• Capítulo X •
La mañana siguiente nos despertó con la noticia de que los caminos continuaban anegados.
Con respecto al objetivo de impedir la boda de Dora, lo único que me daba un poco de calma era el saber que los fugados tendrían que estar sufriendo los mismos problemas respecto al clima y el estado de las rutas, por lo que no podían estar avanzando mucho más rápido.
Aquel desayuno transcurrió como los otros; sin té, porque esa familia no podía permitírselo; en compañía de Dugan, pero no de McKay.
El muchacho aprovechaba cualquier ocasión que tenía para mostrarse agradecido con su hermano. El hecho de que McKay hubiera hecho de ese joven, siendo él solo un poco mayor, un hombre de tanta nobleza, inspiró mi más profunda admiración.
Como había podido descubrir en ese escaso tiempo, Dugan era de un carácter alegre y bondadoso, y lo demostraba, sin buscarlo de modo específico, en cada oportunidad que podía.
—Señorita, la noto muy triste esta mañana. No se ponga así… Pronto mejorará el clima. Me lo dice mi instinto de sangre escocesa.
Con el transcurrir de las pocas horas en que nos habían tenido de huéspedes, el muchacho había ganado un poco de confianza para conmigo, y por ello me dedicaba miradas menos esquivas.
—Gracias, Dugan. Espero que así sea.
—Así será, pero si me llegase a equivocar, pueden permanecer aquí todo el tiempo que quiera. No se preocupen por mi hermano, o lo que les pueda parecer a primera vista —sonrió algo incómodo—. Él tampoco tendrá problema en que se queden. Nunca lo he visto dejar a su merced a alguien que necesita ayuda.
La luz del orgullo brilló en los ojos celestes de Dugan.
No pude evitar mirarlo como se mira a un niño. Quizás fuera cierta la oculta nobleza de McKay, pero, tal como me lo había dicho la noche anterior, el hombre nos quería lejos y pronto.
—Es muy amable, Dugan. El señor McKay debe estar muy orgulloso de tenerlo por hermano.
Todos los que se hallaban a la mesa sonrieron.
Él encorvó un poco el cuerpo y pareció querer ocultarse debajo de la taza de café, tales eran las ganas de huir que le habían causado mis palabras.
—Nada me gustaría más —dijo por fin, cuando recuperó el aliento.
Muy pasado el mediodía, mientras yo caminaba con los brazos cruzados por la sala y el recibidor, a punto de desesperarme de ansiedad y aburrimiento, vi venir a Dugan desde el fondo del castillo. Aprovechando que Lilias se había marchado a ayudar a Aiken en la cosecha de las hortalizas para la cena, le pregunté dónde se hallaba McKay.
—Ha estado enseñándome matemáticas en la biblioteca desde que terminé de desayunar, pero ya hemos terminado —se llevó las manos a las sienes—. He pensado mucho y me duele un poco la cabeza. Le llevaré la infusión de menta que me pidió y luego iré a tomar un poco de aire.
Creí que era un buen momento para buscar una conversación, antes de enloquecer.
—Dugan, por favor, déjame que se la lleve yo. Es lo menos que puedo hacer, después de que nos ha dado cobijo aquí durante todo este tiempo, sin que nada lo obligara.
—Si así lo desea, señorita.
—Sí, me encantaría.
—Muchas gracias, entonces. Me voy hacia el lago.
No tuve tiempo de preguntar hacia qué lago ni qué haría allí, porque desapareció rápidamente con la misma agilidad que había llegado.
Fui a la cocina y yo misma preparé la infusión de menta que Neil había pedido, bajo las indicaciones de Aiken, que ya conocía las preferencias del hombre.
Toqué la puerta de la biblioteca, pero nadie respondió. Volví a golpear, esta vez más fuerte, temiendo haber sido demasiado tímida al producir el sonido la primera vez. Tampoco hubo respuesta.
Me decidí a ingresar. Transpuse la puerta, pero no hallé a nadie allí. El piso y un gran escritorio eran bañados por la luz algo apagada que ingresaba por dos grandes ventanales. Las paredes estaban cubiertas, de suelo a techo, por estanterías repletas de libros. Aquel era, con mucha diferencia, el más grandioso recinto del castillo.
Dejé la taza con la infusión sobre el escritorio y me acerqué hacia una de las estanterías de libros. Leí algunos títulos en los amplios lomos y los rocé apenas con los dedos, comprobando la textura rugosa de las cubiertas, encantada por las letras doradas.
Me giré hacia las ventanas y caminé hasta una de ellas. Había en aquel lugar un aire más fresco que en el resto de la casa, que delataba su uso diario y su buen cuidado y mantenimiento. La pureza al respirar era tal que incluso pude percibir algo del aroma de la infusión que llegaba hasta mi nariz.
Sentí que el corazón se me expandía. Me apoyé en el alféizar de una de las ventanas y comencé a cantar aquella canción que tanto me gustaba tararear de niña, especialmente en mis momentos alegres:
Los pastores declaran: dulce, dulce Robinette.
Tal belleza y encanto es extraño de ver.
Los zagales la admiran; nunca un ser de carne y piel,
ha visto una muchacha como mi dulce Robinette,
ha visto una muchacha como mi dulce Robinette.
Sus ojos derriten; en su piel suele nacer
el tinte del rosa del atardecer.
Las ninfas, turbadas, la envidia no pueden contener
al suspirar los zagales por mi dulce Robinette.
Sus modales gentiles ablandan la sensatez.
El verano de la edad pisan sus pies.
La amo, la adoro, e incluso una apuesta aventuraré:
nunca vio a una muchacha como mi dulce Robinette,
nunca vio a una muchacha como mi dulce Robinette. 1
—Canta muy bien, señorita Tandal —me dijo McKay, que salió de uno de los pasillos de la biblioteca.
Me giré de repente.
Me guiñó un ojo e hizo una inclinación graciosa, exagerada.
—Gracias; nunca me lo habían dicho.
Sonrió y miró la taza que descansaba sobre el escritorio.
—Ah, he traído esto para usted. Me dijo Dugan que lo había solicitado, y le pedí que me permitiera servirlo.
Asintió con la cabeza y se fue rudamente hacia la taza. Se bebió un sorbo.
—Gracias. Me alegra su buena relación con mi hermano…
Le dirigí una sonrisa gentil.
—No hay de qué. Y respecto a Dugan, él es muy amable.
Asintió con la cabeza.
—Lo que me extraña es que usted, que tiene tanta conciencia de clase, se haya dignado en servir a este humilde escocés —dijo, acentuando la frase "conciencia de clase".
Mostré una sonrisa forzada, sin estar dispuesta a transitar los caminos por los que me quería llevar.
—¿Me pregunto de dónde salió usted? Llamé dos veces a la puerta y nadie contestó.
—Ah, es que estaba llevando la comida a la damisela que tengo escondida tras la puerta de aquel pasadizo secreto —me dijo, señalando una puerta secundaria que daba hacia fuera de la biblioteca.
Estiré el cuello para observar mejor el lugar que indicaba y le sonreí.
—Es una puerta secundaria, pero no tiene nada de secreta.
—Bueno, todas esas cosas son relativas. Está en el ojo del que mira, como ya sabrá.
Me crucé de brazos.
—Señor McKay…
—Neil —ubicó una silla frente a la suya y me indicó que me sentara.
—Neil —dije mientras tomaba asiento—, creo que ya va siendo hora de que me perdone por mis ideas del pasado, por las fantasías oscuras o misteriosas que haya podido albergar, y deje de hostigarme con ello.
Las comisuras de su boca se elevaron hacia sus mejillas y descubrí que cuando hacía eso parecía otro hombre.
—¿Y con qué se supone que voy a divertirme? —dijo mientras se levantaba con rapidez de su asiento.
No tuve tiempo de responder.
—Espéreme —dijo luego, y se fue de la biblioteca.
Volvió con una tetera antigua y una taza vacía, que colocó frente a mí. Llenó entonces la taza con algo que, a juzgar por su olor, era lo mismo que él estaba tomando.
—Pruebe —me instó—. Quizás no sea tan maravilloso como el té de la India al que está acostumbrada, pero está bastante bien.
Le agradecí. Volvió a sentarse.
—¿En qué estábamos? —preguntó.
—En que puede dejar de hostigarme con lo de mis fantasías…
Alcé la taza para probar algo de la bebida.
—Ah, sí, y en que no voy a tener cómo divertirme entonces.
—¿Y cómo se divertía hace dos días?
Negó con la cabeza.
—No me divertía.
Me bebí otro sorbo de infusión, sin dejar de mirarlo.
—Lamento no haber podido partir hoy. Le puedo jurar que era mi intención, que me gustaría estar ahora en Gretna Green.
Su rostro se tornó serio.
—Ya lo sé. No se preocupe; puede permanecer el tiempo que necesite, como ya le dije en su momento.
—Pero ayer…
—Me pongo especialmente incómodo cuando se me hacen muchas preguntas personales y cuando tengo en mi habitación a una mujer, cosa que no sucede muy seguido.
Sentí que dos fogatas se encendían allí donde tiempo antes había tenido mejillas, pero le mantuve firme la mirada.
Él continuó bebiendo, como si ese momento de la vida estuviera solo destinado al ritual de disfrutar el sabor del líquido caliente y mirarme.
—¿Cree que si me sigue observando fijamente podrá saber mucho de mí? —me dijo entonces.
—No lo creo, ¿y usted?
—Yo tampoco creo que vaya a saber mucho de usted con solo mirarla, no más que lo que descubrí la primera noche que la vi.
Tensé la espalda y bebí el último sorbo de menta que quedaba en mi taza.
—¿Y qué descubrió entonces?
—Que tiene miedo —me dijo, casi en un susurro.
—¿De qué cree que tengo miedo?
—De ser usted misma. La veo y no veo nada que no sea designado e inventado por otros. Ese cabello, que todas las mañanas dedica una hora o más con su doncella a peinar; esos zapatos impecables, que cuando llegaron aquí estaban cubiertos de lodo; esa pose estructurada y pensada a cada momento, tal como le han enseñado en su familia que deben hacer las señoritas; ese modo que tiene de hablarle a los sirvientes, como si fueran inferiores a usted… Todo eso no es usted, es solamente lo que han hecho de usted; pero si un día desapareciera todo ese mundo que espera que se comporte de un determinado modo, ¿quién sería entonces? ¿Quién es usted realmente?
Me mantuve en silencio; llevé la mirada a mi taza vacía y después a mis manos. Comencé a respirar de modo sonoro, como sabía que hacía cuando mis nervios estaban comenzando a enredarse.
—En todo caso, eso habremos de tener en común, el miedo, porque usted también tiene miedo.
Se lamió velozmente el labio inferior.
—Puede ser, y le diré algo más, tenemos dos cosas más en común.
—¿Cuáles son?
—Somos huérfanos y preferimos el mundo de los libros al mundo real.
—Mis padres no han muerto.
—Y me puede decir qué hace usted tras su hermana, si son sus padres los que se oponen a ese matrimonio terminantemente…
—Porque quiero evitar un mal peor…
—Porque ellos no están haciendo lo que, según sus propias convicciones, deberían hacer.
Él no sabía qué tan certero había sido el tiro. De haberse tratado de una bala, habría sido mortal. Mis padres llevaban mucho tiempo sin interesarse por nosotras; mi madre vivía dedicada a su amante y mi padre tenía serias dudas sobre la paternidad de Dora, como en algún momento le había hecho saber.
Los ojos se me vidriaron y él pareció darse cuenta.
—No se preocupe —dijo mientras apartaba las tazas que estaban frente a nosotros, como si así pudiesen borrarse los obstáculos entre los dos—; eso la fortalece.
Me mantuve en silencio.
—Cuando llegué estaba cantando. Tiene una bonita voz. ¿Cuándo fue la última vez que cantó para los demás?
—En el último baile que se organizó en casa, hace un mes.
—¿Y para usted misma?
—Cuando salía a pasear por la campiña de Devonshire. Algunas veces me sentía muy feliz y comenzaba a cantar esa melodía que me escuchó hoy.
—Eso suena muy auténtico.
—Sí, yo también debo de tener algo auténtico.
—Sin duda, Daphne.
Crucé mis manos sobre el regazo.
—¿Y usted? ¿Quién es usted? ¿Qué sueña usted?
—¿Qué sueño por las noches?, ¿o durante el día?
—Durante el día.
Lo pensó largamente.
—Nada. ¡Qué triste! No encuentro pasión ni motivo en la vida. Me encuentro viviendo en un estado de inercia, sin acabar de comprender las cosas que pasan a mi alrededor.
—¿No tiene deseos?
—Que el tiempo me pase rápido.
—¿Para morirse antes?
Se encogió de hombros.
—Supongo. ¿Y usted?
—Ahora que lo pregunta, creo que tampoco tengo ningún sueño. Me gusta mucho leer, y a ello dedico muchas horas de mi vida, porque los personajes de mis libros pueden vivir mil aventuras que yo no puedo.
—O que no se animaría…
—O que no me animaría, ciertamente.
Nos miramos en silencio, sin saber cómo continuar.
—¿Es usted un poeta famoso?
—Si fuera famoso, ¿no me conocería?
Me llevé un dedo al mentón.
—Quizás.
—¡Claro que me conocería!
No pude evitar sonreír, pero lo interpretó como un gesto bienintencionado.
—¿Le gustaría ser un poeta famoso?
—No lo sé. Escribo porque es mi modo de vivir, porque si no el veneno de mis fantasmas interiores me asfixia, no porque espere trascendencia o fama. No sé cuán importante es eso. Lo que sí me gustaría es tener unos ingresos menos magros, que me permitieran educar mejor a Dugan, pero, de cualquier modo, lo haré lo mejor que pueda.
Asentí con la cabeza.
—¿Querría usted ser famosa?
—No, la verdad es que no. Lo fui en un tiempo, cuando debutaba en los diferentes bailes de la sociedad.
Neil alzó las cejas.
—¿De veras?
—Sí, alguna vez tuve dieciséis años —él sonrió, divertido—. En esa época era hermosa y famosa. Muchos muchachos me rodeaban, me pedían bailes, armaban disputas verbales por mí. Me sabía de memoria el código para hablar mediante abanicos, pero ningún caballero me conmovió.
—¿Es usted muy exigente? ¿O es que a todos los considera vampiros?
—Ninguno era interesante, ninguno era divertido.
—Oh, no, personas divertidas no se encuentran en esos lugares…
Se recostó sobre su silla, relajándose.
—Quizás tenga razón —tuve que asentir—. Ojalá hubiera encontrado la persona adecuada con la cual compartir mis libros.
—¿Solo sus libros? —preguntó, colocando los brazos cruzados detrás de la cabeza.
—Supongo que mis libros y mi vida.
En ese momento debí tener un gesto triste en el rostro; lo supe por lo que dijo después.
—A mí también me hubiera gustado encontrar a esa persona, pero de encontrarla, tendría demasiado miedo de perderla. En este castillo parece que todos mueren, que todo se pierde, que todo se va. Perder a quien se ama es algo demasiado doloroso.
Miró hacia un retrato de su madre hecho con acuarelas que se encontraba sobre el escritorio e hizo un gesto de disgusto.
No puse qué contestarle.
Se afirmó en la silla y cruzó las manos sobre el escritorio.
—Daphne, no pierda la fe. Ese hombre todavía puede llegar.
—No, de ninguna manera. Yo soy la carabina de mi hermana menor, como para que usted se dé una idea de mis posibilidades. En mi día a día en casa suelo usar cofia.
—Pues debería regalarla.
Sonreí con tristeza.
—Usted no sabe de lo que habla. Usted es hombre. Una mujer de mi clase, luego de los veinte años, ya está destinada a la soltería, y yo ya tengo mucho más que eso.
—No me importa su clase ni cuántos años tenga usted. Tiene que saber que es una mujer fuerte y hermosa, y enorgullecerse de eso; y si deja de lado todo ese personaje que la sociedad ha creado para usted, si se anima a ser quien es, quién sabe cuántas cosas bellas…
El ruido pesado de los cascos de un caballo, que avanzaba lentamente, llegó hasta nosotros. En el paisaje tras la espalda de McKay, por la ventana, pude ver a nuestro mensajero, Charles, que se acercaba hacia el castillo con apariencia de muñeco de trapo empapado.
Nada de eso podía ser un buen augurio.