• Capítulo VIII •
Obligué a mi cochero, contra su buen consejo, a ponernos en camino antes de que cayera el sol. McKay me asustaba demasiado y el objetivo de mi viaje estaba a punto de ser inalcanzable.
Intenté escapar, entonces, habiendo dejado al anfitrión solo un frío saludo de agradecimiento, pero el carruaje se nos atascó a los cincuenta metros en un lodazal.
Le pertenecíamos. A él y a ese endemoniado castillo, y a esa hora era probable que Dora ya le perteneciera a Bromhead, ante Dios y los hombres, en cuerpo y alma.
Volvimos a llamar a la puerta, como lo habíamos hecho la noche anterior, y me odié por encontrarme viviendo esa historia repetida.
Esta vez se asomó el mayordomo.
—Nuestro carruaje se ha atascado; no podremos avanzar —le dije, tan ruda como no había sido ante ninguna otra puerta.
El hombre nos hizo pasar, con más amabilidad que su amo, hasta el salón donde McKay parecía estar leyendo. Me miró intrigado durante un breve momento y luego siguió con su lectura.
—Ya decía yo que no lograrían avanzar mucho.
Se expandió el odio que sentía hacia él y decidí que, si tenía que quedarme allí, al menos lo combatiría.
—Por lo menos aquí tienen techo y comida.
La asociación de ideas entre la comida y ese hombre me causó escalofríos.
—Gracias —contesté, y el cinismo fue claro por el tono de mi voz.
Prosiguió con su lectura.
Era preciso que me comunicara con mi padre, por cualquier cosa que pudiera pasar en aquel lugar, porque yo había desaparecido sin dar más detalles que “debo hacer una gestión en nombre de toda la familia” y porque mis padres estarían entre preocupados y desesperados por sus dos hijas.
—¿Sería mucho pedirle una pluma y unas cuantas hojas de papel?
Me miró como si evaluara si era merecedora de aquello.
—Haré que le lleven al escritorio de su habitación algo de eso, pero no tendrá modo de entregar una carta mientras el clima continúe así.
Me ignoró nuevamente.
—De acuerdo —fue todo lo que dije, y me retiré con mis sirvientes tras de mí y la furia ulcerándome las venas.
Antes de disponerme a escribir la carta con los objetos que el servicio de McKay me había traído, me hice a la idea de que tenía que defenderme con algo aquella noche.
Mandé a Lilias a buscar ramas de alguna encina de las que rodeaban la propiedad. Eligió una demasiado pequeña, pero me dije que bastaría.
Corté los palitos y, con hilo que rasgué de uno de los vestidos que me ofrecían en aquella casa, los até de modo transversal, formando una cruz. Hice otras dos más que di a Lilias y al cochero, que tomaron mis obras y me agradecieron sin entender demasiado, aunque ya conocían de sobra mi fervor religioso.
Antes de la hora de la cena, y mientras Lilias estaba en la cocina olisqueando lo que allí se recalentaba, volvieron a sonar los tres golpes secos en mi habitación. Acababa de concluir la misiva. Doblé el papel e indiqué que pasara.
Era él. Su cabello, ya seco, volvía a parecer animal.
Me puse de pie y agarré con firmeza la cruz improvisada. Apoyé la otra mano sobre la pluma, con tanta mala suerte que la punta me rasgó la piel.
Me miré la mano herida. Una minúscula gotita de sangre emergía de mi dedo pulgar.
Como si la hubiera olido, se acercó más hacia mí.
—¿Continúa necesitando la pluma y la tinta?
Me iba a negar en redondo a darle la pluma en la que habían quedado restos de mi sangre. Algo en el interior me decía que aquello no sería bueno para mi integridad física.
—No, aún me quedan varias cuartillas más por escribir.
Se mostró confundido.
—¿Es usted escritora?
—No —al momento pensé que hubiera sido mejor decirle que sí, evitando con ello que supiera acerca de las cartas—… sí, a veces escribo algunas memorias… —rasqué con mi dedo pulgar el vestido blanco que llevaba entonces, por lo que la gota de sangre se dejó ver con claridad a la altura de mi talle.
Me di cuenta de mi error cuando su mirada se desvió hacia allí.
—¿Se ha herido?
Aquello iba de mal en peor. Siguió caminando hacia mí.
Me aferré a la cruz y, extendiendo mi brazo, se la mostré.
Se detuvo con un gesto de asombro, en el que los músculos de su rostro se estiraron más. Luego se cruzó de brazos y comenzó a reírse, disfrutando la escena como si fuera un niño.
“Te está manipulando con su influjo oscuro. No debes hacerle caso. Te está manipulando. No debes hacerle caso”.
—¿Qué está haciendo? —me preguntó, aún divertido.
—Defendiéndome —respondí, segura de mí.
—¿Se defiende? ¿De un pobre poeta que extraña su pluma, la única que tiene en todo su malogrado castillo, la que le ha entregado amablemente a usted, aunque haya sido lo más amable que ha hecho desde su llegada?
“Te está mintiendo”.
—Por algo no ha podido usted seguir avanzando —continué.
Se mordió el labio inferior en una sonrisa y sacudió la cabeza.
—No sabía que podía divertirme tanto —suspiró—. Hay una gran biblioteca en este castillo que usted no conoce, y he leído más de lo que pueda imaginar, en varios idiomas, de muchos autores. A pesar de ello, recién ahora caigo en la cuenta de que usted me considera una especie de ser oscuro o vampiro. Es desopilante.
Continuó riéndose de mí, y yo continué esgrimiendo la cruz.
—No le tengo miedo, ni le creo nada de lo que dice. Miente.
Alzó una ceja y continuó de brazos cruzados. Me miró como si estuviera loca.
Hizo un paso hacia delante y tomé aliento. Quizás la cruz no estuviera funcionando.
Hizo otro paso y me aferré más contra el escritorio, hasta sentir el borde del mueble hundido en mis piernas, bajo mis glúteos.
Hizo un paso más, largo, y tragué saliva. Estaba frente a la cruz que yo todavía sostenía, aunque mi mano temblase.
La eludió pasando muy cerca de ella y ubicó su rostro frente al mío. Apoyó sus manos en el borde del escritorio y se acercó con lentitud, como si disfrutara el momento, hacia mi cuello.
Bajé el crucifijo. El amuleto no había funcionado y ya estaba a la merced del vampiro. Quizás me faltara fe. Intentar luchar contra él no funcionaría, dado que eran seres de fuerza extraordinaria.
—No lo haga, por favor, podemos buscar una alternativa…
—¿Me entregará a algún sirviente? —me preguntó, con una voz baja y oscura, y su aliento calándome el cuello que tenía intenciones de atacar.
—No… no… ¿algún animal, quizás?
Sentí su aroma a jabón y creí que con eso el hechizo terminaba de atravesarme con sus garras.
—Me gusta más usted… —continuó él.
—Oh, por favor, no…
Cuando sus labios tomaron contacto con mi piel, oré a Dios por ayuda. Esperé un mordisco o un golpe, pero en su lugar había recibido un beso, rápido y casto.
Salió del espacio junto a mi cuello y me miró a los ojos. Tomó la pequeña cruz que sostenía débilmente en mi mano, y la colocó primero sobre su frente y luego sobre su pecho.
—¿Entiende ahora que está delirando?
Hizo un gesto de sonrisa estúpida en el que me mostró todos los dientes.
—¿Ve algo anormal? —preguntó con dificultad, porque mantenía los labios en la misma postura.
Negué con la cabeza.
Se estiró la piel de los párpados y me mostró sus ojos, más impresionantes al estar descubiertos de ese modo.
—¿Y aquí?
Tragué saliva y volví a negar con la cabeza.
Intenté convencerme de que quizás el crucifijo no funcionaba porque no había sido bendecido, pero tuve que aceptar para mí misma que mi postura había sido ridícula.
Toda aquella escena era vergonzosa.
McKay volvió a su normal estado taciturno.
—No soy un vampiro. No existen los vampiros. No creo en ellos ni en su religión. Y no debe dejarse llevar tanto por todo lo que le dicen como cierto. A veces, la mayoría no tiene la razón. ¿Me permite retirar mi pluma?
Me hice a un lado y comenzó a recoger sus objetos.
—Discúlpeme, yo… me siento muy confundida. Este castillo es tenebroso.
Ya tenía la pluma en una mano y el tintero en la otra.
—Solo le falta un poco de mantenimiento y es antiguo; el resto lo ha puesto su imaginación.
—Por las noches se escuchan cosas extrañas… —le afirmé, porque todavía no me sentía segura en ese lugar.
Torció la boca en un gesto irónico.
—¿Como cuáles?
—Anoche escuché pasos que se acercaban y alejaban del dormitorio.
Sacudió la cabeza hacia los lados.
—Era yo, que tengo mis habitaciones en este mismo pasillo. Creí escuchar que alguien salía de esta habitación y me acerqué a su puerta, porque pensé que podía estar demasiado enferma y necesitar ayuda. Luego no escuché nada más y me retiré.
—¿Por qué pasa las noches despierto?
—Soy un noctámbulo, y probablemente un melancólico; pero no mato a nadie, ni secuestro jovencitas, ni como niños. Soy un loco y nada más; usted debería entenderme.
Comenzó a caminar rumbo a la puerta. Obvié su comentario, quizás acertado, sobre mi salud mental.
—Dijo que es poeta…
—Así es.
Se marchó.
Me acosté sobre la cama y me acomodé de lado, formando un ovillo.
No me explicaba cómo había podido ser tan estúpida.