a Luisa Valenzuela
Al fin su casa estaba llena de máscaras. Se había obsesionado con ellas, las recogía por todos los rincones del mundo en travesías inexplicables. Desde la sala de estar se propagaron hacia el comedor y por los pasillos se internaron a los dormitorios. Diablos, dioses, monstruos, bestias, guerreros y arlequines por doquiera, atisbando desde recodos insólitos. Husmeando, planeando acciones inconfesables, rumiando horrores. Su familia lo abandonó. Luego los amigos dejaron de visitarlo, intimidados por las legiones de rostros amenazantes. Él se quedó para servirlas, quitarles el polvo de los malvados ojillos y alimentar sus locas esperanzas de conquistar el mundo.