• Capítulo XI •
—Es el mensajero de mi familia —le dije a McKay, momentos antes de salir corriendo de la biblioteca.
Llegué a la puerta principal del castillo junto con Slade. Ante su incredulidad, me adelanté a él.
—Charles, ¿qué sucede?
—Señorita… —me dijo sin poder creer que yo estuviera en ese edificio, parada delante de los ojos pasmados de un mayordomo de traje desgastado y maneras pesadas.
—He llegado aquí buscando cobijo hace un día y medio, porque me encontraba indispuesta, pero ahora todos los caminos permanecen anegados.
—Lo sé, señorita —me dijo mientras seguía siendo golpeado por la lluvia—. He tardado una hora en hacer una milla.
—Puede quedarse también, si quiere —dijo McKay, que había llegado y se había apoyado en una de las paredes del vestíbulo en algún momento indeterminado.
Slade se colocó una capa para lidiar con la lluvia y tomó las riendas del caballo de Charles, que lucía aún más cansado que su reciente jinete.
—Muchas gracias, señor —contestó Charles, transponiendo apenas la puerta de entrada.
—Es el señor McKay, Charles —dije entonces—. Él es el mensajero de mi familia, señor McKay.
—No importa mucho quién es; está mojado hasta los huesos —McKay hizo un gesto con la mano—. ¡Pasa y no esperes tanto protocolo, muchacho, que aquí no lo encontrarás!
—¡De acuerdo, señor! Gracias —contestó Charles, ingresando entonces en el vestíbulo.
—Señorita, tenemos que hablar… Esta situación se está poniendo cada vez peor… —me dijo el muchacho, llevándome a un espacio aparte.
McKay no hizo el más mínimo intento de moverse, pero a esta altura ya lo conocía lo suficiente como para saber que no debía esperarlo.
—Puedes hablar sin tapujos delante del señor McKay, Charles.
Miré a Neil. Había tomado aire, había abandonado el apoyo de la pared y se había parado con firmeza, como si hubiera conseguido hidalguía o coraje.
—¿Está segura? —susurró Charles—. Debo hablarle de temas sensibles, referidos a la reputación de su hermana.
—¡Habla, por favor, Charles!
Oí que Neil lanzaba un bufido.
—Señorita, la reputación de su hermana ya está casi en el lodo.
—¿Cómo dices?
—Que se ha marchado con Bromhead lo sabe ya todo Londres, e incluso Bath. Ha salido en The John Bull…
Nadie quería ser citado en The John Bull, el periódico de chismes creado el año anterior en que, desde el anonimato, se lanzaban al viento las intimidades más vergonzosas de las personas de la alta sociedad.
—¿Qué decía el periódico?
—Salió un pequeño texto en el que se burlaban de la desaparición de su hermana…
—Oh, no, no, no…
Me llevé una mano a la parte posterior de la cabeza, cerré los ojos y suspiré. Cuando los abrí, miré a Neil. Alzó las cejas y se cruzó de brazos.
—Además, señorita…
—¿Hay más?
—Sí, tampoco se está hablando bien de usted…
—¿Cómo?
—También se hablaba de usted. Decía que habían desaparecido juntas… Algunas personas dicen que las dos tramaron para fugarse juntas con sus amantes.
—Eso no puede ser.
Charles miró al suelo, temiendo que me lanzara a su cuello para tomar venganza por las malas noticias que traía.
—Su padre viene en camino. Está hecho una furia, señorita. Me dijo que, si la encontraba, le ordenara regresar inmediatamente, con su hermana o sola.
—¿A cuánta distancia está?
—No sabría decirle bien… Supongo que unas horas…
El muchacho tragó saliva, mientras las gotas de agua seguían resbalando de su cabello a su capa y de su capa al piso.
—Señorita Tondale, ¿no cree que el muchacho debería ir a secarse?
—Sí, claro —respondí yo.
En ese instante regresó Slade, que también era jefe de establo.
—Slade, ¿puedes darle un lugar a este muchacho en la habitación que ocupa el cochero de la señorita?
—Sí, claro, señor —respondió el hombre, con un gesto de buena voluntad en el rostro.
El mayordomo se marchó con Charles.
Sentí que mi antiguo mundo comenzaba a desdibujarse. Imaginé todos los años que me quedaban por vivir, en casa destinada a coser y leer, sin amigos ni visitas. Las pocas invitaciones que recibiríamos solo tendrían por fin burlarse de nosotras y cuchichear acerca de mil historias inventadas, pero la imaginación de esas lenguas bífidas era mucho más pesada que la realidad.
—¿Y ahora qué hará? —preguntó McKay.
—Me marcharé mañana. Detendré este desastre, volveré el tiempo atrás, desbarataré los chismes… —comencé a caminar en círculos en el vestíbulo.
—Creo que ya es tarde para eso.
—¡No lo es!
—¿Realmente le importa tanto toda esa tontería de la reputación?
Lo miré, incrédula.
—Sí, como le importaba a usted anoche. La reputación es casi todo lo que una mujer de nuestra clase tiene. Por debajo de ella no hay nada. No seremos admitidas en las reuniones gentiles, probablemente Dora no pueda casarse, si es que no ha cometido ya el error de hacerlo con Bromhead… Buena parte de nuestra vida estará deshecha.
—¿Y es tan interesante su vida?
—¿Cómo lo entendería usted, que no tiene ninguna?
Me dedicó una larga mirada en que no fue posible definir qué pensaba, luego miró algo que estaba a la altura de mis zapatos, paseó su vista por el viejo suelo de piedra del castillo, dio media vuelta y desapareció.