El conde Drácula no soporta más el dolor de muelas y decide ir a tratarse con un especialista. Consulta la guía telefónica y disca un número tras otro, hasta ubicar un odontólogo noctámbulo. Establece una cita para la noche siguiente. Asiste. Porta gafas oscuras para ocultar sus ojos hipnóticos, inyectados en sangre. El dentista también usa lentes oscuros. Lo examina, mueve la cabeza negativamente. Anuncia que el tratamiento va a ser doloroso, que es conveniente emplear anestesia. El vampiro acepta, se deja inyectar, siente un sopor agradable, va hundiéndose en el sueño y escucha el lejano zumbido de un taladro.
Despierta. Ve su imagen en un espejo de agua, sonríe, pero su risa se transforma en una mueca grotesca, porque en el lugar donde debieran estar sus colmillos hay dos espacios sangrientos. A su lado, el odontólogo —que es el doctor Van Helsing— lo observa divertido mientras juguetea con los larguísimos colmillos, arrojándolos una y otra vez al aire, como si fuese un malabarista.