla de usted como si fuese la luna de todas sus noches, con mucha ternura cariño. Si el la echo, sería porque estaba de mal humor pero enseguida se arrepentirá. ¡No debe partir!
—Debo hacerlo, Jorge; comprenderás...
Ninguno de los dos se había percatado de la súbita proliferación de uniformes de color caqui y la congregación de numerosos corros de ciudadanos en las calles. Por esa razón el repentino sonido de disparos y los gritos los dejaron paralizados.
—¡Pónganse a cubierto! —aconsejo un soldado—. ¡Ha comenzado!
Trilby quería preguntar que había comenzado, pero Jorge la llevo a la sala de espera de la estación y cerro la puerta. Apenas acababa de hacerlo, cuando el vidrio de la puerta se hizo añicos. Jorge se llevo la mano al pecho y se desplomo. Quedo tendido de espaldas, con los ojos abiertos de espanto, mientras la sangre empezaba a manar de su hombro herido.
—¡Jorge! —exclamo Trilby.
Se dispuso a avanzar hacia el, pero antes de que pudiese dar un paso una partida de mejicanos armados irrumpió en la sala de espera y rodeo a los aterrorizados pasajeros.
Trilby oyó una retahíla de palabras en español. Uno de los mejicanos la cogió por el brazo. Otros dos pasajeros, de edad avanzada, también fueron apartados del grupo.
—Vengan con nosotros y no les ocurrirá nada —dijo uno de los hombres en un ingles con marcado acento hispano—. ¡Rápidamente!
Trilby, presa del pánico, fue sacada de la sala junto con los ancianos y conducida a un coche lleno de rifles Mauser y munición. Segundos mas tarde, se dirigían a toda velocidad hacia la frontera mejicana. Se dio cuenta do que los hombres, probablemente maderistas, trataban de huir de una unidad del ejercito de Estados Unidos que los perseguía; los oficiales viajaban en un gran automóvil flanqueado por la caballería, que vestía el característico uniforme de color caquí.
Misericordiosamente, el estado de Trilby le evito presenciar la lluvia de disparos y el alboroto que acompaño al coche hasta la frontera, porque se desmayo.
Cuando recobro el sentido, se hallaban en México. El tiroteo era intenso en Agua Prieta, donde los federales y las tropas gubernamentales disparaban contra el ejercito del coronel De Luz Blanco, cuyos hombres recorrían las calles montados a caballo o en automóviles, en tanto que otros se arracimaban en el tren que portaba la primera oleada de rebeldes desde Nacozari y ahora se sentaban impasibles sobre las vías férreas.
Cuando descendieron del coche, atronó un cañonazo, y Trilby vio un horrible espejismo de polvo y sangre y a continuación oyó gritos de dolor y espanto.
Trilby se sentía descompuesta. Luchaba contra las nauseas desde el momento en que la subieron al tren e instalaron en un asiento del cual no podía levantarse. Acurrucada, con la cabeza apoyada en el gastado tapizado del brazo del asiento, tragaba saliva una y otra vez en un intento por contener las arcadas.
—Señora, lo siento en el alma —se disculpo un mejicano alto, de cabello blanco, deteniéndose junto a ella, preocupado—. Los hombres que la han traído aquí son solo simpatizantes; no forman parte de mis tropas. La tomaron prisionera para huir de los soldados de su gobierno y suministrarnos armas. Sin embargo, no es propio de un hombre escudarse en una mujer. Lamento profundamente el incidente. ¿Me dice su nombre, por favor?
No sabia si debía responder, pero se sentía demasiado débil para pensar.
—Trilby Vance. Soy la esposa de Thorn Vance. me encuentro muy mal.
Se desplomo en el asiento cuando el mareo la venció. —¡Dios! —murmuro el oficial de cabello cano. La observo con curiosidad—. Señora Vance, ¿se siente mal? —Estoy... estoy embarazada —susurro ella, espantada. La expresión del hombre cambio. Se quito el sombrero.
—¡Ay de mi! —exclamo—. Juan! ¡aquí, pronto!
Un hombre mas bajo llego corriendo.
—Si, mi general.
El oficial hablo en un español que Trilby no comprendió, embotada por las nauseas y el miedo. Enseguida el oficial la hablo con respeto:
—He ordenado a este hombre que la proteja con su propia vida, señora —dijo el general con fervor—. No tema nada. No sufrirá ningún daño. Esta a salvo a bordo de este tren; le doy mi palabra.
Trilby trato de fijar la vista en el rostro del hombre.
—Gracias, señor—logro decir, en medio de su debilidad.
—¡Quédate con ella, Juan!
—Si, mi general.
Juan daba vueltas al sombrero en sus manos.
—Señora, ¿puedo traerle algo? ¿Un poco de agua?
—Si, por favor.
No había terminado de decirlo, cuando el soldado se apresuro a buscar una cantimplora.
A Trilby no le importó cuantos hombres hubiesen bebido del recipiente; solo pensó que el agua la refrescaría. De todas formas, apenas bebió, temerosa de empeorar aun mas el estado de su estomago. Vertió unas gotas en un pañuelo de encaje y se lo llevo a la boca antes de devolver la cantimplora. La vida en el desierto le había enseñado a apreciar el valor del agua.
—¿ Que sucede? —pregunto Trilby, alzando la voz por encima del estruendo de los disparos.
Al mirar por la ventanilla distinguió las manchas beiges, marrones y azules de las ropas de los combatientes, lo único visible entre el humo de los fusiles y el polvo que levantaban los automóviles y los caballos.
—Estamos tomando Agua Prieta —dijo Juan, con orgullo—. Expulsaremos a los federales y proclamaremos esta ciudad nuestra. Red López, un campesino que simpatiza con nuestra causa, encabeza la carga.
—Hay muchas tropas federales...
—Y muchos efectivos nuestros, señora —interrumpió —. Al final estaremos en condiciones de exigir lo que debería haber sido nuestro desde el comienzo. Estos cerdos ya no volverán a arrebatarnos nuestra tierra y nuestras casas ni a esclavizarnos en nuestro propio país. Ahora serán ellos quienes saldrán corriendo. Pero por mucho que corran, los atraparemos.
Trilby observo a los hombres que la rodeaban y comprendió por que luchaban.
Esos hombres no eran soldados, sino granjeros y arrieros que habían aprendido a pelear porque estaban hartos de que los extranjeros se enriqueciesen explotando sus minas y sus campos, esclavizando a los nativos. Sus familias morían de hambre, y Vivian en casas miserables que ni siquiera les pertenecían. Como los siervos de la antigua Inglaterra, eran propiedad de los terratenientes, junto con la tierra que trabajaban; todo para que al final el dinero fuese a parar a los bolsillos de los foráneos.
—Creo que deben ganar esta lucha —dijo Trilby, mirando a Juan.
—La ganaremos, señora. Estoy seguro...
—Trilby!
La voz le resultó familiar. La muchacha volvió la cabeza para encontrar a Naki, que se había quedado atónito al verla sentada en el tren que sus hombres habían asaltado.
—¿No es increíble? —pregunto ella débilmente. —Trilby Vance. Soy la esposa de Thorn Vance. me encuentro muy mal.
Se desplomo en el asiento cuando el mareo la venció. —¡Dios! —murmuro el oficial de cabello cano. La observo con curiosidad—. Señora Vance, ¿se siente mal? —Estoy... estoy embarazada —susurro ella, espantada. La expresión del hombre cambio. Se quito el sombrero.
—¡Ay de mi! —exclamo—. Juan! ¡aquí, pronto!
Un hombre mas bajo llego corriendo.
—Si, mi general.
El oficial hablo en un español que Trilby no comprendió, embotada por las nauseas y el miedo. Enseguida el oficial la hablo con respeto:
—He ordenado a este hombre que la proteja con su propia vida, señora —dijo el general con fervor—. No tema nada. No sufrirá ningún daño. Esta a salvo a bordo de este tren; le doy mi palabra.
Trilby trato de fijar la vista en el rostro del hombre.
—Gracias, señor—logro decir, en medio de su debilidad.
—¡Quédate con ella, Juan!
—Si, mi general.
Juan daba vueltas al sombrero en sus manos.
—Señora, ¿puedo traerle algo? ¿Un poco de agua?
—Si, por favor.
No había terminado de decirlo, cuando el soldado se apresuro a buscar una cantimplora.
A Trilby no le importó cuantos hombres hubiesen bebido del recipiente; solo pensó que el agua la refrescaría. De todas formas, apenas bebió, temerosa de empeorar aun mas el estado de su estomago. Vertió unas gotas en un pañuelo de encaje y se lo llevo a la boca antes de devolver la cantimplora. La vida en el desierto le había enseñado a apreciar el valor del agua.
—¿ Que sucede? —pregunto Trilby, alzando la voz por encima del estruendo de los disparos.
Al mirar por la ventanilla distinguió las manchas beiges, marrones y azules de las ropas de los combatientes, lo único visible entre el humo de los fusiles y el polvo que levantaban los automóviles y los caballos.
—Estamos tomando Agua Prieta —dijo Juan, con orgullo—. Expulsaremos a los federales y proclamaremos esta ciudad nuestra. Red López, un campesino que simpatiza con nuestra causa, encabeza la carga.
—Hay muchas tropas federales...
—Y muchos efectivos nuestros, señora —interrumpió —. Al final estaremos en condiciones de exigir lo que debería haber sido nuestro desde el comienzo. Estos cerdos ya no volverán a arrebatarnos nuestra tierra y nuestras casas ni a esclavizarnos en nuestro propio país. Ahora serán ellos quienes saldrán corriendo. Pero por mucho que corran, los atraparemos.
Trilby observo a los hombres que la rodeaban y comprendió por que luchaban.
Esos hombres no eran soldados, sino granjeros y arrieros que habían aprendido a pelear porque estaban hartos de que los extranjeros se enriqueciesen explotando sus minas y sus campos, esclavizando a los nativos. Sus familias morían de hambre, y Vivian en casas miserables que ni siquiera les pertenecían. Como los siervos de la antigua Inglaterra, eran propiedad de los terratenientes, junto con la tierra que trabajaban; todo para que al final el dinero fuese a parar a los bolsillos de los foráneos.
—Creo que deben ganar esta lucha —dijo Trilby, mirando a Juan.
—La ganaremos, señora. Estoy seguro...
—Trilby!
La voz le resultó familiar. La muchacha volvió la cabeza para encontrar a Naki, que se había quedado atónito al verla sentada en el tren que sus hombres habían asaltado.
—¿No es increíble? —pregunto ella débilmente.
El apache, vestido como el resto de los soldados mejicanos, se arrodillo a su lado.
—¿Estas bien? ¿No has sufrido ningún daño?
—No, gracias a Dios —murmuro ella, sonriendo—. Un oficial muy amable ordeno a Juan que me defendiese con su vida. Me capturaron en Douglas cuando esperaba el tren.
—¿Donde esta Thorn? —pregunto Naki, mirando alrededor.
El rostro de Trilby se demudo:
—Esta en Tucson —respondió—, comprando ganado. —¿Y que haces tu aquí?
—Me ha echado de casa. Regreso a Luisiana para divorciarme de el.
—¿Divorciarte de el?
—Ah, usted no puede hacer eso, señora —dijo Juan, cabeceando. Luego, mirando a Naki, añadió con tono confidencial—: La señora está embarazada.
—¿Que estas que? —exclamo Naki, con ojos desorbitados.
—¿Piensa decirlo a todo el mundo? —pregunto Trilby, lanzando una mirada severa a Juan con el rostro encendido de rabia.
—Lo siento, señora, pero usted no debe abandonar al señor Vance —continuo Juan, con tono desenfadado—. Un hombre debe tener a su hijo, ¿no es verdad, señor? —pregunto a Naki.
El apache estaba recuperándose del impacto. Estudio a Trilby durante un largo rato.
—Juan tiene razón.
—Tu y Juan podéis iros al infierno —dijo ella, con dureza—. No tienes ningún derecho a entrometerte en mi vida, Naki. ¡Thorn me pidió que me fuese y me voy!
—¿Por que te pidió que te fueses...? ¡Cuidado!
Naki la tendió sobre el asiento cuando una bala atravesó la ventana abierta y se incrusto en la pared opuesta
—Realmente este no es el lugar mas indicado para discutir sobre el asunto —protesto Trilby.
—Estoy de acuerdo. —Naki desenfundo su revolver—. Juan, cuidado, Si.
Si!
—Quédate agachada —ordeno Naki a la muchacha—. Volveré en cuanto pueda.
—¿Quien va ganando?
—¿Quien puede asegurarlo? —Sonrió con tristeza—. Aparentemente, nosotros.
Se produjo una nueva detonación y se oyeron gritos mientras los hombres se reorganizaban. Trilby, incapaz de comprender lo que sucedía, advirtió que muchos integrantes de las tropas de Blanco eran extranjeros. La revolución había atraído ayuda externa de personas que simpatizaban con Madero y sus hombres. Desde que comenzara su breve cautiverio, había distinguido a un alemán, un ex legionario francés y un ranger de Texas combatiendo junto a los peones mejicanos. La excitación resultaba contagiosa. La quisquillosa señorita Lang, que antaño había aborrecido ambientes como ese, habitados por hombres tan salvajes, se sentía realmente animada en el fragor de la batalla.
De pronto, al observar como subían al tren hombres heridos, recordó que el pobre Juan había sido alcanzado por una bala en el intercambio de disparos que se produjo en Douglas y se angustio pensando en su estado. No sabia nada de heridas e ignoraba si la de Juan era grave. Solo podía rezar para que estuviese a salvo y se recuperase. En ese momento, su propio bienestar y el de su hijo representaban su mayor preocupación, aunque se sentía a salvo bajo la protección de Juan y Naki. Además, por fortuna, el tren parecía a prueba de balas, al menos en parte.
El tiroteo se había intensificado y se oía mas cerca. Trilby se llevo una mano al vientre. Se sentía sola, a pesar de la presencia de Juan y Naki. Thorn se hallaba en, Tucson. Cuando el tiroteo se hizo mas violento, Trilby comenzó a preocuparse. Si una bala perdida la mataba
—y, para su horror, una ya había atravesado la pared del vagón y herido a un soldado que se encontraba cerca—, Thorn tardaría días en enterarse. Pensó entonces que quizá no volvería a verlo y sus ojos se inundaron de lagrimas. ¿Por que no le había dicho que se guardase su ultimátum y mandado al infierno? Debería estar en la cocina, preparando galletas para Samantha. Entonces recordó que la pequeña se hallaba en casa de sus padres. ¡Y nadie conocía el paradero de Trilby!