APÉNDICE A

(PARA FILÓSOFOS)

Hay momentos en el libro en que trato muy de soslayo, y sin apenas comentarios, algunas de las principales batallas filosóficas, o bien no cumplo con las obligaciones académicas propias de un filósofo. Aquellos filósofos que han leído el manuscrito del libro me han planteado algunas preguntas en relación a estas lagunas. Dichas preguntas se refieren a aspectos que pueden no ser de interés para los que no se dedican profesionalmente a la filosofía, pero merecen recibir una respuesta.

Al final del capitulo 11, en el diálogo con Otto, usted se da demasiada prisa en introducir los «presentimientos» en tanto que actos de habla sin actor y sin habla, y después revisar su propia caricatura, sustituyendo los presentimientos por “acontecimientos de fijación de contenido” sin ningún comentario adicional ¿No es este uno de los pasos clave de toda su teoría?

Efectivamente. Este es el principal punto de contacto con la otra mitad de mi teoría de la mente, la teoría del contenido o de la intencionalidad cuyo desarrollo más reciente presenté en mi libro La actitud intencional Hay muchos otros puntos en el libro donde me remito a esta teoría, pero creo que ustedes han sabido detectar el punto fundamental. Sin esa teoría del contenido, este sería el lugar donde mi teoría diría «y, entonces, se produce un milagro». Mi estrategia fundamental siempre ha sido la misma: primero, desarrollar una explicación del contenido que sea independiente de y más fundamental que, la conciencia, una explicación del contenido que trate de manera uniforme toda fijación de contenido inconsciente (en los cerebros, en los ordenadores, en el «reconocimiento» por parte de la evolución de las propiedades de los diseños seleccionados); y, segundo, construir una explicación de la conciencia sobre estas bases. Primero el contenido, después la conciencia. Las dos mitades de Brainstorms recapitulaban esta estrategia, pero a medida que ambas mitades crecieron, cada una dio lugar a un volumen independiente. Este libro completa la tercera etapa de esta campaña. Evidentemente, esta estrategia es exactamente la opuesta a la visión de Nagel y Searle, quienes, cada uno a su manera, insisten en tratar la conciencia como el elemento fundamental. El motivo por el cual en el capítulo 11 pasé con tanta rapidez por este asunto tan importante es que no supe hallar una manera satisfactoria de sintetizar los cientos de páginas de análisis y argumentación que he dedicado a mi teoría del contenido en algo que fuera a la vez preciso y accesible. Así que, si ustedes consideran que fui demasiado deprisa en aquellas páginas, les ruego que consulten la versión más pausada en las páginas que se citan en la bibliografía.

Sin embargo, parece haber una tensión —si no una total contradicción— entre las dos mitades de la teoría. La actitud intencional presupone (o fomenta) la racionalidad, y, por tanto, la unidad, del agente —el sistema intencional— mientras que el modelo de las Versiones Múltiples se opone por completo a esa visión unitaria. ¿De acuerdo con su visión, cuál es, pues, la manera correcta de concebir la mente?

Todo depende de lo lejos que uno esté. Cuanto más nos acercamos, más importancia adquieren la falta de unidad, la multiplicidad y la competitividad. Después de todo, la base principal del mito del Teatro Cartesiano consiste en extrapolar, perezosamente, la actitud intencional a todos los niveles interiores. El tratar una entidad compleja y semoviente como un agente dotado de una única mente es una excelente manera de percibir una regularidad en sus actividades; dicha táctica nos resulta natural, y es muy posible que esté genéticamente favorecida en tanto que manera de percibir y de pensar. Pero cuando aspiramos a desarrollar una ciencia de la mente, debemos aprenderá restringir y redirigir estos hábitos de pensamientos, subdividiendo el agente con una sola mente en una serie de miniagentes y microagentes (sin un único jefe). Llegados a este punto podemos ver que muchos de los fenómenos aparentes de la experiencia consciente han sido objeto de una descripción errónea por parte de la táctica unitaria tradicional. El sistema de amortiguar la tensión consiste en llevar a cabo esas forzadas identificaciones entre entidades heterofenomenológicas (según las concibe la perspectiva tradicional) y acontecimientos de fijación de contenido en el cerebro (tal como se los concibe en la nueva perspectiva).

Los filósofos a menudo han señalado las idealizaciones de la táctica tradicional, pero rara vez han llegado a un acuerdo en cuanto a ellas. Por ejemplo, empezando por Hintikka (1962), existe una voluminosa bibliografía dedicada a tratar las dificultades de la lógica de los estados reflexivos de creencia y conocimiento. Una de las idealizaciones esenciales en la formalización de Hintikka, como él mismo apunta, consiste en el hecho de que los enunciados regidos por la lógica que él desarrolla «deben ser proferidos en la misma y única ocasión (…). La noción de olvido no es aplicable dentro de los límites de una ocasión» (pág. 7). La importancia de esta limitación, señala Hintikka, no siempre ha sido apreciada en su justa medida, y casi siempre ha acabado por perderse en la bruma de las controversias subsiguientes. Hintikka reconoce que esta cuantificación de «ocasiones» es una simplificación necesaria, básica para abordar, como él ha hecho, la formalización de los conceptos cotidianos de creencia y conocimiento; el contenido se fija en un instante y así se fija la identidad de la proposición en cuestión. En este libro he afirmado que dicha individuación artificial de «estados» y «tiempos» es uno de los rasgos que convierte en fantasías estos conceptos de la psicología del sentido común, cuando intentamos proyectarlos sobre las complejidades de lo que ocurre en el cerebro.

¿Finalmente, qué dice usted que son las experiencias conscientes? ¿Defiende usted la teoría de la identidad, es usted un materialista eliminativista, un funcionalista, un instrumentalista?

Me resisto a ceder a las presiones de los que me piden que defina una única proposición, formal, debidamente cuantificada, y que exprese el rasgo definitorio de mi teoría. Llenar los blancos en la fórmula (x) (x es una experiencia consciente si, y sólo si…) y defenderla en contra de los contraejemplos propuestos no es un buen método para desarrollar una teoría de la conciencia, y creo haber demostrado por qué. El carácter indirecto del método heterofenomenológico constituye precisamente el modo de evadir esas obligaciones inmotivadas de «identificar» o «reducir» las (presuntas) entidades que habitan en la ontología de los sujetos. ¿Identifican los antropólogos a Fenhomo con el tipo que, según han descubierto, ha llevado a cabo todas esas buenas acciones en la jungla, o son «eliminativistas» con respecto a Fenhomo? Si han hecho bien su trabajo, el único asunto que queda por resolver puede zanjarse desde el punto de vista puramente diplomático, y no desde el punto de vista de la doctrina filosófica o científica. En cierto modo, podría decirse que mi teoría identifica experiencias conscientes con acontecimientos que llevan información, ya que eso es todo lo que ocurre, y muchos de los acontecimientos cerebrales tienen un sorprendente parecido con los habitantes de los mundos heterofenomenológicos de los sujetos. Sin embargo, otras propiedades de las entidades heterofenomenológicas —como por ejemplo, la posición que ocupan los elementos en la secuencia temporal subjetiva— podrían calificarse de «esenciales», en cuyo caso no podrían identificarse con los acontecimientos cerebrales disponibles, que pueden estar organizados en una secuencia distinta, sin correr el riesgo de violar la ley de Leibniz.

La cuestión de si es preciso tratar parte del mundo heterofenomenológico de un sujeto como una ficción útil, en lugar de tratarlo como una verdad un tanto forzada no es una cuestión que siempre haya recibido la atención que se merece. ¿Son reales las imágenes mentales? Existen estructuras de datos reales en el cerebro de las personas que son como imágenes, ¿son estas las imágenes mentales por que preguntábamos? Si es que sí, entonces la respuesta es sí; si es que no, entonces la respuesta es no. ¿Son los qualia definibles funcionalmente? No, porque no existe ninguna propiedad como los qualia. O no, porque los qualia son propiedades disposicionales de los cerebros que no son estrictamente definibles en términos funcionales. O sí, porque si usted realmente lo comprendió todo sobre el funcionamiento del sistema nervioso, entonces usted lo comprende todo acerca de las propiedades de las que realmente están hablando las personas cuando afirman estar hablando sobre los qualia.

¿Soy, pues, un funcionalista? Sí y no. No soy un funcionalista de máquina de Turing, aunque dudo que nadie lo haya sido nunca, lo cual es una pena, porque, entonces, muchas refutaciones tendrán que ir a parar a la papelera. Soy una especie de «teleofuncionalista»; de hecho, quizá sea el primer teleofuncionalista (en Content and Consciousness), pero como espero haber dejado claro desde entonces, y he procurado subrayar aquí en mi discusión sobre la evolución y los qualia, no he cometido el error de intentar definir todas las diferencias mentales relevantes en términos de funciones biológicas. Ello comportaría una lectura totalmente equivocada de Darwin.

¿Soy un instrumentalista? Creo haber demostrado, en «Real patterns» (1991a), porqué esta es una pregunta mal enfocada. ¿Son reales los dolores? Son tan reales como los cortes de pelo, los dólares, las oportunidades y las personas, y los centros de gravedad, pero ¿en qué medida son reales estas cosas? Estas preguntas con la voluntad de crear dicotomías surgen de la necesidad de rellenar el blanco en la fórmula cuantificada de más arriba, y algunos filósofos piensan que uno desarrolla una teoría de la mente construyendo una proposición antibalas como esa y después defendiéndola. Una única proposición no es una teoría, es un eslogan; y lo que hacen algunos filósofos no es teorizar, es urdir eslóganes. ¿Para qué sirve esto? ¿Qué confusiones se disiparían, qué avances en cuanto al punto de vista se producirían, si alguien tuviera éxito en una empresa como esta? ¿Realmente necesitamos algo que llevar impreso en la camiseta? Algunos urdidores de eslóganes son muy, muy buenos, pero como dijo en una ocasión memorable el psicólogo Donald Hebb, «si no merece la pena hacerlo, no merece la pena hacerlo bien».

Con esto no quiero decir que el ejercicio de efectuar definiciones precisas, y de criticar esas definiciones mediante contraejemplos, no tenga ningún valor. Considérese, por ejemplo, la definición del color. Los análisis más recientes y los intentos de definición llevados a cabo por los filósofos han aportado nueva luz al asunto. Han iluminado los conceptos y han eliminado malentendidos. Habida cuenta del cuidado que han puesto últimamente los filósofos en sus intentos de dar una definición precisa del color, mi rápida afirmación, en el capítulo 12, de que los colores son «propiedades reflectivas de los objetos o de los volúmenes transparentes» está demasiado poco justificada. ¿Qué propiedades reflectivas exactamente? Creo haber explicado por qué el intentar responder de forma precisa a esta pregunta sería una pérdida de tiempo; la única respuesta precisa no sería una respuesta concisa, por motivos que es muy fácil comprender. Ello significa que es muy difícil hallar una definición que «no sea circular». ¿Y qué? ¿Creo realmente que de este modo conseguiré enfrentarme a todos los problemas que han planteado mis contrincantes? (Además de los citados anteriormente, quisiera mencionar a Strawson, 1989, y Boghossian y Velleman, 1989, 1991.) Sí, pero es una larga historia, así que dejaré la pelota en su campo.

¿No es su posición, por tanto, más que una especie de verificacionismo?

Recientemente los filósofos han conseguido convencerse a sí mismos —y a más de un espectador inocente— de que el verificacionismo siempre es un pecado. Bajo la influencia de Searle y Putnam, por ejemplo, el investigador del cerebro Gerald Edelman se retracta precipitadamente de un acto de cuasiverificacionismo: «La falta de datos que evidencien la ausencia de autoconciencia en otros animales además de los chimpancés no nos permite considerar que no sean autoconscientes» (1989, pág. 280). ¡Venga! ¡Ánimo! Evidentemente, no podemos solamente considerar que no lo son, pero podemos investigar esa consideración, y si encontramos datos positivos suficientes para negarlo, entonces deberemos negarlo. Ha llegado el momento de que el péndulo produzca una nueva oscilación. En un comentario a unas críticas mías a Nagel (Dennett, 1982a), Richard Rorty escribió:

Dennett piensa que uno puede mostrarse escéptico ante la insistencia de Nagel sobre la riqueza fenomenológica de La vida interior de los murciélagos sin convertirse así en un verificacionista de pueblo». Yo no. Yo pienso que el escepticismo frente a intuiciones como Las de Nagel o Searle es plausible sólo si se basa en consideraciones metodológicas generales sobre la naturaleza de esas intuiciones. La típica queja del verificacionista ante el realista es que el segundo insiste en fijarse en diferencias (entre, por ejemplo, murciélagos con y sin vida privada, perros con y sin intencionalidad intrínseca) que no tienen importancia; que sus intuiciones no pueden integrarse en un esquema explicativo porque son «[ruedas] que no pertenecen a la máquina» (Wittgenstein, 1953,1, 271). Me parece que esta es una queja razonable, y la única queja que tenemos que expresar (Rorty, 1982a, págs. 342-343; véase también Rorty, 1982b).

Yo estuve de acuerdo, pero propuse una ligera corrección (0,742) de dicha afirmación: «Gracias a los vítores del profesor Rorty…, estoy dispuesto a presentarme como una especie de verificacionista, pero no, por favor, como un verificacionista de pueblo; seamos todos verificacionistas urbanos» (Dennett, 1982b, pág. 355). El presente libro sigue adelante en esta misma dirección, argumentando que si no nos convertimos todos en verificacionistas urbanos, acabaremos por tolerar cualquier cosa: el epifenomenismo, los zombies, los espectros invertidos indistinguibles, los ositos de peluche conscientes y las arañas autoconscientes.

El punto más sobresaliente en favor del tipo de verificacionismo que defiendo lo encontramos en el capítulo 5, en la argumentación donde pretendo demostrar que, dado que no hay ni puede haber nada que favorezca los modelos orwellianos o estalinianos de la conciencia, entonces no hay nada que discutir al respecto. La refutación tradicional de este tipo de afirmaciones verificacionistas consiste en decir que se está prejuzgando el curso de la ciencia; ¿cómo sé yo que nuevos descubrimientos en neurociencia no aportarán nuevas bases para establecer tal distinción? La réplica —poco escuchada últimamente— es simple: sobre algunos conceptos (no todos, pero algunos) podemos estar seguros de que sabemos lo suficiente como para saber que cualquier novedad que provenga de la nueva ciencia nunca podrá reavivar esta posibilidad. Considérese, por ejemplo, la hipótesis de que el universo está cabeza arriba y su negación, la hipótesis de que está cabeza abajo. ¿Tienen sentido estas hipótesis? ¿Hay, o podría haber, algo que discutir? ¿Constituye acaso un pecado de verificacionismo el opinar que por muchas revoluciones cosmológicas que se produzcan, ninguna convertirá este «debate» en un hecho que pueda ser resuelto empíricamente?

Pero entonces, usted es una especie de conductista, ¿no?

Esta pregunta ya se planteó con anterioridad, y me alegro de poder adherirme a la respuesta que dio Wittgenstein (1953).

307. «¿No eres después de todo un conductista enmascarado? ¿No dices realmente, en el fondo, que todo es ficción excepto la conducta humana?» —Si hablo de una ficción, se trata de una ficción gramatical

308. ¿Cómo se Llega al problema filosófico de los procesos y estados mentales y del conductismo? —El primer paso queda totalmente desapercibido. [Hablamos de procesos y estados y dejamos indeterminada su naturaleza]. Quizás alguna vez lleguemos a saber más sobre ellos— pensamos. Pero justamente con ello nos hemos atado a un determinado modo de considerar las cosas. Pues tenemos un concepto definido de lo que quiere decir aprender a conocer más de cerca un proceso. (El paso decisivo en el truco del prestidigitador se ha dado y precisamente el que nos parecía inocente.) —Y ahora se desmorona la comparación que debía habernos hecho comprensibles nuestros pensamientos. Hemos de negar, pues, el proceso aún incomprendido en el medio aún inexplorado. Y así parece, por tanto, que hemos negado el proceso mental. [Y naturalmente no queremos negarlo*].

Algunos filósofos entienden que lo que yo estoy haciendo no es más que retomar los ataques de Wittgenstein en contra de los «objetos» de la experiencia consciente. Y de hecho así es. Como se expresa claramente en §308, si queremos evitar creernos el truco del prestidigitador, tenemos que comprender la «naturaleza» de los estados y procesos mentales primero. Este es el motivo por el cual necesité nueve capítulos hasta llegar al punto en que pude enfrentarme a los problemas con su disfraz filosófico, es decir, con su mal disfraz. Mi deuda con Wittgenstein es antigua y muy grande. Ya antes de licenciarme, él era mi héroe, así que me fui a Oxford, donde parecía ser el héroe de todo el mundo. Cuando comprobé que la mayoría de mis compañeros (a mi modo de ver) no estaban entendiendo nada, dejé de intentar «ser» wittgensteiniano, me limité a tomar lo que creía haber aprendido de las investigaciones y me propuse hacer que funcionara.