5

Parker entró en el bar y pidió una cerveza. Fuera, empezaba a anochecer, y este era el primer bar con el que había dado en Huntington. Tenía desplegada toda la parafernalia típica de los bares: el coche antiguo de Past Blue Ribbon, Miss Rheingold, el reloj de pared de Budweiser, las luces oscilantes de Miller’s High Life, el neón con forma de 7, el reloj Schlitz con su dibujo de lentejuelas azules. A lo largo de la barra estaban sentados media docena de tipos del pueblo y otros tres jugaban con la máquina de bolos instalada en la parte trasera. Uno de ellos era zurdo.

Parker se bebió la mitad de la cerveza.

—Estoy buscando Reardon Road.

El barman le miró y dijo:

—¿Usted también? —Y se volvió hacia uno de los que estaban acodados en la barra—. Aquí hay otro tipo que busca Reardon Road.

—¿En serio?

—¿Quiere decir que mi hermano ya ha pasado por aquí?

—¿Su hermano?

—Es más mayor que yo. Bajo y fornido, con un aire quizá un poco alelado.

—Vaya por Dios —exclamó el barman.

El tipo con el que el barman había hablado se acercó a Parker.

—Ha estado aquí hará una media hora.

—O menos —añadió el barman.

Parker se acabó la cerveza.

—Pensé que le llevaba ventaja. ¿Por dónde se llega?

—¿A Reardon Road? —El cliente miró al barman—. ¿Cómo se lo hemos explicado a su hermano?

Otro cliente se sumó a la conversación:

—Yo se lo indiqué. Mira, amigo, sigues esta calle y atraviesas el pueblo, ¿lo ves? Y después sigues recto hasta que veas un campo de golf.

—El Crescent —acotó otro de los clientes.

—Exacto. El Huntington Crescent. Y giras a la izquierda justo al dejar atrás el campo de golf.

—La primera calle a la izquierda —dijo el barman.

—Exacto —volvió a intervenir el segundo cliente; no le gustaba que le interrumpiesen—. Y después la segunda a la derecha y la primera a la izquierda.

El otro cliente y el barman asintieron.

—Ese es el camino que le hemos indicado.

Parker lo repitió:

—Primero a la izquierda después del campo de golf, después la segunda a la derecha y la primera a la izquierda.

Todos le dijeron que era correcto y él les dio las gracias. Salió, volvió al coche y atravesó la ciudad, manteniéndose todo el rato dentro del límite de velocidad. No era el momento de perder un cuarto de hora discutiendo con un poli.

El campo de golf estaba más lejos de la ciudad de lo que pensaba, pero quizá fuese porque tenía prisa. Stubbs le llevaba menos de media hora de ventaja. Pero debido a la llamada telefónica, Wells estaba sobre aviso.

Las distancias son engañosas en las estrechas carreteras comarcales. La segunda a la derecha parecía no llegar nunca después de la primera a la izquierda, y el siguiente giro a la izquierda estaba pasado el borde del fin del mundo, por Asia o algún sitio así. Hasta que por fin llegó a Reardon Road y tuvo que reducir mucho la velocidad para asegurarse de poder leer correctamente los nombres en los buzones. Finalmente vio el nombre de Wells y aparcó el Chevy a un lado de la carretera. No veía el Lincoln negro por ningún lado, de modo que Stubbs debía haberse hecho un lío con la dirección.

Parker bajó de Chevy, lo cerró y avanzó por el camino privado rodeado de árboles. Llegó a una curva y detrás apareció aparcado el Lincoln, bloqueando el camino. Desenfundó la Sauer y se acercó lentamente, pero el coche estaba vacío. Siguió avanzando, vislumbró la casa y se desvió hacia la derecha, metiéndose entre los árboles.

Si Stubbs tenía dos dedos de frente, debía de estar acercándose a la parte trasera de la casa por el bosque. O ya lo había hecho. Había luces encendidas en la casa y Parker las veía de vez en cuando entre los árboles. Siguió avanzando hacia la derecha, hasta que estuvo seguro de haber dejado atrás la casa, y entonces giró hacia la izquierda para llegar hasta ella rodeándola.

De pronto apareció un tramo asfaltado delante de él y vio que estaba frente a un garaje con capacidad para tres coches. Maldijo en voz baja y dio un paso atrás, y en ese momento escuchó un disparo a su izquierda. Salió precipitadamente al tramo asfaltado, miró hacia la izquierda y vio a Stubbs entre las sombras del anochecer, plegándose sobre sí mismo. Detrás de él había otro hombre, de aspecto distinguido y cabello cano, que empuñaba un arma. Wells miró más allá de Stubbs, vio a Parker y puso ojos como platos al ver aparecer el arma, lista para disparar.

«No lo mates todavía —se dijo a sí mismo Parker— y no le destroces la mano derecha». Disparó bajo y la bala le destrozó el tobillo a Wells, que lanzó un «Aaaah» extrañamente agudo y cayó hacia delante sobre el asfalto. La pistola se le escapó de la mano y se deslizó por el suelo hasta que se detuvo cerca de la oreja de Stubbs.

Parker comprobó primero el estado de Stubbs y vio que estaba muerto. Después echó un vistazo a Wells, que estaba inconsciente. Rasgó la manga de la camisa de Wells y rápidamente le hizo un torniquete en la pierna para evitar que se desangrase por el tobillo. Después recogió la Sauer y avanzó con paso rápido hacia la casa.

Era una casa elegante; los propietarios originales seguramente eran republicanos con pasta.

Parker fue recorriendo todas las habitaciones y encendiendo las luces, que después no apagó. La luz se reflejaba sobre pulidas caobas y superficies metálicas, sobre el elegante suelo y la elegante carpintería, sobre tenues oleos y estanterías repletas de libros.

En la cocina la luz era fluorescente e iluminaba superficies de porcelana, acero y formica. Parker subió al piso superior y echó un vistazo a todas las habitaciones, y después bajó al sótano, donde encontró las habitaciones de la servidumbre. Pero no había nadie en la casa.

Finalmente volvió al exterior, dejando la casa resplandeciente de luces. Fuera ya era noche cerrada. Parker miró hacia las ventanas del segundo piso del garaje, que no tenían cortinas, solo una película de polvo en los cristales. Se dirigió hacia donde yacían los dos hombres y vio que Wells reptaba hacia Stubbs y la pistola.

Parker le dio una patada en el tobillo herido y Wells volvió a desmayarse. Lo agarró, lo cargó hasta la casa y lo dejó en un sofá de cuero en el salón. Nunca antes había visto un sofá de cuero, debía haber costado unos mil dólares.

Cuando Wells recuperó la conciencia, Parker estaba sentado en una silla cerca del sofá, con la Sauer a mano en el regazo. Wells parpadeó deslumbrado por la luz y susurró:

—Mi pierna, mi pierna.

—Sé que has matado a Stubbs. ¿También mataste al doctor Adler?

—Mi pierna —susurró Wells.

Parker hizo una mueca. Tendría que empezar con una pregunta más sencilla.

—¿Dónde están los criados?

Wells cerró los ojos.

—Necesito un médico.

—Primero respóndeme.

—Les he dado la tarde libre.

Parker asintió.

—¿Para que no hubiese testigos cuando matases a Stubbs? ¿También mataste al doctor Adler?

—Mi pierna. Necesito un médico. No puedo soportar el dolor.

—Primero respóndeme. ¿Mataste al doctor Adler?

—¡Sí! Sí, ya lo sabías.

—Quería oírlo.

Parker se puso en pie y salió de la habitación.

Detrás de él, Wells aulló:

—¡Por el amor de Dios, necesito un médico!

Parker recordó que había un despacho en la casa. Lo localizó y rebuscó en los cajones de la mesa hasta que encontró papel y bolígrafo. De vuelta, se detuvo en la sala de música y cogió un elepé con su carátula para apoyar el papel sobre él.

Wells seguía en el sofá, con los ojos cerrados. Cuando Parker entró en el salón, los abrió.

—¿Has llamado a un médico?

—Todavía no.

—Me duele, tío.

—Esto no es nada. —Parker levantó a Wells hasta que quedó sentado, con la pierna herida estirada delante de él, con el talón apoyado en el suelo. Parker aflojó el torniquete—. Mírate el tobillo.

Wells lo miró y vio que la sangre volvía a salir a chorro. Antes prácticamente se había detenido y había empezado a coagularse, pero cuando se aflojó el torniquete la costra se rompió. Wells gimió y trató de alcanzar con la mano el torniquete.

Parker se la apartó de un manotazo.

—Primero tienes que escribir algo. —Le tendió a Wells el elepé, el papel y el bolígrafo—. Escribe cómo mataste al doctor Adler y a Stubbs.

—¡Estoy demasiado débil! ¡Estoy perdiendo sangre!

—Podrías morir —dijo Parker—, si pierdes el tiempo discutiendo.

A Wells le temblaban las manos, pero se las apañó para escribir: «Me apoyé en la ventana desde el porche y disparé al doctor Adler, que estaba sentado en su despacho. Disparé cuatro veces. Esperé en el bosque a...»

Se detuvo y alzó la mirada.

—¿Cómo se llamaba el chófer?

—Stubbs, con dos bes.

«... Stubbs y le disparé cuando salió del bosque frente a mi casa».

Parker lo leyó por encima del hombro de Wells.

—Fírmalo.

«Charles F. Wells».

—Tu verdadero nombre también.

«C. Frederick Wallerbaugh».

—Perfecto.

Parker cogió la confesión para que no acabase manchada de sangre e hizo un disparo con la Sauer. La bala atravesó el corazón de Wells.

Parker se guardó la Sauer bajo la chaqueta y sacudió la confesión en el aire hasta que la tinta se secó. Después la dobló, se la guardó en el bolsillo y fue a la cocina en busca de un cuchillo.