• Capítulo IX •

Harta de estar en la cama avergonzada y sintiéndome una inútil, me dispuse a hacer mi estadía en aquel lugar un poco más alegre.

Bajé a la cocina y encontré allí a Aiken, la mujer que nos había preparado el dormitorio la noche anterior, y que era ama de llaves y cocinera, entre otras cosas.

Se giró hacia mí, sorprendida de encontrarme en aquel lugar. Lilias le estaba ayudando a clasificar cebollas.

—Aiken…

—Sí, señorita. Disculpe que no tengamos campanilla aquí.

—No te preocupes. Quería hacerte una pregunta. ¿Crees que el señor McKay se enfade si coloco algunas flores en esos jarrones que están desparramados por el castillo?

Se giró y siguió haciendo lo que yo le había interrumpido; es decir, secando los trastos y controlando el hervor de las preparaciones.

—No lo creo, señorita, pero deberá mojarse.

—Observé una capa azul sobre el perchero del vestíbulo. Parece ser de mujer.

—¡Ah, sí, es mía! —me dijo, sonriente—. Puede usarla si lo desea, pero, ¿cree que vale la pena?

—Sí, Aiken. Gracias.

Recorrí los alrededores del castillo buscando flores silvestres que pudieran formar un ramo. Entré durante unos minutos en el invernadero, pero este era pequeño y allí no había más que hortalizas. Nadie había hecho crecer una flor.

Encontré unas flores de cerezo aliso en las inmediaciones, las corté y las uní a unas ramas de encinas. Cuando ya estaba por dar la vuelta para regresar al castillo, me encontré con un sano y rebosante jazmín, que crecía entroncándose con los restos derruidos del edificio. Arranqué unas cuantas ramas con flores, que sumé a mi ramo.

Limpié los floreros que estaban cubiertos de polvo y estos volvieron a mostrar sus motivos decorativos y su esmalte blanco, que antes parecía gris. Adorné con mis ramos varios sectores del castillo.

En un momento vi subir a Aiken con una fregona y un balde, y me pregunté hacia dónde se dirigiría, ya que la limpieza a fondo no era común en aquel lugar. Hincada por la curiosidad, abandoné la sala en la que me encontraba con Lilias y la perseguí.

Al poco tiempo descubrí que estaba limpiando una habitación, que supuse que debía ser de McKay. Era mucho más grande que aquella en la que nos alojábamos, pero no podía presumir de nada más.

Me quedé mirándola desde la puerta.

—¿Necesita algo, señorita?

—No, es solo que estoy aburrida y este lugar me intriga.

—Puede pasar, a McKay no le importará, siempre y cuando no se acerque a sus escritos.

Hice unos cuantos pasos hacia dentro.

El escritorio de McKay era un completo caos. Decidí ordenar sus lápices, todos ellos muy gastados, en orden de menor a mayor longitud. No toqué sus folios.

Entonces se me ocurrió que había traído mucho jazmín, y corrí a buscar el que quedaba en la habitación que me habían destinado, para colocarlo sobre el alféizar de las dos ventanas de la habitación de McKay, ocultos.

Aiken me miró, divertida.

—Es una sorpresa. No debes decirle nada.

—De acuerdo. Me mantendré como una tumba —llenó sus pulmones de aire—. Huele bonito.

—Creo que sí —le contesté entonces—. ¿No crees que este aire está viciado?

Siguió fregando y tardó unos segundos en contestar, mientras aspiraba.

—Sí, puede ser.

Abrí las ventanas del dormitorio de McKay, y luego hice lo mismo con todas las otras ventanas del castillo; a excepción de las de la biblioteca, lugar en que él se encontraba y que en ese momento no quería invadir. Luego regresé con Aiken.

—¿Puedo ayudarte?

Aiken tomó forma de jarrón con asa, tan graciosa era su pose.

—¿Alguna vez ha limpiado?

—La verdad es que no.

Sonrió.

—Hay un lienzo húmedo sobre aquella silla —me dijo, señalando al mueble en cuestión—. Puede quitar la tierra a los muebles, si lo desea.

Cuando Aiken abandonó la habitación, satisfecha con su limpieza y apresurada por revisar el estado de la comida de la cena que había dejado bajo el control de Slade, yo todavía seguía sacándole brillo a los muebles.

Esa noche, rompiendo con el hábito instaurado, nos anunciaron que el señor iba a cenar y que nos invitaba a compartir la mesa con él.

Decidí usar el vestido rojo, que era lo mejor que tenía en el equipaje. No podía llevar a cabo la costumbre de toda mi vida de vestirme de modo muy elegante para la cena, porque solo contaba con unas cuantas mudas de ropa que había traído y la prenda que me habían dado al llegar y que dejaba para un caso de mucha necesidad.

Dugan y McKay arribaron a la mesa juntos.

—Neil, debemos repasar ese poema una vez más. Todavía no logro entenderlo —escuché decir a Dugan antes de poder verlo.

—No te preocupes, lo repasaremos cuantas veces sea necesario. Con constancia, lo lograrás, como lo has hecho hasta el momento. Me sorprenden gratamente tus avances.

—¿Realmente lo crees?

—¡Por supuesto! —contestó la voz de McKay, y vi parte de su mano despeinando a su hermano.

Neil y Dugan aparecieron en escena. Se inclinaron brevemente. Fue la primera vez que vi a McKay hacer eso. Quizás su hermano fuera una especie de mago con efectos reparadores sobre él.

Dugan se ruborizó al darse cuenta del estado en que estaba su cabello, y se apresuró a acomodárselo lo mejor que pudo, mientras se ubicaba a la cabecera de la mesa. Neil se sentó a su derecha.

—No seas tan presumido, Dugan, la señorita creerá que eres un galán. ¡No le gustan los cazafortunas! —las comisuras de sus labios se levantaron levemente.

Dugan sonrió con nerviosismo.

—Espero nunca tener que ser uno, Neil.

—Yo tampoco, por eso mejor no enamorarse, y menos aún de mujeres que se pasean por los bailes como si fueran trofeos u objetos para comprar —dijo entonces.

Lo miré, pasmada ante sus declaraciones. Dugan tragó saliva.

—Por supuesto que no hablo de usted y su hermana, señorita —la voz de McKay tenía algo de sorna—. Disculpe mi falta de discreción, es que la he perdido hace mucho tiempo, si es que alguna vez la tuve.

—Alguna vez la tuviste. Tú me la enseñaste —le dijo Dugan.

McKay se mostró pensativo.

—De acuerdo, pero modérala. No debes andar regalándola.

Dugan asintió con rostro serio.

Los sirvientes cenaron con nosotros, costumbre que todavía no atinaba a entender, pero ya comenzaba a soportar.

Las acotaciones de McKay fueron breves; las mías, casi nulas; por lo que la mayoría de la cena transcurrió entre los comentarios de Lilias, que ya había trabado muy buena relación con Aiken; el mayordomo, que era muy gustoso de hablar por las noches; y Dugan, que se mostraba muy dispuesto a charlar con aquellos a los que conocía hacía tiempo, a diferencia del trato mucho más tímido que recibían sus visitantes.

Encontré sus conversaciones interesantes y diferentes a las que solía escuchar en mis círculos de la ciudad, donde solo se trataba de moda, puntos de bordado, música o pureza de razas de caballos o perros. Las temáticas de aquellas personas eran más coloridas y estimulantes, y saltaban de una a otra sin ningún orden ni mandato. Podía tratarse de cómo secar la ropa ante aquella temporada de lluvias incesantes, de cómo hacer florecer las hortensias, de la manera en la que habían condimentado la carne aquella noche o cuánto había avanzado el ama de llaves en el estudio de sus libros de cocina desde que Dugan le había enseñado a leer.

Yo no había logrado superar la vergüenza por lo acontecido con McKay, que ahora se me mezclaba con algo de inquietud o disgusto por sus palabras.

—¿Ve cuantas copas de cerveza he bebido, señorita Tandel? Y ni siquiera es de color rojo…

Los restantes comensales probablemente no entendieran la situación. Todas las referencias que hizo respecto a mis antiguas conclusiones fueron indirectas.

—Siempre le pido a Aiken que se encargue de que la carne esté bien cocinada… no me gustan las cosas crudas. Esos platos sangrantes no se ven bien.

Después de cada una de esas observaciones, los sirvientes asentían en silencio y solo se escuchaba el sonido de los cubiertos rozando los platos.

La cena no fue tan abundante como aquellas a las que estaba acostumbrada, que solían componerse de varios cursos. De hecho, solo hubo uno: comimos haggis y bebimos cerveza y vino.

Instantes después de acabar su comida, y siendo el último en hacerlo, McKay anunció que se retiraba, dando su cena por concluida, y todos nos fuimos a dormir.

Antes de entrar en la habitación, hallé a Lazarus cerca del pasillo y, luego de verificar que la figura de McKay no parecía hallarse cerca, lo atraje hacia mí con sonidos ciceantes.

Me agaché, abrí el guardapelo y leí: "Era una señorita insensata de buena clase".

Escuché las botas de mi anfitrión y me apresuré a guardar el escrito, pero temo que me vio en algún momento, porque se paró frente a mí y me miró con los brazos cruzados. Luego sonrió, giró e ingresó en su habitación.

Lilias concilió el sueño con la misma facilidad que siempre lo hacía. Yo no pude.

Ya estaba del todo recuperada de mi enfermedad, pero varias ideas incómodas y muchas preocupaciones giraban en mi cabeza en círculos huracanados. Por otra parte, mi espíritu estaba consumido por un sentimiento de tristeza y soledad. Lilias era una buena compañía, pero no llegaba a ser una amiga.

Tomé la carta que había escrito para mi familia y me decidí a demostrarle a McKay que realmente estaba arrepentida, confiándole el destino de ese mensaje. Si partía al día siguiente, me sería imposible entregarla con prontitud.

Me arropé con una manta que había observado sobre la vieja silla cuando todavía nos alumbraba la vela y tomé del escritorio, al tanteo, la carta. Salí de la habitación y comencé mi camino por el pasillo, rumbo a la puerta de su habitación, bajo la cual se veía una rendija luminosa.

Estaba por llamar con un golpe de puño cuando sentí que un fuerte peso impactaba en mi espalda, aplastándome contra la puerta.

Unas manos me tomaron del talle, y luego, al descubrir mi figura de mujer, de los brazos.

Algunos viejos miedos volvieron a mi mente, pero se disiparon con rapidez al escuchar su voz.

—¿Es usted, señorita Tindale?

—Sí, soy yo —contesté, reponiéndome del golpe.

—¿La he lastimado?

—No, estoy bien. Por fin dice bien mi apellido…

—Recuerdo su apellido; lo cambio adrede cada vez que la nombro. Me gusta ver cómo la gente que da mucha importancia al apellido comienza a hervir y crear vapor cuando los llaman de manera equivocada.

—Usted es un tanto extravagante.

—Mucho, pero suena mejor decir que soy poco convencional. Tanto como que una señorita inglesa soltera esté frente a la puerta de un escocés, a oscuras en medio de la noche.

—Un escocés que no está en Escocia.

—Esa es una larga historia…

—Quería pedirle algo.

Abrió la puerta de su habitación y me invitó a entrar con un gesto de la mano. Tras unos segundos, acepté.

El aroma a jazmín nos envolvía. El interior estaba iluminado por un candelabro de seis velas que ardía sobre el gran escritorio, donde se acumulaban grandes pilas de hojas.

—¿Y bien? ¿En qué puedo servirle?

—He traído esta carta. Necesito que la haga llegar a mi familia. Probablemente parta mañana temprano con mis empleados, pero no habrá tiempo de desviarnos a ningún lugar y ya sabe que solo cuento ahora con el servicio que conoce.

Se la extendí, con la misma mano que antes había utilizado para inculparlo. La tomó y la puso sobre su escritorio, al que llegó en pocos pasos.

—La haré llegar. No le puedo asegurar que será pronto. El camino y el clima no ayudan, pero llegará.

Tenía el chaleco abierto y no pude dejar de pensar en lo encantador que sería enredar mis brazos en su espalda, aunque luego reprobara esos pensamientos por pecaminosos. Me sentía muy necesitada de calor humano.

—¿Puedo ofrecerle algo más?

“Un abrazo”, pensé para mí, pero no fui capaz de pronunciarlo.

—Una conversación —le dije, encubriendo la verdad, y luego me acerqué a su escritorio.

Me intrigaba qué podía componer un hombre así.

Corrió hasta allí y cubrió todos sus escritos con cuartillas en blanco. Apretó los labios.

—Me gusta mantener mi espacio de intimidad.

—Disculpe… yo no debí…

—Además, no creo ser bueno para mantener conversaciones. Llevo demasiado tiempo muy ensimismado en mi trabajo y he perdido contacto con el mundo exterior.

—¿Cuánto tiempo?

—Veintisiete años; casi toda mi vida.

—¿Puedo preguntar qué sucedió con sus padres?

—Murieron de una fiebre que azotó a toda la región. Yo los vi desfallecer de a poco, contra todos mis intentos de arañárselos a la muerte. Primero se fue él, y luego ella —miró hacia algún lugar indeterminado de la habitación—. Este castillo es una herencia que recibió mi madre, que era inglesa. Mi familia se mudó a este lugar al recibirla. Mi padre vendió sus posesiones en Escocia.

—Es una triste historia —me arrebujé mejor en la manta— ¿Quién lo crio?

—Mi niñera, que se salvó de la fiebre. Mis tíos, que deberían haber sido mis tutores, parecieron creer que con eso bastaba.

—¿Y bastó?

—Durante un tiempo. La mujer que me crio, y a la que llamé madre hasta que murió, era más valiosa que lo que me queda de familia por línea sanguínea. Mi familia incluso dilapidó el dinero que custodiaba y que era nuestro. Pero luego quedé casi solo, a excepción de mi hermano, que se habrá preguntado por qué no lleva mi apellido.

Lo miré con atención, sin estar dispuesta a responder.

Sonrió.

—Es que no es mi hermano de sangre, sino del corazón. Es el hijo de mi niñera. Crecimos juntos, pero yo soy mayor, como es evidente. Me hice cargo de él.

Asentí.

—¿No se ha casado?

—Si esta conversación va a hacerse tan larga, será mejor que tomemos asiento.

—Mejor será que lo deje dormir…

—Ya sabe que no duermo a estas horas.

Me señaló un banquito bajo y muy bien acolchado que se apoyaba contra los pies de su cama. Movió la silla de su escritorio para sentarse frente a mí. Se recostó sobre la silla, estiró las piernas y miró hacia el vacío. Comenzó a jugar con los dedos de sus manos, apretándose los pulgares.

—No, no me he casado. La soledad ya se ha vuelto parte de mi vida.

—¿Le gusta?

—No lo sé. No recuerdo otro estado desde que murió mi niñera.

Guardé silencio.

—Mi hermana probablemente ya esté casada —le dije, intentando llevar la conversación por derroteros no más felices, pero sí menos intensos para él.

—Así es —añadió él—. Y usted no puede hacer nada; es su decisión.

—Mis padres renegarán mucho de ella.

—Creo que tiene derecho a elegir.

—Pues las mujeres, en general, no solemos tener muchos derechos.

—Deberían exigirlos.

Sus palabras me impresionaron, no sé si por su tono, por su convicción o por su mismo fondo. ¿Tenía derecho a hacer lo que iba a hacer?

—¿Cree usted que hago mal en intentar interrumpir esa boda? —le pregunté, deseando saber su respuesta sincera.

—Sí. Si fuera usted la ardorosa enamorada, quizás lo vería de modo diferente.

—Pero tiene un deber para con su familia.

—El hombre nace libre, y libre debería ser hasta la tumba, que no es sino otra forma de libertad. Tal deber no existe, más allá que el del mismo bien para con nosotros y los otros. La búsqueda de nuestro destino y nuestra felicidad, así como la de alcanzar nuestro mayor desarrollo, es nuestro único deber.

Suspiré.

—Le insisto en que imagine que la enamorada es usted. ¿Le gustaría que su hermana llegara a arruinarle su plan solo porque está mucho más convencida del “deber” para con su familia?

Imaginé la desazón de Dora al ser interrumpida por mi presencia en el momento de aceptar a su prometido.

—No lo sé; no sé cómo se siente eso del amor. Igualmente, ya he renunciado a la idea de encontrar marido. Veintiséis años son demasiados en el mundo en que yo vivo.

—Pues muévase con cuidado, no vaya a ser que la seduzca algún jovencito cazafortunas.

Me miró divertido. Los ojos le brillaban más. ¿Velas?, ¿antorchas?, ¿fuegos sagrados? ¿Qué eran esos ojos?

—Otra vez se está riendo de mí.

Relajó su rostro y lo ladeó un tanto. Volví a sentir el embrujo, aunque esta vez no lo tildé de maligno. Quizás fuese algo más positivo, como una sosegada ternura amorosa.

—Creo que este asunto es más complejo de lo que usted cree.

—Quizás —me contestó—… Creo que ya es hora de que vuelva a su habitación —se puso de pie—. Si llegara a pasar algún sirviente por aquí, especialmente alguno de los suyos, y nos escuchara, el chisme podría extenderse a la velocidad del rayo, incluso en estas regiones. La gente tiene una gran imaginación… Ya lo sabe usted bien —rio—. Y comentar “el loco McKay tiene una joven amante de buena cuna” es un chisme demasiado jugoso por estos lugares.

—Tiene usted razón —le contesté, sabiendo que así era—. Pero usted es muy poco convencional como para que le interese lo que dicen los otros.

—De hecho, no me importa en absoluto, al menos por mí. Me importa por usted. Quiero que se vaya de aquí lo antes posible, y lo más sana en todo sentido.

Su sinceridad me resultó hiriente. Pese a mi mal comportamiento anterior, pensé que la charla había enmendado algo del daño que había hecho a la imagen que tenía de mí.

—Lo antes posible… bueno, mañana mismo… —le dije, mostrándole las palmas de mis manos en un gesto de buena disposición.

Creo que notó mi turbación.

—¿Cuál es su nombre? —me interrumpió.

—Señorita…

—Ya sé ese nombre… el de pila.

—Daphne.

—Daphne —repitió con lentitud, como si lo saboreara—. Muy sonoro, Daphne. Me gusta. Daphne, mire usted, soy un tipo loco y solitario en mi castillo, usted viene y me da vueltas todo, incluso tengo que cenar delante de una comitiva para que usted observe que no bebo sangre ni como niños. Todo es muy extraño desde que usted llegó y quiero volver a mi rutina. Quizás no lo entienda, pero le temo más de lo que usted a mí.

—Pero yo no voy a hacerle daño.

—Buenas noches, Daphne —me dijo, abriéndome luego la puerta, en una clara segunda invitación a marcharme.

—Buenas noches, señor McKay.

—A solas, cuando su reputación no corre riesgos, puede decirme Neil. Y gracias por el perfume de jazmín —dijo antes de cerrar la puerta a mis espaldas.

El señor McKay, o Neil, me resultaba tan extraño como interesante. Incluso entre los caballeros más excéntricos de Londres, él hubiese resultado singular. Y no sé por qué pensaba en la palabra "singular", cuando seguramente sería juzgado como "escandaloso", al menos.

¿A qué se refería con eso de que él me tenía más miedo?

Me parecía entonces claro que no nos deseaba durante mucho tiempo más bajo su techo. Tendríamos que marcharnos cuanto antes.