13 La sabiduría

Ahora que ya hemos disciplinado nuestra mente de forma que podamos permanecer perfectamente concentrados en un objeto de meditación, podemos usar esta habilidad para penetrar en la sabiduría, particularmente en el vacío. Aunque ya he mencionado el concepto de vacío a lo largo de este libro, me gustaría profundizar un poco más en él.

EL Yo

Todos tenemos un sentido claro de lo que es el «yo». Sabemos a quién nos referimos cuando pensamos: «Voy a trabajar», «vuelvo a casa» o «tengo hambre». Incluso los animales poseen la noción de identidad, aunque no puedan expresarla con palabras de la misma forma que nosotros. Cuando tratamos de identificar y comprender qué es este «yo», el tema se complica.

En la antigua India, muchos filósofos hindúes especulaban con la idea de que este yo fuera independiente de la mente y el cuerpo de la persona. Para ellos tenía que existir un ente que pudiera proporcionar continuidad a los distintos estadios del yo: entre el yo joven, el yo adulto, o incluso el yo de una vida pasada y el de una vida futura. Puesto que en todo caso el yo era transitorio y caduco, se creía que debía de haber un yo unitario y permanente que subyaciera en todos los estadios de la vida. Este razonamiento supuso la base para propugnar la existencia de un yo diferenciado de la mente y el cuerpo al que llamaron atman.

En realidad, ese concepto del «yo» es común a todos. Si nos detenemos a reflexionar sobre la sensación del «yo», notaremos que lo situamos en el núcleo de nuestro ser. No lo experimentamos como un ente compuesto de brazos, piernas, cabeza y torso, sino como algo superior a todas estas partes. Por ejemplo, yo no pienso en mi brazo como en yo, pienso en él simplemente como mi brazo; y lo mismo sucede con la mente, es algo que pertenece a este yo. Llegamos a reconocer que creemos en un «yo» autosuficiente e independiente en el núcleo de nuestro ser, propietario de las partes que nos componen. ¿Qué tiene de malo esta creencia? ¿Cómo puede negarse ese yo inmutable, eterno y unitario que es independiente de la mente y el cuerpo? Los filósofos budistas sostienen que un yo puede ser entendido únicamente en relación directa con el conjunto mente-cuerpo. Afirman que si existiera un atman o «yo», este tendría que estar separado de las partes perecederas que lo constituyen, la mente y el cuerpo, o bien tendría que formar un todo junto con ellas. Sin embargo, si estuviera separado de la mente y del cuerpo, no tendría la menor relevancia ya que no mantendría con ellos ninguna relación. Por otro lado, sugerir la idea de que un yo permanente e indivisible pudiera constituir un todo con las partes caducas que forman la mente y el cuerpo es ridículo. ¿Por qué? Porque el yo es único e indivisible, mientras que las partes son numerosas. ¿Cómo puede tener partes una entidad que no puede ser dividida?

Así pues, ¿cuál es la naturaleza de este yo con el que estamos tan familiarizados?

Algunos filósofos budistas señalan el conjunto de las partes de mente y cuerpo, considerando que su suma conforma el yo. Otros sostienen que es el continuo fluir de la conciencia mental.

Existe también la creencia de que una facultad mental independiente, una «base mental de todo», es el yo. Todas esas nociones no son más que intentos de reconciliar nuestra creencia innata en un yo central con la insostenible solidez y permanencia que le atribuimos.

EL YO Y LAS AFLICCIONES

Si nos detenemos a examinar nuestras emociones, vemos que la raíz de todo apego u hostilidad se halla en aferrarnos al concepto del yo: un yo independiente y autosuficiente, con una realidad sólida. Cuanto más se intensifica la creencia en este tipo de yo, mayor es el deseo de satisfacerlo y protegerlo.

Por ejemplo, imaginemos que vemos en un escaparate un bonito reloj de pulsera y entramos a preguntar por él. Si el vendedor deja caer el reloj, pensaremos: «¡Vaya! El reloj se ha caído». El hecho no nos afectará demasiado. Sin embargo, si hubiéramos comprado ya el reloj, es decir, si este ya fuera «mi reloj», y se nos cayera sin querer, el impacto sería mucho mayor. Nos sentiríamos como si el corazón fuera a salírsenos del pecho. ¿De dónde procede este poderoso sentimiento? La posesión surge directamente de la noción del yo. Cuanto más fuerte es la sensación del «yo», más fuerte es la sensación de que algo es «mío». Por eso es tan importante que nos esforcemos en extirpar esa creencia en un yo independiente y autosuficiente. Una vez somos capaces de cuestionar y disolver la existencia de ese concepto del yo, las emociones derivadas de él también disminuyen.

LA CARENCIA DE YO DE TODOS LOS FENÓMENOS

No son solo los seres sintientes los que carecen de un yo central. Lo mismo sucede con todos los fenómenos. Si analizamos o diseccionamos una flor, buscando la flor entre sus partes, no vamos a encontrar nada. Esto sugiere que la flor no posee una realidad intrínseca.

Lo mismo puede aplicarse a un coche, una mesa o una silla. Incluso pueden aislarse los componentes de los olores y los sabores hasta que la esencia propiamente dicha se pierde.

Y, sin embargo, no podemos negar la existencia de las flores y de su dulce perfume. ¿Cómo se explica esto? Algunos filósofos budistas han explicado que la flor que percibimos es un aspecto exterior de nuestra percepción de ella que solo existe en quien la percibe.

Prosiguiendo con esta interpretación, si tuviéramos una flor sobre la mesa, entre nosotros, la que yo veo sería la misma entidad que mi percepción de ella, pero la que usted ve sería un aspecto de su percepción de ella. El perfume de la flor que usted huele formaría un todo con su sentido del olfato al experimentar esta fragancia. La flor que yo percibo sería diferente de la que percibe usted. Aunque esta visión «puramente mental», como se ha dado en llamar, disminuye enormemente nuestra sensación de verdad objetiva, atribuye una gran importancia a la conciencia. De hecho, ni siquiera la mente es real en sí misma. Constituida por diferentes experiencias, estimulada por fenómenos diversos, resulta en última instancia tan imposible de encontrar como todo lo demás.

EL VACÍO Y EL ORIGEN DEPENDIENTE

¿Qué es, por tanto, el vacío? Es simplemente esa imposibilidad de encontrar: cuando buscamos una flor entre sus partes, nos vemos obligados a enfrentarnos a la ausencia de dicha flor, que no es otra cosa que el vacío de la flor. ¿Debemos colegir que no existe tal flor? Claro que no. Buscar el núcleo de cualquier fenómeno es, en última instancia, llegar a una apreciación más sutil de su vacío, de su incapacidad de ser hallado. Sin embargo, el vacío de la flor no es solo la nada que encontramos cuando inspeccionamos las partes que la componen: es la naturaleza dependiente de la flor, o de cualquier otro objeto que pongamos en su lugar, lo que define ese vacío. Eso es lo que se llama origen dependiente.

Los filósofos budistas han abordado la cuestión del origen dependiente de distintas formas. Algunos lo definen en relación con las leyes de causa-efecto: si una flor es fruto de causas y condiciones, su existencia depende de ellas. Otros interpretan la dependencia de manera más sutil. Para ellos un fenómeno es dependiente cuando depende de sus partes de la misma forma que nuestra flor depende de sus pétalos, su estambre y su pistilo.

Todavía hay una interpretación más sutil del origen dependiente. En el contexto de una simple flor, las partes que mencionábamos antes y nuestro pensamiento al reconocer y dar nombre a la flor son interdependientes. Lo uno no puede existir sin lo otro. Son también mutuamente excluyentes, fenómenos separados. Por lo tanto, si analizamos o buscamos la flor entre sus partes no la encontraremos, pero la percepción de su existencia solo ocurre en relación con las partes que le dan forma. Desde esta perspectiva, del origen dependiente se pasa al rechazo de toda idea de existencia intrínseca o inherente.

MEDITAR SOBRE EL VACÍO

Comprender el vacío no es nada fácil. En el Tíbet, las universidades monásticas han dedicado años a su estudio. Los monjes memorizan importantes sutra y comentarios escritos por célebres maestros hindúes y tibetanos. Estudian con eruditos e invierten muchas horas en discutir sobre ello. Para desarrollar nuestra comprensión del vacío debemos estudiarlo y meditar sobre él. Es importante contar con la guía de un maestro cualificado, uno que comprenda sin dudas la compleja naturaleza del tema en cuestión.

Como sucede con otros aspectos de este libro, la sabiduría debe cultivarse con la meditación analítica además de la meditación contemplativa. Sin embargo, en este caso, con el fin de profundizar en la conciencia del vacío, no debemos alternar las dos técnicas sino unirlas. La mente debe concentrarse en el análisis del vacío gracias a la inmanencia serena, esa habilidad que acabamos de adquirir. A eso se le llama la unión de la inmanencia serena con la penetración especial. Meditando así de forma constante, nuestra capacidad de penetración evoluciona hacia la constatación real del vacío. Llegados a este punto, hemos alcanzado ya el camino de la preparación.

Se trata de una aprehensión conceptual, ya que llegamos a ella a través de la inferencia lógica. Sin embargo, supone un paso previo a la profunda experiencia de percibir el vacío de forma no conceptual.

Cuando un meditador cultiva su aprehensión inferencia del vacío y profundiza en ella consigue llegar al camino de la visión. Es entonces cuando el sujeto ve el vacío de forma directa, con tanta claridad como distingue las líneas que cruzan la palma de su mano.

Si se mantiene la meditación constante sobre el vacío, se progresa hasta el camino de la meditación. No existen nuevos aspectos del vacío que deban ser cultivados: el sujeto se limita a desarrollar y mejorar constantemente las experiencias del vacío que ya ha alcanzado.

LOS NIVELES DEL BODHÍSATTVA

Un practicante del Mahayana comienza su evolución a través de los estadios que conducen a la condición del buda en el punto en que genera bodhicitta. Como practicantes, debemos desarrollar todas las cualidades que hemos explorado a lo largo de este libro. Una vez reconocidas las obras del karma, debemos desistir de realizar acciones que nos dañen a nosotros o a otros. Debemos reconocer que la vida es sufrimiento y poseer el profundo deseo de trascenderlo. Sin embargo, también debemos tener la ambición compasiva de liberar todo el sufrimiento experimentado por otros, por todos aquellos atrapados en el lodo del ciclo de la vida. Debemos llegar a sentir esa bondad cariñosa que consiste en el deseo de proveer a todos de la felicidad suprema. Debemos sentir la responsabilidad de alcanzar esa iluminación suprema.

En este punto, se ha llegado ya al camino de la acumulación. A la motivación de la bodhicitta se le unen la calma duradera y la penetración especial, experimentando a partir de ahí la inferencia del vacío que hemos descrito más arriba. Estamos en el camino de la preparación. Durante el camino de la acumulación y el camino de la preparación, un bodhisattva atraviesa el primero de los tres incalculables eones de la práctica, acumulando ingentes cantidades de méritos y profundizando la sabiduría propia.

Cuando el practicante ya percibe el vacío de forma no inferencial, hallándose, pues, en el camino de la visión, podemos decir que ha alcanzado el primero de los diez niveles del bodhisattva que conducen a la condición del buda. Gracias a la continua meditación sobre el vacío, se llega hasta el segundo nivel del bodhisattva y simultáneamente se sitúa en el camino de la meditación. A medida que el practicante progresa a través de los primeros siete niveles del bodhisattva, se dedica a un segundo eón incalculable de acumulación de mérito y sabiduría.

Sobre los tres niveles restantes, el practicante concluye el tercer eón y llega al camino del fin del aprendizaje. Ya es un buda plenamente iluminado.

Los muchos eones de práctica que nos faltan no deberían desanimarnos. Debemos perseverar, avanzar paso a paso, cultivando cada uno de los aspectos de la práctica. Debemos ayudar a otros en el grado en que podamos y reprimir el deseo de hacerles daño. A medida que disminuye el egoísmo que motiva nuestros actos y crece nuestro altruismo nos volvemos más felices, al igual que aquellos que nos rodean. Es así como acumulamos el mérito virtuoso que necesitamos para alcanzar la condición del buda.