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Una nube de polvo amarillo se alzaba sobre la línea del horizonte. Trilby la contempló con excitación contenida. En los meses que llevaba en el rancho, en aquel vasto territorio de Arizona, hasta una nube de polvo era capaz de aliviar su aburrimiento. Comparada con el torbellino social de Nueva Orleans y Baton Rouge, esa región estaba sin civilizar. Estaban casi a fines de octubre, pero el calor no disminuía; más bien parecía haberse intensificado. Para una muchacha refinada que había recibido una educación impecable en la costa Este, las condiciones de vida en esos parajes resultaban penosas. Existía una gran diferencia entre la mansión familiar de Luisiana y aquella casa aislada de madera situada en las cercanías de Douglas, estado de Arizona. Y los hombres que habitaban aquel páramo no se diferenciaban de los bárbaros más que un indio piel roja. Los pieles rojas también abundaban en la zona. Y para su padre trabajaban un viejo apache y un joven yanqui que miraban fijamente y nunca hablaban. Eso mismo hacían los sudorosos vaqueros, con sus ropas siempre cubiertas de polvo.

Trilby pasaba la mayor parte del tiempo dentro de la casa, excepto los días de colada. Una vez por semana ella y su madre salían de la casa y se dedicaban a hervir la ropa blanca —como las camisas de su padre— en un gran caldero de hierro fundido. El resto se repartía entre dos tinas más pequeñas, en las que su madre y ella lavaban las prendas frotándolas contra una tabla de madera.

—¿Va a levantarse polvareda o lloverá? —preguntó a sus espaldas Teddy, su hermano pequeño, interrumpiendo sus pensamientos.

Trilby lo miró por encima del hombro y sonrió con dulzura.

—Polvareda, supongo. Lo que llaman estación de las lluvias ya ha pasado y estamos en la estación seca. ¿Qué otra cosa podemos esperar? —respondió la muchacha.

—Bueno, tal vez al coronel Blanco y algunos de los insurrectos, los rebeldes mejicanos que luchan contra el gobierno de Díaz—sugirió Teddy—. ¡Dios mio! ¿Recuerdas el día en que la patrulla de caballería vino al rancho a pedir agua y yo les di un balde?

Para Ted, que contaba doce anos, ese recuerdo representaba el momento cumbre de su corta existencia. El rancho de la familia se hallaba cerca de la frontera mejicana, y el 10 de octubre Porfirio Díaz había sido reelegido presidente de México. Pero el hombre fuerte del país sufría los ataques de Francisco Madero, quien también se había presentado a las elecciones presidenciales y había sido derrotado. En esos momentos México se veía agitado por violentos disturbios. Algunas veces los rebeldes —que podían o no pertenecer a una banda de insurrectos— saqueaban los ranchos de la zona, por lo que la caballería se veía obligada a vigilar la frontera. La situación en México iba volviéndose más explosiva que de costumbre.

Hasta ese momento el año ya había sido testigo de acontecimientos interesantes, como la aparición del cometa Halley, que aterrorizó al mundo en el mes de mayo, y el triste suceso de la muerte del rey Eduardo poco después. En los meses siguientes se produjo una erupción volcánica en Alaska y hubo un terremoto devastador en Costa Rica. Y de pronto se presentaba aquel problema en la frontera que, si bien animaba la vida de Teddy, inquietaba profundamente a los rancheros y demás habitantes de la región. Todos conocían a alguien relacionado con la minería en Sonora, porque seis compañías mineras tenían su sede en Douglas. Y muchos de los rancheros locales también poseían tierras en México; la propiedad extranjera de tierra mejicana para la explotación de intereses mineros y el desarrollo de actividades ganaderas era una de las causas originales del malestar creciente a lo largo de la frontera.

Ese mismo día habían visto a un destacamento de soldados de caballería de Estados Unidos con su uniforme color caquí, procedentes de Fuerte Huachuca, en visita de reconocimiento por si se producían incidentes. Los oficiales iban delante en un elegante automóvil seguidos por las tropas montadas. A Trilby le parecieron tan atractivos que tuvo que reprimir un incontenible impulso de sonreirles y saludarlos con la mano, algo desacostumbrado en ella. Pero Teddy no tenía tales inhibiciones. Casi se cae del porche al saludarlos cuando desfilaron frente a la casa. Aquella columna no se detuvo a pedir agua, lo cual había decepcionado al muchacho.

Teddy era muy distinto de su hermana. Trilby tenía cabellos rubios y ojos grises, en tanto que el niño era pelirrojo y de ojos azules. La muchacha sonrió al recordar al abuelo, de quien el niño era la viva imagen.

—Dos de nuestros vaqueros mejicanos admiran muchísimo al señor Madero. Dicen que Díaz es un dictador y que debería ser derrocado —dijo Ted.

—Espero que el problema se solucione antes de que derive en una guerra total —dijo ella, preocupada—, pues en ese caso quedaríamos atrapados en medio de los combates. Esto también inquieta a mamá, de modo que no le hables mucho de este asunto, ¿de acuerdo?

—Bien —asintió el niño con reticencia.

En ese momento, los aviones, el beisbol, los disturbios en México y los relatos que solía narrarle su amigo, el viejo Mosby Torrance, eran sus mayores emociones, pero no quería preocupar a Trilby hablándole de la gravedad de la situación de México. Ella ignoraba lo que contaban los vaqueros, y se suponía que tampoco Teddy debería saberlo. Pero el había oído muchas cosas que, si a el le producían temor, alarmarían a su hermana mayor, una jovencita criada entre algodones.

Trilby siempre se había visto protegida del lenguaje grosero y de la gente tosca. Pero vivir en Arizona, rodeada de la gente del Oeste, que para subsistir tenía que vérselas con el desierto, el ganado, las duras condiciones meteorológicas y la amenaza del robo de reses, la había cambiado. No sonreía tan a menudo como en Luisiana y había menos viveza en ella. Teddy echaba de menos a la Trilby de antes. Esa nueva hermana mayor era tan reservada y silenciosa, que a veces no estaba seguro de que estuviese en la casa.

En esos momentos contemplaba fijamente, con una mirada abstraída, el paisaje yermo.

—Espero que Richard haya regresado de Europa —murmuró la muchacha—. Ojalá viniera a vernos. Tal vez dentro de un par de meses, cuando se haya instalado en su casa, nos visite.

Será agradable disfrutar de nuevo de la compañía de un caballero.

Richard Bates, el gran amor de Trilby, la hacía anhelar volver al Este, pero a Teddy nunca le había gustado el joven. Quizá era un caballero, pero comparado con los hombres de Arizona, más bien parecía bastante enclenque y tonto. Sin embargo, el niño no dijo nada, pues a pesar de su edad estaba aprendiendo a ser diplomático. Ademas, no quería enojar a la pobre Trilby, a quien ya le costaba bastante adaptarse a Arizona.

—Me encanta el desierto —dijo Teddy—. ¿A ti no to gusta siquiera un poco?

—Bueno, supongo que voy acostumbrándome —respondió Trilby—, aunque todavía no he podido acostumbrarme a este horrible polvo amarillo que se mete en todo lo que cocino y en nuestras ropas.

—Te aseguro que es mejor hacer las faenas propias de una chica que ocuparse de marcar el ganado —dijo Ted, hablando como lo haría su padre—. Todo ese follón de sangre y polvo.

Además de las maldiciones de los vaqueros.

Trilby le sonrió.

—Supongo que la mayoría de los vaqueros blasfeman, y también debe hacerlo papá, aunque nunca en nuestra presencia; a menos que se produzca un accidente.

—Se producen muchos accidentes cuando se marca el ganado, Trilby —dijo Ted secamente, arrastrando las palabras como hacía su héroe, Mosby Torrance, un soldado retirado de los rangers de Texas y el peón más antiguo del rancho. Teddy miró a su hermana, frunciendo el entrecejo—. Trilby, ¿vas a casarte alguna vez? Ya eres mayor.

—Solo tengo veinticuatro años —se defendió la muchacha.

La mayoría de sus amigas de Luisiana estaban casadas y tenían hijos. Trilby llevaba cinco años esperando pacientemente la proposición matrimonial de Richard, quien hasta el momento no era más que un amigo, por lo que el desaliento comenzaba a apoderarse del ánimo de la muchacha.

Tal vez habría vacilado si otros muchachos la hubiesen cortejado, pero Trilby no llamaba la atención a primera vista por su belleza, aunque se trataba de una muchacha cálida y tierna, y poseía un carácter dulce. Su rostro no era de aquellos que hacen estremecer el corazón de los hombres. Además, en un rancho ganadero no había muchos hombres que fuesen un buen partido. En realidad tampoco le apetecía casarse con alguien de Arizona, pues los vaqueros le parecían unos holgazanes que a menudo abusaban del tabaco y el alcohol, y nunca se bañaban.

Le dolía el corazón cuando pensaba en lo exigente que siempre había sido Richard en esos aspectos. Deseaba que nunca se hubiesen marchado de Luisiana. Su padre había heredado el rancho de su difunto hermano, y él y su madre habían invertido en esas tierras hasta el último céntimo que poseían, llevándose con ellos a toda la familia, además de la gente contratada, para perder allí su dinero. Habían sufrido un año de sequía, a pesar de las inundaciones, y los rancheros perdían ganado en la zona de la frontera. Tantas dificultades, pensó Trilby, cuando Arizona iba camino de convertirse en un estado; aunque incivilizado.

El desierto suponía un cambio drástico para personas más acostumbradas a las ciénagas, los pantanos y la humedad. Además, Trilby y sus padres procedían de una familia adinerada, gracias a lo cual Jack Lang contó con medios suficientes para equipar el rancho.

Pero sus finanzas habían sufrido grandes mermas durante los últimos meses, y en la actualidad la situación no había mejorado. Por fortuna todos se habían adaptado asombrosamente bien, incluso Trilby, que había odiado el lugar al verlo y jurado que nunca sería feliz en un rancho en medio de un desierto donde no había más que un par de solitarios ejemplares de paloverde para dar sombra.

—Mira, ¿no es ese el señor Vance? —preguntó Ted, protegiéndose los ojos con una mano al divisar a un jinete montado en un gran caballo bayo.

Trilby apretó sus dientes perfectos al verlo. Si, en efecto, era Thornton Vance; nadie más en Blackwater Springs y sus alrededores cabalgaba con aquella arrogancia ni llevaba el Stetson ladeado con aquella inclinación indolente sobre la frente bronceada.

—Ojalá se cayese de la montura. —Trilby expresó entre dientes su malvado deseo.

—No sé por que no te gusta, Trilby —dijo Ted, con tristeza—. Es muy amable conmigo.

—Supongo que si, Teddy.

El hombre y Trilby eran enemigos. El señor Vance pareció haber sentido una antipatía instantánea por Trilby el día en que se conocieron, cuando los Lang llevaban casi tres semanas viviendo en Blackwater Springs. Trilby recordó a la esposa del señor Vance, una mujer delicada y un poco presuntuosa, cogida del brazo de su marido cuando fueron presentados tras una ceremonia en la iglesia. Los ojos oscuros y fríos de Thornton Vance se habían entornado, trasluciendo una hostilidad inesperada en el momento en que su mirada se posó en Trilby.

La muchacha nunca había entendido esa animosidad. La esposa de Thornton la había tratado con cierta condescendencia entonces.

Sally Vance, una mujer de cabello rubio y ojos azules, era bella y lo sabía. Su vestido, confeccionado a medida, era caro, al igual que su bolso y sus zapatos con cordones. El desdén que pareció mostrar por las ropas baratas de Trilby había resultado exasperante. La pequeña hija de ambos parecía discreta; ninguna maravilla. En Luisiana Trilby había usado ropas de calidad, pero ya no había dinero para frivolidades y debía arreglárselas con lo que tenía. La ofensa implícita que leyó en los fríos ojos de la señora Vance le había llegado al corazón. Tal vez, de un modo inconsciente, había extendido su animadversión hacia la mujer hasta el señor Vance.

Thornton Vance había asustado a Trilby desde el principio. Era un hombre alto, rudo y vehemente, que sabía con exactitud lo que quería y carecía de los buenos modales sociales al uso. A pesar de su riqueza, era un forajido en una tierra de forajidos, y Trilby lo detestaba.

Era tan distinto de su Richard como la noche del día. Aunque tuvo que admitir que no era“su” Richard, exactamente; tal vez si hubiese permanecido en Luisiana un poco más de tiempo, si hubiese sido un poco mayor... Gruñó para sí mientras trataba de entender por qué el destino la había puesto en el camino de Thornton Vance.

Curt Vance, primo de Thorn, se había comportado de un modo totalmente diferente, y Trilby había simpatizado con él de inmediato. Le gustaba Curt Vance porque era educado y caballeroso, y de algún modo le recordaba a Richard. No lo veía a menudo, pero llegó a tomarle cariño.

Sally Vance, quien también parecía haberse encariñado con Curt, se las había ingeniado para inmiscuirse cada vez que Trilby hablaba con el hombre, asiéndose a su brazo con un leve aire de ama y señora. Su hostilidad hacia Trilby se evidenciaba cada vez que se encontraban, por lo que la muchacha prefirió no asistir a ninguna reunión donde fuera probable que estuviese la otra mujer.

Sally había fallecido a consecuencia de un accidente muy sospechoso dos meses después de la llegada de los Lang a Blackwater Springs. El señor Vance había aceptado las condolencias de rutina de la familia Lang, pero cuando Trilby le presentó las suyas, el hombre giró sobre los talones y, llevándose con él a su hijita, se alejó en lo que fue un desaire público y muy visible.

Trilby se había abstenido de preguntar en que podía haber ofendido a un hombre a quien acababa de conocer. Ni siquiera había podido mirarlo mucho, pues él la evitaba como a la peste, aún cuando se hallasen en reuniones sociales y le acompañase su hijita, quien, en cambio, parecía haber simpatizado con Trilby, aunque no podía acercarse a ella debido a la animosidad del señor Vance. La pequeña parecía incómoda en compañía de su padre, y Trilby lo entendía; era un hombre que intimidaba.

No obstante, Vance se había ablandado en los dos últimos meses y acudía con frecuencia al rancho para ver a su padre. Solía hablar sobre derechos de agua y lo mucho que afectaba la sequía a sus grandes rebaños de ganado. El señor Vance poseía una enorme extensión de tierra, miles de hectáreas, parte en Estados Unidos y parte en México, en el estado de Sonora. Al parecer, el rancho de Blackwater Springs se hallaba en el centro de la única fuente de agua cercana, y el señor Vance la ambicionaba. El padre de Trilby no estaba dispuesto a vender ni un trozo de sus tierras y tampoco renunciaría a sus derechos de agua.

Los pensamientos de Trilby se interrumpieron cuando Thornton Vance detuvo el caballo delante de los escalones del porche y poso sus manos bronceadas sobre la perilla de la montura. Aunque era un hombre rico, vestía como cualquiera de sus vaqueros; unos viejos tejanos de dril, muñequeras de cuero también viejas sobre los puños de la camisa, un enorme pañuelo rojo, manchado, polvoriento y arrugado, anudado a su recio cuello, y un sombrero de color canela que daba la impresión de haber soportado demasiadas lluvias y haber sido estrujado y pisoteado unas cuantas veces. Sus botas presentaban un aspecto vergonzoso, como las de Teddy después de haber estado trabajando con el ganado, con la punta doblada hacia arriba debido al exceso de humedad y los tacones gastados. Trilby concluyó que el señor Vance no ofrecía un aspecto muy elegante, y el desagrado que le producía se reflejó en su rostro.

—Buenos días, señor Vance —saludó Trilby, recordando sus modales, aunque tardíamente y con renuencia.

El hombre la miró sin hablar.

—¿Esté su padre en casa? —preguntó por fin.

Ella negó con la cabeza. La voz del hombre era suave como el terciopelo y profunda como la noche, pero podía ser cortante como un látigo cuando lo quería; así sonó en ese momento.

—¿Y su madre? —volvió a preguntar.

—Han ido a la tienda con el señor Torrance —intervino Teddy—. Él los llevo en la calesa. Papá dice que el señor Torrance esta acabado, pero no es cierto, señor Vance. No esta acabado en absoluto. En un tiempo formo parte de los rangers del estado de Texas, ¿lo sabía?

—Si, Ted, lo sabía.

El señor Vance, un hombre de ojos oscuros, rostro de rasgos bien definidos, nariz recta, cutis muy bronceado y cejas tan oscuras como la abundante cabellera que asomaba debajo de su sombrero, clavó de nuevo la mirada en Trilby. Por alguna razón ésta se sintió inadecuadamente ataviada aún cuando su pulcro vestido de algodón blanco era muy recatado. Se limpió las manos innecesariamente en el delantal.

—Debería regresar a la cocina antes de que se queme el pastel de manzana —dijo, con la esperanza de que el hombre captase la indirecta y se fuese.

—¿Me convidará a un trozo? —preguntó Vance, arrastrando las palabras al hablar y contrariando los deseos de la muchacha, que a punto estuvo de ser presa del pánico.

Teddy respondió por ella, hablando con excitación.

—¡Claro! —exclamó con entusiasmo—. ¡Trilby hace el mejor pastel de manzana, señor Vance! A mí me gusta con crema, pero últimamente nuestra vaca no da leche y no tenemos con que prepararla.

—Tu padre no mencionó a la vaca —dijo Vance mientras se deslizaba con agilidad de la montura y ataba las riendas al poste del porche, al que subió de un salto, con su cuerpo esbelto y ágil, tan garboso fuera de la montura como encima de ella. Su silueta alta y vigorosa destacaba entre las de Teddy y Trilby.

Esta se volvió con rapidez y entró en la casa. Al menos sus rubios cabellos estaban recogidos en una bonita trenza en lugar de caer sobre sus hombros sueltos y libres, como solía llevarlos en casa. Su apariencia era mucho más fría y serena de lo que en realidad se sentía. Le hubiese encantado tener un poco de pimienta de cayena para poner al trozo de pastel del señor Vance. Probablemente a él le sentaban de maravilla los pimientos picantes y el arsénico, pensó con malicia.

—Ayer compramos otra vaca al señor Barnes —informó Teddy—. Trilby ha estado demasiado ocupada cocinando y no la ordeñó. Yo lo haré por ti, Trilby, mientras tú vigilas el pastel. Solo tardaré un ratito.

La muchacha trató de protestar, pero Teddy ya había cogido el cubo de ordeñar y se apresuraba a salir por la puerta trasera antes de que pudiera detenerle. Se quedó sola y asustada con el hostil señor Vance, quien no se molestó en disimular su animadversión. Sacó del bolsillo una bolsita de tabaco Bull Durham, junto con un librillo de papel de fumar y procedió a liar un cigarrillo con movimientos rápidos y diestros de sus manos de largos dedos.

Trilby se entretuvo mirando dentro del horno de la cocina de leña para comprobar si el pastel ya estaba en su punto. En la casa de Luisiana tenían un horno de gas que, aunque no lo había confesado, a Trilby le producía cierto miedo. Sin embargo, ahora que debía usar la cocina de leña, lo mejor que podían permitirse, a veces echaba de menos el horno de gas. Si equipar el rancho había resultado costoso, mantenerlo en funcionamiento se hacía cada día más difícil. Teddy nunca debió haber mencionado que la vaca había dejado de dar leche.

Al ver la corteza marrón y oler el aroma, mezcla de canela, azúcar y mantequilla, que despedía el pastel de manzana supo que estaba a punto. Cogió unos trapos de cocina, lo sacó rápidamente del horno y lo llevó hasta la larga mesa, que iba casi de pared a pared. Le temblaban las manos, pero por fortuna no dejó caer el pastel.

—¿La pongo nerviosa, señorita Lang? —preguntó Vance.

El hombre apartó una silla de la mesa y se sentó a horcajadas enroscando su fuerte cuerpo en el asiento como si fuese una serpiente y apoyando los antebrazos sobre el respaldo. Su aspecto era muy viril, y la visión de su cuerpo musculoso, con los zahones y los tejanos que ceñían las largas y recias piernas, incomodaba y cohibía a Trilby. Nunca se había detenido a observar las piernas de Richard. Su repentino interés por las de Thorn la turbaba y la hizo ponerse a la defensiva.

—Oh, no, señor Vance —replicó la muchacha, con una sonrisa inexpresiva—. La hostilidad me resulta muy estimulante.

Vance arqueó las cejas y reprimió una sonrisa.

—¿De veras? Sin embargo, le tiemblan las manos.

—No estoy acostumbrada a la compañía masculina;salvo a la de mi padre y mi hermano. Tal vez estoy un poco incómoda.

Con ojos que sólo traslucian desdén, el hombre observó cómo se echaba hacia atrás un mechón de cabello rubio.

—Pensé que encontraba bastante irresistible a mi primo en aquella recepción el mes pasado.

—¿Curt? —Ella asintió, pasando por alto la mirada que encendía los ojos oscuros del hombre—. Me gusta mucho. Tiene unos modales agradables y una bonita sonrisa. Regaló a Teddy una barra de menta. —Sonrió al recordarlo—. Mi hermano nunca olvida una gentileza. —Miró al hombre con cautela—. Su primo me recuerda a alguien de mi ciudad, un hombre amable; un caballero —añadió de manera significativa, expresando claramente con los ojos que opinión le merecían Thornton y su vestimenta sin necesidad de decirlo.

Vance sintió deseos de reir a carcajadas. Sally le había contado que había visto a Curt y la señorita Lang en aquella reunión unidos en un abrazo apasionado, aunque no fue ella la primera que le había mencionado esa relación. Una señora de la iglesia, una conocida chismosa, le había explicado que en una ocasión vio a Curt y una mujer rubia abrazados. Él se lo había contado a Sally, quien a su vez le habló, con cierta renuencia, de lo que ella había presenciado. Thorn recordó que en aquel momento su esposa había palidecido.

Tal revelación le había hecho despreciar a Trilby. Su primo Curt era un hombre casado, pero a la señorita Lang parecía no importarle quebrantar las normas. Resultaba curioso que una mujer que actuaba como una dama se comportase de esa manera. Sin embargo el sabía demasiado bien cuán engañosas eran las mujeres. Sally había fingido amarle, cuando en realidad lo único que deseaba era una vida de riqueza y comodidades.

—La esposa de Curt también lo admira —dijo él, con intención. Como Trilby no reaccionó, suspiró groseramente y dio una larga calada al cigarrillo, sin dejar de mirarla a los ojos—. Una mala mujer puede arruinar a un hombre bueno y su vida —agregó.

—He conocido a muy pocos hombres buenos aquí —dijo ella, de un modo categórico, mientras cortaba el pastel. Las manos le temblaban, y le molestaba el hecho de que él lo advirtiese, ya que la observaba con una sonrisa burlona y cruel.

—Usted no parece encontrar el desierto demasiado caluroso, señorita Lang. La mayoría de los que vienen del Este lo detestan.

—Yo soy sureña, señor Vance —le recordó Trilby—. En Luisiana hace mucho calor en verano.

—En Arizona hace mucho calor todo el año. Por fortuna no abundan los mosquitos; no tenemos pantanos.

La muchacha le lanzó una mirada feroz.

—El polvo amarillo es tan molesto como los mosquitos.

—¿De veras? —preguntó el, imitando un muy correcto acento sureño, que evocaba bailes de cotillón, máscaras y mansiones.

Trilby dejó el cuchillo y se limpió las manos. De buena gana se lo hubiese arrojado al hombre.

—Supongo que si. —Fue a buscar platos en el armario de la porcelana, rogando en silencio que no se le cayese ninguno—. ¿Le apetece un poco de té helado, señor Vance? ...”y si tuviese, un poco de cicuta... “, pensó.

—Si, gracias.

La muchacha abrió la pequeña nevera y con un punzón rompió varios trozos de hielo con el puño y cerró la puerta.

—El hielo es maravilloso con este calor. Me gustaría tener una casa llena de hielo.

Vance no replicó. Trilby cogió la jarra de cerámica llena de té que había preparado para la cena y vertió el líquido ambarino y azucarado en tres vasos porque supuso que Teddy no tardaría en regresar. ¡Le despellejaría si se retrasaba! Tenía los nervios tensos como alambre.

Sirvió una porción de pastel en un plato y lo colocó en la mesa delante del hombre con uno de los tenedores de plata antiguos que su abuela les había regalado antes de que se marchasen de Baton Rouge. Puso junto al plato una servilleta de lino y sobre esta dejó el vaso de té. El hielo se movió, y, al chocar contra el vidrio hizo un ruido semejante al de diminutas campanillas.

El hombre tendió su mano delgada mientras ella retiraba la suya y le cogió la delgada muñeca con un apretón cálido y fuerte. La muchacha contuvo el aliento y lo miró con ojos recelosos. Vance frunció levemente el entrecejo ante la reacción de la muchacha. Bajó la vista hasta la mano de Trilby al volverla en la suya y frotó con dulzura la suave palma con el pulgar encallecido.

—Enrojecida y estropeada, pero sigue siendo la mano de una dama. Por qué vino hasta aquí con su familia, Trilby?

Trilby sintió que le flaqueaban las rodillas ante el sonido extraño de su nombre pronunciado por Vance con un tono profundo y suave. Miró fijamente aquella mano endurecida por el trabajo, el contraste del color oscuro de la piel del hombre contra la palidez de sus dedos. El contacto con Vance la excitó.

—No tenía ningún otro lugar adonde ir. Además, mamá me necesitaba. No está muy bien.

—Su madre es una mujer frágil, una auténtica dama sureña. Como usted –añadió Vance con desdén.

Ella alzó la vista para mirarlo a los ojos.

—¿Qué quiere decir?

—¿No lo sabe? —replicó él con frialdad; sus ojos oscuros destilaban aversión—. No encontrará mucha cortesía entre la gente del Oeste, muchacha. La vida aquí es dura, y somos gente dura. Cuando uno vive al borde del desierto, o se endurece o muere. Una mujercita como usted no duraría mucho tiempo. Si la situación política de la zona empeora, se arrepentirá de haberse marchado de Luisiana.

—No soy una mujercita —repuso ella, airada, pensando que su difunta esposa encajaba mejor que ella en esa descripción, aunque era demasiado educada para decirlo—. ¿Por qué siente tanta antipatía por mí?

La mirada de Vance se tornó más sombría. Quería arrojarle su desprecio a la cara, pero no habló. Un minuto más tarde, Teddy entró por la puerta trasera portando medio cubo de leche, y Thornton Vance soltó sin prisa la mano de Trilby, quien se la frotó instintivamen—te, pensando que con toda seguridad a la mañana siguiente tendría un morado. Su piel era fina y delicada, y el apretón del hombre no había sido suave.

—Aquí está la leche. ¿Has cortado un trozo de pastel para mi, Trilby?

—Si, Teddy. Siéntate y te lo serviré.

Teddy fingió no darse cuenta de la turbación de su hermana, que atribuyó a la presencia del señor Vance.

—¿Qué tal? ¿Estaba bueno? —preguntó Teddy al visitante cuando terminaron de comer el delicioso pastel.

Thorn había engullido su trozo con deleite.

—No estaba mal —comentó. Sus ojos oscuros se entrecerraron, y clavó la mirada en el rostro pálido de Trilby—. Creo que no le caigo bien a tu hermana, Ted.

—No es cierto —negó Trilby—. Uno aprende a tomarse con calma los quebraderos de cabeza.

Después de decir eso, se levantó bruscamente y recogió los platos, apresurándose a llevarlos al fregadero. Bombeó para recoger agua en una cacerola y luego la vertió en la tetera y la puso a hervir.

—Seguro que la cocina de leña resulta muy molesta en verano, o no es así, señor Vance?

—preguntó Teddy.

Thorn había reprimido una sonrisa irónica ante la última respuesta de Trilby.

—Uno se acostumbra a las cosas cuando tiene que hacerlo, Ted —respondió Thorn.

Trilby sintió un asomo de compasión por el hombre. Había perdido a su esposa, quien probablemente había sido muy importante para él. Por otra parte, no podía evitar ser grosero e incivilizado, pues no había gozado de la educación de un hombre del Este.

—El pastel estaba muy bueno —alabó Thorn, y parecía sorprendido.

—Gracias —repuso ella—. Mi abuela me enseñó a prepararlo cuando yo no era más que una muchachita. —Entonces, ¿ya no es una muchachita? –preguntó Vance con frialdad.

—Eso es —acordó Teddy, sin darse cuenta de que la pregunta era una burla—. La vieja Trilby; tiene veinticuatro años.

Trilby estuvo a punto de caer al suelo desmayada. —¡Ted!

Thorn se quedó mirándola durante un rato. —Creí que era mucho más joven.

Ella se ruborizó.

—No siga, señor Vance —dijo con rigidez—. Por cierto...

Vance esbozó una sonrisa y su rostro cambió, adoptando una expresión menos terrible y más encantadora cuando sus ojos negros centellearon.

—¿Si? —azuzó el.

—¿Cuántos años tiene, señor Vance? –interrumpió Teddy.

—Treinta y dos —respondió—. Supongo que eso me pone en la categoría de tus abuelos.

Teddy rió.

—Exactamente en la mecedora.

Vance también rió. Se levantó de la mesa y sacó su reloj de un pequeño bolsillo situado bajo la cintura de sus tejanos. Lo abrió e hizo una mueca.

—Tengo que ir a esperar a un visitante del Este que llega en tren esta tarde. Debo marcharme.

—Vuelva a visitarnos —dijo Teddy.

—Lo haré cuando tu padre este en casa. —Lanzó una mirada interrogativa a Trilby—. Celebraré una fiesta el viernes por la noche, una reunión informal en honor de mi visitante del Este, un pariente de mi esposa, bastante famoso en los círculos académicos. Es antropólogo.

Me gustaría que viniesen todos ustedes.

—¿Yo también? —preguntó Teddy, excitado.

Vance asintió.

—Habrá otros niños. Y también acudirá Curt, con su esposa —añadió, con una mirada significativa dirigida a Trilby.

La joven no sabía que decir. No había asistido a una fiesta nocturna desde que vivían en Arizona, aunque habían sido invitados a varias. A su madre le desagradaban las reuniones sociales, aunque quizá aceptase asistir a esa, porque no se atrevería a desairar a alguien tan rico y poderoso como Thornton Vance, pese a que su aspecto y su comportamiento fuesen los de un malhechor.

—Se lo comunicaré a mis padres —dijo la muchacha.

—Hágalo.

Vance cogió su sombrero y caminó lentamente hacia la puerta principal, seguido por Trilby y Teddy.

Llevaba el sombrero ladeado con la gracia habitual cuando montó el caballo con movimientos indolentes.

—Gracias por el pastel —dijo a Trilby.

La muchacha le sonrió fríamente.

—Oh, no es nada. Siento no haberle podido ofrecer un poco de crema también.

—¿Ya la ha probado? —la martirizó el hombre.

Trilby lo miró con furia.

—No. Espero que usted la cuaje.

El hombre rio entre dientes, saludó llevándose la mano al ala del sombrero y espoleó suavemente al caballo, que comenzó a marchar al trote. Trilby y Teddy lo observaron mientras se alejaba.

—Tu le gustas —dijo el niño a su hermana en son de broma.

Ella arqueó una ceja.

—No soy en absoluto la clase de mujer por la cual se interesaría.

—¿Por qué no?

Trilby dirigió una mirada en que se mezclaban la ira,la excitación y el resentimiento hacia la distante figura de Thorn.

—Supongo que desea tener a las mujeres a sus pies.

—¡Oh, Trilby, eres tonta! ¿Te agrada el señor Vance? —preguntó.

—No, no me gusta —contestó lacónicamente y se volvió para entrar en la casa—. Tengo mucho trabajo,Teddy.

—Si eso es una indirecta, yo también iré a ver si encuentro algo que hacer. ¡Pero insisto en que el señor Vance esta enamorado de tí!

El niño se alejó corriendo por el largo porche. Trilby se quedó observándolo con preocupación, manteniendo abierta la puerta de mosquitero. No creía que el señor Vance estuviese enamorado de ella, sino que tramaba algo, y no sabía que. Fuera lo que fuese la inquietaba.

Cuando sus padres regresaron, Teddy les relató la visita del señor Vance, y ellos sonrieron del mismo modo perspicaz que el muchacho. Trilby se ruborizó.

—Os digo que no esta enamorado de mí. Quería veros a vosotros —dijo a sus padres.

—¿Por qué? —preguntó su padre.

—Ofrecerá una fiesta el viernes por la noche —explicó Teddy, entusiasmado—. Dijo que todos estamos invitados. ¿Iremos? Hace mucho tiempo que no asistimos a una fiesta. —Los miró, ceñudo—. Y no me dejaréis ver el espectáculo del señor Cody el jueves por la tarde. Dicen que será su última actuación. ¡Y en el programa anuncian un número con elefantes de verdad!

—Lo siento, Teddy —dijo su padre—, pero me temo que no podemos perder el tiempo.

Esta semana tenemos que enviar ganado a California y todavía estamos detrás de algunas de las otras compañías ganaderas para poner el nuestro en camino.

—El último espectáculo de Buffalo Bill y me lo perderé —protestó Teddy.

—Tal vez no se retire realmente —dijo Mary Lang con suavidad—. Además, seguro que pronto comenzará a funcionar en Douglas una de esas compañías de Boy Scout. Están dando mucha publicidad al movimiento. Quizá podrías unirte a ellos.

—Supongo que si. ¿Iremos a la fiesta? Es por la noche. No se trabaja de noche —insistió el niño.

—De acuerdo —dijo la señora Lang—. Además, querido, no me gustaría desairar al señor Vance cuando somos vecinos.

—Y supongo que no habrá nadie que baile con Thorn si no se presenta Trilby —intervino su esposo, dirigiendo una mirada pícara a su hija.

Las palabras de su padre hicieron que la muchacha imaginara al reprobable señor Vance bailando. Tuvo que reprimir una sonrisa irónica.

—Trilby le llama “señor Vance” —señaló Teddy.

—Trilby es respetuosa, como debe ser —replicó el señor Lang—. Thorn y yo somos ganaderos, y por eso utilizamos entre nosotros el nombre de pila.

El nombre “Thorn” era adecuado, pensó Trilby. Resultaba tan punzante como una espina y podía hacer sangrar con facilidad. Pero no lo dijo, pues su padre censuraría esa evidente descortesía.

—Entonces, ¿iremos? —preguntó Trilby.

—Si —respondió la señora Lang, sonriendo a su hija. Era una hermosa cuarentona que parecía diez años más joven—. Tienes un bonito vestido que no has usado desde que llegamos aquí —recordó a Trilby.

—Me gustaría tener todavía aquel precioso conjunto de seda —se quejó Trilby, devolviéndole la sonrisa—. Se perdió en el camino.

—¿Por qué lamentarse de algo tan tonto? —murmuró Teddy.

—¡Vaya! —Trilby rió—. ¿Y no consideras una tontería llamar Teddy Roosevelt a un oso de peluche? —preguntó Trilby.

—¡Claro que no lo es! ¡Hurra por Teddy! —exclamó el niño, jubiloso—. Su cumpleaños es el jueves, el mismo día del espectáculo de Buffalo Bill; lo leí en el periódico. Cumplirá cincuenta y dos años. Me pusísteis Teddy por él, o no es cierto, ¿papá?

—Si, así es. Para mí es un héroe. Era un niño débil y enfermizo pero se hizo a sí mismo y llegó a ser un soldado resistente, un vaquero, un político. Supongo que el coronel Teddy Roosevelt ha hecho de todo, incluyendo ser presidente.

—Lamento que no haya sido reelegido —intervino la señora Lang—. Habría votado por él

—añadió, dirigiendo una mirada amenazadora a su marido—, si las mujeres pudiésemos votar.

—Un error que no tardará en ser enmendado; recuerda mis palabras —dijo el señor Lang con cariño, pasando un brazo por los hombros de su esposa—. El presidente Taft firmó en junio el decreto por el cual se concedía la categoría de estado a Arizona, alabado sea Dios; se producirán muchos cambios sociales cuando se inicien los trabajos de ratificación de la constitución. En cualquier caso, suceda lo que suceda, tú seguirás siendo mi chica.

Ella rió y frotó su mejilla contra el hombro de su marido.

—Y tú eres mi novio.

Trilby sonrió y se marchó con Teddy, dejando solos a sus padres. Tras años de convivencia todavía se comportaban como unos recién casados. La muchacha esperaba ser algún día tan afortunada como su madre en su matrimonio.