5 Las aflicciones
Hemos hablado ya de las emociones aflictivas y del perjuicio que causan en nuestra práctica espiritual. Debo admitir que, aunque es natural albergar emociones como la ira y el deseo, eso no significa que debamos aceptarlas sin hacer nada con ellas. Soy consciente de que, en la psicología occidental, suele animarse al individuo a expresar todo tipo de sentimientos y emociones, incluso la ira. No hay duda de que muchas personas han sufrido algún trauma en su pasado y que la supresión de las emociones asociadas a esta experiencia puede dar lugar a prolongados problemas psicológicos. En tales casos decimos en el Tíbet: «Cuando se bloquea la concha, la mejor forma de conocer el contenido es penetrar de un golpe en su interior».
Dicho esto, siento que es importante que los practicantes espirituales adopten cierta prevención contra emociones fuertes como la ira, la pasión y los celos, y se dediquen a frenar su aparición. En lugar de dejarnos embargar por esas potentes emociones, deberíamos esforzarnos por disminuir nuestra tendencia a ellas. Si nos preguntamos si somos más felices enfadados o serenos, la respuesta resulta evidente. Como ya dijimos anteriormente, el estado mental confuso que resulta de las emociones aflictivas destruye inmediatamente nuestro equilibrio interior haciéndonos sentir inquietos e infelices. En nuestra búsqueda de la fe licidad, nuestra meta principal debe ser combatir estas emociones, algo que solo podremos lograr mediante un esfuerzo deliberado y sostenido que implica un prolongado período de tiempo; según los budistas, incluso varias vidas sucesivas.
Como ya hemos visto, las aflicciones mentales no desaparecen por sí solas ni se desvanecen por sí mismas con el tiempo. Su final solo llega como resultado de un esfuerzo consciente por detectarlas, disminuir su fuerza y en última instancia eliminarlas por completo.
Si deseamos tener éxito en este empeño, debemos saber cómo combatirlas.
Comenzamos la práctica del dharma del Buda leyendo y escuchando las palabras de maestros expertos. Es así como nos vamos haciendo una idea clara del trance al que nos somete el círculo vicioso de la vida y a la vez nos familiarizamos con los posibles métodos para trascenderlo. Este estudio conduce a lo que se conoce como «comprensión derivada de la escucha», base esencial de nuestra evolución espiritual. Entonces debemos procesar la información que hemos estudiado hasta alcanzar una comprensión profunda de ella: la «comprensión derivada de la contemplación». Una vez llegados a la auténtica certeza del tema que nos incumbe, meditamos sobre él hasta que este absorbe por completo nuestra men te. Eso nos lleva a un conocimiento empírico que recibe el nombre de «comprensión derivada de la meditación».
Estos tres niveles de comprensión resultan esenciales para realizar cambios verdaderos en nuestras vidas. Con la comprensión derivada del estudio nuestra convicción se vuelve más profunda y engendra una aprehensión más plena durante la meditación. Si nos falla la comprensión derivada del estudio y de la contemplación, tendremos dificultades en familiarizarnos con el tema, ya sea la naturaleza tortuosa de nuestras aflicciones o la sutileza que subyace en nuestro vacío, por muy intensa que sea la meditación. Es un proceso similar al que se produce cuando nos obligan a reunirnos con alguien a quien no deseamos ver. Es de gran importancia, por tanto, enfatizar la necesidad de implementar estos tres estadios de práctica de forma consecutiva.
Nuestro entorno también ejerce una gran influencia sobre nosotros. Necesitamos un entorno tranquilo con el fin de acometer la práctica. Aún más importante, dicha práctica requiere soledad, entendida como un estado mental libre de distracciones, no simplemente cierta cantidad de tiempo a solas en un lugar tranquilo.
La práctica del dharma debería constituir un esfuerzo continuado por alcanzar un estado más allá del sufrimiento. No se trata simplemente de una actividad moral por la que evitamos todo lo negativo y nos comprometemos a realizar lo positivo. El objetivo del dharma radica en trascender la situación en que todos nos encontramos: somos víctimas de nuestras propias aflicciones mentales, los enemigos de la paz y la serenidad. Estas aflicciones -el apego, el odio, el orgullo, la avaricia, etc.- son estados mentales que provocan en nosotros conductas que causan toda nuestra infelicidad y sufrimiento.
Mientras trabajamos para adquirir la paz interior y la felicidad resulta útil pensar en ellos como demonios internos, ya que, como esos seres malignos, están al acecho y no producen más que desdichas. El estado que se sitúa más allá de esos pensamientos y emociones negativos, y también más allá del dolor, recibe el nombre de nirvana.
De entrada, resulta imposible combatir directamente estas poderosas fuerzas negativas.
Debemos enfocar la lucha de forma gradual. Lo primero es aplicar la disciplina: refrenar la tendencia a dejarnos invadir por estas emociones. Lo conseguimos adoptando un modo de vida éticamente disciplinado, lo que, para un budista, significa evitar las diez acciones no virtuosas. Dichas acciones, en las que caemos físicamente matando o robando; verbalmente, mintiendo o criticando, y mentalmente, codiciando, son expresiones de aflicciones mentales más profundas, tales como la ira, el odio y el apego.
Cuando reflexionamos sobre ello, llegamos a advertir que las emociones extremas como el apego -y en especial la ira y el odio- son muy destructivas cuando surgen en nosotros mismos y también cuando surgen en los otros. Podría decirse que esas emociones constituyen las fuerzas destructoras del universo; incluso podríamos dar un paso más y afirmar que la mayor parte de los problemas que padecemos, que en definitiva creamos nosotros, proceden en última instancia de esas emociones negativas. Hay quien diría que, de hecho, todo sufrimiento es fruto de emociones negativas como el apego, la avaricia, los celos, el orgullo, la ira y el odio.
Aunque al principio no somos capaces de arrancar directamente esas emociones, al menos podemos dejar de actuar de acuerdo con ellas. A partir de aquí desplazamos nuestros esfuerzos meditativos a equilibrar esas aflicciones de la mente y a intensificar nuestra compasión. Para el último tramo del viaje necesitamos arrancar de cuajo estas aflicciones, lo que implica, forzosamente, ser conscientes del vacío.