9 Cultivar la ecuanimidad

Para sentir auténtica compasión por todos los seres vivos es imprescindible eliminar toda parcialidad en nuestra actitud hacia ellos. Nuestra percepción habitual de los otros está dominada por emociones fluctuantes y discriminatorias. Sentimos una sensación de proximidad hacia quien amamos y de distancia hacia extraños o simples conocidos. Y, hacia aquellos individuos a los que percibimos como hostiles, poco amistosos o fríos, experimentamos sentimientos de aversión o reserva. El criterio para clasificar a la gente en categorías de amigos o enemigos parece evidente: si una persona ha sido amable con nosotros o está en nuestro círculo íntimo, la consideramos un amigo; si alguien nos ha hecho daño, cae en el grupo de los enemigos. Junto con el amor que sentimos hacia nuestros amigos existen otras emociones, como el apego o el deseo, que inspiran una apasionada intimidad. De la misma forma, vemos a aquellos que nos disgustan filtrados por emociones negativas, tales como la ira o el odio. En consecuencia, nuestra compasión por los otros queda limitada, es parcial, llena de prejuicios, condicionada por si nos sentimos o no cerca de ellos.

La compasión genuina debe ser incondicional. Debemos cultivar la ecuanimidad con el fin de trascender todo sentimiento de discriminación o parcialidad. Una forma de cultivar la ecuanimidad es reflexionar sobre la incertidumbre de la amistad. Primero debemos tener en cuenta que no hay ninguna seguridad de que nuestro mejor amigo de hoy siga siéndolo para siempre. Por tanto, también podríamos imaginar que nuestro disgusto hacia alguien no tiene por qué ser eterno. Tales reflexiones diluyen los fuertes sentimientos de parcialidad, reduciendo la sensación de inmutabilidad de nuestros afectos.

También podemos reflexionar sobre las consecuencias negativas de nuestro apego a los amigos y nuestra hostilidad hacia los enemigos. Los sentimientos que albergamos por un amigo o un ser querido a veces nos ciegan ante ciertos aspectos de esa persona. Proyectamos sobre ella un deseo sin matices, confiriendo a sus juicios una infalibilidad absoluta; más adelante, quedamos atónitos al percibir algo que no se ajusta a nuestras proyecciones.

Pasamos del amor y el deseo al extremo opuesto: la decepción, la repulsión y, a veces, incluso la ira. Es decir, la sensación de satisfacción interna que se deriva de la amistad o del amor puede desembocar en sentimientos de frustración u odio. Aunque esas emociones fuertes, como también el amor romántico o el odio profundo, pueden parecer profundamente atractivas, el placer que desprenden es fugaz. Desde un enfoque budista, es mejor tratar de evitarlas. ¿Cuáles son las repercusiones de caer en las redes de una intensa aversión hacia alguien? La palabra tibetana que designa el odio, shedang, sugiere una hostilidad que emana de las profundidades del corazón. Existe cierta irracionalidad en responder de forma hostil a la injusticia o el dolor. El odio no causa el menor efecto físico sobre nuestros enemigos, ni les hace ningún daño. Es más, somos nosotros quienes sufrimos las terribles consecuencias de esa abrumadora amargura. Nos devora por dentro. Por culpa de la ira empezamos a perder el apetito, pasamos las noches en vela dando vueltas en la cama. Nos afecta profundamente, mientras nuestros enemigos siguen adelante, absolutamente ignorantes del estado al que hemos quedado reducidos.

Libres del odio o de la ira, nuestra respuesta a las acciones cometidas contra nosotros es mucho más efectiva. Si enfocamos las cosas con la cabeza fría, vemos el problema de forma más clara y decidimos cuál es la mejor manera de abordarlo. Por ejemplo, cuando un niño hace algo que podría ser peligroso para sí mismo o para otros, como por ejemplo jugar con cerillas, podemos reprenderle. Es probable que una reacción directa e inmediata dé en la diana: el niño no responderá a la ira, sino al mensaje de urgencia y preocupación implícito en nuestro tono de voz.

Es así como llegamos a ver que nuestro verdadero enemigo está en realidad dentro de nosotros. Es nuestro egoísmo, nuestro apego y nuestra ira lo que nos hace daño. La capacidad que percibimos en el enemigo de infligirnos dolor es muy limitada. Si alguien nos desafía y podemos dominar la disciplina interna para resistir el reto es posible que sus acciones no nos molesten, independientemente de lo que esa persona haya hecho. Por otro lado, cuando se desencadenan emociones poderosas, tales como la ira extrema, el odio o el deseo, nuestra mente se ve agitada desde el preciso momento en que siente su efecto: eliminan nuestra paz mental y dejan la puerta abierta para que la infelicidad y el sufrimiento deshagan el trabajo de nuestra práctica espiritual.

A medida que trabajamos en el desarrollo de la ecuanimidad llegamos a considerar que los conceptos de «enemigo» y «amigo» son variables y dependen de muchos factores. Nadie nace siendo nuestro amigo o nuestro enemigo, ni siquiera tenemos la garantía de que nuestros parientes serán también amigos nuestros. Ambos conceptos se definen en función de cómo se comporta la gente con nosotros: a aquellos que creemos que sienten afecto por nosotros, que nos cuidan y nos quieren, les consideramos habitualmente amigos; aquellos en quienes intuimos aviesas intenciones son vistos como enemigos. Por lo tanto, si la decisión de su amistad o enemistad se basa en la percepción que tenemos de los pensamientos y emociones que albergan hacia nosotros, nadie es esencialmente amigo o esencialmente enemigo.

A menudo confundimos las acciones cometidas por una persona con la persona en sí.

Este hábito nos lleva a la conclusión de que una persona es nuestra enemiga debido a un acto o una afirmación realizada por ella. Y, sin embargo, las personas son neutras: no son amigos ni enemigos, ni budistas ni cristianos, ni chinos ni tibetanos. Como resultado de las circunstancias, la persona que tenemos delante podría cambiar y pasar a ser nuestro mejor amigo. No hay nada inconcebible en este pensamiento: «Oh, antes me caías tan mal y en cambio ahora somos tan buenos amigos…».

Otra forma de cultivar la ecuanimidad y trascender los sentimientos de parcialidad y discriminación consiste en reflexionar en la exacta aspiración que todos compartimos de encontrar la felicidad y superar el sufrimiento, unida al sentimiento de tener el derecho de verla satisfecha. ¿Cómo justificamos ese derecho? Muy fácil, forma parte de nuestra naturaleza fundamental. No soy único; no tengo ningún privilegio especial. Tú no eres único, ni disfrutas de privilegios especiales. Mi aspiración a ser feliz y superar el sufrimiento es parte de mi naturaleza esencial, de la misma forma que lo es de la tuya. Si eso es así, esta naturaleza esencial nos concede a todos por igual el derecho a ser felices y evitar el sufrimiento. Es basándonos en esta igualdad como logramos desarrollar la verdadera ecuanimidad. En nuestra meditación debemos trabajar para cultivar la actitud de que «al igual que yo albergo el deseo de ser feliz y superar el sufrimiento, lo mismo sienten los otros; y al igual que yo tengo derecho a realizar esta aspiración, también la tienen los otros». Deberíamos repetir este pensamiento mientras meditamos y a medida que avanzamos en la vida, hasta que quede fuertemente enraizado en nuestra conciencia.

Una última consideración. Nuestro bienestar como seres humanos depende en gran medida del de los otros; de hecho, la mera supervivencia requiere las aportaciones de muchos otros seres. Nuestro nacimiento depende de unos padres, y necesitamos de sus cuidados y de su afecto durante muchos años más; la salud, la morada, el sostén económico, incluso la fama y el éxito, son fruto de la contribución de muchos seres humanos. Ya sea de manera directa o indirecta, son innumerables los seres involucrados en nuestra vida y, obviamente, en la aspiración legítima que la lleva a avanzar: la búsqueda de la felicidad.

Si proseguimos con esta línea de razonamiento y la llevamos más allá de los confines de una sola existencia podemos imaginar que a través de nuestras vidas previas -de hecho desde tiempos inmemoriales- muchas otras personas han realizado incontables contribuciones a nuestro bienestar. La conclusión sería: «¿En qué me baso para discriminar? ¿Cómo puedo mostrarme cerca de unos y hostil con otros? Debo elevarme por encima de todo sentimiento de parcialidad y discriminación. ¡Debo ser beneficioso para todos por igual!».

MEDITACIÓN SOBRE LA ECUANIMIDAD

¿Cómo entrenamos la mente para percibir la igualdad esencial de todo ser vivo? Es mejor cultivar el sentimiento de igualdad concentrándonos primero en los extraños y conocidos, aquellos por los que no albergamos sentimientos fuertes en un sentido u otro.

Desde ahí deberíamos meditar imparcialmente, avanzando hacia los amigos y luego hacia los enemigos. Tras conseguir una actitud imparcial hacia todos los seres sintientes, deberíamos meditar sobre el amor y sobre el deseo de que todos alcancen la felicidad que buscan.

La semilla de la compasión crecerá si la plantamos en un suelo fértil, una conciencia regada con amor. Una vez la mente reciba el agua del amor, podemos comenzar a meditar sobre la compasión. La compasión, recordémoslo, no es más que el deseo de que todo ser sintiente esté libre de sufrimiento.