• Capítulo V •
Solo se nos destinaron dos sirvientes: el hombre que había sido despertado por sorpresa, y que parecía ser el mayordomo y muchas otras cosas; y una mujer, que apareció tiempo después.
Prepararon dos habitaciones de idénticas características, si cambiar las sábanas y abrir las ventanas para renovar el aire viciado podía llamarse así.
Los techos y puertas eran altos. El mobiliario estaba compuesto por un pequeño escritorio, una silla y una gran cama con doseles, muy antiguos y bien conservados. El lugar parecía tener más polvo acumulado del que se le permitiría a un lugar que se preciase de limpio.
Como no podía ser de otra manera, dispusieron que en una habitación dormiría Lilias conmigo y en otra mi cochero.
Nos trajeron dos vestidos que no pertenecían a ningún tiempo ni ninguna moda, sino que se adaptaban a la definición de ropa de trabajo. En las condiciones en que me encontraba, lo agradecí. También dejaron lo que parecían ser dos camisones idénticos. Estuve a punto de lanzar un grito de alegría al ver las toallas secas sobre esta ropa.
Me sequé y cambié de muda lo más rápido que pude.
Nos introdujimos en la cama. Para mis huesos cansados, se sintió como el abrazo de un ángel.
Se oyeron tres golpes, decididos y con ritmo regular, sobre la puerta. Busqué con la mirada una prenda que pudiera cubrirme, algo parecido a un salto de cama, pero no hallé nada, así que preferí quedarme acostada allí, protegiendo de ese modo mi pudor.
—Adelante.
Grande fue mi sorpresa cuando vi entrar al caballero que se decía amo del castillo. Tenía otro candelabro, similar al que me había entregado y que ahora alumbraba el único rincón con luz de la habitación que ocupábamos. Su cabello estaba mejor arreglado, aunque no se podía decir tanto como peinado. Se había vestido con un chaleco oscuro, una chaqueta deslucida, unos pantalones de sastre mediocre y unas botas altas. El gato blanco ingresó con él.
El hombre se aclaró la garganta.
—El mayordomo me ha comentado que quizás debería informarles que en este castillo casi nunca cenamos. Por lo general tomo una cena, liviana y pequeña, en mi habitación. De cualquier modo, ya está bien pasada la hora de la cena —dirigió su mirada hacia la ventana—; parece que falta poco para el amanecer.
Caminó hacia el espacio frente a la cama. El halo de luz que lo acompañaba llegó a cubrir un reloj de péndulo, que se erguía elegante a la misma altura que él. Buscó algo tanteando con su mano sobre el reloj, sacó de allí una manivela, y le dio cuerda con ella, introduciéndola en tres orificios diferentes. Acomodó las agujas y el reloj cobró vida, retomando su sonido regular. Entonces comprendí que podía haber en la habitación más objetos de los que se veían.
—¿Desean que les haga traer algo a modo de cena muy tardía?
Su tono me sonó gélido, tanto como su mirada, que me pareció depredadora y algo maligna.
Al pensar en la comida recibí una nueva sacudida de arcadas. Sin importarme mucho que estuviera con las prendas mínimas y el caballero fuera a verme los tobillos, salté desde la cama hacia un lugar donde tiempo antes había descubierto que había una jofaina de metal, pero sin agua.
Me apoyé sobre la pequeña mesa que sostenía la palangana y me agaché. Percibí cómo mi sombra se agrandaba en la pared que tenía al frente. El caballero se estaba acercando hacia mí. Se detuvo. Mis músculos se tensaron cuando tomó mis cabellos y los puso sobre mi espalda para que no me molestasen. Luego me acercó la toalla con la que me había secado antes. Las arcadas empeoraron y entregué mis jugos gástricos a la jofaina; del chocolate ya no quedaba nada.
—Veo que no les han traído agua. No solemos recibir visitas, por lo que nos encontrará un tanto rudos —dijo con el mismo tono de siempre: ni amistoso, ni servicial, ni elegante; neutro, frío.
Asentí con la cabeza. No me sentía capaz de desmentir una verdad tan inmensa. Ni siquiera se había marchado al observarme en una situación tan íntima como la que acababa de vivir.
—Yo me encuentro mal, y no probaré bocado esta noche. Lilias, ¿querrás cenar?
Mi doncella asintió con la cabeza.
—Haré que le traigan algo —comentó él.
Se dio vuelta y se dispuso a marcharse, sin una inclinación, un movimiento de cabeza, nada. Ya estaba visto que aquel hombre iba y venía como las sombras.
—¿A quién debo agradecer la hospitalidad de recibirnos esta noche?
Giró la cabeza un tanto, pero no lo suficiente para que nuestros ojos se encontrasen.
—Mi nombre es Neil McKay, pero pueden llamarme como se les dé la gana.
Habiendo dicho eso, abrió la puerta y se marchó.
Intercambiamos miradas azoradas con Lilias. Me encogí de hombros. Era demasiado tarde y me sentía demasiado mal para lidiar con un personaje como aquel. Por otra parte, todo lo que necesitábamos era guarecernos y él nos había ayudado.
Volví a la cama y me introduje en ella. Me acosté de lado y cerré los ojos.
—Buenas noches, señor Como Se Les Dé La Gana. Buenas noches, Lilias.
Escuché que mi doncella sonrió y me dispuse a dormir. Oí con claridad cuando, un tiempo más tarde, le trajeron su cena. El olor a carne guisada era tan penetrante que no necesitaba girarme para ver de qué se trataba. Mis intestinos se revolvieron. Mis nervios estaban tan crispados, además, que podía escuchar incluso cómo mascaba y salivaba, lo que me dificultaba dejarme caer en brazos del sueño.