• Capítulo III •
Al día siguiente, inmersa durante varias horas en mi rutina nocturna, me fue posible terminar con “El vampiro” de John William Polidori, una novela que había comenzado a leer unos días antes.
Como todas las novelas de misterios y terror que acostumbrara a disfrutar, o incluso más, esta me llenó de espanto. ¿Cómo podía alguien saber que un noble seductor era una especie de monstruo asesino inmortal e inmoral, dispuesto a dejar un reguero de sangre de jóvenes inocentes por donde pasaba? La sola idea de acercarme a un hombre de esas características me heló la sangre, pero me tranquilizó el pensamiento de que no había visto nunca a uno con un atractivo que me resultara irresistible, lo que, considerando todos los bailes a los que había asistido en Bath y Londres, tenía que significar que no existía tal personaje.
Aún un poco turbada por el efecto de la novela, la dejé bien ubicada en el estante correspondiente de la biblioteca y me marché al dormitorio.
En el camino hasta allí comprobé que mis padres todavía no se encontraban en casa, ya que habían asistido a la cena de una familia amiga, a la que Dora se había negado a ir, aunque por ello hubiera causado un gran revuelo y una discusión de más de una hora de duración. Como consecuencia de esta negativa, yo también debí permanecer en casa, ya que "debía cuidar a mi hermana enferma".
Ingresé haciendo todo el silencio que mi corporeidad me permitía, ya que no quería despertar a Dora. Su trato hacia mí no había hecho más que empeorar durante las últimas horas, y no estaba dispuesta a soportar otra discusión como la que había acontecido la noche anterior.
Me cambié en relativo silencio y me introduje en mi cama. La imagen del vampiro sobre el cadáver de las jóvenes, blanquecinas por efecto de la muerte, no me dejaba dormir. Me dije que debía leer libros con esas temáticas durante el día, para llegar al momento del descanso cuando el efecto de las emociones producidas se hubiese disipado un tanto en la niebla de las horas.
Así transcurrieron varios minutos que parecían estirarse en el elástico del tiempo, hasta que, en mi completa vigilia, caí en la cuenta de que solo se escuchaban mis suspiros de frustración por lo esquivo del sueño. La respiración de Dora, que solía ser pesada durante el descanso profundo, estaba apagada.
—Dora… —susurré, incluso a riesgo de que me insultase, porque temía por su salud.
Nadie respondió.
—Dora —dije otra vez, alzando el volumen de mi voz.
Me dirigí hacia su cama y tanteé allá donde debía estar su brazo, pero solo encontré espacio vacío. Seguí tanteando el resto de la cama; fue obvio que no estaba sobre ella.
Fui a buscarla al cuarto de baño contiguo, aunque me parecía muy extraño que hubiese estado todo ese tiempo allí sin hacer ningún ruido, pero tampoco había nadie.
Bajé a la cocina sin siquiera coger mi salto de cama. Allí conseguí una palmatoria y algo de luz. La busqué en todas las habitaciones de la residencia, moviéndome con la mayor rapidez que la vela me permitía mientras amenazaba con apagarse por el viento generado en mi carrera.
Dora no estaba.
Corrí entonces hacia nuestra habitación y abrí las puertas del ropero. Sus vestidos preferidos; el azul, el plateado y el dorado, habían desaparecido; así como el vestido de novia de nuestra madre, el que esperábamos que Dora usara pronto.
Me dirigí corriendo hacia la habitación del mayordomo y la golpeé con furia.
—¿Sucede algo malo? Contestó el hombre, visiblemente asustado y con la ropa desencajada.
—Sí, Dora ha huido con Bromhead. Guarda silencio al respecto y despierta a los mozos de cuadra, a Lilias y al cochero. Nos vamos de viaje.
El mayordomo actuó lo más rápido que podía, aunque no acabara de creer la situación. En menos de treinta minutos nos encontramos rumbo a Gretna Green, aquel pueblo escocés archiconocido por sus bodas fugaces sin necesidad del consentimiento paterno, donde suponía que Bromhead y Dora pensaban casarse en secreto.
El cochero preguntó lo mismo en todas las estaciones de posta que encontramos en el camino; en concreto, si habían visto un carruaje o silla de posta pasar por ese camino hacía poco tiempo. Todos los que estuvieron dispuestos a hablar contestaron afirmativamente, aclarando que nuestros perseguidos nos llevaban varias horas de ventaja.
La noche solo podía ir a peor. Se desató una tormenta tan fuerte que el cochero me pidió repetidas veces que descansásemos hasta la mañana siguiente, aprovechando que debíamos detenernos en diversas estaciones de posta para cambiar los caballos, pero mi negativa fue rotunda en todos los casos.
En cierta estación les perdimos el rastro, y cuando en la siguiente también nos aseguraron que llevaba ya varias horas sin pasar nadie por ahí y que no había posadas en los alrededores, supusimos que habían tomado un camino lateral, menos transitado y más peligroso, para evitar ser atrapados, dando por descontado que serían perseguidos.
En uno de nuestros descensos obligados pregunté qué otro camino había hasta Gretna Green. Me contestó, con mucha convicción, un antiguo cochero que había recorrido casi todas las rutas del reino.
Nos pusimos a rodar sobre aquella ruta, oponiéndonos a las fuerzas de la naturaleza.
Al llegar el alba tuve que aceptar que el cochero había tenido razón. Nos faltaban demasiadas horas de viaje y estábamos exhaustos. Descansamos en una posada cuando el sol ya brillaba orgulloso, y seguimos nuestra ruta hacia Escocia horas más tarde, sintiendo los cuerpos pesados y la motivación disminuida.
Así permanecimos algo menos de un día y medio, en que solo nos detuvimos para cambiar los caballos y tener algún descanso indispensable.