CAPÍTULO 5

Versiones múltiples frente al teatro cartesiano

1. El punto de vista del observador

No existe célula o grupo de células en el cerebro cuya preeminencia anatómica o funcional las haga aparecer como la piedra angular o el centro de gravedad de todo el sistema.

WILLIAM JAMES, Principies of Psychology, 1890

Los que navegan en barcos de recreo bordeando una costa peligrosa suelen guardarse de sus peligros poniendo proa hacia alguna marca visible. Buscan una boya distante aproximadamente en la dirección en que quieren ir, consultan en la carta marina que no haya algún obstáculo oculto a lo largo de la línea recta que separa la boya del punto en que se encuentran y navegan directos hacia ella. Durante una hora o más, el objetivo del patrón se reduce a navegar en dirección a la marca, corrigiendo cualquier pequeño error en el rumbo. Con frecuencia ocurre, sin embargo, que los patrones se concentran tanto en su proyecto que se olvidan de virar en el último momento ¡y acaban por chocar con la boya! Se distraen del objetivo principal de mantener la embarcación lejos de todo peligro a causa de la tranquilidad que les produce la seguridad de completar con éxito el objetivo más limitado de alcanzar la marca. En este capítulo demostraremos que algunas de las más sorprendentes paradojas de la conciencia son fruto de aferrarse demasiado a un buen hábito de pensamiento que nos mantiene alejados de los escollos.

Siempre que hay una mente consciente, hay un punto de vista. Esta es una de las ideas fundamentales que tenemos sobre la mente —o sobre la conciencia—. Una mente consciente es un observador que recoge un subconjunto limitado de toda la información disponible. Un observador recoge la información que está disponible en una determinada secuencia (aproximadamente) continua de tiempos y lugares en el universo. En la práctica, podemos considerar que el punto de vista de un sujeto consciente determinado es exactamente esto: un punto que se mueve en el espacio-tiempo. Considérense, por ejemplo, los diagramas típicos de la física y la cosmología que ilustran el efecto Doppler o los efectos de desviación de la luz a causa de la gravedad.

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Figura 5.1

En la figura 1, el observador es un punto fijo sobre la superficie de la Tierra. Para observadores en distintos puntos del universo las cosas se verían de otra manera. Existen ejemplos más simples y más conocidos. Por ejemplo, explicamos el tiempo que separa el momento en que vemos unos fuegos artificiales del momento en que los oímos por las diferentes velocidades a que viajan la luz y el sonido. Llegan hasta el observador (en el punto que este ocupa) en momentos diferentes a pesar de haber abandonado el lugar de origen al mismo tiempo.

¿Qué ocurre, sin embargo, cuando nos concentramos en el observador e intentamos localizar su punto de vista de manera más precisa, como un punto dentro del individuo? Aquellos supuestos que tan bien funcionan a gran escala empiezan a fallar.1 No existe un sólo punto en el cerebro al cual[1] acuda toda la información, un hecho que tiene algunas consecuencias que distan mucho de ser evidentes —resultan, de hecho, bastante antiintuitivas.

Dado que trataremos con eventos que se producen a escalas relativamente microscópicas de espacio y tiempo, conviene tener claro el tipo de magnitudes que manejaremos. Todos los experimentos que consideraremos comportan intervalos de tiempo medidos en milisegundos o milésimas de segundo.

Le será de ayuda tener una idea aproximada de lo largo (o corto) que son 100 mseg o 50 mseg. Usted puede proferir alrededor de cuatro o cinco sílabas por segundo, así que cada sílaba tiene una duración del orden de los 200 mseg. En el cine se proyectan imágenes a una velocidad de veinticuatro fotogramas por segundo, de modo que la película avanza un fotograma cada 42 mseg (de hecho, cada fotograma permanece estacionario y se expone tres veces durante esos 42 mseg, con exposiciones de 8,5 mseg e intervalos de oscuridad de 5,4 mseg entre cada exposición). La televisión (en los EE.UU.) emite a treinta y tres imágenes por segundo, o una imagen cada 33 mseg (en realidad, cada imagen se entreteje en dos pases, de manera que la segunda se solapa con la primera). Moviendo el pulgar tan rápido como le sea posible, se puede poner en marcha y parar un cronómetro en unos 175 mseg. Cuando usted se pega un martillazo en el dedo, las fibras nerviosas rápidas (mielinizadas) envían el mensaje al cerebro en unos 20 mseg; las lentas, las fibras-C no mielinizadas, envían señales de dolor que tardan más tiempo —alrededor de los 500 mseg— en recorrer la misma distancia.

En la siguiente tabla tenemos los valores aproximados en milisegundos de la duración de algunos eventos relevantes:

  • decir «uno, Mississippi» - 1.000 mseg
  • fibra no mielinizada, del dedo al cerebro - 500 mseg
  • una bola rápida a 145 km/h en recorrer los 18,5 m hasta la posición del bateador - 458 mseg
  • proferir una sílaba - 200 mseg
  • poner en marcha y parar un cronómetro - 175 mseg
  • fotograma de cine - 42 mseg
  • fotograma de televisión - 33 mseg
  • fibra rápida (mielinizada), del dedo al cerebro - 20 mseg
  • el ciclo básico de una neurona - 10 mseg
  • el ciclo básico de un ordenador personal - 0,0001 mseg

Descartes, uno de los primeros en pensar seriamente sobre lo que debe ocurrir cuando observamos más de cerca dentro del cuerpo del observador, desarrolló una idea que es tan superficialmente natural y atractiva que ha influido en nuestra manera de pensar sobre la conciencia desde entonces.

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Figura 5.5

Como vimos en el capítulo 2, Descartes decidió que el cerebro tiene un centro: la glándula pineal, que sirve de pórtico para la mente consciente (véase la figura 2.1). La glándula pineal es el único órgano del cerebro que se encuentra en la línea media, sin tener una pareja, uno en cada hemisferio. Es la que aparece marcada con una « L » en este diagrama del gran anatomista del siglo XVI, Vesalius. Algo más pequeña que un guisante, está ahí, totalmente aislada sobre su base, conectada al resto del sistema nervioso, justo en el medio de la parte posterior del cerebro. Ya que su función era prácticamente insondable (aún hoy no se sabe muy bien qué hace la glándula pineal), Descartes sugirió una: a fin de que una persona sea consciente de algo, el tráfico desde los sentidos debía llegar a esta estación, donde se llevaba a cabo una transacción especial —mágica, de hecho— entre el cerebro material de la persona y su mente inmaterial.

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Figura 5.2

Según Descartes, no todas las reacciones corporales requerían esta intervención de la mente consciente. Descartes sabía de la existencia de lo que hoy llamamos reflejos, y propuso que estos se producían de manera enteramente mecánica, mediante una especie de cortocircuitos que evitaban pasar por la estación pineal, y que eran, por tanto, inconscientes.

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Figura 5.3

Estaba equivocado en cuanto a los detalles: pensaba que el fuego desplazaba la piel, lo que provocaba el tirón de un hilo minúsculo, lo que a su vez abría un poro en el ventrículo (F) de donde fluía un «espíritu animal» que, viajando por un tubito, hinchaba los músculos de la pierna y hacía que se retirara el pie (Descartes, 1664). Por lo demás, era una buena idea. No se puede decir lo mismo de la visión de Descartes sobre el papel de la glándula pineal como puerta giratoria de la conciencia (lo que podríamos llamar el cuello de botella cartesiano). Esta idea, el dualismo cartesiano, es totalmente errónea, como vimos en el capítulo 2. Sin embargo, aunque el materialismo de uno u otro tipo es hoy en día la opinión compartida por casi todo el mundo, incluso los materialistas más acérrimos olvidan que una vez la res cogitans cartesiana ha sido descartada, ya no hay lugar para un pórtico centralizado o, en general, para ningún centro funcional en el cerebro. La glándula pineal no sólo no es el aparato de fax hacia el alma, sino que tampoco es el despacho oval del cerebro, ni lo son ninguna de las otras partes del cerebro. El cerebro es el cuartel general, allí donde está el último observador, pero no hay ninguna razón para creer que el cerebro posea otro cuartel general más profundo, un santuario interior, el paso por el cual es condición necesaria y suficiente para la experiencia consciente. En pocas palabras, no hay ningún observador dentro del cerebro[2].

La luz viaja mucho más deprisa que el sonido, como lo demuestra el ejemplo de los fuegos artificiales, pero ahora sabemos que el cerebro tarda más en procesar los estímulos visuales que los auditivos. Como ha señalado el investigador del cerebro Ernst Poppel (1985, 1988), gracias a estos desequilibrios, el «horizonte de simultaneidad» se sitúa a una distancia de unos diez metros: la luz y el sonido que abandonan un mismo punto a diez metros de los órganos sensoriales del observador producen respuestas neuronales que son «centralmente accesibles» al mismo tiempo. ¿Podemos precisar un poco más? Aquí está el problema. El problema no radica solamente en medir las distancias desde el punto exterior en que se ha producido el evento hasta los órganos sensoriales, o la velocidad de transmisión en los distintos medios, o dar cabida a diferencias individuales. El problema fundamental es el de decidir qué debe ser considerado como la «línea de meta» del cerebro.

Poppel obtuvo sus resultados comparando mediciones comportamentales: tiempos de reacción medios (al presionar un botón) a estímulos visuales y auditivos. Las diferencias varían entre los 30 mseg y los 40 mseg, el tiempo que tarda el sonido en viajar diez metros aproximadamente (el tiempo que tarda la luz en viajar diez metros no es significativamente distinto de cero).

Poppel utilizó una línea de meta periférica —la conducta exterior—, pero nuestra intuición nos dice que la experiencia de la luz o el sonido se produce en un punto que se halla entre el momento en que las vibraciones alcanzan los órganos sensoriales y el momento en que presionamos el botón como señal de que se ha producido la experiencia. Y además, ello se produce en algún centro, en algún lugar del cerebro en las vías excitadas entre el órgano sensorial y el dedo. Parece que si pudiéramos decir exactamente dónde, podríamos decir exactamente cuándo se produjo la experiencia. Y viceversa, si pudiéramos decir exactamente cuándo ocurrió, podríamos decir dónde se localiza la experiencia consciente.

Llamemos a esta idea de que existe un lugar central en el cerebro materialismo cartesiano, pues es la visión a que se llega cuando se rechaza el dualismo de Descartes pero no se consigue abandonar esa imagen de un teatro central (aunque material) adonde «todo acude». La glándula pineal podría ser uno de los candidatos a ser este Teatro Cartesiano, pero también se han propuesto otros como el cingulado anterior, la formación reticular o varios puntos en los lóbulos centrales. El materialismo cartesiano es la tesis según la cual existe una línea de meta crucial o una frontera en algún punto del cerebro, señalando el lugar en que el orden de llegada equivale al orden de «presentación» en la experiencia, porque lo que allí tiene lugar es aquello de lo que usted es consciente. Es posible que hoy en día ya nadie acepte explícitamente el materialismo cartesiano. Muchos teóricos insistirían en afirmar que han rechazado explícitamente una idea tan mala como esta. Pero, como veremos, la persuasiva imagen del Teatro Cartesiano sigue volviendo para perseguirnos —tanto a profanos como a científicos— incluso mucho después de haber denunciado y exorcizado al fantasmagórico dualismo.

El Teatro Cartesiano es una manera metafórica de explicar el modo en que la experiencia consciente se localiza en el cerebro. En un principio, parece ser una extrapolación inocente del conocido e innegable hecho de que para intervalos de tiempo macroscópicos normales, efectivamente podemos clasificar los acontecimientos en dos categorías: «aún no observado» y «ya observado». Llevamos a cabo esta operación localizando al observador en un punto y trazando las trayectorias de los vehículos de información relativas a este punto. Sin embargo, cuando tratamos de extender este método para explicar fenómenos que se producen en intervalos muy breves de tiempo, nos encontramos con una dificultad lógica: si el «punto» de vista del observador debe esparcirse sobre una gran superficie en el cerebro de este, la propia sensación subjetiva del observador de secuencia y simultaneidad debe poder determinarse mediante algo más que el «orden de llegada», ya que el orden de llegada no estará definido completamente hasta que el punto de destino haya podido ser determinado. Si A llega antes que B a una determinada meta, pero B llega antes que A a otra, ¿qué resultado debe tomarse para fijar la secuencia subjetiva en la conciencia? (Véase Minsky, 1985, pág. 61.)*.

Poppel habla de los momentos en que la visión y el sonido se hacen «centralmente accesibles» en el cerebro, pero ¿qué punto o puntos de «accesibilidad central» «contarían» para determinar el orden experimentado, y por qué? Cuando intentemos responder a esta pregunta, nos veremos obligados a abandonar la idea del Teatro Cartesiano y a sustituirla por un modelo nuevo.

La idea de un centro especial en el cerebro es una de las más tenaces y perniciosas de las que acosan nuestros intentos de pensar sobre la conciencia. Como veremos, sigue reapareciendo, bajo diversas formas, y por una serie de motivos aparentemente irresistibles. En primer lugar, está nuestra apreciación personal e introspectiva de la «unidad de la conciencia» que nos empuja a establecer esa distinción entre el «aquí dentro» y el «ahí afuera».

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Figura 5.4

La ingenua frontera entre el «yo» y «el mundo exterior» es mi piel (y los cristalinos de mis ojos), pero, a medida que adquirimos conciencia de la accesibilidad de los acontecimientos que tienen lugar en nuestros cuerpos, el gran exterior nos invade «Aquí dentro» puedo intentar levantar mi brazo, pero «ahí afuera» se «me ha dormido» o está paralizado, no se va a mover; mis líneas de comunicación desde dondequiera que yo esté hasta la maquinaria neuronal que controla mi brazo han sido intervenidas. Y si mi nervio óptico fuera seccionado, yo no esperaría seguir viendo aunque mis ojos permanecieran intactos; el poseer experiencias visuales es algo que aparentemente se produce en el interior de mis ojos, en algún punto entre mis ojos y mi voz cuando le cuento a usted lo que veo.

¿No se deduce entonces, en virtud de una necesidad geométrica, que nuestras mentes conscientes se encuentran al cabo de todos los procesos internos, justo antes del inicio de los procesos externos que realizan nuestras acciones? Avanzando desde la periferia por los canales de entrada de mi ojo, por ejemplo, ascendemos por el nervio óptico y más arriba hasta diversas zonas del córtex visual, y ¿entonces…? Ambos trayectos avanzan el uno hacia el otro por dos planos inclinados, el aferente (la entrada) y el eferente (la salida). Por muy difícil que sea determinar en la práctica la localización precisa de la divisoria continental del cerebro, ¿no debe haber acaso, por pura extrapolación geométrica, un punto máximo, un punto focal, un punto tal que todo lo que se entromete por un lado es preexperiencial, y todo lo que se entromete por el otro es postexperiencial?

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Figura 5.5

En la concepción de Descartes, esto es fácilmente visible, ya que todo fluye hacia y desde la estación pineal. Parecería, pues, que si adoptáramos un modelo más actual del cerebro, deberíamos poder marcar nuestras exploraciones con colores, utilizando, pongamos por caso, el rojo para las vías aferentes y el verde para las vías eferentes; allí donde los colores cambiaran sería el punto medio funcional en la gran divisoria mental.

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Figura 5.6

Este argumento, cuyo atractivo no deja de ser curioso, quizás a algunos de ustedes les resulta familiar. Es el hermano gemelo de otro argumento igualmente falaz, que últimamente ha resultado tener un peso excesivo: la conocida curva de Arthur Laffer, el fundamento intelectual (si se me permite faltar al rigor lingüístico) de la Reaganomics. Si el nivel impositivo es 0, el gobierno no obtiene ingresos, y si el nivel impositivo es del 100 %, nadie trabajaría por un salario, y el gobierno tampoco obtendría ingresos; a un 2 % los ingresos del gobierno serían prácticamente el doble que a un 1 % y así sucesivamente, pero a medida que el nivel de impuestos sube, el nivel de ingresos empieza a bajar; los impuestos son onerosos. Si observamos el otro lado de la escala, un 99 % de impuestos daría lugar a una recaudación muy poco más ventajosa que el 100 %, de modo que los ingresos apenas aumentarían; a un 90 % la situación del gobierno mejoraría, y mejor aún sería a un 80 %. El trazado de ambas partes de la parábola no tiene por qué ser simétrico, pero ¿no debería existir, en virtud de una necesidad geométrica, un punto de inflexión en la curva, un nivel de impuestos que maximice los ingresos? La idea de Laffer era que, dado que en aquel momento el nivel de impuestos estaba en la parte superior de la curva, la bajada de los impuestos provocaría una subida de los ingresos. Era una idea tentadora; a muchos les pareció que debía ser correcta. Pero, como ha señalado Martin Gardner, el mero hecho de que los extremos de la curva sean conocidos no es garantía de que la parte no conocida de la misma en sus regiones centrales siga un curso regular. A modo de sátira, Gardner propone como alternativa la «curva neo-Laffer», que tiene más de un máximo, de modo que la posibilidad de acceder al uno o al otro depende de complejos factores relacionados con la historia y la coyuntura que la alteración de una única variable no sería capaz de determinar (Gardner, 1981). Deberíamos aplicar la misma moraleja al caso de la espesa bruma que nos impide ver adonde van y de dónde vienen las vías periféricas aferentes y eferentes: la claridad de las vías periféricas no nos garantiza que las mismas distinciones se mantengan siempre en el camino hacia el interior. La «maraña técnica» que Gardner prevé para la economía no es nada comparada con el revoltijo de actividades que tiene lugar en las regiones centrales del cerebro. Debemos dejar de pensar en el cerebro como si tuviera esa única cumbre funcional o punto La curva neo-Laffer (NL) central. Porque esto no es un atajo inocuo; es un mal hábito. A fin de acabar con este mal hábito de pensamiento, es preciso que examinemos algunos casos de ese mal hábito en acción, pero también necesitamos una buena imagen que lo sustituya.

2. Presentación del modelo de visiones múltiples

He aquí un primer esbozo del sustituto, el modelo de Versiones Múltiples de la conciencia. En un principio, es de esperar que resulte un tanto extraño y difícil de visualizar —no en vano la idea del Teatro Cartesiano está tan arraigada—. De acuerdo con el modelo de las Versiones Múltiples, todas las variedades de la percepción —de hecho, todas las variedades del pensamiento y la actividad mental— se llevan a cabo en el cerebro a través de procesos paralelos, que corren por múltiples vías, de interpretación y elaboración de los estímulos sensoriales de entrada. La información que entra en el sistema nervioso se halla sometida a un continuo proceso parecido al de una compilación editorial. Por ejemplo, ya que su cabeza se mueve poco y sus ojos se mueven mucho, las imágenes en sus retinas se balancean constantemente, un poco como las imágenes de esos vídeos domésticos grabadas por personas con pulso poco firme. Pero no es así como las cosas nos aparecen. Normalmente las personas se sorprenden cuando descubren que, bajo condiciones normales, sus ojos se mueven en rápidas sacudidas, del orden de unas cinco fijaciones rápidas por segundo, y que este movimiento, como el movimiento de sus cabezas, se corrige durante el período de procesamiento que va desde el globo ocular a… la conciencia. Los psicólogos han aprendido mucho sobre los mecanismos que se ocupan de conseguir estos efectos normales, y han descubierto también algunos efectos especiales, como el de la interpretación de la profundidad en estereogramas de puntos aleatorios (Julesz, 1971). (Véase figura 5.7, página 126.) Si usted mira estos dos cuadrados ligeramente distintos a través de un estereoscopio (o si simplemente los mira con los ojos bizcos hasta conseguir que ambas imágenes se fundan en una sola —algunas personas son capaces de hacerlo sin la ayuda de ningún dispositivo—, usted acabará por ver una forma que emerge en tres dimensiones, gracias a un impresionante proceso compilador producido en el cerebro que compara y coteja la información que recibe de cada ojo. Se puede llegar a obtener un registro global óptimo sin necesidad de someter cada matriz de datos a un elaborado proceso de extracción de rasgos. A bajo nivel, existen suficientes coincidencias destacables —cada uno de los puntos en un estereograma de puntos aleatorios— para dictar una solución.

Los procesos compiladores del cerebro necesitan bastante tiempo para producir estos efectos, pero existen otros efectos especiales que son más rápidos. El efecto McGurk (McGurk y Macdonald, 1979) sería un ejemplo de estos últimos. Cuando una película francesa se dobla al inglés, los espectadores en su mayoría no se dan cuenta de las discrepancias que existen entre los movimientos de labios que ven y los sonidos que oyen (siempre que el doblaje no sea muy malo). Pero ¿qué ocurre si se crea una banda sonora que encaja perfectamente con las imágenes, con la excepción de algunas consonantes deliberadamente discordantes? (Recuperando un concepto ya utilizado en el capítulo anterior con fines distintos, podemos suponer que sería una versión filmada de los labios de una persona diciendo «de izquierda a derecha» y una banda sonora en que la voz dijera «d'ezquierda a lerecha».) ¿Qué experimentaría la gente? Oirían «de izquierda a derecha». En este caso, en la competición compiladora artificialmente inducida entre la información que proviene de los ojos y la que proviene de los oídos, ganarían los ojos[3].

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Figura 5.7

Estos procesos de edición se producen durante fracciones de segundo importantes, y en ese tiempo se pueden producir, en diversos órdenes, varios añadidos, incorporaciones, enmiendas y sobreescrituras de contenido. No experimentamos directamente lo que ocurre en nuestras retinas, en nuestros oídos, en la superficie de nuestra piel. Lo que realmente experimentamos es el producto de muchos procesos interpretativos —los procesos de compilación. Estos operan sobre representaciones relativamente burdas y simples, y devuelven representaciones cotejadas, revisadas y amplificadas, y tienen lugar en los flujos de actividad que se producen en distintas partes del cerebro. Hasta aquí coinciden casi todas las teorías de la percepción, pero aquí es donde entran en acción los aspectos novedosos del modelo de Versiones Múltiples: los procesos de detección de rasgos o de discriminación tan sólo tienen que efectuarse una vez. Es decir, cuando una porción especializada y localizada del cerebro ha llevado a cabo la «observación» de un rasgo determinado, el contenido informativo queda fijado y no tiene por qué ser enviado a alguna otra parte para ser rediscriminado por un «maestro» discriminador. En otras palabras, el proceso de discriminación no conduce a una representación del rasgo discriminado en beneficio de los espectadores del Teatro Cartesiano, porque no hay ningún Teatro Cartesiano.

Estos procesos de fijación de contenidos espacial y temporalmente distribuidos en el cerebro se pueden localizar con precisión en el tiempo y en el espacio, pero su inicio no marca el comienzo del contenido de la conciencia. Siempre queda abierta la cuestión de si un contenido en particular discriminado de este modo acabará por aparecer como un elemento de la experiencia consciente, y es una confusión, como veremos, preguntarse cuándo se hace consciente. Estas discriminaciones de contenido distribuidas producen, con el tiempo, algo bastante parecido a un flujo o secuencia narrativa, que puede considerarse sujeta a un proceso continuo de edición a través de muchos procesos distribuidos por el cerebro, que se prolonga indefinidamente hacia el futuro. Este flujo de contenidos se parece a un relato sólo a causa de su multiplicidad; en cualquier intervalo de tiempo existen múltiples «versiones» de fragmentos narrativos en diferentes estadios de edición y en diferentes puntos del cerebro.

Si sondeáramos este flujo en diferentes puntos del espacio o del tiempo se producirían efectos distintos, surgirían diferentes relatos por parte del sujeto. Si retrasamos demasiado este sondeo (toda la noche, por ejemplo), el resultado corre el riesgo de no ser ya una narración o, en su defecto, de ser una narración ya digerida o «racionalmente reconstruida» hasta el punto de carecer por completo de integridad. Si sondeamos «demasiado pronto» podemos obtener datos sobre cuán pronto el cerebro lleva a cabo una determinada discriminación, pero al precio de alterar lo que de otro modo sería la progresión normal del flujo múltiple. Más importante aún, el modelo de las Versiones Múltiples nos evita caer en la tentación de suponer que tiene que haber un único relato canónico (lo que podríamos llamar la versión «final» o «publicada»), es decir, el flujo real de la conciencia del sujeto, tanto si el investigador (o incluso el propio sujeto) puede acceder a él como si no puede.

Es probable que, por ahora, este modelo le parezca carente de sentido en tanto que modelo de la conciencia que usted conoce por su propia experiencia íntima. Ello se debe a que usted se siente todavía muy cómodo pensando que su conciencia se produce en el Teatro Cartesiano. Acabar con este hábito tan natural y cómodo, y convertir el modelo de las Versiones Múltiples en una alternativa creíble, exigirá un esfuerzo, un esfuerzo notable. Sin duda esta será la parte más difícil del libro, pero es esencial para comprender la teoría en su conjunto y ¡no se puede prescindir de ella! Gracias a Dios, no se incluyen fórmulas matemáticas en estas páginas. Será suficiente con que usted piense con cuidado y con claridad, asegurándose de que se forma una imagen correcta de las cosas y sin dejarse seducir por falsas imágenes.

Hemos incluido un buen número de experimentos mentales que conducirán a su imaginación por este difícil camino. Prepárese pues para un ejercicio agotador. Al final del camino habrá usted descubierto una nueva visión de la conciencia, que comporta una reforma sustancial (pero no una revolución radical) de nuestra manera de pensar sobre el cerebro. (Para un modelo similar, véase el modelo de la conciencia de William Calvin (1989a, 1989b) basado en el concepto de «rotación de escenarios».) Una buena manera de llegar a comprender una teoría nueva es verla en acción, dando cuenta de un fenómeno relativamente simple que se resistía a la vieja teoría. La muestra A es un descubrimiento sobre el movimiento aparente producido, me enorgullece poder decirlo, gracias a la pregunta de un filósofo. El cine y la televisión se basan en la creación de un movimiento aparente a partir de la presentación de una rápida sucesión de imágenes «fijas», y, desde los albores del cine, los psicólogos se han dedicado al estudio de este fenómeno que Max Wertheimer (1912), el primero en estudiarlo de forma sistemática, llamó phi. En el caso más simple, si dos pequeños focos, separados por no más de 4 grados de ángulo visual, se encienden por un breve espacio de tiempo en una rápida sucesión, parecerá como si un único punto luminoso se moviera hacia adelante y hacia atrás. Se han estudiado numerosas variaciones del fenómeno phi, la más sorprendente de las cuales es la referida por los psicólogos Paul Kolers y Michael von Grünau (1976). El filósofo Nelson Goodman había preguntado a Paul Kolers si el fenómeno phi persistía cuando los dos puntos de luz eran de colores diferentes y, si así era, qué ocurría en el color «del» punto de luz cuando «este» se movía. ¿Desaparecería la ilusión del movimiento aparente, sustituida por la experiencia de dos focos encendiéndose por separado? ¿Cambiaría gradualmente de color un supuesto punto de luz en «movimiento», trazando una trayectoria a través del sólido de los colores (la esfera tridimensional que proyecta todos los tonos)? (Puede que usted quiera hacer sus propias predicciones antes de seguir leyendo.) La respuesta, cuando Kolers y von Grünau llevaron a cabo sus experimentos, fue inesperada: se encendieron dos focos de color durante 150 mseg cada uno (con un intervalo de 50 mseg); el primer foco parecía empezar a moverse para cambiar después de color de forma brusca en la mitad de su ilusorio pasaje hacia el segundo punto. Goodman se preguntó entonces: «¿Cómo somos capaces… de intercalar el punto de luz en el espacio-tiempo intermedio a lo largo del trayecto que va del primer destello al segundo destello antes de que el segundo destello se haya producido?» (Goodman, 1978, pág. 73).

Evidentemente, la misma pregunta es pertinente para cualquier variedad del fenómeno phi, pero el fenómeno phi de los colores descrito por Kolers es el que ilustra más claramente el problema. Supóngase que el primer foco es rojo y que el segundo es verde. A menos que haya «precognición» en el cerebro (una hipótesis bastante extravagante, cuya evaluación pospondremos sine die), el contenido ilusorio, rojo-cambia-a-verde-a-medio-camino, puede crearse hasta después de que el cerebro haya identificado el segundo punto de luz. Sin embargo, si el segundo punto de luz ya está «en la experiencia consciente», ¿no es ya demasiado tarde para intercalar el contenido ilusorio entre la experiencia consciente del punto de luz rojo y la experiencia consciente del punto de luz verde? ¿Cómo lleva a cabo el cerebro este juego de manos?

El principio de que las causas deben preceder a los efectos se aplica a los procesos múltiples distribuidos que llevan a cabo las tareas de edición en el cerebro. Todo proceso que necesita información de alguna fuente debe necesariamente esperar a recibir esa información; no puede estar ahí hasta que no llegue. De esta manera eliminamos toda posibilidad de dar una explicación «mágica» o precognitiva del fenómeno phi del cambio de colores.

El contenido punto de luz verde no puede ser atribuido a ningún evento, consciente o inconsciente, hasta que la luz del foco verde haya alcanzado el ojo y desencadenado la actividad neuronal en el sistema visual hasta el nivel en que la discriminación del verde se lleva a cabo. Así pues, la discriminación (ilusoria) del rojo-convirtiéndose-en-verde debe producirse después de la discriminación del punto de luz verde. Sin embargo, dado que lo que usted experimenta conscientemente es primero rojo, después rojo-convirtiéndose-en-verde, y finalmente verde, se sigue que («seguramente») su conciencia del acontecimiento completo debe retrasarse hasta después de que el punto de luz verde haya sido percibido (¿inconscientemente?). Si usted encuentra atractiva esta conclusión, entonces sigue usted anclado en la idea del Teatro Cartesiano. Un experimento mental le ayudará a liberarse.

3. Revisiones orwellianas y estalinianas

No estoy seguro de si los demás no me perciben o si, una fracción de segundo después de que mi rostro se cruzó en su horizonte, una millonésima de segundo después de que su mirada cayera sobre mí, ya han comenzado a borrarme de su memoria: olvidado antes de haber llegado a la escasez, triste arcángel de un recuerdo.

Ariel Dorfman, Máscaras, 1988

Suponga que me pongo a manipular su cerebro y que consigo insertar en su memoria una ficticia mujer con sombrero allí donde no la había antes (por ejemplo, en la fiesta del domingo). Si, el lunes, cuando usted recuerda la fiesta, se acuerda de ella y no consigue encontrar ninguna fuente interna que le permita poner en duda lo que usted recuerda, seguiríamos estando en posición de decir que usted nunca la experimentó; en cualquier caso, no en la fiesta del domingo. Evidentemente, los recuerdos (ficticios) que usted experimentará después pueden ser todo lo claros que quiera: el martes todos estaremos de acuerdo en que usted ha tenido la clara experiencia consciente de que en la fiesta había una mujer con sombrero, pero la primera de estas experiencias, insisto, fue el lunes, y no el domingo (aunque a usted no le parezca que sea así).

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Figura 5.8

No tenemos el poder de insertar recuerdos falsos mediante neurocirugía, pero a veces nuestros recuerdos no engañan, de manera que lo que no podemos conseguir por medios quirúrgicos ocurre en el cerebro por sí solo.

A veces nos parece tener un recuerdo, incluso muy vivido, de experiencias que nunca han ocurrido. Llamaremos orwellianas a estas contaminaciones postexperienciales o revisiones de la memoria, en honor a la espeluznante visión de la novela 1984 de George Orwell, donde el Ministerio de la Verdad se ocupa hacendosamente de reescribir la historia, negando así el acceso al pasado (real) a las generaciones futuras.

La posibilidad de las revisiones postexperienciales (orwellianas) ilustra un aspecto de una de nuestras distinciones más fundamentales: la distinción entre lo que es apariencia y lo que es realidad. Habida cuenta de que reconocemos la posibilidad (al menos en principio) de que se produzcan revisiones orwellianas, reconocemos también el riesgo que corremos al inferir «esto es lo que realmente ocurrió» a partir de «esto es lo que yo recuerdo», y, por tanto, nos resistimos —con motivo— a cualquier «operacionalismo» diabólico que intente convencernos de que lo que recordamos (o lo que la historia refleja en sus archivos) es precisamente lo que ocurrió realmente[4].

La revisión orwelliana es una manera de tomarle el pelo a la posteridad. La otra manera es organizar falsos procesos, preparando cuidadosamente falsos testimonios y confesiones, y completándolo todo con falsas pruebas. A esta táctica la llamaremos estaliniana. Nótese que si normalmente estamos seguros del tipo de falsificación que se ha intentado sobre nosotros, sea orwelliana o estaliniana, ello no es más que un afortunado accidente. Ante cualquier campaña de desinformación que tuviera éxito, si nos preguntáramos si lo que aparece en los periódicos son informes de procesos que nunca se produjeron, o informes verídicos de farsas de procesos que sí se produjeron, no seríamos capaces de ver la diferencia. Si todos los indicios —periódicos, cintas de vídeo, recuerdos personales, inscripciones en las lápidas de un cementerio, testigos vivos— fueran eliminados o falseados, no tendríamos ninguna manera de saber si primero se produjo una manipulación y después se llevó a cabo un proceso ante un tribunal cuyas actas tenemos ahora ante nosotros, o si, por el contrario, después de una ejecución sumaria se construyó una historia relatando todos los hechos, es decir, no se llevó a cabo en realidad ningún proceso.

La distinción entre los métodos orwellianos y estalinianos de falsificación de archivos funciona perfectamente en la vida cotidiana, a escalas de tiempo macroscópicas. Por ello podríamos pensar que sigue aplicándose en todos los casos, pero eso es una ilusión, lo cual podemos demostrar acto seguido por medio de un experimento mental que se diferencia del que acabamos de considerar únicamente en la escala de tiempo.

Suponga que está usted parado de pie en una esquina cuando pasa corriendo delante suyo una mujer con el pelo largo. Alrededor de un segundo después de este episodio, el recuerdo oculto de otra mujer —una mujer con el pelo corto y gafas— contamina el recuerdo de lo que usted acaba de presenciar. Cuando un minuto más tarde se pregunta sobre algunos detalles en relación a la mujer que usted vio, menciona, sincera pero erróneamente, sus gafas. Igual que en el caso de la mujer con sombrero de la fiesta, nos sentimos inclinados a decir que su experiencia visual original, al contrario que su recuerdo de la misma unos segundos después, no fue la de una mujer con gafas. Sin embargo, como resultado de la subsiguiente contaminación de la memoria, tiene usted la impresión de haberse fijado en sus gafas en el primer momento en que la vio. Se ha producido una revisión orwelliana: hubo un instante efímero, antes de que se produjera la contaminación de su memoria, en el que a usted no le parecía que llevara gafas. Durante ese momento, la realidad de su experiencia consciente era una mujer con el pelo largo y sin gafas, pero este hecho histórico ha quedado anulado; no ha dejado huella, gracias a la contaminación de la memoria que se produjo un segundo después de haber visto a la mujer.

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Figura 5.9

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Figura 5.10

Esta interpretación de lo ocurrido se ve comprometida, sin embargo, por una explicación alternativa. Sus recuerdos ocultos de esa mujer con gafas podrían haber contaminado con igual facilidad su experiencia en el camino de subida, es decir, durante el procesamiento de la información que se efectúa «antes de la conciencia», de modo que usted en realidad tuvo una alucinación con las gafas desde el principio mismo de su experiencia. En este caso, el primer recuerdo obsesivo de una mujer que llevaba gafas le ha gastado una broma estaliniana al crear un proceso falso en la experiencia, que usted recuerda con precisión más tarde, gracias a un registro de su memoria. Para el sentido común ambos casos son todo lo diferentes que pueden ser: contado de la primera manera (figura 5.9), usted no sufre ninguna alucinación en el momento en que pasa la mujer, pero con posterioridad sufre alucinaciones de la memoria; usted tiene recuerdos falsos sobre su experiencia «real». Contado de la segunda manera (figura 5.10), usted alucina en el momento en que la mujer pasa, y después recuerda con claridad la alucinación (que «realmente se produjo en la conciencia»). ¿Son estas realmente dos posibilidades distintas, independientemente de cómo dividamos el tiempo?

No. En este caso, la distinción entre revisiones perceptivas y las revisiones de memoria que tan bien funciona a otras escalas ya no nos ofrece ninguna garantía de tener sentido. Hemos entrado en esa área brumosa donde el punto de vista del sujeto se distribuye por el espacio y el tiempo, y la pregunta ¿es orwelliana o estaliniana? pierde su fuerza.

Hay una ventana temporal que se abrió cuando la mujer del pelo largo pasó corriendo, excitando sus retinas, y que se cerró cuando usted expresó —a usted mismo o a otra persona— la convicción de que llevaba gafas. En algún punto de ese intervalo, el contenido que lleva gafas se añadió al contenido mujer con el pelo largo. Podemos asumir (y quizá más tarde confirmar con detalle) que hubo un breve plazo de tiempo en el que el contenido mujer con el pelo largo ya había sido discriminado en el cerebro antes de que erróneamente se le «asociara» el contenido que lleva gafas. Evidentemente, resulta plausible suponer que fue esa discriminación de la mujer con pelo largo lo que desencadenó el recuerdo anterior de la mujer con gafas. Lo que no podremos saber, sin embargo, es si esa asociación espúrea se produjo «antes o después del hecho en cuestión» —el presunto hecho de «la experiencia consciente real». ¿Era usted primero consciente de una mujer con el pelo largo y sin gafas y después consciente de una mujer con el pelo largo y con gafas, experiencia esta última que borró de su memoria la experiencia anterior, o estaba la experiencia consciente matizada desde el primer instante con las gafas?

Si el materialismo cartesiano fuera cierto, esta pregunta debería tener una respuesta, incluso si no pudiéramos —ni nosotros ni usted— establecerla retrospectivamente por medio de ningún procedimiento de evaluación. Y eso es porque el contenido que «cruzó la línea de meta el primero» fue o bien mujer con el pelo largo o bien mujer con el pelo largo y con gafas. Pero todos los teóricos insistirán en afirmar que el materialismo cartesiano es falso. Lo que no han sabido reconocer, sin embargo, es que ello comporta la aceptación de que no hay ninguna línea de meta, y por tanto que el orden temporal de discriminaciones no puede ser lo que fija el orden subjetivo de la experiencia. Esta conclusión no es fácil de aceptar, pero podemos intentar resaltar su atractivo examinando las dificultades que uno encuentra cuando se empeña en aferrarse a la alternativa tradicional.

Considérese el fenómeno phi de los colores estudiados por Kolers. Los sujetos atestiguan haber visto el punto de luz en movimiento cambiar de color a medio camino de su trayectoria entre el rojo y el verde. Kolers tuvo la ingeniosa idea de potenciar la definición de esta pequeña porción de texto utilizando un puntero que los sujetos debían «superponer», retrospectivamente-pero-tan-pronto-como-fuera-posible, sobre la trayectoria del punto de luz en movimiento aparente; al utilizar el puntero, los sujetos ejecutaban un acto de habla cuyo contenido era: «el punto de luz cambió de color precisamente aquí» (Kolers y von Grünau, 1976, pág. 330).

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Figura 5.11

Así pues, en el mundo heterofenomenológico de los sujetos, hay un cambio de color en el punto medio de la trayectoria, y la información sobre a qué color hay que cambiar (y en qué dirección hay que moverse) tiene que venir de alguna parte. Recuérdese cómo plantea Goodman el problema:

«¿Cómo somos capaces… de intercalar el punto de luz en el espacio-tiempo intermedio a lo largo del trayecto que va del primer destello al segundo destello antes de que el segundo destello se haya producido?». Algunos teóricos han pensado que quizá la información proviene de una experiencia previa.

Quizás, igual que los perros de Pavlov que esperaban que se les diera de comer cada vez que oían un timbre, los sujetos han llegado a esperar ver el segundo punto de luz cada vez que ven el primero, y, por la fuerza del hábito, se representan el paso antes de recibir la información sobre el caso particular. Esta hipótesis ha sido refutada, sin embargo. Incluso en la primera prueba (es decir, sin que exista la posibilidad de que se haya producido condicionamiento), las personas experimentan el fenómeno phi. Además, en intentos subsiguientes se puede cambiar el color del segundo foco o la dirección del movimiento al azar sin que por ello desaparezca el efecto. Así pues, la información sobre el segundo punto de luz (su color y localización) debe ser utilizada de alguna manera por el cerebro a fin de crear la versión «corregida» que refieren los sujetos.

Considérese, primero, la hipótesis de que nos hallamos ante un mecanismo estaliniano: en la sala de edición del cerebro, situada antes de la conciencia, se produce un retraso, un pequeño bucle como el que realiza la cinta de las emisiones «en directo» y que concede a los censores en la sala de realización unos segundos para tapar con pitos las obscenidades antes de emitir la señal al exterior. En la sala de edición, llega primero el fotograma A, el del punto de luz rojo, y entonces, cuando llega el fotograma B, el del punto de luz verde, se crean algunos fotogramas intermedios (C y D) que se montan intercalados en la película (en el orden A, C, D, B) antes de proyectarla en el teatro de la conciencia. Para cuando el «producto acabado» llega a la conciencia, ya lleva la inserción ilusoria.

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Figura 5.12

Como alternativa, tenemos la hipótesis de que hay un mecanismo orwelliano: poco después de la conciencia del primer punto de luz y del segundo punto de luz (sin ilusión del movimiento aparente alguna), una especie de historiador revisionista, en la estación de llegada de la biblioteca de la memoria en el cerebro, observa que la historia lisa y llana en este caso no tiene mucho sentido, así que interpreta los acontecimientos, rojo-seguido-de-verde, construyendo una narración sobre el paso intermedio, incluido el cambio de color, e instala la historia resultante de incluir los fotogramas C y D (en la figura 5.11) en la biblioteca de memoria para toda referencia futura.

Como trabaja rápido, en una fracción de segundo —la cantidad de tiempo que se necesita para construir (pero no proferir) un testimonio oral de lo que se ha experimentado—, el registro sobre el que usted se basa, almacenado en la biblioteca de la memoria, ya está contaminado. Usted dice y cree que vio el movimiento aparente y el cambio de color, pero eso no es más que una alucinación de la memoria, y no un recuerdo preciso de su conciencia original.

¿Cómo podemos saber cuál de las dos hipótesis es la correcta? Parece que podemos rechazar la hipótesis estaliniana con bastante facilidad a causa del retraso en la conciencia que postula. En el experimento de Kolers y von Grünau, había una diferencia de 200 mseg entre el comienzo del punto rojo y el del punto verde, y dado que, ex hypothesi, la experiencia completa no puede componerse en la sala de edición hasta que el contenido punto de luz verde ha alcanzado la sala de edición, la conciencia del punto de luz rojo debería retrasarse como mínimo otro tanto. (Si la sala de edición enviara inmediatamente el contenido punto de luz rojo al teatro de la conciencia, antes de recibir el fotograma B y de fabricar los fotogramas C y D, el sujeto presumiblemente experimentaría una laguna en la película, un retraso de al menos 200 mseg entre A y C, lo cual es tan perceptible como un vacío de la longitud de una sílaba en una palabra, o como la ausencia de cinco fotogramas en una película.)

Supóngase que pedimos a los sujetos que opriman un botón «tan pronto como experimenten el punto de luz rojo». Apenas hallaríamos diferencia en cuanto al tiempo de respuesta ante sólo un punto rojo que ante un punto rojo seguido 200 mseg después por un punto verde (en cuyo caso los sujetos atestiguan la existencia de movimiento aparente y cambio de color). ¿Puede ello ser debido a que en la conciencia siempre hay un retraso de 200 mseg por lo menos? No. Existen abundantes datos que demuestran que las respuestas bajo control consciente, pese a ser más lentas que respuestas tales como el parpadeo reflejo, se producen cerca de las latencias (retrasos) mínimas que son físicamente posibles. Una vez restados los tiempos de recorrido de las cadenas de impulsos de entrada y de salida, así como el tiempo de preparación de la respuesta, no queda tiempo de «procesamiento central» suficiente con el que ocultar un retraso de 200 mseg. Por consiguiente, las respuestas por presión de un botón deberían haberse iniciado antes que la discriminación del segundo estímulo, el del punto de luz verde.

Esto parece conceder la victoria a la hipótesis orwelliana, un mecanismo de revisión postexperiencial: tan pronto como el sujeto es consciente del punto de luz rojo, inicia el acto de presionar el botón. Mientras está llevando a cabo este acto, se hace consciente del punto de luz verde. Entonces, ambas experiencias se borran de la memoria y se sustituyen por el registro revisionista del punto rojo moviéndose y volviéndose verde a medio camino. Acto seguido atestigua, sincera pero falsamente, haber visto el punto rojo moviéndose hacia el punto verde antes de cambiar de color. Si el sujeto insiste en afirmar que fue realmente consciente desde el principio de que el punto rojo se movía y cambiaba de color, el teórico orwelliano le explicará firmemente que está equivocado; su memoria lo está engañando; el hecho de que presionara el botón cuando lo hizo constituye una evidencia concluyente de que era consciente del punto de luz rojo (estacionario) antes de que el punto verde se encendiera. Después de todo, sus instrucciones eran presionar el botón cuando fuera consciente del punto rojo. Tiene que haber sido consciente del punto rojo unos 200 mseg antes de haber sido consciente de su movimiento y de su cambio de color. Si a él no le parece que es así, se debe a que está simplemente equivocado.

El defensor de la alternativa estaliniana no se sentirá derrotado por esto, sin embargo. En realidad, insiste, el sujeto respondió al punto rojo antes de ser consciente de él. Las instrucciones que se le dieron (responder al punto rojo) se han colado de alguna manera desde la conciencia a la sala de edición, la cual (inconscientemente) inició el acto de presionar el botón antes de enviar la versión corregida para ser «visionada» (los fotogramas ACDB) hacia la conciencia. La memoria no ha engañado al sujeto; nos está refiriendo exactamente aquello de lo que fue consciente, con la excepción de su insistencia en afirmar que presionó conscientemente el botón después de ver el punto rojo; su acto «prematuro» de presionar el botón se desencadenó de forma inconsciente (o preconsciente).

Allí donde la teoría estaliniana postula una reacción de presión del botón ante una detección inconsciente del punto rojo, la teoría orwelliana postula una experiencia consciente del punto rojo que es destruida inmediatamente por lo que la sigue en la memoria. Este es, pues, el problema: tenemos dos modelos diferentes de lo que ocurre en el fenómeno phi de los colores.

Uno propone una «suplantación» estaliniana en el camino de subida, el camino preexperiencial, mientras que el otro propone una «revisión de la memoria» orwelliana en el camino de bajada, el camino postexperiencial, y ambos son consistentes con cualquier cosa que diga, piense o recuerde el sujeto.

Nótese que la incapacidad para distinguir entre las dos posibilidades no es aplicable únicamente a los observadores exteriores, a quienes se les puede suponer una falta de datos privados a los que el sujeto tiene un «acceso privilegiado». Usted, en calidad de sujeto en un experimento del fenómeno phi, no podría descubrir nada en la experiencia desde su propia perspectiva de la primera persona que favoreciera una teoría sobre la otra; la experiencia «le parecerá la misma» en cualquiera de los casos.

¿Es realmente así? ¿Si prestara realmente atención a su experiencia, no sería usted capaz de notar la diferencia? Suponga que el investigador se lo pusiera fácil, ralentizando el proceso y alargando gradualmente el intervalo de tiempo entre los estímulos del punto de luz rojo y el del verde. Es evidente que si el intervalo es lo bastante largo usted podrá ver la diferencia entre percibir el movimiento e inferir el movimiento. (Es una noche oscura y tormentosa; con el primer relámpago me ve usted a su izquierda; dos segundos más tarde hay otro relámpago y usted me ve a su derecha. Usted inferirá que yo me he movido; no hay ninguna duda de que en este caso usted está únicamente infiriendo el movimiento, y no viendo mi desplazamiento.) A medida que el investigador prolonga el intervalo entre estímulos, llegará un momento en que usted será capaz de efectuar esta discriminación. Ahora usted diría algo parecido a lo siguiente:

«En esta ocasión no me pareció que el punto rojo se hubiera movido, pero después de ver el punto verde, pensé que el punto rojo se había movido y había cambiado de color».

De hecho, existe una gama intermedia de intervalos para los cuales la fenomenología es un tanto paradójica: ¡se perciben los puntos como dos focos estacionarios y como una sola cosa que se mueve! Este tipo de movimiento aparente es fácilmente distinguible del movimiento aparente más rápido y uniforme que vemos en las películas y en la televisión, pero nuestra capacidad de establecer esta discriminación no es relevante para resolver el conflicto entre los teóricos orwelliano y estaliniano. Ambos están de acuerdo en que usted puede establecer esta discriminación bajo las condiciones adecuadas. En lo que no están de acuerdo es en cómo describir los casos de movimiento aparente que usted no puede distinguir del movimiento real: aquellos casos en los que usted realmente percibe un movimiento ilusorio. Someramente, ¿en estos casos, su memoria lo está engañando, o son sus ojos los que lo están engañando? Pero incluso si usted, el sujeto, no puede decidir si el fenómeno es estaliniano u orwelliano, ¿no podrían los científicos, en tanto que observadores exteriores, encontrar algo en su cerebro que resolviera el problema en una dirección u otra? Algunos quisieran rechazar esto como inconcebible. «¡Imagine a alguien que sepa mejor que usted mismo de qué es usted consciente! ¡Imposible!» Pero ¿es esto realmente inconcebible? Analicémoslo con más detenimiento. Supongamos que los científicos dispusieran de información realmente precisa (conseguida gracias a diferentes tecnologías de escáner cerebral) sobre el «momento de llegada» exacto o la «creación» de toda representación, o vehículo de contenido, en cualquier parte de su sistema nervioso. Ello les permitiría establecer el momento más temprano en que podría usted reaccionar —consciente o inconscientemente— ante un contenido particular (excluyendo la precognición milagrosa). Sin embargo, el instante real en que usted fuera consciente de ese contenido (en caso de que lo fuera en algún momento) se produciría un poco más tarde. Usted debería ser consciente de ello lo bastante pronto como para explicar la inclusión por su parte del contenido en cuestión en algún acto de habla recordatorio posterior —asumiendo que, por definición, cualquier entidad de su mundo heterofenomenológico es una entidad de su conciencia—. De tal modo se fijaría el momento más tardío en que el contenido «se hizo consciente». Pero, como hemos visto, si ello nos deja con un espacio de tiempo de unos cientos de milisegundos durante el cual la conciencia de la entidad en cuestión tuvo que producirse, y si hay muchas entidades diferentes que deben atravesar la ventana temporal (el punto rojo y el punto verde; la mujer de pelo largo con y sin gafas), no hay manera de utilizar sus testimonios para ordenar la representación de los acontecimientos en la conciencia.

Sus testimonios orales retrospectivos deben ser neutrales con respecto a dos presuntas posibilidades, pero ¿no podrían encontrar los científicos otros datos que pudieran utilizar? Podrían si existiera algún buen motivo para afirmar que cierto tipo de conducta no verbal (abierta o interna) es un claro indicador de conciencia. Aquí es, precisamente, donde el razonamiento falla.

Ambos teóricos coinciden en aceptar que no hay ninguna reacción comportamental ante un contenido, con la excepción del acto posterior de referir, que no sea una mera reacción inconsciente. En el modelo estaliniano hay un acto inconsciente de presionar un botón (¿y por qué no?). Ambos teóricos también coinciden en aceptar que puede haber una experiencia consciente que no tenga ningún efecto comportamental. En el modelo orwelliano hay conciencia momentánea del punto de luz rojo estacionario, lo cual no deja rastros en ninguna otra reacción posterior (¿y por qué no?).

Ambos modelos pueden dar cuenta de todos los datos sin problemas; y no sólo los datos de que disponemos ahora, sino cualquier dato que podamos imaginarnos que pueda surgir en el futuro. Ambos dan cuenta de los testimonios orales: una teoría dice que son ingenuamente erróneos, mientras que la otra dice que son testimonios precisos de errores experimentados. Asimismo, podemos suponer que ambos teóricos tienen exactamente la misma teoría de lo que ocurre en su cerebro; están de acuerdo sobre dónde y cuándo el contenido erróneo entra en la vías causales del cerebro; simplemente no coinciden al determinar si tal localización debe considerarse pre o postexperiencial. Ambos proponen la misma explicación de los efectos no verbales, con una pequeña diferencia: uno dice que son el resultado de contenidos discriminados inconscientemente, mientras que el otro dice que son el resultado de contenidos discriminados conscientemente pero olvidados.

Finalmente, ambos dan cuenta de los datos subjetivos —todo lo que puede obtenerse a partir de la perspectiva de la primera persona—, porque están incluso de acuerdo en cómo les debe «parecer» a los sujetos: estos no deberían ser capaces de distinguir entre experiencias ilegítimas y experiencias mal memorizadas de inmediato.

Así pues, a pesar de las primeras apariencias, existe solamente una diferencia de orden verbal entre ambas teorías (para un diagnóstico similar, véase Reingold y Merikle, 1990). Ambos teóricos nos cuentan exactamente la misma historia, con la única discrepancia del lugar donde sitúan la mítica gran divisoria, un punto en el tiempo (y, por tanto, también un punto en el espacio) cuya localización precisa y exacta es imposible con la ayuda de los sujetos, pero también cuya localización es neutral con respecto a todos los demás rasgos de sus teorías. Esta es una diferencia que no permite establecer ninguna diferencia.

Considérese una analogía contemporánea. En el mundo editorial es normal distinguir entre lo que es la revisión de errores previa a la publicación, y lo que es la corrección de «erratas» con posterioridad a la publicación. Sin embargo, en el mundo académico las cosas se hacen mucho más rápido hoy en día gracias a la comunicación electrónica. Con el advenimiento de los procesadores de textos, los programas de autoedición y el correo electrónico, a menudo se da el caso de que circulan simultáneamente muchas versiones distintas de un mismo artículo, con el autor revisando y corrigiendo a medida que recibe comentarios y sugerencias por correo electrónico. El acto de fijar el momento de la publicación, y pasar así a considerar como texto canónico —el texto que acabará por registrarse, el que se citará en las bibliografías— una de las versiones del artículo, se convierte hasta cierto punto en un hecho arbitrario. Con frecuencia ocurre que la mayoría de los lectores a quien va dirigido el texto, es decir, aquellos cuya opinión cuenta, leen solamente una primera versión; la versión «publicada» queda como material de archivo. Si lo que estamos buscando es provocar efectos importantes, entonces la mayoría de los efectos importantes, si no todos, de escribir un artículo se reparten entre todas las numerosas versiones del mismo; antes solía ocurrir que la mayor parte de los efectos importantes de un artículo se producía después de su publicación en una revista y a causa de su publicación. Ahora que los distintos candidatos para la publicación no poseen importancia funcional alguna, debemos tomar una decisión arbitraria sobre lo que vale corno publicación del texto, en caso de que realmente necesitemos tal distinción. No hay ninguna culminación o punto de inflexión en el camino que va del borrador al archivo.

Asimismo —y esta es la consecuencia fundamenta] del modelo de las Versiones Múltiples—, si queremos fijar un instante del procesamiento en el cerebro como el instante de la conciencia, la decisión será arbitraria. Siempre se puede «trazar una línea» en el flujo de procesamiento en el cerebro, pero no hay ninguna diferencia funcional que permita motivar la calificación de ajustes inconscientes o preconscientes para todos aquellos estadios previos, y la calificación de contaminaciones postexperienciales de la memoria para todas las correcciones del contenido posteriores (tal y como lo revelan los recuerdos). La distinción se desvanece cuando se examina desde cerca.

4. Retorno al teatro de la conciencia

La regla de oro del astrónomo;

si no lo has escrito,

entonces es que no ha ocurrido.

Clifford Stoll, The Cuckoo's Egg, 1989

Como cualquier libro sobre prestidigitación le enseñará, los mejores trucos se acaban antes de que los espectadores piensen que han empezado. Llegados a este punto, es posible que usted piense que acabo de jugarle una buena. He argumentado que a causa de la expansión espaciotemporal del punto de vista del observador en el cerebro, la evidencia no nos permite distinguir entre las teorías orwelliana y estaliniana de la experiencia consciente y que, por tanto, no hay tal diferencia. Esto es una especie de operacionalismo o verificacionismo que no considera la posibilidad de que existan hechos decisivos sobre la cuestión que sean inaccesibles a la ciencia, incluso cuando la ciencia incorpora la heterofenomenología. Además, la verdad es que parece obvio que estos hechos sí que existen, que nuestra experiencia consciente inmediata consiste precisamente en estos hechos.

Convengo en que, efectivamente, parece obvio; si no fuera así, no debería preocuparme tanto en este capítulo por demostrar que lo que parece tan obvio es falso a pesar de todo. De lo que parezco haber prescindido, con cierta premeditación, es de algo similar al tan ridiculizado Teatro Cartesiano de la conciencia. Puede que usted sospeche que bajo esta fachada de antidualismo («¡vamos a quitarnos de encima esta cosa fantasmal!»), yo haya hecho desaparecer (literalmente) algo sobre lo que Descartes tenía razón; existe una localización funcional de algún tipo donde las entidades de la fenomenología se… proyectan.

Ha llegado el momento de enfrentarse a esta sospecha. Nelson Goodman plantea el problema cuando, refiriéndose al experimento de Paul Kolers sobre el fenómeno phi de los colores, afirma que «no parece dejarnos otra elección que aceptar una teoría de la construcción retrospectiva o creer en la clarividencia» (Goodman, 1978, pág. 83). Debemos rechazar la clarividencia, así que ¿en qué consiste exactamente la «construcción retrospectiva»?

Tanto si consideramos que la percepción del primer punto de luz se retrasa, se conserva o se recuerda, llamaré a esta concepción teoría de la construcción retrospectiva: la teoría según la cual la construcción de lo percibido como algo que se produce entre los dos puntos de luz no tiene lugar antes del segundo punto de luz.

En un primer momento, Goodman parece dudar entre una teoría estaliniana (la percepción del primer punto de luz se retrasa) y una teoría orwelliana (la percepción del primer punto de luz se conserva o se recuerda), pero lo más importante es que su presunto revisionista (sea orwelliano o estaliniano) no se limita a ajustar los juicios, sino que constituye material para rellenar las lagunas:

…cada uno de los puntos intermedios en la trayectoria entre los dos puntos de luz se rellena… con uno de los dos colores que se encienden y no con colores intermedios sucesivos. (Pág. 85.)

Goodman no tiene en cuenta la posibilidad de que el cerebro no tenga realmente que tomarse la molestia de «rellenar» nada con ninguna «construcción», ya que no hay nadie que esté mirando. Como hace explícito el modelo de Versiones Múltiples, una vez se ha llevado a cabo una discriminación, esta no tiene que volver a producirse; el cerebro se limita a adaptarse a la conclusión a que se llega, elaborando una nueva interpretación de la información disponible para modular la conducta subsiguiente.

Goodman considera la teoría, que él atribuye a Van der Waals y Roelofs (1930), de que «el movimiento intermedio se produce retrospectivamente, se construye sólo después de que se encienda el segundo foco y se proyecta hacia atrás en el tiempo [la cursiva es mía]» (págs. 73-74). Todo ello parece apuntar hacia una visión estaliniana, pero con un sesgo que no augura nada bueno: se realiza una película final que luego se proyecta en un proyector mágico cuyo haz de luz viaja hacia atrás en el tiempo hasta la pantalla de la mente.

Tanto si es esto lo que Van der Waals y Roelofs tenían en mente cuando propusieron la «construcción retrospectiva» como si no, probablemente es lo que llevó a Kolers (1972, pág. 184) a rechazar su hipótesis, insistiendo en afirmar que toda construcción se efectúa en «tiempo real». ¿Por qué debería el cerebro preocuparse por «producir» el «movimiento intermedio»? ¿Por qué no puede simplemente llegar a la conclusión de que hubo movimiento intermedio, e insertar la conclusión retrospectiva en el flujo de procesamiento? ¿No es esto suficiente?

¡Alto! Aquí es donde debe estar produciéndose el juego de manos (si es que lo hay). Desde el punto de vista de la tercera persona, he postulado la existencia de un sujeto, el sujeto heterofenomenológico, una especie de «a quien le corresponda» ficticio a quien, desde fuera, le atribuimos correctamente la creencia de que el movimiento intermedio ha sido experimentado.

Así es como le parecería a ese sujeto (que no es más que la ficción de un teórico). Pero ¿acaso, no hay también un sujeto real, en cuyo beneficio el cerebro debe organizar un espectáculo, rellenando todas las lagunas? Esto es lo que Goodman parece suponer cuando habla del cerebro llevando a cabo el acto de rellenar todos los puntos intermedios de la trayectoria. ¿En beneficio de quién se hacen estos dibujos animados? Para los espectadores del Teatro Cartesiano. Pero como no hay tal teatro, tampoco existen los espectadores.

El modelo de Versiones Múltiples coincide con Goodman en suponer que el cerebro crea retrospectivamente el contenido (el juicio) de que hubo movimiento intermedio, y que ese contenido queda entonces para regir las actividades posteriores y para dejar su huella en la memoria. Pero el modelo de Versiones Múltiples va más lejos al afirmar que el cerebro no se toma la molestia de «construir» representaciones con el objeto de «rellenar» lagunas. Eso sería malgastar el tiempo y (¿podemos decirlo?) pintura. El juicio ya esta ahí, y el cerebro puede ocuparse de otras tareas[5].

La frase de Goodman sobre una «proyección hacia atrás en el tiempo» es equívoca. Podría querer decir algo más modesto y defendible: concretamente, que en el contenido se incluye una referencia a un instante pasado en el tiempo. De acuerdo con esta interpretación sería una afirmación equivalente a «esta novela nos lleva a los tiempos de la antigua Roma…», que nadie interpretaría, de un modo metafísicamente extravagante, como la afirmación de que la novela es una especie de máquina del tiempo. Esta es la única lectura que es consistente con las demás concepciones que defiende Goodman, pero Kolers aparentemente consideró que significaba algo metafísicamente radical: que se producía una proyección real de algo desde un tiempo hacia otro tiempo.

Como veremos en el próximo capítulo, la confusión provocada por esta lectura radical del término «proyección» ha influido negativamente en la interpretación de otros fenómenos. Esta misma curiosa metafísica afectó la manera de pensar sobre la representación del espacio. En los tiempos de Descartes, Thomas Hobbes parece haber pensado que la luz, después de alcanzar el ojo, provocaba algún tipo de movimiento en el cerebro, lo cual hacía que algo rebotara de vuelta hacia el mundo exterior.

La causa del sentido es el cuerpo exterior, u objeto, que impresiona el adecuado órgano sensorial, ya inmediatamente, como ocurre con el gusto y el tacto, ya mediatamente, como sucede con la vista, el oído y el olfato. Este estímulo, a través de los nervios y de otras ligaduras y membranas del cuerpo, continúa hacia adentro hasta llegar al cerebro y al corazón. Y allí causa una resistencia o contrapresión, o empeño del corazón por liberarse a sí mismo, empeño que, al estar dirigido hacia afuera, parece que es una materia externa. (Leviatán, Parte I, cap. 1, «Del sentido».)*.

Después de todo, ahí es donde vemos los colores —¡en la superficie de los objetos[6]!. En la misma línea de razonamiento, podríamos suponer que cuando se machaca el pulgar, ello produce unas señales que viajan hasta los «centros del dolor» en el cerebro que, a su vez, «proyectan» el dolor de vuelta al pulgar que es donde tiene que estar. Después de todo, es ahí donde sentimos el dolor.

Todavía en la década de los cincuenta, esta idea seguía tomándose en serio, hasta el punto de hacer que J. R. Smythies, un psicólogo británico, se sintiera obligado a escribir un artículo para refutarla definitivamente[7]. La proyección de que hablamos cuando nos referimos a estos fenómenos no comporta relanzar algún efecto hacia el espacio físico, y no creo que ya nadie crea que esto es así. Sin embargo, los neuropsicólogos y los psicólogos, así como los teóricos de la acústica que diseñan sistemas estereofónicos, hablan a menudo de este tipo de proyección, y es lícito que nos preguntemos qué quieren decir con ello, si no es algún tipo de transmisión física de un lugar (o tiempo) a otro. ¿Qué comporta esta proyección? Analicémoslo con detalle a partir de un caso simple:

Gracias a la colocación de los altavoces y al balance del volumen de sus emisiones respectivas, el oyente proyecta el sonido resultante de la soprano hacia un punto situado a medio camino entre ambos altavoces.

¿Cómo debemos interpretar este párrafo? Examinémoslo con detenimiento. Si los altavoces están sonando a todo volumen en una habitación vacía, no hay proyección. Si un oyente está en la habitación (un observador con unos buenos oídos y un buen cerebro), se produce la «proyección», lo cual no significa que el oyente emita algo hacia ese punto a medio camino entre ambos altavoces. No hay ninguna propiedad física de ese punto o del área vecina que se vea alterada por la presencia del oyente. En pocas palabras, y esto es lo que queremos decir al afirmar que Smythies tenía razón, que no hay proyección en el espacio de ninguna propiedad visual o auditiva. ¿Qué es lo que ocurre entonces? Bueno, al observador le parece que el sonido de la soprano proviene de este punto. ¿Y qué comporta este parecerle al observador? Si nuestra respuesta es que «comporta la proyección por parte del observador del sonido hacia ese punto en el espacio», entonces volvemos a estar donde estábamos, evidentemente, así que la gente intenta introducir alguna novedad diciendo, por ejemplo, algo así como que «el observador proyecta el sonido en un espacio fenoménico». Parece que hemos hecho algún progreso. Hemos rechazado la proyección en el espacio físico y la hemos trasladado a un espacio fenoménico.

¿Y qué es el espacio fenoménico? ¿Un espacio físico en el cerebro? ¿El espacio escénico del teatro de la conciencia situado en el cerebro? Literalmente no. Pero ¿y metafóricamente? En el capítulo anterior, en el ejemplo de las «imágenes mentales» que manipulaba Shakey, expusimos un método para dar sentido a estos espacios metafóricos. En un sentido estricto pero metafórico, Shakey dibujaba formas en el espacio, se fijaba en determinados puntos de ese espacio, y basaba sus conclusiones en lo que descubría sobre esos puntos en el espacio. Pero ese espacio no era más que un espacio lógico. Era como el espacio del Londres de Sherlock Holmes, el espacio de un mundo ficticio, pero de un mundo ficticio anclado sistemáticamente en acontecimientos físicos reales que se producían en el espacio ordinario del «cerebro» de Shakey. Si tomáramos las proferencias de Shakey como expresión de sus «creencias», entonces podríamos decir que era el espacio en que creía Shakey, lo cual no lo convierte en algo real, como tampoco el hecho de que alguien crea en Fenhomo convierte a Fenhomo en alguien real. Ambos no son más que objetos intencionales[8].

Así pues, tenemos una manera de dar un sentido a la idea de espacio fenoménico en tanto que espacio lógico. Este es un espacio en el cual o hacia el cual nada se proyecta literalmente; sus propiedades se constituyen gracias a las creencias del sujeto (heterofenomenológico). Cuando decimos que el oyente proyecta el sonido hacia un punto en este espacio, lo que queremos decir es solamente que a él le parece que es de ahí de donde viene el sonido. ¿No es esto suficiente? ¿O acaso estamos pasando por alto una doctrina «realista» del espacio fenoménico en el que esa apariencia real puede ser proyectada?

Hoy por hoy nos sentimos bastante seguros con la distinción entre localización espacial en el cerebro del vehículo de la experiencia, y la localización «en el espacio experiencial» de la entidad experimentada. En breve, distinguiremos entre representante y representado, entre vehículo y contenido*.

Hemos alcanzado un grado de sofisticación suficiente como para reconocer que los productos de la percepción visual no son, literalmente, imágenes en la cabeza aunque lo que estas representan es algo que las imágenes representan muy bien: la disposición en el espacio de diversas propiedades visibles. Deberíamos establecer la misma distinción para el tiempo: el momento en que se produce una experiencia en el cerebro debe distinguirse del momento en que esta parece producirse. Efectivamente, como ha sugerido el psicolingüista Ray Jackendoff, lo que debemos llegar a comprender aquí no es más que una extensión banal de nuestras ideas tradicionales sobre la experiencia del espacio. La representación del espacio en el cerebro no siempre hace uso de el-espacio-en-el-cerebro para representar el espacio, y la representación del tiempo en el cerebro no siempre hace uso de el-tiempo-en-el-cerebro. Tan infundada es la idea del proyector de diapositivas espaciales que Smythies no podía encontrar en el cerebro, como lo es la idea del proyector de cine temporal que sugiere la lectura radical que hace Goodman de la frase «proyección hacia atrás en el tiempo».

¿Por qué las personas sienten la necesidad de postular la existencia de este proyector de apariencias? ¿Por qué se sienten inclinadas a pensar que no es suficiente con que las salas de edición en el cerebro se limiten a insertar contenidos en el flujo que conduce a la modulación de la conducta y la memoria? Quizá porque quieren mantener la distinción entre realidad y apariencia para la conciencia. Quieren resistirse a ese operacionalismo diabólico que dice que cuanto ha ocurrido (en la conciencia) es simplemente aquello que usted recuerda que ha ocurrido. El modelo de las Versiones Múltiples convierte al acto de «escribir en la memoria» en el criterio mismo para la conciencia; en ello consiste precisamente que lo «dado» sea «tomado» —tomado de una manera más que de otra. No hay realidad de la experiencia consciente independientemente de los efectos que ejercen los diversos vehículos de contenido sobre los actos subsiguientes (y, por tanto, sobre la memoria). Esto se parece demasiado al temido operacionalismo, y quizás mimamos en secreto al Teatro Cartesiano de la conciencia como el lugar en que todo cuanto ocurre «en la conciencia» ocurre realmente, tanto si con posterioridad ello es recordado correctamente como si no. Supóngase que algo ocurriera en mi presencia, pero que dejara su huella en mí durante sólo «una millonésima de segundo», como en el epigrama de Ariel Dorfman. ¿Qué significaría decir que fui consciente de ello, por muy breve y poco efectivo que fuera este estado? Si en alguna parte hubiera un Teatro Cartesiano privilegiado, como mínimo significaría que la película que allí se pasó era muy buena, incluso si nadie recuerda haberla visto (¡Ya estamos otra vez!).

Puede que el Teatro Cartesiano sea una imagen reconfortante porque mantiene la distinción entre apariencia y realidad en el corazón de la subjetividad humana, pero además de no estar motivado científicamente, es metafísicamente dudoso, ya que crea la extravagante categoría de lo objetivamente subjetivo, la manera en que a usted, real y objetivamente, le parece que son las cosas, incluso cuando a usted no le parece que le parezca que son así (Smullyan, 1981). Algunos pensadores mantienen una oposición tan cerril al «verificacionismo» y al «operacionalismo», que se empeñan en negar su utilidad incluso en un ámbito en el que sí tiene sentido: el reino de la subjetividad. Lo que Clifford Stoll denomina la regla de oro del astrónomo es un comentario jocoso sobre la vaguedad de la memoria y los estándares de la evidencia científica, pero se convierte en una gran verdad cuando se aplica a lo que «se escribe» en la memoria. Podríamos calificar, por tanto, al modelo de las Versiones Múltiples de operacionalismo como de la primera persona, ya que niega tajantemente y por principio la posibilidad de conciencia de un estímulo en ausencia de la creencia por parte del sujeto en dicha conciencia[9].

Cuando uno se opone a este operacionalismo, es normal que apele a hechos posibles que son inaccesibles para el test del operacionalista, pero ahora el sujeto es el propio operacionalista, así que la objeción se vuelve contra él: «El mero hecho de que usted no pueda decir, de acuerdo con sus preferencias, si fue o no fue consciente de x, no significa que usted no lo fuera. ¡Quizá sí que fue usted consciente de x, pero no puede hallar ninguna evidencia de ello!». ¿Acaso hay alguien que, después de unos momentos de reflexión, realmente quiera decir algo así? Esos supuestos hechos sobre la conciencia que se alejan nadando, fuera del alcance de los observadores «exteriores» e «interiores», son hechos verdaderamente extraños.

La idea se resiste a morir. Considérese la naturalidad de una frase como la siguiente: «He juzgado que las cosas eran así, porque así es como a mí me pareció que eran». Aquí se nos invita a pensar en términos de dos tipos distintos de estados o eventos: el parecer-de-una-determinada-manera y el subsiguiente (y consecuente) juzgar-que-es-de-esa-manera. Pudiera pensarse que el problema con el modelo de Versiones Múltiples para el fenómeno phi de los colores, por ejemplo, es que, pese a incorporar el fenómeno del juicio del sujeto de que hubo movimiento intermedio, no contempla —de hecho, niega explícitamente— la existencia de un evento que pueda ser considerado como la apariencia-de-que-hubo-movimiento-intermedio y sobre el que «se basa» el juicio en cuestión. En alguna parte debe de producirse «una presentación de evidencias», aunque sea en un falso proceso estaliniano, para que tales evidencias actúen como causa o fundamento del juicio.

Algunas personas suponen que la fenomenología apoya esta intuición. Tienen la impresión de que realmente se observan a sí mismos juzgando que las cosas son así como resultado del hecho de que a ellos les parece que son así. Nadie ha observado nunca algo así «en su fenomenología» porque un hecho sobre la causalidad como este no sería observable (como ya señaló Hume hace mucho tiempo[10]).

Pregúntesele a un sujeto en un experimento del fenómeno phi de los colores si juzga que el punto rojo se movió y cambió de color porque a él le pareció que así había sido, o si le pareció que el punto se movía porque él lo juzgó así. Supongamos que el sujeto nos da una respuesta tan «elaborada» como la siguiente:

Sé que no había realmente un punto en movimiento en el mundo —después de todo, no es más que movimiento aparente—, pero también sé que pareció que el punto se movía, así que además de mi juicio de que el punto pareció moverse, existe el evento de que trata mi juicio: el hecho de que el punto pareció moverse. No hubo movimiento real, así que debe haber una apariencia real de que el punto se movió sobre la cual se basa mi juicio.

Puede que el Teatro Cartesiano sea tan popular porque es el lugar en que las apariencias pueden producirse además de los juicios. Sin embargo, este argumento tan elaborado que se acaba de presentar es falaz. El postular una «apariencia real» además del juzgar o el «considerar» expresado en el testimonio del sujeto es multiplicar entidades sin necesidad. El tipo de presentación interna en que las apariencias reales se producen es una maniobra metafísica inútil, es una manera de nadar y guardar la ropa, especialmente porque los que tienden a pensar así no dudan en insistir en que dicha presentación interna no se produce en un espacio misterioso y dualista, henchido de un éter de fantasmas cartesianos. Cuando se rechaza el dualismo cartesiano, se tiene que rechazar el espectáculo que tendría lugar en el Teatro Cartesiano, así como la audiencia, porque ni el espectáculo ni la audiencia están en el cerebro, y el cerebro es el único objeto real donde podríamos buscarlos.

5. El modelo de Versiones Múltiples en acción

Pasemos a revisar el modelo de Versiones Múltiples, ampliándolo un poco, y considerando con algo más de detalle la situación en el cerebro que lo justifica. En aras de la simplicidad, me concentraré en lo que ocurre en el cerebro durante la experiencia visual. Más adelante podremos extender el análisis a otros fenómenos.

Los estímulos visuales evocan cadenas de acontecimientos en el córtex que, gradualmente, dan a lugar a discriminaciones de especificidad cada vez mayor. En diferentes tiempos y lugares, se toman «decisiones» o se emiten «juicios» de diversa índole; literalmente, se causa la entrada de partes del cerebro en estados capaces de discriminar diversos rasgos, por ejemplo, primero el inicio del estímulo, después su localización, después su forma, luego el color (por un camino distinto), aún más tarde el movimiento (aparente) y, con el tiempo, el reconocimiento del objeto. Estos estados discriminativos localizados transmiten efectos a otros lugares, contribuyendo a nuevas discriminaciones y así sucesivamente (Van Essen, 1979; Allman, Meizin y McGuinness, 1985; Livingstone y Hubel, 1987; Zeki y Shipp, 1988). La pregunta natural, aunque un tanto inocente, que podemos hacernos es, ¿en qué lugar se reúne todo? Y la respuesta es, en ninguna parte. Algunos de estos estados distribuidos portadores de contenido pronto se desvanecen, sin dejar huella. Otros sí dejan huella, en posteriores testimonios orales de la experiencia y la memoria, en la «disponibilidad semántica» y en otras variedades del conjunto perceptivo, en el estado emocional, las inclinaciones comportamentales, etc. Algunos de estos efectos —por ejemplo, la influencia sobre los testimonios orales— son, cuando menos, síntomas de conciencia. Pero no hay ningún lugar en el cerebro por el cual deban pasar estas cadenas causales a fin de depositar su contenido «en la conciencia».

Tan pronto como se haya producido tal discriminación, esta está disponible para provocar algún comportamiento, por ejemplo, la presión de un botón (o una sonrisa, o un comentario), o para modular algún estado informacional interno. Por ejemplo, la discriminación de la imagen de un perro podría crear un «conjunto perceptivo» —lo que haría temporalmente más fácil el ver perros (o incluso otros animales) en otras imágenes— o podría activar un dominio semántico determinado, lo que haría temporalmente que usted interpretara la palabra «ladrar» como el sonido emitido por este animal y no como la manera de hablar desagradable de algunos humanos. Como ya hemos señalado, este proceso, que avanza por múltiples vías, se ejecuta en unos cientos de milisegundos, durante los cuales se producen diversos añadidos, incorporaciones, enmiendas y sobreescrituras de contenido, en diferentes órdenes. Con el tiempo, estos dan lugar a algo bastante parecido a un flujo o secuencia narrativa, que podemos concebir como sujeto a revisiones continuas por parte de diversos procesos distribuidos por el cerebro, y que se prolonga indefinidamente en el futuro. Los contenidos surgen, son revisados, contribuyen a la interpretación de otros contenidos o a la modulación de la conducta (verbal o de otro tipo) y, durante el proceso, dejan sus huellas en la memoria, las cuales, con el tiempo, acaban por deteriorarse, por incorporarse a contenidos posteriores e incluso por ser sobreescritas por estos contenidos, total o parcialmente. Esta madeja de contenidos se asemeja a una narración únicamente por su multiplicidad; en cualquier intervalo de tiempo hay múltiples versiones de fragmentos narrativos en varios estadios de revisión, en varios puntos del cerebro. Mientras que algunos de los contenidos de estas versiones harán su efímera contribución para desaparecer después sin tener más efecto —algunos incluso no harán ninguna contribución—, otros seguirán jugando diferentes papeles en la modulación posterior de estados internos o de la conducta y aun algunos pocos sobrevivirán hasta el punto de hacer patente su presencia a través de notas de prensa publicadas en forma de conducta verbal.

Sondear este flujo en diferentes intervalos produce efectos distintos, causando narraciones diferentes en cada caso. Y estas son verdaderas narraciones: versiones únicas de una porción de «el flujo de la conciencia». Si el sondeo se demora demasiado, es posible que el resultado no dé lugar a ninguna narración. Si se sondea «demasiado pronto», será posible recopilar datos sobre en qué momento tiene lugar en ese flujo un determinado proceso de discriminación, pero a costa de interrumpir el progreso normal del mismo.

¿Podemos decir que hay un «momento ideal para llevar a cabo el sondeo»? Si aceptamos la idea, bastante plausible por otra parte, de que dichas narraciones sufren un proceso uniforme de degradación, tanto por los detalles que desaparecen como por los adornos que se incorporan (lo que debería haber dicho en la fiesta tiende a convertirse en lo que dije en la fiesta), podemos justificar un sondeo relativamente temprano, muy poco después del estímulo que nos interesa en aquel momento. Sin embargo, también queremos evitar el interferir en el fenómeno con un sondeo prematuro. Habida cuenta de que la percepción se convierte imperceptiblemente en memoria, y la interpretación «inmediata» se convierte imperceptiblemente en reconstrucción racional, no podemos decir que haya un punto culminante válido para todo contexto en el cual podamos fijar nuestra atención para efectuar nuestros sondeos.

Aquello de lo que somos conscientes durante un intervalo de tiempo determinado no se define independientemente de los sondeos que utilizamos para causar una narración sobre ese período. Dado que las narraciones están sometidas a una revisión continua, no podemos decir que haya una narración única que valga como versión canónica, la «primera edición», en la cual se han vertido, definitivamente, los acontecimientos que han tenido lugar en el flujo de la conciencia del sujeto, y tal que cualquier desviación de esa versión deberá ser considerada como una corrupción del texto. Sin embargo, cualquier narración (o fragmento de narración) que ha sido causada fija una «línea del tiempo», una secuencia subjetiva de acontecimientos desde el punto de vista de un observador, que puede compararse con otras líneas del tiempo y, en particular, con la secuencia objetiva de acontecimientos producida en el cerebro de ese observador. Como hemos visto, estas dos líneas pueden no superponerse en un registro ortogonal (bien alineadas): aunque la (mala) discriminación del rojo-pasando-a-verde se produjera en el cerebro después de la discriminación del punto verde, la secuencia subjetiva o narrativa es, evidentemente, punto rojo, seguido de rojo-pasando-a-verde, y finalmente punto verde. Así pues, dentro de la distribución temporal del punto de vista del sujeto pueden producirse diferencias de orden que den lugar a bucles temporales.

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Figura 5.12

No hay nada de metafísicamente extravagante o problemático en este fallo de registro[11]. No es más misterioso o contrario a la causalidad que el caer en la cuenta de que las escenas de una película no siempre se ruedan en el mismo orden en que luego se montan, o que cuando uno lee la frase «Bill llegó a la fiesta después de Sally, pero Jane llegó antes que ambos», sabe de la llegada de Bill antes de saber de la llegada de Jane. El espacio y el tiempo del representante es un marco de referencia; el espacio y el tiempo de lo que el representante representa es otro. Este inocuo hecho metafísico sirve, no obstante, como fundamento de una categoría metafísica básica: cuando una porción del mundo pasa, de acuerdo con este método, a componer un ovillo de narraciones, dicha porción del mundo es un observador. En esto consiste precisamente el hecho de que haya un observador en el mundo, un algo que se siente ser.

Esto no es más que un esbozo de mi modelo alternativo. Todavía queda por aclarar en qué medida difiere del modelo del Teatro Cartesiano, demostrando cómo puede dar cuenta de determinados fenómenos. En el próximo capítulo pondremos el modelo a prueba con ciertas cuestiones bastante complejas, pero primero consideraremos algunos ejemplos más corrientes y simples que han sido objeto de discusión por parte de los filósofos.

Es posible que usted haya experimentado el fenómeno de conducir muchos kilómetros enfrascado en una conversación con su acompañante (o en un soliloquio silencioso), para darse cuenta al final de que usted no recuerda la carretera, ni el tráfico, ni su actividad como conductor. Es como si hubiera estado conduciendo otra persona. Muchos teóricos (yo incluido, tengo que admitirlo —Dennett, 1969, págs. 116 y sigs.) han visto en ello un caso claro de «percepción inconsciente y acción inteligente». Pero ¿era usted realmente inconsciente de todos los coches que pasaron, de los semáforos en rojo, de las curvas, durante todo el tiempo? Usted prestaba atención a otras cosas, pero es seguro que si se le hubiera sondeado sobre lo que acababa de ver, en diferentes momentos del viaje, usted habría tenido algún detalle, por somero que fuera, que referir. Es preferible interpretar el fenómeno de la «conducción inconsciente» como un caso de conciencia constante con repentinas pérdidas de memoria.

¿Es usted constantemente consciente del tic-tac del reloj? Si se parara de repente, lo notaría y podría decir sin dudarlo que se había parado; «usted no era consciente» del tic-tac hasta el momento en que se paró, y «nunca hubiera sido consciente de ello» si no se hubiera parado, pero ahora ocupa claramente un lugar en su conciencia. Un fenómeno aún más sorprendente es aquel en que usted es capaz de contar, retrospectivamente en la experiencia de la memoria, las campanadas de un reloj que ya había tocado cuatro o cinco campanadas cuando usted se dio cuenta. ¿Cómo es posible que usted recuerde haber oído con tanta claridad algo de lo que no era consciente desde el principio? La pregunta traiciona un compromiso con el modelo cartesiano; no hay hechos fijos sobre el flujo de la conciencia, independientemente de los sondeos determinados.