Capítulo 8

LOS siguientes días pasaron volando. La nieve había comenzado a derretirse, y los cielos habían quedado despejados gracias al tan esperado chinook. Y llegó la noche del concierto. Amanda se puso un sensual vestido de cuero color crema con unas botas a juego, y se dejó suelto el cabello, que le caía en suaves ondas sobre los hombros, desparramándose por su espalda. No había sido capaz de decirle la verdad a Quinn, así que, si reunía el valor suficiente para subirse al escenario con el grupo, se enteraría aquella noche. Tal vez no fuera la mejor manera, pero... sería menos difícil que intentar explicárselo. Inspiró profundamente y bajó las escaleras.

Minutos después estaba sentada con Elliot y Quinn en una de las mesas del auditorio donde se iba a celebrar el concierto. A Elliot se lo veía tenso, y Quinn no parecía el mismo desde que la había visto descender las escaleras vestida de aquel modo. No le había hecho ningún comentario, pero la joven lo notaba tirante.

Amanda se preguntó con temor si después de aquella noche las cosas cambiarían para siempre, si volvería a yacer con él en el diván de su estudio, intoxicada por sus dulces besos mientras el fuego crepitaba en la chimenea. «Oh, Quinn...», pensó, «te quiero tanto...»

Elliot parecía incómodo con su traje azul, y empezó a estirar el cuello y a mirar en derredor, buscando con la mirada al resto de componentes de Desperado.

—¿Qué buscas, hijo? —inquirió Quinn.

Elliot se removió incómodo en su asiento.

—Um... estaba mirando a ver si hay por aquí alguien conocido —improvisó.

—A alguien conocido... —repitió su padre chasqueando la lengua—. Gente de la farándula... No dejes que te impresionen, no son más que lentejuelas y focos. No pertenecen a nuestro mundo, Elliot.

Eso era lo que pensaba, se dijo Amanda, sintiendo como si el estómago se le hubiera llenado de plomo.

—Tienes la mano helada —murmuró Quinn mirándola preocupado—. ¿Te encuentras bien, cariño?

Aquella palabra hizo que una tímida oleada de calor la invadiera, y esbozó una leve sonrisa. No tenía que perder la esperanza.

—Estoy bien —le aseguró apretándole la mano—. Quinn, yo...

Pero no pudo terminar la frase, porque el espectáculo ya había empezado. Abrió el concierto una cantante de la zona, con una vieja balada country, muy aplaudida por los presentes. El presentador del acto volvió al escenario mientras la mujer se retiraba. Amanda esperaba que presentase la siguiente actuación, y poco podía imaginarse lo que le esperaba.

—Damas y caballeros, imagino que todos conocerán el genio y el talento de los componentes de un grupo que no necesita presentación: Desperado —hubo una enorme ovación en el auditorio con entusiastas silbidos de los más jóvenes del público. El presentador, con su imperturbable sonrisa, tuvo que esperar a que se calmaran para continuar—. Han ganado innumerables premios, y el año pasado obtuvieron un Grammy por Changes in the Wind. Sin embargo, su fama no es la razón por la que queremos honrarlos esta noche —Amanda sintió como si de pronto se le hubiera abierto un agujero en el estómago. Para su sorpresa, una azafata se acercó al escenario para entregar al presentador una placa—. Como seguramente algunos recordarán, hace algo más de un mes, una adolescente murió en un concierto del grupo, y la cantante, dejando a un lado su propia seguridad se bajó del escenario para intentar salvarla. Por ese trágico suceso, el grupo suspendió la gira que estaba haciendo y han estado retirados desde entonces de los escenarios. Nos enorgullece anunciarles que esta noche están de vuelta con nosotros, y en mejor forma que nunca. Esta placa es un reconocimiento de todas las personas que han organizado y que participan en este evento a la valentía y generosidad de esta joven cantante —miró en dirección al público—. Mandy Callaway, ¿quieres subir aquí conmigo y unirte a tu grupo

Amanda se había quedado paralizada. No se había esperado nada semejante, pero al parecer los chicos debían saberlo, porque habían salido al escenario y estaban sonrientes junto al presentador.

La joven miró a Elliot, que la estaba observando con adoración, y después se volvió hacia Quinn. Este estaba mirando en derredor, esperando ver levantarse a la cantante de la que el presentador estaba hablando. porque el nombre con el que Amanda se había presentado el día que se conocieron, no había sido precisamente el artístico.

La joven le dijo un «hasta ahora» en voz muy queda, y lo escuchó balbucir un «¿qué?» extrañado mientras se ponía de pie y se dirigía hacia el escenario. Se sintió incapaz de volver la vista atrás, pero casi podía sentir la mirada furiosa del ranchero en su espalda, y pronto sus pensamientos se vieron ahogados por los aplausos ensordecedores del público.

—Gracias —musitó mientras tomaba la placa de manos del presentador y se besaban en la mejilla.

Tomó el micrófono que le tendía el hombre y se colocó entre Johnson y Deke para hablar.

El rostro de Quinn parecía debatirse entre la ira y el más absoluto asombro.

—Muchas gracias a todos. Para mí estas últimas semanas han sido muy duras, pero ahora estoy bien.

Quiero mandar desde aquí todo mi apoyo a los padres de Wendy, aquella chica —murmuró con la voz quebrada por la emoción. El público aplaudió de nuevo, y la azafata regresó para llevarse el micrófono y la placa para que pudieran ocupar sus lugares en el escenario.

Antes de situarse frente al micrófono, Amanda susurró algo a Hank que este comunicó a los otros, quienes asintieron con la cabeza.

—Querría dedicarle esta canción —dijo la joven—, a un hombre y a un chico muy especiales, con todo mi amor.

El batería marcó el ritmo de una de sus baladas más conocidas, Lave Singer. Era una canción que llegaba al corazón, sobre todo cuando era interpretada por la voz única e inigualable de Amanda. La joven puso toda su alma en cada palabra, imprimiéndoles sentimiento, pero Quinn no parecía estar escuchándola, porque al cabo de un rato se levantó e hizo que Elliot se levantara también, arrastrándolo fuera del auditorio.

Amanda no supo cómo pudo terminar la canción. Tras dejar las últimas notas flotar en el aire, todos los presentes se pusieron de pie, aclamándolos con una cerrada ovación. A petición del público tuvieron que hacer un bis y, tal y como se había temido Amanda, cuando salieron del edificio, no había rastro de la camioneta de Quinn. ¿Por qué había tratado de engañarse, pensando que al menos esperaría para pedirle explicaciones?, se dijo la joven con amargura. Quinn había expresado claramente lo que sentía cuando se había levantado y se había marchado sin mirar atrás.

—Me temo que tendré que buscarme algún sitio donde alojarme antes de volver a la ciudad —le dijo a los chicos esbozando una sonrisa triste.

—¿No lo ha encajado bien, eh? —inquirió Hank con voz queda—. Lo siento, nena. Tenemos una suite enorme en el hotel. Puedes quedarte con nosotros si quieres. Mañana iré al rancho y recogeré tus cosas.

—Gracias, Hank —murmuró ella. Inspiró profundamente y apretó la placa contra su pecho—. ¿Dónde será la próxima actuación?

—Esa es mi chica —dijo el hombretón rodeándola con el brazo.

—San Francisco será nuestra próxima parada —le explicó Johnson.

—Ya tenemos reservado el hotel, y mañana tomaremos un autobús —intervino Deke.

La joven esbozó una sonrisa maliciosa girándose hacia Hank, quien contrajo el rostro molesto.

—Sí, bueno, ya sabes que tengo pánico a los aviones.

—Gallina —lo picó Amanda—. Pues lo que soy yo no tengo intención de pasarme todo el día metida en un autobús. Tomaré el primer vuelo y me reuniré con vosotros en el hotel.

—Como quieras —dijo él encogiéndose de hombros—. ¿Vamos todos a tomar algo para celebrar nuestro regreso a los escenarios?

Amanda no durmió apenas esa noche, y por la mañana vio a Hank partir hacia el rancho de Quinn en el todoterreno que habían alquilado.

Volvió más de una hora después.

—¿Pudiste recoger mis cosas? —le preguntó Amanda cuando entró en la suite.

—Sí, la maleta que dejaste en la cabaña de Durning, y la que te habías llevado al rancho. Las he dejado en recepción y las subirán ahora —contestó el grandullón—. El chico te manda una nota —dijo tendiéndosela.

—¿Y Quinn? —inquirió la joven insegura.

—No estaba allí. Solo vi al chico y al viejo —respondió Hank. Al ver la expresión triste en el rostro de Amanda, le dijo—: no le des más vueltas. Seguramente no habría salido bien. Tú naciste para estar bajo los focos, nena, para deslumbrar.

—¿Tú crees? —replicó ella con desgana.

De algún modo, aunque pareciera una locura, todos esos días había tenido la impresión de que podría encajar fácilmente en el mundo del ranchero.

Se dejó caer en el sofá y desdobló la nota de Elliot:

Amanda, estuviste genial. Siento no haber podido quedarme a escucharte hasta e! final. Papá no abrió la boca durante todo el camino a casa, y anoche se encerró en su estudio y no ha salido hasta esta mañana.

Dijo que se iba a cazar, pero no llevaba el rifle.

Espero que estés bien. Escríbeme cuando puedas. Te quiere, Elliot La joven tuvo que morderse el labio inferior para no llorar. «Querido Elliot...». Al menos aún seguía importándole al muchacho. Sin embargo, había caído en desgracia ante los ojos de Quinn, y estaba segura de que era algo definitivo. Nunca la perdonaría por haberlo engañado. No sabía qué hacer. Era incapaz de recordar un solo momento en toda su vida en que se hubiera sentido tan desgraciada.

El grupo pasó el resto del día ultimando los detalles de la actuación en San Francisco con Jerry, su manager, y reservaron el billete de avión para Amanda a primera hora del día siguiente.

La joven se retiró temprano a la suite para intentar llamar al rancho antes de que subieran los chicos.

Tenía que intentarlo una última vez, se dijo a sí misma. Tal vez si Quinn la dejara explicarse... Marcó el número. El teléfono dio un tono, otro, otro... la joven contuvo el aliento.

—Sutton —contestó una voz profunda y cansada.

El corazón de Amanda saltó dentro de su pecho.

—¡Quinn! —exclamó—, Quinn, por favor, déjame explicarte...

—No necesito ninguna explicación. Amanda. Me mentiste, me hiciste creer que eras una chica tímida que tocaba acompañamientos con su teclado. Te has reído de mí.

—Eso no es cierto, Quinn, yo...

—Todo ha sido una gran mentira, ¡nada más que una sucia mentira! Bien, pues regrese con su público, señorita Callaway y siga grabando discos o álbumes o como diablos quiera que los llamen. Nunca te he querido, excepto en mi cama, así que no es una gran pérdida para mí —mintió. Pero Amanda no podía ver la agonía en sus ojos ni su rostro contraído.

Quinn seguía amándola, y aunque al principio se había enfadado porque no le hubiera dicho la verdad, con las horas el enfado había pasado, quedando en su lugar la convicción de que una artista de éxito internacional, una mujer con tanto talento, no podía ser feliz a su lado. No tenía nada que ofrecerle, nada que pudiera reemplazar la fama y el mundo a sus pies. Nunca hasta ese momento se había sentido tan inferior, tan común. Verla sobre aquel escenario había sido como una horrible pesadilla que hubiera tenido despierto, una pesadilla que había puesto a Amanda fuera de su alcance para siempre.

—Quinn... —musitó la joven espantada—, Quinn, no puedes estar hablando en serio...

—Estoy hablando muy en serio —dijo él sintiendo un nudo insoportable en la garganta. Cerró los ojos—.

No vuelvas a llamar, no vengas por aquí, no nos escribas. Eres una mala influencia para Elliot —y colgó el teléfono sin decir otra palabra, la frente bañada en sudor, y se tapó el rostro con las manos, horrorizado por lo que acababa de hacer.

Amanda se había quedado paralizada mirando el auricular. Despacio, muy despacio, lo colgó, al tiempo que las lágrimas empañaban sus ojos.

Como un autómata, se puso el camisón, se metió en la cama y apagó la luz de la mesilla. En la oscuridad, las crueles palabras de Quinn martilleaban en su cerebro. La joven se giró y hundió el rostro en la almohada. No sabía cómo podría seguir viviendo con el desprecio de Quinn, del único hombre al que había amado, sobre sus espaldas. La odiaba, creía que había estado jugando con él, divirtiéndose a su costa. Las lágrimas quemaban sus ojos. Como un hermoso jarrón que alguien hubiera tirado al suelo de un manotazo, con la misma brusquedad había acabado su sueño y, al igual que el jarrón habría quedado hecho añicos, del mismo modo sería imposible reconstruir ese sueño.

Tal vez Hank tuviera razón, tal vez fuera mejor así... Ni ella misma podía creerlo. «Da igual lo que crea», se dijo. Tendría que aprender a pensar así. Había trabajado mucho para llegar a donde había llegado, había tenido que superarse a sí misma, y no podía tirarlo todo por la borda. Además, se debía a sus fans, que la habían apoyado desde el principio. Se lo debía a Wendy.

A pesar de su firme decisión de no dejarse llevar por la tristeza, cuando se levantó a la mañana siguiente, a Amanda le pareció que era el fin del mundo. Los chicos bajaron su equipaje, sin hacer ningún comentario acerca de sus ojos hinchados, el rostro pálido y sin maquillar, y el cabello recogido de un modo descuidado. Tenía un aspecto terrible, lo sabía, pero no le importaba.

Los chicos se despidieron de ella deseándole buen viaje y se apresuraron para no perder el autobús. A los pocos minutos llegó el taxi que le había pedido el recepcionista, y un botones la ayudó con las maletas.

Cuando llegó al aeropuerto facturó las maletas, y entró sonámbula en el avión, siguiendo a los demás pasajeros. Una azafata la condujo a su asiento, donde se dejó caer cansada, y se abrochó el cinturón de seguridad.

Atendió hastiada a la demostración e indicaciones de la otra azafata sobre casos de emergencia y choque, y al final el piloto anunció que enseguida despegarían. Amanda se despidió en silencio de Quinn, de Elliot, y de Harry, sabiendo que no volvería a verlos. Contrajo el rostro ante aquel pensamiento. «¿Por qué, Quinn?», gimió para sus adentros, «¿por qué no quisiste escucharme?»

El aparato se deslizó por la pista, y alzó el vuelo. A Amanda le pareció que había sido un despegue algo lento y torpe, pero al rato sacudió la cabeza: estaba empezando a parecer Hank...

Trató de entretenerse mirando por la ventanilla, pero la vista de las montañas nevadas hacía que volviera a pensar en Quinn y... De pronto unos gemidos lastimeros del asiento de detrás la sobresaltaron. Se volvió y vio que se trataba de un hombre de unos sesenta años, bastante obeso, con una mano en el pecho, y sudando abundantemente.

— ¡Dios mío!, creo que está teniendo un ataque al corazón —dijo alarmado el ejecutivo sentado a su lado—. ¿Qué podemos hacer?

—Déjeme a mí, sé cómo hacer un masaje cardíaco —dijo desabrochándose el cinturón y levantándose—.

Vaya usted a llamar a una de las azafatas.

El ejecutivo se desabrochó también el cinturón de seguridad y se levantó, pero apenas hubo dado unos pasos por el pasillo, cuando el piloto gritó muy agitado por los altavoces que adoptaran la posición de choque. Amanda se quedó paralizada, no podía moverse, y antes de que pudiera reaccionar, pudo sentir cómo la fuerza de la gravedad aumentaba a medida que el avión caía. Perdió el equilibrio y, antes de caer al suelo inconsciente, su último pensamiento fue que no volvería a ver a Quinn.

Elliot estaba viendo la televisión sin demasiado interés, deseando que su padre hubiera escuchado cuando Amanda trató de explicarse, Suspiró con pesadumbre y se metió en la boca otra patata frita.

De pronto, la película que estaba viendo en el canal local fue interrumpida por un boletín de noticias de última hora. Elliot frunció el ceño, pero al escuchar lo que estaba diciendo el reportero se levantó corriendo y fue a buscar a su padre.

Quinn estaba en su estudio sin lograr concentrarse en lo que estaba haciendo cuando su hijo entró a toda prisa, con las pecas más marcadas que nunca sobre el rostro lívido.

—¡Papá, ven rápido! —le dijo—. ¡Rápido!

El primer pensamiento de Quinn fue que le había ocurrido algo a Harry, pero cuando Elliot se detuvo frente al televisor, lo miró extrañado, y después fijó la vista en la pantalla, donde estaban mostrando imágenes de un reportero en el aeropuerto.

—... el avión se estrelló hace unos diez minutos según la información de que disponemos —estaba explicando un hombre que seguramente era el gerente del aeropuerto—. Hemos enviado helicópteros en busca del aparato siniestrado, pero el viento es muy fuerte, y el área en la que ha caído el avión es inaccesible por carretera.

—¿De qué avión...? —farfulló Quinn.

—Repetimos la noticia para los telespectadores que acaben de sintonizarnos —dijo el reportero apartando el micrófono del gerente—: Un vuelo charter se ha estrellado en algún lugar de las Grandes Montañas Tetón. Un testigo ocular entrevistado por nuestra cadena dijo que vio salir llamas de la cabina del aparato, para después caer en picado sobre las montañas, perdiéndolo de vista. Entre el pasaje del avión se encontraban dos importantes ejecutivos de San Francisco, Bob Doyle y Harry Brown, y la cantante del grupo de rock Desperado. Mandy Callaway.

Quinn se dejó caer en el sillón temblando de tal modo que este se tambaleó ligeramente. Se había puesto tan pálido como Elliot. Había dejado de escuchar al reportero. En su mente escuchaba una y otra vez las cosas horribles que le había dicho a Amanda: que no la amaba, que no quería volver a verla. Y ahora...

estaba muerta. Quinn no se había sentido peor en toda su vida. Era como si le hubiesen cortado un brazo o una pierna, como si le faltase el aire en los pulmones.

Solo entonces comprendió hasta que punto la amaba... cuando ya era demasiado tarde para retractarse de sus palabras, cuando ya era demasiado tarde para ir a por ella y llevada a casa. Pensó en su frágil figura, tendida sobre la fría nieve, y un gruñido de frustración escapó de su garganta mientras se frotaba el rostro angustiado: la había apartado de su lado porque la amaba, porque no quería hacerla desgraciada, pero ella jamás lo sabría. Su último recuerdo de él debía haber sido de odio y dolor. Habría muerto pensando que no le importaba en absoluto.

—No puedo creerlo —balbucía Elliot, meneando despacio la cabeza—, no puedo creerlo... El viernes estaba en el auditorio, cantando de nuevo... —su voz se quebró, y rompió a llorar amargamente, dejándose caer en el sofá.

Quinn no podía soportarlo. Se levantó, pasando por delante de Harry, que lo miró sin comprender la palidez de su rostro, ni dónde iba con tanta prisa, y salió de la casa, cayendo al suelo de rodillas con los puños apretados contra los sucios restos de la nieve derretida y con el rostro contraído.

—¡Amandaaaaa!

El eco reverberó su grito desgarrado. Tembloroso y agitado, apenas fue consciente de que Harry había salido detrás de él y estaba a su lado. Le había puesto una mano en el hombro.

—Elliot me lo ha contado —murmuró.

Quinn se puso de pie tambaleándose.

El anciano se había metido las manos en los bolsillos y miraba con tristeza el establo, donde Amanda tantas veces había estado, alimentando a los terneros.

—Dicen que por culpa del viento y lo inaccesible que es el lugar, probablemente no podrán rescatar los cuerpos.

El ranchero no quería siquiera pensar en la idea de dejarla para siempre en la cumbre de la montaña, enterrada en la nieve, entre los restos calcinados de un avión. Apretó los dientes.

—Yo la sacaré de allí —masculló—, Harry, saca mi equipo de esquí y mis botas del garaje, y mi traje de aislamiento térmico del armario del vestíbulo. Voy a llamar a Terry Meade.

—¿El jefe de la Patrulla de Esquí de Larry's Lodge?

—Sí. Puede conseguirme un helicóptero para subir allí arriba.

Volvieron a entrar en la casa y Harry se apresuró a buscar lo que Quinn le había pedido mientras este agarraba el teléfono.

—¡Quinn Sutton! —exclamó Terry cuando su secretaria le pasó la llamada—, ¡justo el hombre que necesitaba! Se ha estrellado un avión en...

—Lo sé —lo interrumpió Quinn — . Conozco a la cantante que viajaba en él. Escucha, ¿podrías conseguirme un mapa topográfico de la zona y un helicóptero? También necesitaré un kit de primeros auxilios, algunas bengalas...

—Enseguida —contestó Terry—, tendrás todo lo que quieras... pero me temo que por desgracia el kit de primeros auxilios no te sirva de nada. Lo siento. No parece probable que haya supervivientes...

—Da igual, ponlo de todas formas, ¿quieres? —le espetó Quinn, tratando de controlar las náuseas. Estaré ahí en media hora.

—Bien, te esperamos.

Mientras Quinn se ponía el equipo de esquí, Elliot se acercó con los ojos enrojecidos y la cara más triste que le había visto nunca.

—Supongo que no me dejarás que te acompañe... —musitó.

—No es lugar para ti —contestó su padre—. Dios sabe lo que me encontraré cuando llegue al lugar del accidente.

Elliot se mordió el labio inferior.

—¿Ha muerto, verdad papá? —inquirió en un hilo de voz.

Quinn contuvo las lágrimas a duras penas.

—Quédate aquí con Harry. Os llamaré en cuanto sepa algo.

—Ten mucho cuidado, papá —murmuró el chiquillo abrazándolo—. Te quiero.

—Yo también te quiero, hijo —dijo el ranchero emocionado, atrayéndolo con fuerza hacia sí—. No te preocupes por mí. Sé lo que estoy haciendo, estaré bien.

—Buena suerte —le deseó Harry estrechándole la mano.

—La necesitaré —masculló Quinn. Hizo un gesto de despedida y salió de la casa.

Cuando detuvo la camioneta frente al cuartel de la Patrulla de Esquí, ya estaban congregados allí Terry Meade con varios miembros de la patrulla, el piloto del helicóptero, y el sheriff del condado y su ayudante, tratando de mantener a raya a los medios de comunicación que se habían desplazado hasta allí.

—Esta es la zona en la que creemos que cayó el avión —le explicó Terry a Quinn, señalando una zona en el mapa que había extendido sobre una mesa plegable—, el pico Ironside. El helicóptero trató de llegar al valle que hay al pie, pero el viento se lo impidió. El arbolado es muy denso en esa área, y la ventisca de nieve limita mucho la visibilidad. Voy a mandar a los chicos a peinar estos puntos —dijo indicando varios lugares en los alrededores de Ironside en el mapa—, pero ese pico es criminal... varios locos temerarios se han matado tratando de descender por él. Si alguien puede llegar allí, eres tú.

—Muy bien, vamos a hacerlo —asintió Quinn decidido.

—De acuerdo. Si encuentras el avión enciende una bengala. Te he metido un teléfono móvil en la mochila, junto con las otras cosas que me pediste. Tiene más cobertura que nuestros walkie-talkies —miró en derredor—. ¿Todo el mundo sabe lo que tiene que hacer? —los hombres asintieron con la cabeza—.

Bien, vamos allá.