Escena: 16
“Pero mamá, así estoy bien,” dijo Ralf.
“Sabes que a tu padre no le gusta que andes mal vestido,” respondió la madre mientras le cepillaba el cabello. “Nuestro invitado llegará en cualquier momento.”
Ralf terminó de abotonarse el cuello de la camisa.
“No me pongas esa cara,” dijo la madre, “quedaste hermoso.”
Ralf tenía nueve años pero parecía un hombrecito. Vestía todo de color marrón; camisa manga corta, pantalones cortos con tirantes, medias hasta las rodillas y zapatos.
La madre elevó la cabeza y aspiró. “Rudolf, se quema el cerdo.” Salió de la habitación. “Termina de arreglar tu cuarto,” le dijo a Ralf mientras bajaba las escaleras.”
La habitación era sencilla; una cama adosada a una pared junto a la ventana, un armario de dos puertas y seis gavetas adosado en otra pared y una mesa de pino con su silla junto al armario. Frente a la mesa, una chimenea.
Ralf tomó del suelo una sierra, un martillo, un puñado de clavos y los guardó en una caja. Cuando dispuso tender la cama, el padre gritó desde el primer piso: “Ralf, llegó Hitler.”
En la puerta se encontraba parado un hombre de estatura media, rostro adusto y cabello corto. Vestía traje negro con chaleco, camisa blanca, corbata negra y sobretodo. Bajo el brazo, un paquete.
“Bienvenido a nuestro humilde hogar,” dijo Rudolf.
Hitler inspeccionó el lugar a medida que entraba.
“Deben mudarse de aquí.”
Rudolf no supo qué responder.
Hitler lo observó.
“No tengo nada contra tu casa pero si vas a entrar en el partido debes considerar mudarte a Múnich.” Giró el rostro. “Olga, cómo estas,” dijo al verla salir de la cocina.
“Tiene buena memoria,” respondió Olga. Le extendió la mano.
Ralf dio un brinco desde el tercer peldaño y aterrizó en la entrada.
“Qué modales son esos,” dijo Olga.
“Los niños son así,” respondió Hitler sonriendo. Observó a Ralf y se admiró. “Cómo has crecido desde la ultima vez que te vi.”
“Sí, hace cinco años,” dijo Ralf. De repente, se le quedó mirando. “Qué le pasó a tu bigote.”
Olga arqueó una ceja. Ralf miró a su mamá.
“Luce mejor así.” El bigote de Hitler era del ancho de su nariz. “Te traje un regalo.”
“¿Para mí?”
Ralf tomó el paquete y se arqueó. En las manos de un adulto no pesaba pero sí en las de un niño.
“Qué se dice,” dijo Rudolf.
“Eh, gracias señor Hitler.” Miró a su mamá. “¿Puedo abrirlo?”
“Después de almorzar. Por favor pasen al comedor.”
Olga se había esmerado en la cocina. Distribuidos en la mesa se encontraban un pequeño cerdo asado a la leña, una bandeja con verduras, un enorme pan negro y una torta de chocolate con nueces. Un vaso con cerveza de trigo acompañaba cada plato—menos el de Ralf.
Demoraron cerca de hora y media en degustar todo el almuerzo. Olga procedió a servir la torta.
“Se gastaron todos sus ahorros,” dijo Hitler.
Rudolf no respondió.
Hitler posó una mano sobre el hombro de Rudolf. “Deben mudarse a Múnich; el partido necesita hombres como tú.”
“¿Señor Hitler puedo abrir mi regalo?”
Olga levantó la mirada y arqueó una ceja.
“Llámame Adolf.”
Ralf vio a su mamá. Olga asintió. Ralf tomó el paquete y lo colocó en la mesa. Abrió la boca de par en par cuando quitó el envoltorio.
Frente a él había un estuche cuadrado de unos cuarenta centímetros por cinco centímetros de espesor. En sus esquinas tenía incrustado un diseño labrado en plata. Tanto su cerrojo como las dos bisagras de la cara opuesta eran labrados del mismo material. Un monograma tallado en el centro adornaba el estuche con las letras RH.
“Son tus iniciales,” dijo Hitler.
Ralf no salía de su asombro. Abrió el cerrojo y levantó la tapa. El interior revestido en terciopelo rojo guardaba celosamente una esvástica.
“Es madera de teca; la más fuerte del mundo.”
Ralf la sostuvo por una de las esquinas.
“¿Qué es?”
“Un símbolo de poder,” respondió Hitler con orgullo.
Ralf giró el rostro para darle las gracias. Se asustó. Encima de Hitler había una repisa en mal estado aguantando un reloj. Ralf soltó la esvástica se montó en la mesa y se lanzó encima de Hitler. Ambos cayeron al suelo. El reloj impactó en la silla de Hitler.
Diez; once; doce; trece; catorce segundos.
Ralf y Hitler se miraron directo a los ojos.
“Mujer, te dije que cambiaras esa repisa,” dijo Rudolf.
“Estoy bien,” respondió Hitler. Se levantó.
“Lo siento mucho; tenía que haberlo quitado de ahí,” dijo Olga.
Hitler observó a Ralf.
El niño estaba pálido.
Adolf no se inmutó; en sus ojos se percibió un atisbo de admiración. Miró a Rudolf. “No me equivoqué; en unos años será útil a la nación.” Le dio una palmada en el brazo y salió de la casa.
La familia se encontraba en la cocina terminando de limpiar los platos.
“Te lo dije Olga, Ralf se convertirá en un gran soldado de Hitler y líder para la raza Aria.”
“No exageres; apenas es un niño.”
“Mujer, no tienes visión. Hitler puso sus ojos en él.”
“Adolf es un soñador.”
“Te convencerías si me acompañaras a escucharlo cada vez que te invito.”
“¿A Múnich? Ni lo pienses.”
“Por eso no salimos de esta choza.”
“Ahora es mi culpa que seamos pobres.”
“Sabes que existe la oportunidad de salir de aquí.”
“Partido Obrero Alemán; bonito nombre escogieron.”
“Siempre con tus ironías.” Giró el rostro y observó a David. “El viernes me acompañarás a Múnich. Formalizaremos nuestra unión con el partido.”
“Pero papá el viernes es el cumpleaños de David.”
“¿Ese maldito judío? Primero son tus obligaciones con la patria.”
Ralf bajó el rostro. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
“Mira lo que has hecho,” dijo Olga a Rudolf.
Rudolf respiró profundo y colocó su mano sobre el hombro de Ralf.
“Hijo, la nación se encuentra en crisis; apenas nos alcanza con lo que puedo vender de la cosecha. Gracias a Hitler tendré trabajo y nos mudaremos a una ciudad. El ve un gran futuro en ti; no lo hagas quedar mal.”
Ralf giró el rostro hacia su madre. Olga asintió. Ralf salió de la cocina, tomó el regalo y subió a su habitación. Aún se escuchaban los gritos de sus padres. Cerró la puerta y se sentó en la cama. Frente a él estaba el estuche. Pasó su índice por el monograma recorriendo cada letra. Secó sus lágrimas, se arrodilló frente al armario y sacó cuatro listones del piso. En el interior habían dos juguetes rudimentarios de madera: un avión y un caballo. Los tomó, se levantó, agarró el estuche, lo introdujo en el hueco y colocó los listones de nuevo en su lugar. Finalmente decidió utilizar un ala del avión y las riendas de cuero del caballo. Tomó un cuchillo y se puso a trabajar sobre la mesa.