• Capítulo XVI •
Agosto de 1821, Londres, Inglaterra.
Aquel día dejaríamos Londres; la campiña esperaba nuestro regreso. A pesar de que seguíamos en temporada, ya no había joven casadera en nuestra familia y nuestra actividad social había decrecido. Las sirvientas movían baúles de un lado a otro. Dentro de pocos minutos nos cambiaríamos las prendas, para llevar algo más cómodo y adecuado al largo viaje que nos esperaba.
Yo seguía cubierta por la melancolía que ya se me había hecho piel. Mi madre, Lilias y yo estábamos todavía en la salita, tomando el té. Aunque parecía muy concentrada en la taza, mis pensamientos flotaban sobre tierras lejanas.
Entonces escuché con claridad los cascos de caballos que se detenían en la calle, frente a la ventana que daba a mi espalda. No tuve ganas de girarme a ver de quién se trataba; no me interesaba. Supuse que no podían venir por nosotros. Las pocas personas que seguían visitándonos estaban al tanto de nuestra pronta partida.
Lilias me pellizcó.
—Señorita, es el del castillo.
Al poco tiempo entró el criado, informando que un tal Neil McKay se había anunciado en la puerta, pidiendo verme o saber mi estado de salud.
—No conocemos a ningún McKay —contestó mi madre, con un tanto de desdén, mientras dejaba suavemente su taza de té sobre el plato.
—Pero yo sí, madre —fue todo lo que atiné a decir.
Supe que en algún momento me había puesto de pie, porque mi madre tuvo que alzar mucho el rostro para mantener nuestras miradas en contacto.
—¿Y quién es este señor?
—Es el escocés que me dio alojamiento durante el viaje que hice a Gretna Green, por lo de Dora.
Tragué saliva.
Mi madre comenzó a gesticular con las manos, lo que significaba que estaba poniéndose muy tensa.
—¿Y qué hace aquí? ¿No le agradeciste su cortesía? Esto es un desastre. Si alguien lo ve, solo echará más leña al fuego del chisme.
—Francamente, no me importa.
—¿Cómo me dices? —me preguntó mientras veía que me dirigía hacia la puerta.
—Que fue muy amable conmigo y me dio cobijo cuando estuve enferma, y que si no lo recibes como es debido a una persona agradecida, yo misma lo atenderé en la puerta de casa, lo que solo podrá crear más habladurías.
Me crucé de brazos y me erguí, dispuesta a luchar, si era debido. Mi madre frunció la frente, sin poder creer lo que ocurría.
—¡Ni siquiera tiene tarjeta de presentación!
Salí de la sala y me dirigí hacia la entrada del edificio. Por los ventanales laterales de la puerta pude percibir algo de su cabellera incendiaria. Estrujaba un sombrero entre las manos.
—¡Está bien! ¡Está bien! Regresa. Le diremos al criado que lo haga pasar.
Regresé con la mirada triunfante y el rostro encendido, y volví a sentarme en el sofá que había ocupado antes.
Al poco tiempo anunciaron a McKay. Entró con la misma velocidad y rudeza con que lo había visto moverse en sus dominios.
—Muy buenas tardes. Gracias por recibirme.
Hizo una inclinación meditada, perfecta, de esas que nunca me había dedicado, para impresionar a mi madre. Lo recibí con una sonrisa tensa, porque no cabía en mí de la emoción. Neil dedicó a mi madre dos segundos de su mirada; no más.
—¡Oh!, ¡cuánto me alegro de que esté bien! ¿Se ha recuperado ya? —me dijo Neil.
—Puede tomar asiento, si lo desea —le dijo mi madre, que ya se había sentado hacía un buen rato, aunque nosotros permanecimos de pie.
—Así es. Me recuperé antes de dejar su castillo, gracias a su amabilidad.
Neil se mostró confundido.
—¿No crees que deberías presentarnos, Daphne?
—Sí, claro, madre. Él es Neil McKay, y fue un gran anfitrión durante el tiempo que permanecimos con su familia. Señor McKay, ella es mi madre, la señora Tindale.
La miró dos segundos más e inclinó levemente la cabeza.
Tomé asiento con lentitud y él imitó mi movimiento.
—Quiero agradecerle por la amabilidad que ha tenido con mi hija y mis sirvientes.
Sonrió, y el velo del cinismo en sus facciones modificó el significado de aquel gesto.
—¿Desea té, señor McKay? —ofrecí entonces.
Mi madre alzó una ceja.
—De acuerdo, me gustaría —contestó él, como si estuviera un poco aturdido.
Nos mantuvimos en un incómodo silencio mientras esperábamos que le trajeran una taza, y el tiempo pareció espesarse cuando comencé a llenarla, ya que me miraba con descaro, a pesar de la presencia de Lilias y mi madre, que solo podían ser testigos.
—Aquí tiene los terrones, señor McKay —le dije mientras le acercaba el plato con los trozos de azúcar y la pinza de plata finamente decorada.
Para nuestra sorpresa, siendo que el recipiente del material dulce estaba tan cercano, se puso de pie e hizo un giro exagerado alrededor de la pequeña mesa redonda, tomó la pinza, alzó un terrón, lo colocó en su taza, removió con la cuchara y lanzó el líquido sobre mi madre.
—¡Oh, perdone! He perdido un poco el equilibrio —dijo con gesto de espanto, mientras repartía la mirada entre su taza vacía y la destinataria de la infusión.
El vestido de mi madre pasó a lucir una mancha amarronada.
—Debe andarse con un poco más de cuidado —le dijo mi madre, echa una furia, mientras se levantaba.
—Sí… tiene toda la razón —contestó él—. ¿La he quemado?
—Todo está por verse —le dijo—. Me marcho a cambiarme el vestido, si me permite.
Pasó a su lado, con una mueca de menosprecio, a tal velocidad que generó una brisa que movió los cabellos de Neil.
A su espalda y antes de abandonar la habitación, mi madre me hizo un gesto con la mano, indicando que concluyera aquello cuanto antes.
Cuando ella se hubo marchado, él se sentó a mi lado.
Miré a Lilias.
—Lilias, el cuarto es grande. Puedes ir a practicar con el pianoforte.
Miró hacia la puerta por la que la señora de la casa acababa de salir, como si su fantasma pudiera seguir comandándola, y luego hacia Neil y hacia mí, y al fin se marchó; después se ubicó frente al instrumento, a practicar las seis notas en sucesión que jamás había logrado superar.
—¿Qué pasó con lo de su enfermedad? —me preguntó entonces.
—Como le acabo de decir, me curé estando en su castillo… Creí que lo sabía.
—No hablo de esa enfermedad; hablo de la fiebre.
Me crucé de brazos.
—¿Cuál fiebre? Yo no he tenido ninguna fiebre.
—Su hermana me escribió diciéndome que la estaba padeciendo, que estaba grave y que pedía hablar conmigo.
Entonces comprendí todo.
—¿Dora Bromhead?
—La misma.
—Le ha tendido una trampa para incitarlo a venir. Me temo, señor McKay, que eso no es cierto.
—¿No me está ocultando nada?
Me tomo el mentón en una mano y me hizo girar la cabeza hacia los lados.
—No… —dije, dubitativa—. Me conmociona, de cualquier modo, que haya hecho tantas millas por mi supuesta enfermedad.
Negó con la cabeza, como barriendo las nubes grises, y luego sonrió.
—Me alegra sinceramente que se encuentre bien.
Sacó de su abrigo deslucido por el uso el guardapelo que ya me resultaba tan familiar. Lo puso frente a mis ojos.
—¿Lázaro ya no lo usa?
—Abra la mano.
Hice lo que me pidió y dejó caer el objeto.
—Lea.
Sus ojos leoninos casi me petrifican, pero logré encontrar fuerzas en algún camino del reino de la emoción.
"¡Pídamelo!"; eso era todo lo que decía el pequeño papel que había venido en el guardapelo.
¿Que le pidiera qué?
Me mostré confusa.
—No lo entiendo.
—Sí lo entiende; hágalo.
Me mordí el labio inferior y bajé el volumen de mi voz.
—¿Qué quiere de mí?
—¿Qué quiere usted de mí? Es lo que yo quiero saber…
—No, usted de mí.
Negó moviendo un dedo índice delante de mi nariz.
—No, antes deberá decirlo usted.
—¿Por qué?
—Porque solo así me demostrará que está comenzando a ser quien es. Ya vislumbro las primeras revelaciones —recorrió mi cabello con su mirada—… pero necesito más.
—Señor, esto es muy impropio.
Chistó; volvió a negar con el dedo delante de mis ojos.
Comencé a estrujar el guardapelo entre mis manos, gesto que encontró gracioso. Mi respiración se volvió más sonora.
—Está nerviosa.
Giré mi rostro y miré el primer objeto sin importancia de la habitación, que resultó ser un florero.
—¿Por qué está nerviosa?
—Porque me pide que haga cosas para las que no estoy preparada.
—Solo pídalo.
Volví a mirarlo, desesperada.
—Es que no sé qué debo pedirle. No sé qué debo decirle para contentarlo…
—No diga algo que vaya a contentarme. Deje de pensar en contentar a la gente —me erguí—. Diga lo que realmente desea de mí.
—Yo…
Asintió con la cabeza y movió las palmas hacia arriba para darme ánimos.
—Quiero que se quede conmigo.
Torció la boca en un gesto cómico.
—Por favor, sea más explícita, que no le estoy pidiendo que se arrodille y todo eso que piden las mujeres a los hombres…
—Usted quiere que yo le pida… —intenté ayudarme con mis manos para dejar salir las palabras que no lograba decir.
Él asintió.
—Pero…
—¿Es que voy a tener que dejar caer un pañuelo en el lodo o algo así?
—Me pide una locura.
—Va a tener que ser muy loca si quiere quedarse a mi lado.
Me puse de pie y él me imitó. Apoyé mis manos sobre las solapas de su chaqueta y sonrió.
—¡Cásese conmigo!
Me envolvió las manos que tenía sobre su prenda. Escuché la fricción del vestido de Lilias y el silencio posterior a la interrupción del intento de música, por lo que supuse que se había girado sobre al taburete.
—¿Así, sin más, sin decirme que me admira profundamente o que va a ser la mujer más feliz del mundo a mi lado?
Sonreímos juntos.
—Sí, por todo eso —apoyé la cabeza sobre su pecho y me abrazó de modo firme y envolvente—. Lilias, tráeme la maleta azul, la que tiene mis principales mudas de ropa —le dije sin girarme hacia ella.
El pecho de Neil se sentía tibio. Corrió hasta nosotros.
—Señorita, creo que debería reconsiderarlo.
Incliné el mentón y la miré.
—Creo que deberías guardarte los consejos no solicitados.
Lilias se marchó de la habitación, mirando la escena que componíamos en lugar de prestar atención a su camino.
Neil tomó mis manos entre las suyas y las besó.
—¿Jugaste alguna vez a lanzar piedras al agua? ¿Viste las ondas que crea la piedra al impactar en la superficie? —me preguntó.
—Sí, las vi.
Una sonrisa de aquellas que solía vestir en tiempos de la niñez me iluminó el rostro.
—Así es como no solo afectamos el preciso lugar donde pasamos, sino mucho más allá. Llegaste a mi castillo y te moviste en unas cuantas habitaciones, pero todo pareció cobrar luz, porque tu influencia excedió los lugares por donde pasabas, porque cada lugar que transitaba y cada camino que recorría ya no eran lo mismo, ni volverían a serlo jamás.
Me acerqué un poco más hacia él.
—Tienes razón en que soy un cobarde, porque no hice nada por detenerte. Tengo demasiado miedo de perder a los que amo... Aun así, el vacío que ha quedado desde te fuiste ha sido más grande que ese temor. Te extrañé demasiado, y la idea de tu enfermedad, de tu posible desaparición total… no quiero pronunciar la palabra… las palabras son poderosas… esa idea me hizo comprender la magnitud de lo que siento.
Le acaricié la mejilla, posando apenas mi mano sobre él. Apoyé mi frente en la suya. Volvió a tomarme la mano, y al sentir su calor vibré como la cuerda de un arpa.
—Yo también te extrañé —le dije en un susurro.
—Esto del matrimonio me tiene sin cuidado, pero sé lo importante que es para ti. Quiero que seas mi compañera. Estaba seguro de que, si te pedía a que te casaras conmigo, te negarías. No quería sufrir, además de una pérdida, un rechazo… Pero he juntado valor para venir a decirte que quiero que seas mi mujer, a pesar de todo lo que ello pueda molestar a los tuyos. Quiero que te quedes a mi lado más que cualquier otra cosa. En primer lugar, porque me diviertes como nunca lo ha hecho nadie; en segundo lugar, porque tengo irreprimibles ganas de seguir borroneando tus verdades incuestionables y, en tercer lugar, porque tienes un cuello tan hermoso que he temido que la inclinación hacia él me volviera un vampiro real.
Envolví su rostro con mis manos.
—Eres tan auténtico, tan profundo… ¿Cómo no iba a confundirte con un ser inhumano, si soy una niña en un cuerpo maduro y tú pareces no ser terrenal? Había visto cabellos como los tuyos antes, pero no ese modo de llevarlos. Había visto ojos ambarinos antes, pero no ese modo de mirar, que parece atravesarte —sonrió ante mis palabras—. Has disuelto la bruma que cubría mi visión, y detrás de ella solo ha quedado la verdad, porque contigo pueden abandonarse las aguas superficiales para nadar en las profundas, que son más plenas.
Se alejó un poco y me tomó por las muñecas.
—¿Y eso te bastará? ¿Te será suficiente para evitar añorar todas las otras cosas que has tenido y que te faltarán? Nada más verte entrar por la puerta del castillo supe que yo nunca podría tener prendas del valor de las que tú llevabas. He gastado más de lo que tengo para llegar hasta aquí, y todavía debemos regresar. No habrá gran celebración de bodas. Quizás nunca pueda darte esa vida que has tenido; pero te ofrezco todo mi amor, mi respeto y mi devoción, y espero que eso sea suficiente para ti.
—Sí, lo será —le contesté, sabiendo que todo lo que había dicho era verdad, pero que aquellos intereses palidecían cada vez más.
Lilias llegó con mi valija hasta la puerta de la sala. Mi madre, que lucía su traje de viaje, corría tras ella.
—¿Serás entonces la señora de mi tenebroso castillo?
—Lo seré —le contesté, poniéndome en puntas de pie.
Depositó un beso suave sobre mis labios.
—Lilias, tráeme las sales —dijo mi madre, que pasó a sentarse en una silla que se encontraba a la entrada de la sala, mientras se daba aire usando la mano como abanico.
—Lilias, antes ven a darme un abrazo, por favor, que ya me voy.
La doncella miró a mi madre y luego caminó hasta mí. Nos abrazamos con cariño.
—Gracias por haberme acompañado todo este tiempo.
Lilias asintió con la cabeza.
—Daphne, estás cometiendo un grave error —dijo mi madre.
Neil la miró como se mira a una obra de otro tiempo, que no se entiende ni se admira.
—¿Vamos a Gretna Green? —me dijo entonces.
—Vamos —le contesté yo.
Me paré frente a mi madre esperando que se pusiera de pie, mientras Lilias iba por sus sales. Me parecía que aquello era teatral.
—¿No me despedirás? —le pregunté.
—¿Eso esperas?
Le tomé una mano que tenía sobre el regazo.
—Adiós, madre. En la carta que envié durante el viaje tienes mi nuevo domicilio, por si quieres escribirme.
Se recostó en la silla y Lilias llegó a auxiliarla con las sales.
Neil me tomó de la mano, alzó mi maleta y la suya, que había dejado en el recibidor, alcanzamos una silla de posta y abandonamos Londres.