Extra: Capítulo I de "Hasta que me Odies"

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"Su fuerza, su energía y su belleza son una combinación demasiado irresistible para mí", se dijo él.

"Es un hombre sombrío y aburrido", pensó ella.

Cuando Mary se ve obligada por su padre a aceptar la propuesta matrimonial del doctor Ernest Aldridge, no puede menos que verlo como un golpe de mala fortuna, y decide comenzar con su plan de transformarse en lo peor que al caballero le hubiera podido suceder.

¿Podrá el doctor, haciendo uso de mucha paciencia y su lado más fogoso, convencer a Mary de que lo ha prejuzgado? ¿Y si ella lo comprendiera demasiado tarde?

La historia de pasiones, confusiones y desencuentros entre Mary y Ernest se enredará con la de dos sensuales desconocidos, que pondrán en peligro no solo sus felicidades, sino hasta sus propias vidas.

••••••••••••••••••••••

Londres, Inglaterra. 5 de Marzo de 1815, 45 días para la boda.

Una jovencita de buena cuna no debía esperar de un esposo más que seguridad financiera y algo de afecto, y eso lo sabía cualquiera que comprendiera el mercado del matrimonio.

El doctor Ernest Aldridge, hijo único del conocido banquero Charles Aldridge, se encontraba sentado en una posición recta y formal, como de costumbre, en el despacho de la residencia que ocupaba el número veinte de Brydges Street. Frente a él se hallaba aquel a quien quería convertir en su suegro: Henry Bannerman.

Henry le sonrió abiertamente, a lo que él respondió con un gesto más tibio, en que ni siquiera movió un centímetro su rostro cuadrado enmarcado en finas patillas.

Si bien era cierto que Henry Bannerman y su padre eran grandes amigos y que ambos celebrarían la unión matrimonial de sus hijos, no era ese el motivo que lo llevaba, a sus cuarenta años, a pedir la mano de una señorita de veinte.

Mary Bannerman lo había encandilado. Sus ojos y sus sueños pasionales llevaban cinco años detrás de ella. En cualquier fiesta, en cualquier lugar en que la encontraba, donde fuera que la viera quedaba enceguecido para todo aquello que no fuera ella, con el mismo arrebato que cuando era un muchacho.

Henry había abierto la boca y comenzaría a hablar en cualquier momento.

Bajo la frente ancha cubierta por un flequillo rubio bien peinado libraba una batalla sangrienta con sus inseguridades. Un viejo amor de la juventud y un rechazo cruel que no había logrado superar lo habían mantenido durante mucho tiempo lejos del amor.

—La verdad es que su propuesta me toma por sorpresa —dijo el regordete señor Bannerman—, pero sepa que tiene mi complacencia en cuanto a sus intenciones con mi hija que, me consta porque conozco a usted y a su familia, son muy serias. Por supuesto, es ella quien tiene la última palabra.

Henry Bannerman volvía a sonreír extasiado. Esto escapaba al interés de Ernest, que no tenía al señor que entonces era su interlocutor en gran estima.

Agradeció que con el padre hubiera sido más fácil de lo que había imaginado. No le hubiera gustado tener que usar el poco noble argumento de su posición económica, haciendo público el hecho de que era dueño de una parte importante del negocio de su padre que, a diferencia de lo que a media voz se decía del de Henry Bannerman, estaba obteniendo grandes dividendos.

En el fondo estaba nervioso, pero nada en su postura, en sus palabras o en el tono de su voz hacía suponer tal cosa. Su severidad era casi inquebrantable.

—Señor Bannerman, es un honor que ponga su confianza en mí. Me siento sinceramente agradecido.

Todas las palabras de Ernest parecían haber sido ensayadas, como si se encontrara interpretando un papel de sí mismo en una obra de teatro. Sus grandes ojos verdes, como era costumbre en él, no traslucían nada de lo que pensaba.

La situación no era igual en cuanto a Henry Bannerman, que no dejaba de moverse con nerviosismo en su silla. Si no hubiera sido por las edades y las posiciones frente a la mesa del despacho, ya que el padre de la novia era un cincuentón en un estado físico no muy bueno, podría haberse pensado que el temeroso enamorado era el otro hombre.

El contraste entre los dos se extendía al mundo físico. La contextura de huesos finos e inusualmente largos del doctor era la contraparte de la presencia robusta del señor Bannerman.

Henry se aclaró la garganta.

—Me imagino que ahora querrá hablar con ella. ¿No es así, doctor?

Ernest, al verse tan cerca del momento más importante, sintió que algo se removía en su interior. Sabía que con la hija no iba a ser tan fácil como con el padre. Llevaba demasiado tiempo observándola como para que le fuera posible desconocer las delicias de su carácter virulento. Sí, parecía una locura, pero era ese mismo carácter lo que más le atraía de ella.

—Así es, señor, me gustaría hablar ahora con ella.

Henry Bannerman hizo sonar una campanilla y al momento se presentó un sirviente. A través de este, envió un recado a Mary para que se presentara en el despacho.

—Doctor, ¿le importaría esperar a mi hija en el jardín trasero? Es un hermoso lugar para proponer matrimonio y es uno de los sitios favoritos de Mary en este hogar. Me gustaría hablar un momento con ella antes de que tenga su entrevista con usted.

—Me parece perfecto —fue todo lo que dijo Ernest antes de dejar el despacho.

Abandonó la habitación caminando tras otro sirviente que le marcaría el recorrido hasta el ambiente del encuentro.

* * *

Mary se encontraba bordando en la sala de la planta baja junto con su tía y carabina, la señora Jennings, que, a diferencia de ella, hacía un bordado mucho más complejo y estaba concentrada en él.

El contraste entre el color blanco puro de su piel y sus cabellos negros le daba un aire de belleza calma, pero engañaba. Nada en Mary era calmo.

Miró a la anciana con sus pequeños ojos color azabache compungidos, una de tantas emociones que con ellos podía expresar. No estaba segura de que verbalizar sus pensamientos fuera lo mejor para ella.

Volvió a la labor sobre la que trabajaba y suspiró. Ante el peligro inminente, se sintió tan pequeña como era, tanto que podía perderse en los brazos de un hombre de buena contextura.

Su tía la miró durante un instante de reojo y pareció detectar algo anormal.

—¿Sucede algo malo, Mary?

—No, tía, en absoluto —contestó la aludida, mientras jugaba, pensativa, con un bucle de su peinado.

La señora Jennings era muy diferente a ella. Una mujer de cabello níveo y ya muy entrada en años, rondando los sesenta, que no recordaba ni ella misma cuándo había comenzado a usar su cofia. Como toda persona dada al respeto por las normas, solía cumplir con los protocolos y las buenas costumbres, y le horrorizaban las conductas de quienes no hacían lo mismo. A lo largo de los años se había habituado, aunque no dado su aceptación, a la conducta a menudo irreverente de su sobrina, por la que, pese a todo, sentía un cariño profundo.

Fue en aquel escenario en donde un sirviente las interrumpió con un recado del señor Bannerman: decía que quería ver a su hija en el despacho.

La ventana alta y delgada de la sala había permitido ver a Mary, unos minutos antes, la llegada del doctor Aldridge en su caballo. En aquel momento le había llamado la atención que hubiera venido sin estar acompañado de Charles Aldridge, ya que padre e hijo acostumbraban a visitarlos juntos.

Al recibir el mensaje de su padre, no pudo evitar ponerse inquieta. Su mente, dada a las especulaciones por naturaleza, ya había tejido los hilos necesarios para entender lo que estaba sucediendo. Usó sus manos para alisar con rapidez el vestido, intentando quedar decente mas no linda, y bajó a paso apurado las escalinatas hacia el despacho de su padre, deseando con toda su capacidad para desear que no se tratara de lo que ella estaba suponiendo.

Cuando Mary entró a la habitación donde Henry la esperaba, este le sonrió de oreja a oreja. La última vez que lo había visto así había sido en aquellos tiempos en que pensaba que iba a tener un hijo varón, un heredero luego de tanta espera. Pero aquel había sido el comienzo de largas jornadas de amargura, ya que tanto su esposa como el niño habían muerto en el parto.

Los ojos negros y pequeños de Mary miraron a los de su padre, intentando escrutarlo. Los de él se parecían mucho a los de ella en su aspecto físico, pero las ideas que transmitían no eran, por norma general, las mismas. El señor Bannerman era un hombre autoritario y pragmático, poco tendiente a las emociones. Su hija, por el contrario, había nacido como un manojo de nervios, ideas locas y pasiones voluptuosas.

—Padre… me has en… enviado a llamar.

Odiaba escucharse cuando comenzaba a tartamudear. Casi nunca lo hacía, pero en los momentos en que sus pensamientos estaban dominados por sus miedos, sus palabras se entrecortaban y sentía que le atragantaban.

—Mary, voy a ir al grano. El doctor Aldridge acaba de presentarse aquí pidiendo tu mano. Le he dado mi aceptación.

—Oh, padre…

—Espera, hija. Antes de que sigas hablando debo aclararte unas cuantas cosas.

Mary tomó asiento y su padre lo hizo junto con ella.

—Mi situación económica no es la mejor. Los negocios no están yendo bien. Estamos pasando por malos tiempos. Sé que él te dará todo lo que yo no sé cuánto tiempo más podré asegurarte.

Mary miraba sin mirar, como si su alma hubiera escapado de ella. ¿Estaba allí todavía o su padre estaba hablando a otra persona?

—No te lo he querido decir antes para no preocuparte, pero considero que ahora es muy importante que lo sepas. Es necesario que lo tengas en cuenta a la hora de sopesar la propuesta de este caballero.

Mary nunca hubiera imaginado que su padre se encontrara en problemas financieros. Había sido muy hábil a la hora de ocultarlos. Era diestro muchas veces para esconder lo que pensaba y sentía, cualidad que ella no había heredado.

—Por otra parte —continuó Henry Bannerman— este hombre es un caballero. Jamás ha protagonizado un escándalo ni se ha metido en problemas. Parece ser único en su especie. Llevo mucho tiempo sin conocer a un hombre de tal seriedad. Es discreto y está bien posicionado. Estoy seguro de que es, como su padre, un hombre de ley.

Cuando Mary volvió en sí, descubrió que su padre había terminado con el monólogo.

"Será un hombre de ley pero es más aburrido que una lechuga", pensó.

La sonrisa se había desdibujado en el rostro de Henry Bannerman. La noticia no había sido recibida por su hija con la alegría esperada, y no necesitaba observarla demasiado para saberlo.

—Mary, trata al doctor con mucho respeto —dijo Henry, casi en tono de amenaza. No la señaló con el dedo, pero sus palabras sí lo hicieron.

—Lo haré, padre.

—Y… Mary… ten en cuenta que ya tienes veinte años. Es hora de que consigas un buen marido. Sabes que tu futuro como solterona no sería agradable. De no casarte con Ernest, es probable que me vea obligado a enviarte con la familia de tu tío de Kent en poco tiempo.

Se habían pronunciado las palabras mágicas para tensionar sus nervios. Le había dicho "futuro" y "solterona" en una misma frase, y con una entonación que sonaba como una sentencia.

A pesar de su edad, no se sentía como una solterona. Su padre observaba siempre las situaciones bajo una luz diferente.

—¿Tienes algo más que decirme, padre?

El tono de Mary era gélido, y a Henry no se le pasó por alto.

—No, hija. El doctor Aldridge te está esperando en el jardín. Pensé que te gustaría recibir allí su propuesta.

La joven se levantó sin hacer ni una mueca de sonrisa, y su mirada oscura, de haber tenido magia, hubiera dejado a su padre petrificado.

* * *

Mary se dirigió, intentando ralentizar el paso lo más que podía, hacia el sector posterior de la propiedad, donde el doctor aguardaba por ella.

Lo escarbó con la mirada, aprovechando su distracción. Ernest tenía cuarenta años, pero también un carácter tan ceniciento que parecía haber pasado las cinco décadas. No asomaba una pizca de pasión por ningún lugar.

En realidad, Ernest Aldridge era el último caballero en el que hubiera pensado para compartir su vida o su dormitorio.

Ya casi estaba en el jardín. Abrió la puerta lo suficiente como para poder pasar y bajó los pocos escalones que la separaban del caminito adoquinado. El banco donde su pretendiente la aguardaba se encontraba al fondo. Ella debía cruzar el sector a lo largo para llegar allí.

Tenía la cabeza gacha pero podía sentir su mirada tendida sobre ella, lo que solo contribuía a alargar el sendero que los separaba. Aun así, caminó decidida, con paso rápido y poco delicado, como lo hacía siempre. A su padre nunca le habían gustado sus maneras, que etiquetaba de casi violentas, y que la buena educación recibida no había podido atemperar.

Los rizos negros, que tanto le costaba armar dado que sus cabellos eran lacios, caían sobre parte de la frente y las mejillas de Mary, mientras el resto de su cabello permanecía recogido de modo elegante. Sus ojos se hicieron aún más pequeños al observar a Ernest con algo de rabia, que esperaba que no fuera confundida con el fuego de la pasión amorosa. Su boca carnosa no tenía ni un atisbo de sonrisa. Después de todo, era imposible ser más cenicienta que él, por lo que no había ninguna obligación de sonreír.

Se acercaba más hacia el objetivo de su rencor, que reposaba sobre un banco de jardín común trabajado en hierro. Aunque tanto el asiento como el respaldo del banco se curvaban con gracia, el cuerpo de Ernest mantenía la rectitud. Lucía ridículo sobre él. Sus piernas eran demasiado largas, por lo que sus rodillas se veían obligadas a alzarse demasiado.

En cuanto la vio, se puso de pie con agilidad.

Juzgó los ojos del doctor tan infranqueables y tan fríos que odió que hubiera tenido el descaro de acercarse a pedir su mano. ¿No pensaba ganarse antes su afecto, su corazón? ¿No iba a intentar una mínima ceremonia de cortejo? ¿Iba a venir a llevársela como un mueble bonito más para su casa, para exponerla en su salón? ¿Parecía acaso un mueble? Las ideas se desbordaban de su cabeza como el líquido que se sigue volcando en la copa en la que ya no cabe más y, una detrás de otra, lo único que le decían era que debía odiarlo.

Allí parado, en frente suyo, mientras intercambiaba su mirada entre su sombrero y ella, Mary se dijo que era tal como lo recordaba. No era desagradable, tampoco era un adonis. Su presencia se hacía notar, eso sí, por ser demasiado alto; pero la gracia no lo acompañaba.

¿Cómo se atrevía a pedir su mano? Ella había mostrado siempre una planeada indiferencia, evitando largas conversaciones y cumplidos con él en cada velada en que coincidían, para que comprendiese que no deseaba su cortejo. Él, por su parte, nunca había intentado algo parecido a un cortejo.

Ernest la miró recatadamente, y tensó más la posición de su espalda.

Ella sintió temor. Algo reptante le hacía cosquillas; algo a lo que no podía dar nombre le decía que se alejase. Sus entrañas le gritaban que ese hombre era una sombra.

La muerte. Quizás hubiera visto morir a demasiada gente y cada una de esas muertes se le hubiera ido pegando al cuerpo y al alma. Las arrugas en la frente y las comisuras de sus ojos parecían demostrar que cargaba con el dolor de muchas personas.

Mary se dio cuenta, aunque no lo dejó saber, de cómo Ernest recorría con la vista su vestido anaranjado. Dada su mala suerte, había llegado a pedirle la mano el día en que había elegido el vestido que mejor le sentaba. Su busto, no desbordante pero sí armónico con respecto al resto de su pequeño cuerpo, lucía natural y se perfilaba bien debajo de su escote. Los lazos por debajo de la línea del pecho, a la altura del corte imperio de su vestido, le daban un aire jovial, casi dulce, que era lo opuesto de lo que deseaba mostrarle.

—Señorita Bannerman… —comenzó él.

Su voz no sonaba emocionada.

—Doctor Aldridge…

La de ella, mucho menos.

—Me imagino que su padre ya le habrá adelantado algo…

Él se acercó un poco más. Ella no quiso evitar su mirada. Eso hubiera sido una muestra de debilidad.

—No sé si ha sido evidente para usted durante este tiempo, pero siempre la he admirado…

Ernest parecía buscar en la mirada de Mary algo que lo ayudara a seguir hablando. Ella no estaba dispuesta a dárselo, de ninguna manera. Lo único que podía disfrutar de aquella escena en la que el infortunio la había puesto como protagonista era el ver cómo ese señor muy maduro y sin talento para el cortejo se esforzaba en buscar términos con los cuales confesarle sus malévolos planes.

—Y es por eso que he decidido pedir su mano a su padre, y ahora le pido a usted que considere la posibilidad de ser mi esposa. Me haría muy feliz si se casara conmigo.

Elevó un tanto la mirada y sus ojos se encontraron con los de ella. Durante la última parte del discurso se le había filtrado una emoción parecida al temor.

Mary seguía intentando develarlo, pero era imposible; y alargaba el silencio adrede, procurando desesperarlo.

Ernest tragó saliva con dificultad y desvió la mirada hacia el suelo. Luego volvió a levantarla, intentando sonreír por primera vez en aquel día.

—¿Y bien, señorita Bannerman?

Los ojos de Mary eran garras que clavaba en los de él, como si con eso solo pudiera hacerle retroceder.

Esa propuesta de matrimonio era muy diferente de lo que había soñado. Carecía de romance, coqueteo y encanto. Era como una comida sin sabor.

Se percató de que el doctor mostraba movimientos leves de impaciencia, como el de su pie, que quería comenzar a golpetear el suelo del camino. Mary se sorprendió, porque nunca había supuesto que él fuera capaz de sentir tal emoción, ni ninguna otra.

—Señorita Bannerman, ¿se siente bien?

Y ella recordó entonces las palabras de su padre. Si no podía seguir manteniéndola, la enviaría a Grand Garden, la propiedad de sus tíos en Kent, y ese lugar era un infierno. Quizás hasta el doctor Aldridge fuera mejor, aunque no se tratara de una gran perspectiva.

Se preguntó si era correcto aceptar ese compromiso solo por el dinero. Era un ser triste, con seguridad interesado en su juventud, deseoso de succionarle los buenos años de vida que a él ya se le habían ido. Y ella podía ser una mujer desesperada interesada en su dinero. Ese planteo no parecía loco o inmoral. Pero, ¿estaba dispuesta a llegar hasta el final con ese hombre?

Una idea comenzó a tomar forma con rapidez en su cabeza. Le podría dar un buen escarmiento si aceptaba el compromiso y luego le mostraba lo desagradable que podía llegar a ser con él, obligándolo a renunciar a la unión.

Si él rompía el acuerdo tendría que entregarle a cambio una suma de dinero para compensar su "corazón roto". Eso podía sacar de apuros a los asuntos financieros de su padre durante un tiempo.

Ernest torció apenas los labios, pero ella ni siquiera lo notó.

¿Y si salía mal?

Si salía mal tendría que casarse con él, y conformarse con haber escapado de Grand Garden. También se dedicaría a hacerle la vida lo bastante desagradable como para mantenerlo lejos de ella.

La idea se había asentado en su cabeza y se había hecho casi densa.

Ernest la miraba a los ojos más de cerca. Parecía intrigado. Quizás la estaba analizando como a una paciente.

Le puso las manos sobre los hombros y la sacudió con firmeza.

—Señorita Bannerman, ¿está aquí?

Ella le respondió resuelta y con una pronunciación clara.

—Acepto su propuesta.

Pero resuelta no significaba alegre ni emocionada, sino solo resuelta.

Él sonrió como no lo había visto sonreír en todo aquel día. Se acercó más aún. Sentía su aliento casi sobre ella y, por la diferencia de estatura, antes de levantar la mirada pudo hacer una observación detallada de la chaqueta que llevaba puesta. Elegante, de buen corte, gris oscuro: como él.

¿Estaba buscando un beso suyo? ¿Se había vuelto loco? Parecía estar indagando, sin usar la voz, si ella estaba dispuesta a aceptar el gesto. ¡De ninguna manera!

Mary miró hacia un costado y luego se alejó de él, siguiendo un camino diagonal pequeño, interno al jardín, que la llevaba hasta un elegante macizo de forma circular. Al arribar al grupo de plantas ornamentales, se puso a juguetear con unas flores amarillas que se alzaban a la altura de sus brazos.

—¿Está de acuerdo en que vayamos a comentárselo a mi padre?

Ernest perdió su reciente sonrisa y volvió a su estado sombrío. Estaba demasiado lejos de ella para poder tener algún tipo de contacto físico. No podía ni siquiera tomarle la mano.

Mary comprendió que lo había desilusionado y se permitió disfrutar el momento.

Quizás mediante aquel trato el doctor Aldridge comenzara a entender que había roto todas las ilusiones de una jovencita acerca de un matrimonio dulce y apasionado en un solo día, aquel día; y cometido un grave error desde el momento en que se había presentado en la puerta principal de aquella propiedad con intenciones matrimoniales.

* * *

Ernest fue el encargado de explicar al señor Bannerman que su propuesta había sido aceptada.

Cuando Henry lo supo, se puso de pie y extendió su mano a Ernest, tomando luego la de Mary entre las suyas. Era él quien más contento se mostraba.

El padre pidió a su hija que los dejara solos para discutir los términos del contrato prematrimonial, asegurando que esos no eran temas que les pudieran interesar a las jovencitas. Lo único que le permitieron decidir fue la fecha de la boda, que se celebraría en un mes y medio. Tampoco había tenido la última palabra al respecto, ya que su primera propuesta había sido que la ceremonia se realizara a los tres meses; pero los dos, su padre de modo mucho más incisivo, habían insistido en que no hacía falta esperar tanto, hasta que no le había quedado otra opción que aceptar los cuarenta y cinco días.

Mary caviló todo eso mientras recorría las escalinatas hacia su habitación, por primera vez tomada de la barandilla, porque sentía que podía caerse.

Al llegar a su recámara, sintió que los ojos le escocían y dejó fluir las emociones que la estaban consumiendo. Se lanzó a la cama y comenzó a sollozar…

Sintió pavor, miedo atroz de pertenecer dentro de unos meses a un hombre con el que no compartía nada. Recordó el matrimonio de sus padres, que no tenía un atisbo de alegría ni de amor, y nadaba con melancolía en el mar del respeto. Las necesidades materiales satisfechas no habían bastado a su madre para ser feliz, y ahora la comprendía como nunca antes.

Apretó su almohada deseando recibir un cálido abrazo humano.

Imaginó un grupo de niños corriendo en torno a ella y Aldridge. ¿Cómo se sentiría tener hijos con alguien que no se podía considerar ni siquiera un amigo? La sola idea le hizo retorcerse de asco.

Tenía poco tiempo antes de la boda. Necesitaba convencer al doctor de lo que ella estaba segura: ninguno de los dos sería feliz junto al otro, y en el mundo exterior aguardaban mejores opciones para ambos.

Unos minutos más tarde se calmó, y decidió que ya era hora de dejar de llorar y comenzar a luchar.

Se puso la ropa de cama y se entregó a un sueño reparador, que mucha falta le estaba haciendo ese día en particular, al que le quedaban varias horas que no le interesaba vivir por delante.

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