La gárgola se despereza sobre su alto refugio en la torre mayor de la basílica. Despliega sus alas impregnadas de siglos, las bate para sacudir el polvo del tiempo acumulado en los intersticios del plumaje y contempla la antigua ciudad con sus ojos de fuego. A lo lejos se esfuman los últimos vestigios del sol para dar paso a una noche cerrada. Entonces emprende un vuelo sordo por sobre los tejados rojos y las chimeneas humeantes. Se desliza en silencio por el aire exhalando su aliento maligno para contaminar los sueños de los niños y convertirlos en pesadillas. Sueña con glorias remotas, sepultadas en el pasado y muestra una sombra de felicidad. Se ha resignado a ese ridículo rol de fantasma nocturno. Cualquier opción es mejor que hundirse en el olvido.