Capítulo 5
Dos historias cercanas a la muerte
A continuación, expondré dos historias que me fueron relatadas hace algún tiempo, y cuyo nexo común es la proximidad de ambas con la muerte. Debido a la extensión de las mismas y a la gran cantidad de pormenores y matices interesantes que se desprenden, he decidido ofrecer al lector dichos relatos de forma íntegra, tal y como éstos me fueron facilitados por sus protagonistas. Se trata de un interesantísimo caso de lo que se conoce comúnmente como ECM (Experiencia Cercana a la Muerte), así como de una bella historia de fantasmas narrada por todo un subinspector de policía, de lo más escéptico, que la vivió en sus propias carnes.
Una ECM diferente
El caso que narraré a continuación tiene como protagonista a alguien muy especial, y tuvo lugar el 19 de enero de 1987. Por petición expresa suya, nos referiremos a esta persona con sus iniciales, O. B. G. Se trata de una persona escéptica, que de hecho cree que lo que vivió puede explicarse racionalmente gracias a los increíbles mecanismos del cerebro. Aun así, a juicio del autor del presente libro, se trata de un caso espectacular, de los que le hubiera gustado recopilar al mismísimo Dr. Raymond Moody (del que daremos buena cuenta en la segunda parte de este libro). El informe médico que demuestra su hospitalización lo adjunto en el primer anexo.
Lo que me contó nuestra protagonista dice así:
«Soy atea. No creo en dioses, ángeles, santos o demonios de ninguna religión, aunque sí que tengo mis creencias basadas en lo que yo misma he vivido. De hecho, yo soy la primera en poner en duda la experiencia que tuve o creí tener.
»Cuando tenía once años, fui hospitalizada en estado casi de muerte cerebral, en coma profundo. Desde entonces y hasta hace dos años, era diabética insulinodependiente. Pues bien, aquel día sobre las once de la mañana mi padre llegó al hospital conmigo al hombro, pues yo iba inconsciente y esa noche había perdido unos diez kilos entre vómitos, sudor y orina. El caso es que salieron unos médicos corriendo y me arrancaron literalmente de los brazos de mi padre. Yo de aquello apenas tengo el recuerdo de unos "flashes" difuminados por el tiempo, en los que veía a los médicos y enfermeras quitarme la ropa. Lo curioso es que lo observaba todo desde fuera y no desde la camilla en la que me tumbaron. Después, una enfermera o psicóloga (mis padres no lo saben con certeza) salió llorando a decirles que debían ser muy fuertes, que mi estado era muy crítico, que no contaran conmigo (ya que mi cerebro estaba muriéndose) y que sólo si lo que me inyectaron era capaz de hacer efecto, y lo hacía a tiempo, tendría la posibilidad de vivir, pero sin garantizar en qué condiciones. Aun así insistió en que tenían que ir asumiendo lo peor.
»Lo siguiente para mí fue ver el techo pegado a mi cara, me di la vuelta y vi mi cuerpo, con dificultad, ya que me tapaban las cabezas de médicos y enfermeras que estaban sobre mí. Distinguí cómo me ponían cables, me conectaban a aparatos, me inyectaban… Pero lo más gracioso, es que yo, sabiendo que era esa niña tumbada, pensé: "qué aburrido" y me marché. Para mí, en ese momento, la niña de la camilla (yo) era como un vestido viejo y abandonado que no me importaba en absoluto.

O. B. G. vivió una inolvidable y poco convencional experiencia cercana a la muerte.
»Lo que pasó por mi mente después fue la conciencia de que me moría, y en absoluto me preocupó. Eso sí, antes quise despedirme de algunas personas. Otra de las muchas cosas que no he llegado a comprender, es por qué fui a ver a unos y no a otros, que eran mucho más importantes, o allegados a mí, como es el caso de mis padres (que estaban al lado), hermanos, abuelos y familiares maternos (casi todos vivían en Lérida). Es como si sólo pudiera moverme en un perímetro limitado. Tan sólo tenía que pensar en alguien para aparecer en el lugar en el que éste se encontraba. Curiosamente, siempre les veía desde el techo y cerca de una puerta de la estancia donde se hallaba la persona. Éstas no se percataban de mi presencia, y continuaban con sus quehaceres. Yo era invisible para ellos, si es que en realidad estuve ahí.
»Los únicos en mirarme fueron mis perros, a los que también quise ver antes de "morir". En ese momento me di cuenta de que no me quedaba tiempo para más visitas, y que tenía algo muy importante que hacer antes de marchar "al otro lado". Lo siguiente fue ir a casa de un hombre, un charlatán que se llamaba a sí mismo curandero y vidente, aparte de alardear de otros "dones" de los que dudo bastante tuviera. Pero esa persona tenía algo, un objeto con forma de cubo o dado de madera, el cual yo deseaba más que nada en este mundo (esta historia tiene también su miga, pero ahora no viene al caso).
»Lo gracioso es que primero aparecí frente a su edificio, el cual desconocía y desconozco donde está. Después, en la entrada de su casa y como dato, contar que me desplacé por el techo (la sensación no era nada agradable, era como estar unida a éste por la fuerza de un imán). Eso sí, supongo que mi parte aún racional/ material me hizo acceder a las habitaciones por las puertas (algunas cerradas) y no atravesar paredes ni techos o suelos, sin ningún problema, hasta llegar al gabinete del citado individuo. Ahí estaba el objeto (con supuesto poder) que yo tanto ansiaba, pero me costaba muchísimo bajar del techo y, en ese momento, aquel hombre entró en la habitación y yo me asusté, desapareciendo de allí.
»Lo siguiente que recuerdo es un túnel, pero "mi túnel" no era oscuro como estoy cansada de escuchar y leer, "mi túnel" era azul como el cielo raso de verano, era simplemente hermoso y lleno de luz. No sentí ningún miedo, al contrario, era intensamente feliz. La sensación fue de libertad absoluta, tanto material como mental. Yo solo tenía conciencia de mi "yo" presente, de ese momento. Nada del pasado, ningún recuerdo, ni pena por la niña que era momentos antes (bueno, digo momentos, pero lo cierto es que no tenía conciencia del tiempo). Al fondo, había una inmensa "bola" de luz blanco azulada, cálida y bellísima, hacia la que me desplazaba como si estuviera flotando.
»También he de decir que fui consciente de no tener cuerpo físico, ni siquiera imagen de lo que fue mi anatomía. Sí sabía que tenía unos límites pero eran invisibles para mí, no había brazos, piernas, ni ojos con los que ver (otra de las cosas que no pude comprender, puesto que observé mi cuerpo invisible buscándolo con unos ojos inexistentes). Mi único pensamiento era el de fundirme con la luz, no el de atravesarla, sino el de formar parte de ella. Al final de "mi túnel" no había nadie reconocible esperándome, ningún familiar muerto o persona alguna. Eso sí, había dos presencias sin cuerpo físico ni forma (igual que yo) que, aunque desconozco el motivo, percibí con toda claridad. Una a cada lado del final, uno un poco más adelantado que el otro. Y fue este mismo, el más cercano a mí, el que me transmitió un pensamiento de forma mental ya que no había ni voz, ni palabra, ni boca, ni oídos... El mensaje fue claro: "No es tu momento, vuelve". Sólo sé que en ese instante noté como si un gigantesco aspirador o turbina me absorbiera alejándome de la luz y de las dos presencias, y el monumental cabreo e impotencia (por así decirlo) que sentí al no poder llegar a la luz fue tremendo, ya que yo no quería volver a mi cuerpo físico, a mi vida. Lo siguiente que recuerdo fue un despertar intermitente en el que sufrí una gran confusión durante muchas horas. Como curiosidad diré que varios días después, uno de los enfermeros que me asistió en urgencias, el día del ingreso, al verme palideció y alarmado dijo que qué hacía yo allí, si él mismo me vio muerta.
»Lo cierto es que, como persona escéptica que me considero, y diabética que he sido hasta mi trasplante, sé que cuando hay un coma diabético el paciente sufre un gran desorden y caos mental, y en mi caso fueron más de veinticuatro horas en estado crítico.
»Eso es todo lo que puedo contar de mi experiencia, real o no, casi treinta años después. Así es como la recuerdo. Por cierto, yo no tuve ningún trauma a raíz de aquello que creo viví y relaté desde un primer momento a mis familiares. Tampoco sentí la necesidad de ser mejor persona, ni me afectó la noticia de mi enfermedad, cosa que me tomé con tranquilidad y resignación, algo que sorprendió al psicólogo infantil. Con ello no pretendo dar a entender que yo o mi cerebro seamos ni especiales ni más fuertes, sino simplemente lo cuento como ocurrió, o insisto, como creo que ocurrió aquella experiencia que con tanto cariño recuerdo.»
Un policía ante lo insólito
El subinspector de policía Fernando Ramón Calderón, desde su cargo como responsable sindical de la Confederación Española de Policía (CEP) de Andalucía Occidental, me narró en 2011 una espeluznante y amplia experiencia inexplicada que, debido a su extrañeza, reproduciré con todo lujo de detalles tal y como él me la hizo llegar a mí. Llama poderosamente la atención que, lo que a continuación leerá el lector, proviene de una de esas voces de lo insólito cuya seriedad y honestidad han de estar fuera de toda duda debido, en mi humilde opinión, al trabajo que éste realiza. Cojan aire y prepárense. Su historia es la siguiente:
«Hace aproximadamente unos doce años y estando destinado en Sevilla, en los servicios de seguridad ciudadana unipersonales (un solo funcionario), fui encomendado por el responsable de uno de los distritos policiales de la capital para que hiciera gestiones, en cuanto a evitar que se depositara "eternamente", y en una comisaría de policía una bolsa de color gris de las usadas por empresas de incineración mortuorias, que al parecer había aparecido y que contenía las cenizas de un finado. Esto resultaba un quebradero de cabeza para los responsables policiales de distintas áreas, pues no se había obtenido un resultado óptimo, en cuanto a donde entregar la misma. Dicha bolsa mortuoria apareció en una de las orillas del río Guadalquivir, en las proximidades de uno de los puentes más emblemáticos de la capital hispalense, el puente de Triana.
»Al parecer, dos ciudadanos aficionados a la pesca de caña, de los que abundan en Sevilla en sus márgenes, "pescaron" esta bolsa y detectando que pudiera contener las cenizas de una persona fallecida dieron cuenta al 091, cuya Sala de Operaciones comisionó a un radio patrulla (zeta) al lugar, para que la recogiera y realizara las gestiones oportunas.
»Los dos agentes policiales, tras recabar datos de estos "pescadores", se desplazaron con el objeto en cuestión a la Comisaría de Distrito donde se halló dicho efecto mortuorio y, tras realizar numerosas y arduas gestiones, que resultaron del todo infructuosas, vencidos por la ausencia de resultados, entregaron dicha bolsa al propio jefe del distrito policial donde apareció esta. Este requirió que me presentara en su despacho para encomendarme la que considero la misión o servicio policial mas extraño que en veintitrés años de mi carrera profesional he llevado a cabo.
»Para este cargo policial, después de infructuosas gestiones con diversos organismos oficiales, tanatorios funerarios, Salud, Ayuntamiento, etc., y donde "todos" lanzaban la pelota fuera en cuanto a qué hacer con dicha urna funeraria, yo al parecer y para elevar mi autoestima era el último cartucho según sus palabras, ya que a juicio suyo se me daba bien resolver problemas con facilidad.
»Cuando procedí a su recogida, tomamos la decisión de que personalmente me dirigiera al mayor cementerio de Sevilla y uno de los más grandes de España, al de San Fernando, lugar por otro lado desconocido para mí, pues llevaba muy poco tiempo destinado en dicha ciudad.
»El propósito era que, in situ, expusiera a algún responsable de las áreas de incineración o administración de dicho complejo mortuorio si hubiese en el mismo y con los datos de dicha bolsa/urna (dígitos), alguna pista que pudiera solventar el problema y de esa manera entregar la misma o bien a familiares del finado o que ante esta imposibilidad ellos (los del cementerio) la tuvieran en depósito o le dieran un destino conveniente. Tomé la decisión por respeto al finado/a que dicha bolsa y su contenido no viajara en el maletero del vehículo policial, sino que la misma estuviera depositada en el asiento delantero derecho, lugar donde normalmente se sitúa el segundo componente de toda unidad de radio patrulla, los llamados popularmente "ZETAS".

Fernando Ramón Calderón.
»Así que, con este inusual compañero de viaje, comuniqué por radio a la sala de operaciones del 091 de Sevilla (H-20) que abandonaba mi distrito y me dirigía a otro, con el fin de llevar a cabo unas gestiones desconociendo cuánto tiempo me llevarían éstas y cuándo volvería a reincorporarme a mi demarcación.
»Nunca olvidaré que era una mañana gris y de densa nubosidad, la cual había eliminado de un plumazo la clásica luminosidad de la capital andaluza, especialmente porque era acompañada de una lluvia persistente, con cortinas de agua que por su gran intensidad y cantidad de agua dificultaba la visibilidad al conducir. Cuando llegué a la entrada principal de dicho cementerio, solicité a un responsable en su acceso que me indicase dónde debía de dirigirme para hacer gestiones sobre incineraciones mortuorias.
»El empleado me trazó una hoja de ruta hacia mi destino, que como principal referencia o elemento guía, la componía una escultura mortuoria de grandes proporciones, la cual y si seguía sus instrucciones de manera adecuada, me facilitaría la llegada sin ninguna dificultad aparente. Advirtiéndome, eso sí, y de forma reiterada, que tuviera cuidado en no confundirme, pues al estar conduciendo un vehículo y no ir a pie, con la que estaba cayendo (lluvia torrencial) podría perderme con suma facilidad entre las calles de dicho cementerio, siendo complicado volver al punto de partida o de localización del destino buscado.
»Por razones que desconozco, al traspasar la reseñada escultura, confundí uno de los caminos o vías indicadas por el empleado, por lo que desorientado y perdido, acabé en un entramado de calles estrechas, repletas de paredes de nichos en hileras interminables, por lo que decidí intentar volver sobre "mis pasos" y localizar la referida estatua. Pero tras treinta minutos, atormentado por una visibilidad ínfima, no sólo por la lluvia que no paraba de caer, sino por los cristales empañados del vehículo, no tuve más opción que la de intentar estacionar el radio patrulla y eliminar parte del vaho de los cristales, que me impedía ver la calzada.
»Hastiado de dicha situación, y sopesando si pedir ayuda a la sala del 091 para que algún empleado del cementerio se desplazase al lugar donde me encontraba e indicarme así una salida al laberinto de calles, es cuando, en voz alta, manifesté (para mí) la posibilidad de dejar la bolsa en alguna parte de dicho camposanto y terminar dicho servicio atípico. Y es cuando, al estacionar, percibí sin ningún género de duda un carraspeo humano de garganta prolongado, seguido de un golpe de tos que provenía del lateral delantero derecho del radio patrulla.
»Sorprendido por dicho sonido, de manera inconsciente, fijé la mirada en un primer instante sobre la bolsa gris, que seguía yaciendo en la posición y lugar sobre la cual la dejé desde mi partida de la comisaría, es decir, sobre el asiento del copiloto. Seguidamente, fijé mi mirada sobre la zona derecha donde partió dicho sonido, cuando, incrédulo, localicé en el cristal de la ventana del "copiloto", escrito sobre el vaho, la palabra: "S.O.S".
»Por un momento, una carga de adrenalina se activó y por primera vez en mi vida como policía, no era miedo lo que sentía en ese momento, sino "pánico". Estaba aterrado. Algo raro teniendo en cuenta que estaba acostumbrado a controlarme, en situaciones de riesgo físico, como la que padecen los policías en atracos con armas de fuego, atentados terroristas, agresiones con arma blanca o incendios, etc. Situaciones para las cuales nos forman. Dicho pánico dio pie a que, en un primer momento, abandonase el vehículo posicionándome a escasos tres metros de éste con la mano en la culata de la pistola, intentando analizar lo que me había sucedido momentos antes.

Comisaría Campo Madre de Dios, en Córdoba, donde trabajaba Fernando cuando le hice la entrevista.
»Tras dos o tres minutos donde la ansiedad y los latidos cardíacos me martilleaban las sienes y el tórax, sintiendo un sudor frío que corría por mi cuerpo empapado debido a una lluvia que no cesaba, tras calmarme y acompasar mi respiración, regresé al vehículo que seguía en marcha, valorando lo ocurrido momentos antes y razonando que lo acaecido tenía que tener una explicación lógica.
»Tras iniciar nuevamente el camino, cinco minutos después encontré a un individuo que transitaba a pie por el lugar con un chubasquero que prácticamente le tapaba el rostro, el cual resultó ser un empleado del cementerio y que, tras indicarme de manera entrecortada por una persistente tos el lugar de la estatua que marcaría el camino buscado, llegué a mi destino, donde después de conseguir los datos suficientes para solventar el problema, me dirigí junto a la bolsa al despacho de mi jefe para darle novedades de lo actuado.
»Tras comprobar la bolsa, su código nos indicaba que dicha incineración se llevó a cabo en una gran ciudad fuera de la comunidad andaluza, tras las investigaciones discretas y oportunas. Esto nos llevó a la esposa del fallecido, la cual viajó en días posteriores expresamente a Sevilla, tras recibir la noticia por agentes del Cuerpo Nacional de Policía de su ciudad y con ello hacerse cargo de las cenizas de su esposo, relatando una historia hermosa, que me conmovió y que completa lo detallado hasta ahora.
»Por lo visto y según manifestó esta señora, en una de las visitas que dicho matrimonio hizo a Sevilla, su esposo (finado), enamorado desde siempre de esta ciudad, ante las vistas de la misma que desde el puente de Triana contemplaba junto a su esposa, le manifestó el deseo de que sus cenizas mortuorias, cuando se produjera su muerte, fueran lanzadas desde ese mismo puente y por ella (la mujer) al río Guadalquivir, expresando de esa manera su deseo.
»Cumpliendo con la última voluntad de su marido, viajó a Sevilla y tras situarse en el puente de Triana desde donde se disponía a lanzar las cenizas de su marido, ya fuera por la emoción o por el estado de nervios que tenía por la situación, se le cayó la bolsa completa al río sin poder entonces lanzar las cenizas, por lo que dio por finalizado dicho acto de reconocimiento in memoriam, hasta que para sorpresa suya y días después, la Policía Nacional se pusiera en contacto con ella para comunicarle que las cenizas de su marido estaban depositadas en una comisaría del centro de Sevilla.
»Esta historia, que nunca olvidaré, tiene un final feliz pero curioso. Al finalizar mi servicio, miré el coche que utilicé y no sólo tenía aún la palabra "S.O.S" en la ventana delantera derecha, sino que, con idéntica escritura pero mayor tamaño, descubrí en la trasera la palabra "¡Gracias!". ¿Unos niños la escribieron? ¿Casualidad? ¿La tos que escuché provino del empleado y éste pudo estar en las proximidades y no lo detecté debido a la lluvia y el vaho? Lo cierto es que, como ya he dicho, me las he visto en situaciones duras en atracos, agresiones con arma blanca, atentados terroristas... pero nunca he sentido terror como en ese día. Una mañana que nunca, nunca olvidaré.