Introducción

CENTRAL PARK, NUEVA YORK, 15 DE AGOSTO DE 1999

Hermanos y hermanas, buenos días. Creo que todos los seres humanos poseen un deseo innato que les impulsa a buscar la felicidad y evitar el sufrimiento. También creo que el verdadero propósito de la vida consiste en experimentar esta felicidad. Creo que todos nosotros tenemos el mismo potencial para desarrollar la paz interior y alcanzar así esos sentimientos de alegría; seamos ricos o pobres, educados o analfabetos, blancos o negros, occidentales u orientales, nuestro potencial es idéntico. Aunque algunos tengan la nariz más grande y el color de la piel presente ligeras variaciones, en lo esencial somos físicamente iguales. Las diferencias son irrelevantes. Lo que importa es nuestro parecido mental y emocional.

Compartimos tanto las emociones conflictivas como aquellas más beneficiosas que nos traen fuerza interior y tranquilidad. Creo que es importante que seamos conscientes de la magnitud de nuestro potencial y que dejemos que crezca la confianza en nosotros mismos. A veces nos empeñamos en mirar el lado negativo de las cosas y es entonces cuando perdemos la esperanza. Estoy convencido de que eso es un error.

No tengo ningún milagro que ofreceros. Si alguien posee poderes milagrosos, yo seré el primero en pedirle ayuda, aunque debo reconocer que soy bastante escéptico ante aquellos que afirman estar en posesión de este tipo de dones extraordinarios. Sin embargo, si entrenamos la mente de manera constante, podremos cambiar nuestras percepciones o actitudes mentales, y eso hará cambiar nuestras vidas.

Tomar una actitud mental positiva significa disfrutar de la paz interior, aunque a nuestro alrededor nos rodee la hostilidad. Por otro lado, si nuestra actitud mental es más negativa influida por el miedo, la sospecha, la desesperación o la autocompasión-, la felicidad nos esquivará aun cuando estemos rodeados de nuestros mejores amigos en un ambiente armónico y en un entorno placentero. Así pues, la actitud mental resulta decisiva para marcar la diferencia en nuestro estado de felicidad.

Creo que es un error esperar que nuestros problemas puedan resolverse con dinero o bienes materiales. Resulta poco realista pensar que algo positivo pueda surgir desde el exterior y llegar hasta nosotros. No cabe duda de que nuestra situación material es importante y que nos resulta útil. Sin embargo, nuestras actitudes mentales, internas, son tanto o más trascendentes para nuestra felicidad. Debemos aprender a mantenernos alejados de una vida rebosante de lujos, ya que representa un obstáculo para nuestra práctica.

A veces tengo la sensación de que está de moda entre la gente poner demasiado énfasis en el desarrollo material, y se olvidan los valores internos. Debemos, pues, desarrollar un mayor equilibrio entre las inquietudes materiales y el crecimiento espiritual interior. Creo que es natural que actuemos como animales sociales. Debemos trabajar para acrecentar y mantener cualidades como el compartir con los demás o el preocuparnos por su bienestar.

También debemos respetar los derechos de los demás y reconocer que nuestra felicidad futura depende en gran medida del resto de los miembros que forman nuestra sociedad.

En mi caso, con dieciséis años perdí la libertad y a los veinticuatro perdí mi país. He sido un refugiado durante los últimos cuarenta años y he soportado el peso de grandes responsabilidades. Si miro hacia atrás veo que no he tenido una vida fácil. Pese a todo, durante esos años he aprendido muchas cosas acerca de la compasión y de la preocupa ción por los demás. Esta actitud mental me ha llenado de fuerza interior. Una de mis oraciones favoritas es:

Hasta que permanezca el espacio, hasta que permanezcan los seres sintientes, yo permaneceré, con el fin de ayudar, con el fin de servir, con el fin de aportar lo que esté en mi mano.

Este estilo de pensamiento implica fuerza interior y confianza. Ha dado un sentido a mi vida: no importa cuán difíciles o complicadas sean las situaciones, la paz interior no nos abandonará mientras mantengamos esta actitud.

De nuevo debo enfatizar el hecho de que todos somos iguales. Si alguien tiene la impresión de que el Dalai Lama es distinto del resto debo decirle que se equivoca.

Soy un ser humano, como todos vosotros, con el mismo potencial.

El crecimiento espiritual no tiene por qué estar basado en la fe religiosa. Hablemos de la ética laica.

Creo que los métodos que sirven para acrecentar el altruismo, la solidaridad con los demás y el convencimiento de que nuestras necesidades individuales son menos importantes que las del prójimo son comunes ala mayoría de las religiones. Aunque pueden diferir en los puntos de vista filosóficos y en los ritos tradicionales, el mensaje esencial de todas las religiones es bastante parecido. Todas abogan por el amor, la compasión y el perdón, valores humanos básicos cuyas virtudes son apreciadas incluso por aquellos que no se definen como creyentes.

Puesto que nuestra existencia y bienestar son el resultado de la cooperación y las aportaciones de otros muchos, debemos desarrollar una actitud adecuada para relacionarnos con ellos. A menudo tendemos a olvidar este hecho básico: actualmente, en nuestra moderna economía global, los límites nacionales son irrelevantes. No solo los países dependen unos de otros, sino también los continentes. Nuestra interdependenc i a es cada vez mayor.

Cuando examinamos con atención los múltiples problemas a los que se enfrenta la humanidad hoy, podemos ver que somos nosotros quienes los hemos creado. No hablo de los desastres naturales, sino de todos los conflictos, derramamientos de sangre y problemas surgidos del nacionalismo y de las barreras que el hombre ha levantado a lo largo de la historia.

Si viéramos el mundo desde el espacio, no advertiríamos en él líneas marcando el contorno de cada país y separándolo de los demás. Tendríamos ante los ojos simplemente un pequeño planeta azul. Una vez trazada la línea sobre la arena empezamos a pensar en términos de «nosotros» y «ellos». A medida que crece este sentimiento, resulta más duro distinguir la realidad de la situación. En muchos países africanos, y recientemente también en algunos países del este de Europa, como en la antigua Yugoslavia, existe ese nacionalismo estrecho de miras.

En cierto sentido, el concepto de «nosotros» y «ellos» casi ha dejado de ser relevante, ya que los intereses de nuestros vecinos son también los propios. Preocuparse por los intereses de los vecinos es en esencia preocuparse por nuestro futuro. Hoy la realidad es simple. Si hacemos daño al enemigo, nos herimos a nosotros mismos.

Creo que la evolución de la tecnología, el desarrollo de una economía global y el gran incremento de la población han dado lugar a un mundo mucho más pequeño. Sin embargo, nuestras percepciones no han evolucionado al mismo ritmo: seguimos aferrados a las antiguas divisiones nacionales y a los viejos sentimientos que se desprenden del «nosotros» y «ellos».

La guerra parece formar parte de la historia de la humanidad. Si miramos la situación de nuestro planeta en el pasado, los países, las regiones e incluso los pueblos eran económicamente independientes. En esas circunstancias, la destrucción del enemigo suponía una victoria para el vencedor. Existía una razón para la violencia y para la guerra. Sin embargo, hoy somos tan interdependientes unos de otros que el concepto de guerra ha quedado desfasado. Cuando nos enfrentamos a problemas o desacuerdos es preciso que lleguemos a la solución mediante el diálogo.

El diálogo es el único método apropiado. La victoria unilateral ya no tiene el menor sentido. Debemos resolver los conflictos en base a un espíritu de reconciliación, teniendo siempre en mente los intereses de los demás. ¡No podemos destruir a nuestros vecinos!

Hacerlo solo nos provoca más sufrimiento. Por lo tanto, creo que el concepto de violencia pertenece al pasado. La no violencia es el método adecuado.

La no violencia no significa permanecer indiferente ante los problemas. Por el contrario, es importante comprometerse plenamente. Debemos comportarnos de un modo que no nos beneficie solo a nosotros. No debemos dañar los intereses de otros. Por tanto, la no violencia no es meramente la ausencia de violencia, sino que implica un sentimiento de amor y de compasión. Es casi una manifestación de compasión. Creo firmemente que debemos promover ese concepto de la no violencia en el ámbito reducido, como el familiar, y también a nivel nacional e internacional. Cada individuo tiene la capacidad de contribuir a esa no violencia compasiva. ¿Cómo llevarlo a cabo? Podemos empezar por nosotros mismos. Debemos intentar desarrollar una mayor amplitud de miras y estudiar las situaciones desde todos los ángulos.

Cuando nos enfrentamos a un problema, lo hacemos desde nuestro punto de vista e incluso deliberadamente hacemos caso omiso de todos los demás aspectos de la situación. Eso a menudo comporta consecuencias negativas. Sin embargo, es muy importante para nosotros abrir el campo de visión.

Debemos llegar a comprender que los otros son también parte de nuestra sociedad.

Podemos pensar en nuestra sociedad como en un cuerpo compuesto de brazos y piernas. No hay duda de que el brazo es diferente de la pierna; sin embargo, si le sucede algo al pie, es la mano la que irá en su ayuda. De la misma forma, cuando parte de la sociedad sufre, la otra parte debe ayudarla. ¿Por qué? Porque también forma parte del cuerpo, es parte de nosotros.

El entorno merece asimismo nuestra atención. Es nuestro hogar, ¡el único que tenemos!

Oímos a los científicos hablar de la posibilidad de establecerse en Marte o en la Luna. Si eso resulta factible y sabemos cómo hacerlo, de acuerdo, pero no puedo negar que albergo mis dudas: solo para respirar nos hará falta un complejo equipamiento. Creo que nuestro planeta azul es hermoso y querido por todos. Si lo destruimos, o si nuestra negligencia provoca algún daño irreparable, ¿adónde iremos? Es por todos nosotros, por tanto, que debemos cuidar del planeta.

Desarrollar una perspectiva más amplía de nuestra situación y expandir nuestra conciencia puede suponer todo un cambio en nuestros hogares. ¿Cuántas veces un asunto intrascendente provoca una discusión entre marido y mujer, o entre padre e hijo? Si nos empeñamos en mirar solo un aspecto de la situación, concentrándonos en el problema inmediato, entonces sí merece la pena discutir y hasta pelearse. ¡Incluso divorciarse! Sin embargo, si abordamos la situación desde una perspectiva más amplia, vemos que aunque existe un problema, también hay un interés común. Podemos pensar: «Es un pequeño con tratiempo que debo resolver mediante el diálogo, no con medidas más drásticas». A partir de ahí podemos desarrollar una atmósfera no violenta en nuestra propia familia y también en nuestra comunidad.

Otro de los problemas a los que nos enfrentamos en la actualidad es el abismo existente entre ricos y pobres. En este gran país que es Estados Unidos vuestros antepasados establecieron el concepto de democracia, libertad, igualdad de derechos y de oportunidades para todos los ciudadanos. Vuestra maravillosa Constitución los garantiza. Sin embargo, el número de multimillonarios de este país crece día a día, mientras que los pobres siguen cada vez más hundidos en la miseria. Globalmente, también vemos naciones ricas y pobres. Ambos hechos son muy desafortunados. No es solo moralmente malo, sino que supone en la práctica una fuente de desasosiego y de problemas que acabará costándonos un alto precio.

He oído hablar de Nueva York desde que era niño. Para mí era sinónimo del paraíso, una ciudad preciosa. En 1979, cuando estuve aquí por primera vez, me desperté sobresaltado a media noche por el agudo sonido de unas sirenas. Algo no iba bien ahí afuera: alguien sufría y necesitaba ayuda.

Uno de mis hermanos mayores, que ya no está entre nosotros, me habló de sus experiencias en Estados Unidos. Llevó una vida humilde, llena de problemas y de temores, miedo a los asaltos, a los robos y los ultrajes que los ciudadanos debían soportar y que son, en mi opinión, el fruto de la desigualdad económica de esta sociedad. Es natural que esas dificultades surjan si tenemos que luchar diariamente por la supervivencia mientras que otro ser humano, igual que nosotros, vive sin esfuerzo una vida lujosa. Esta es una situación poco saludable, cuyo resultado es una constante ansiedad, que se extiende también entre los más afortunados. Repito pues que este abismo que separa a ricos y pobres constituye un hecho muy desafortunado.

Hace algún tiempo, una adinerada familia de Bombay vino a visitarme. La abuela tenía una marcada inclinación por la vida espiritual y me pidió algún tipo de bendición. Mi respuesta fue: «No puedo bendecirla. Carezco de esa capacidad. Usted pertenece a una familia rica, y eso ya es una gran fortuna. Es el resultado de sus acciones virtuosas en el pasado. Los ricos son miembros importantes de esta sociedad. Ha utilizado métodos capitalistas con el fin de acumular más y más dinero; use ahora métodos socialistas para ayudar a los pobres en temas de educación y salud». Debemos usar los métodos dinámicos del capitalismo para hacer dinero y luego distribuirlo de forma razonable y útil para todos. Desde un punto de vista práctico y ético es una de las mejores formas de cambiar la sociedad.

En India persiste el sistema de castas; los miembros de la casta más baja son a veces conocidos como «los intocables». En los años cincuenta, el doctor Bhimrao Ambedkar, miembro de esta casta y gran abogado que llegó a ser ministro de Justicia del país y redactor de la Constitución, se hizo budista. Cientos de miles de personas siguieron su ejemplo.

Aunque ya no se consideran budistas, siguen viviendo en condiciones de extrema pobreza. A menudo les digo: «Debéis hacer un esfuerzo; tomar la iniciativa con confianza y lograr el cambio. No podéis limitaros a culpar a los miembros de las castas superiores de vuestra situación».

Así, a aquellos de vosotros que sois pobres, aquellos que venís de vivir situaciones difíciles, os exhorto a trabajar duro, a haceros responsables de vuestro futuro y a utilizar las oportunidades que tenéis a mano. Los ricos deberían preocuparse más por los pobres, pero estos deberían tomar las riendas de sus vidas, haciendo acopio de confianza en sí mismos y realizando el esfuerzo de salir adelante.

Hace unos años, visité a una humilde familia negra en Soweto, Sudáfrica. Deseaba charlar con ellos en tono informal y preguntarles por su situación, su forma de ganarse la vida, etc. Comencé hablando con un hombre que se presentó a sí mismo como profesor. A medida que avanzaba la conversación, coincidimos en lo mala que es la discriminación racial. Dije que ahora que la población negra de Sudáfrica había alcanzado los mismos derechos se abría para ella un amplio abanico de oportunidades que debía aprovechar dedicando esfuerzos a la educación y trabajando duramente. La verdadera igualdad estaba por llegar. El profesor me respondió con gran tristeza que estaba convencido de que el cerebro de los africanos negros era inferior. «No podemos igualarnos a los blancos», me dijo.

Me sentí sorprendido y entristecido. Con ese tipo de actitud mental no habrá forma de transformar la sociedad. ¡Imposible! Por ello me enzarcé en una discusión con él. «Mi propia experiencia y la de mi pueblo no ha sido muy distinta a la vuestra -le dije-. Si se nos concede la oportunidad, los tibetanos desarrollaremos una comunidad humana con éxito. Emigramos a India hace cuarenta años y en este tiempo nos hemos convertido en la comunidad de refugiados más próspera del país. ¡Somos iguales! ¡Disponemos del mismo potencial! ¡Todos somos seres humanos! La diferencia está solo en el color de la piel. Debido a la discriminación que habéis sufrido durante años, vuestras oportunidades se han visto reducidas, pero esencialmente vuestra capacidad es idéntica.»

Finalmente, con lágrimas en los ojos, me respondió en un susurro: «Ahora creo que somos iguales. Somos humanos, partimos de la misma base potencial».

Me embargó una gran sensación de alivio. Sentí que, transformando la mente de un individuo, ayudándole a desvelar la confianza en sí mismo, había contribuido de alguna forma a crear un futuro más brillante para él y para su pueblo.

La confianza en uno mismo es muy importante. ¿Cómo alcanzarla? Ante todo debemos tener en mente que todos somos iguales y tenemos, por tanto, las mismas capacidades. Si nos dejamos invadir por el pesimismo y nos convencemos de que no podemos salir adelante, no seremos capaces de evolucionar. El pensamiento de que no podemos competir con los otros constituye el primer paso hacia el fracaso.

Por tanto, la competitividad entendida de forma correcta, sincera, sin perjudicar a nadie, haciendo uso de nuestros propios derechos legales, es la forma adecuada de progresar. Este gran país proporciona todas las oportunidades necesarias.

Aunque para nosotros es importante afrontar la vida con confianza en nuestras posibilidades, también debemos permanecer alerta para distinguir entre la arrogancia negativa y el orgullo positivo. Eso también forma parte del entrenamiento mental. En la práctica, cuando se apodera de mí un sentimiento de arrogancia, «¡Oh, soy alguien especial!», me digo a mí mismo: «Es cierto que soy un ser humano y un monje budista. Por tanto, tengo la oportunidad de llegar hasta el reino del Buda a través del sendero espiritual». Luego me comparo con algún insecto que tenga delante de mí y pienso: «Este pequeño insecto es un ser muy débil, carece de la capacidad de discernimiento sobre asuntos filosóficos. Es incapaz de demostrar altruismo. A pesar de la oportunidad que tengo ante mí, exhibo su misma estupidez». Juzgándome desde este punto de vista, el insecto es definitivamente mucho más honesto y sincero que yo.

A veces, cuando conozco a alguien y me considero un poco mejor que esa persona, busco en ella alguna cualidad positiva. Tal vez tenga un bonito pelo. Entonces pienso: «Estoy calvo…, ¡así que en ese aspecto es mucho mejor que yo!». Siempre podemos encontrar cualidades en los demás, y este hábito nos sirve para contrarrestar los efectos del orgullo o la arrogancia.

Otras veces perdemos la esperanza; nos desmoralizamos pensando que somos incapaces de hacer algo. En tales momentos debemos recordar el potencial que tenemos y la oportunidad que está ante nosotros para lograr el éxito.

Al reconocer que la mente es maleable, podemos llegar a un cambio de actitud usando diferentes procesos de pensamiento. Si nos comportamos de manera arrogante, podemos usar el método de pensamiento que acabo de describir. Si estamos abrumados por un sentimiento de desesperanza o depresión resultará muy útil aferrarse a cualquier oportunidad que mejore nuestra situación.

Las emociones humanas son muy poderosas y a veces tienen la virtud de anonadarnos hasta límites desastrosos. Otra práctica importante en el entrenamiento mental implica el distanciarnos de esas fuertes emociones antes de que estas se manifiesten. Por ejemplo, cuando nos sentimos enojados o dominados por el resentimiento, podemos pensar: «Sí, ahora la ira me está trayendo más energía, más decisión, reacciones más firmes». Y, sin embargo, cuando la observamos de cerca, podemos ver que esa energía que surge de emociones negativas es esencialmente ciega. Nos damos cuenta de que, en lugar de comportar un progreso, lo que implica es un montón de repercusiones desgraciadas. Dudo de que esa energía sea realmente útil. En su lugar, deberíamos analizar la situación con suma atención, y entonces, con claridad y objetividad, decidir cuáles son las medidas oportunas. La convicción «debo hacer algo» puede dotarte de un poderoso sentimiento de propósito. Eso, creo, constituye la base de una energía más sana, más útil y más productiva.

Sí alguien nos trata de forma injusta, nuestro primer paso debe ser analizar la situación.

Si creemos que podemos soportar la injusticia, si las consecuencias negativas de hacerlo no son demasiado grandes, creo que lo mejor es aceptarla. Sin embargo, si llegamos a la conclusión, a través de un proceso mental claro y objetivo, de que dicha aceptación conllevaría consecuencias negativas insoportables, debemos enfrentarnos a ella con las medidas adecuadas. Esta conclusión debería alcanzarse a partir de un análisis claro de la situación y no como resultado de un arranque de ira. Creo que la ira y el odio nos producen más daño que la persona causante del problema.

Imaginémonos que nuestro vecino nos odia y siempre nos crea problemas. Si perdemos los estribos y dejamos que nos domine el odio hacia él, nuestra digestión se verá afectada o nos atacará el insomnio y tendremos que recurrir a tranquilizantes y somníferos en dosis cada vez mayores que acabarán dañando nuestro cuerpo. También nuestro humor cambiará: como resultado, los viejos amigos ya no irán a vernos. Las canas teñirán nuestros cabellos de gris y las arrugas envejecerán nuestro rostro, y finalmente deberemos enfrentarnos a problemas de salud más serios. Con todo esto, nuestro vecino se sentirá realmente feliz. ¡Sin habernos infligido el menor daño físico, se habrá salido con la suya!

Si, pese a todas sus tropelías, nos mantenemos serenos, contentos y pacíficos, nuestra salud se conservará fuerte, seguiremos siendo personas alegres y nuestros amigos seguirán yendo a nuestra casa. Nuestra vida se volverá más satisfactoria, y eso acabará inquietando a nuestro vecino. No bromeo cuando afirmo que este es el mejor modo de hacerle daño. En este campo tengo bastante experiencia: excepto en ciertas circunstancias muy desafortunadas, suelo conservar la tranquilidad y la paz mental. Estoy firmemente convencido de su utilidad; no debemos considerar la tolerancia y la paciencia como un signo de debilidad. Para mí, son símbolos de fuerza.

Cuando nos enfrentamos al enemigo, a una persona o a un grupo que desea hacernos daño, podemos tomarlo como una oportunidad inmejorable para desarrollar la paciencia y la tolerancia. Necesitamos estas cualidades, nos son útiles, y la única ocasión que tenemos para nutrirlas se produce cuando nos desafía un enemigo. Así pues, desde este punto de vista, nuestro enemigo es a la vez nuestro gurú, nuestro maestro. Dejando a un lado sus motivos, desde nuestro punto de vista los enemigos son una bendición.

En general, los períodos difíciles de la vida nos proporcionan las mejores oportunidades para alcanzar provechosas experiencias y desarrollar nuestra fuerza interior. Si hablamos de Estados Unidos, los miembros de la generación más joven que llevan una vida fácil y cómoda a menudo tienen dificultades en superar los obstáculos más pequeños. Su reacción inmediata es comenzar a gritar. Resulta útil reflexionar sobre las duras condiciones que sus antepasados tuvieron que soportar, tanto en Europa como en América.

Uno de los peores errores de esta sociedad es el rechazo de las personas que han cometido algún delito: los prisioneros, por ejemplo. El resultado es la pérdida de la esperanza en esas personas; pierden el sentido de la responsabilidad y de la disciplina. Las consecuencias: mayores tragedias, mayor sufrimiento y mayor infelicidad para todos. Creo que es importante que esas personas reciban de nosotros un mensaje claro: «Vosotros también sois parte de esta sociedad. También tenéis un futuro. Sin embargo, debéis enmendar los errores o acciones negativas y no volver a cometerlas. Debéis llevar una vida responsable como buenos ciudadanos».

Me entristece también el rechazo a que se ven sometidos otros colectivos, como es el caso de los enfermos de sida. Encontrarnos con un grupo social que se halla hundido en una situación especialmente desdichada supone una buena oportunidad para ejercitar nuestro sentimiento de preocupación, de cariño y de compasión. No obstante, a menudo digo a la gente: «Mi compasión no es más que una palabra vacía. ¡La difunta madre Teresa sí que aplicó la compasión a su vida!».

Tendemos a olvidarnos de la gente que sufre situaciones de miseria. Cuando recorro India en tren, veo la cantidad de mendigos y vagabundos que pueblan las estaciones. Veo cómo la gente no les presta atención e incluso se mete con ellos. En ocasiones no puedo evitar las lágrimas. ¿Qué se puede hacer? Creo que todos deberíamos desarrollar la actitud acertada cuando nos encontramos ante situaciones de tanta miseria.

También intuyo que un exceso de apego a las personas y las cosas no puede ser positivo. Muchas veces advierto que mis amigos occidentales consideran el apego como algo muy importante, como si sin él sus vidas carecieran de color. Creo que debemos trazar una línea entre el deseo negativo, o apego, y la cualidad positiva del amor que desea la felicidad del otro. El apego es una emoción sesgada; reduce la amplitud de nuestra mente hasta impedirnos percibir con claridad la situación real, y en última instancia nos provoca problemas innecesarios. Al igual que otras emociones negativas como la ira y el odio, el apego tiene un carácter destructivo. Deberíamos intentar ser más neutros, y esto no significa carecer de sentimientos o ser totalmente indiferente. Podemos reconocer lo que es bueno y lo que es malo; por tanto, deberíamos esforzarnos en librarnos de lo malo y poseer o aumentar las reservas de lo bueno.

Existe una práctica budista en la que uno se imagina dando alegría y proporcionando la fuente de toda alegría a otras personas, y que de este modo elimina todo su sufrimiento.

Aunque es obvio que no podemos cambiar su situación, presiento que, en algunos casos, a través de un sentimiento genuino de cariño y de compasión, a través de nuestro compartir sus apuros, nuestra actitud puede aliviar en parte ese sufrimiento, al menos mentalmente. Sin embargo, el punto principal de esta práctica es aumentar nuestra fuerza y nuestro coraje interior.

He escogido unos versos que creo que resultarán aceptables para personas de cualquier culto, e incluso para aquellas que no se adscriben a ninguna religión. Si es practicante, al leer estos versos podrá reflexionar sobre la forma divina ala que adora. Un cristiano pensará en Jesús o en Dios, un musulmán pensará en Alá. Entonces, mientras recite estos versos, comprométase a aumentar los valores espirituales. Si no es religioso, puede reflexionar sobre el hecho de que, fundamentalmente, todos los seres comparten con nosotros sus deseos de felicidad y de superar el sufrimiento. Al reconocerlo, pronuncie el deseo de llegar a tener buen corazón. Eso es lo más importante: la calidez de nuestro corazón. Puesto que formamos parte del género humano, es importante ser una persona amable y buena.

Que el pobre consiga riqueza, que los apenados encuentren la alegría.

Que el abandonado halle una nueva esperanza, prosperidad y una estable felicidad.

Que el asustado deje de temer, y que los esclavos sean libres.

Que los débiles encuentren la fuerza, y que la amistad una sus corazones.